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Episodios Nacionales: El terror de 1824

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Elenita se quedó sola en la calma y silencio de la casa, apenas interrumpidos por los cantorrios de la criada que chillaba en la cocina acompañándose con el almirez.

La desgraciada joven, más infeliz que todas las mujeres nacidas, según su propio parecer, reanudó su trabajo de coser puntillas, el cual, si no ponía la artífice gran atención, había de salir muy imperfecto. No iba a las mil maravillas la obra, por cuya razón Elena deshacía con frecuencia lo hecho, tornando a empezar. A ratos aparecían entre la delicada tela de araña algunas lágrimas que se quedaban temblando en los menudos hilos negros, como insectos de diamantes cogidos en una red de pelo. A ratos los suspiros de la obrera hacían moverse y volar los pedazos más pequeños, que se remontaban en busca de otros climas. Frecuentemente se picaba Elenita con la aguja, y muy a menudo se le enredaba el hilo entre los dedos obligándola a detenerse y a perder los minutos. También solía pasar la aguja con tanta presteza como si fuera puñal y con él tratara de atravesar un corazón aborrecido.

Absorta en sus reflexiones, la niña no advirtió que habían llamado a la puerta, que la criada acababa de abrir y que un hombre avanzaba con pie muy quedo, al modo de ladrón, hacia la salita donde estaba el taller de encajes. Así es que al sentir las palabras: «¿Se puede pasar?», la joven dio un grito y saltó despavorida, cual si se viera en presencia de un toro del Jarama.

– Váyase usted Sr. de Romo, váyase usted – exclamó con terror, refugiándose en un rincón de la estancia. – Mamá no está aquí… estoy sola…

– Mejor – repuso Romo sonriendo y tratando de dar a su rostro y a su ademán el aire no aprendido de la cortesía. – ¿Me como yo a la gente? ¿Soy ladrón o facineroso?… No: yo vengo aquí con móviles de honradez… ¿Podrán todos decir lo mismo?

– No, aquí no ha entrado nadie, nadie más que usted.

– Puesto que usted lo dice, Elenita, lo creo – dijo el hombre oscuro tomando una silla. – Con la venia de usted me sentaré. Estoy muy fatigado.

– ¡Y se sienta!

– Sí, porque tenemos que hablar. Atención, Elenita, yo tengo la desgracia de estar prendado de usted.

– Pues mire usted, yo tengo muchas desgracias, menos esa.

Romo contrajo su semblante, expresando sus afectos como los animales, de una manera muy opaca, digámoslo así, por ser incapaz de hacerlo de otro modo. No podía decirse si era el ruin despecho o la meritoria resignación lo que determinaba aquel signo ilegible, que en él reemplazaba a la clara sonrisa, señal genérica de la raza humana.

– Pues mire usted – dijo afectando candidez, – a otros les ha pasado lo mismo, y al fin, a fuerza de paciencia, de buenas acciones y de finezas se han hecho adorar de las que les menospreciaban.

– No conseguirá usted tal cosa de la hija de mi madre.

– Pues qué… ¿tan feo soy? – preguntó Romo indicando que no tenía la peor idea respecto a sus desgracias personales.

– No, no; es usted monísimo – dijo Elena con malicia, – pero yo estoy por los feos… ¿Quiere usted hacer una cosa que me agradará mucho?

– No tiene usted más que hablar, y obedeceré.

– Pues déjeme sola.

– Eso no… – repuso frunciendo el ceño. – No pasa un hombre los días y las noches oyendo leer sentencias de muerte, y acompañando negros a la horca; no pasa un hombre, no, su vida entre lágrimas, suspiros, sangre y cuerpos horribles que se zarandean en la soga, para venir un rato en busca de goces puros junto a la que ama y verse despedido como un perro.

– Pero yo, pobre de mí, ¿qué puedo remediar? – dijo Elena cruzando las manos.

– Es terrible cosa – continuó el hombre-cárcel con hueco acento, – que ni siquiera gratitud haya para mí.

– ¿Gratitud?… eso sí… nosotros estamos muy agradecidos.

– Se compromete uno, se hace sospechoso a sus amigos, intercediendo siempre por un don Benigno que mató a muchos guardias del Rey en el Arco de Boteros; trabaja uno, se desvive, se desacredita, echa los bofes… y en pago… vea usted… ¡Rayo! hay una niña que en nada estima los beneficios hechos a su familia… ¿Qué le importan a ella la buena opinión del favorecedor de su padre, su honradez, su limpia fama en el comercio?… Todo lo pospone al morrioncillo, a las espuelas doradas y al bigotejo rubio de un mozalbete que no tiene sobre qué caerse muerto, hijo y hermano de conspiradores…

Encendida como la grana, Elena se sentía cobarde. Pero si su valor igualara a su indignación y sus tijeras pudieran cortar a un hombre como cortaban un hilo, allí mismo dividiera en dos pedazos a Romo.

– Calle usted, cállese usted – exclamó sofocada.

– Y sin embargo – añadió el hombre opaco poniéndose más amarillo de lo que comúnmente era, – soy bueno, tengo paciencia, me conformo, callo y padezco… Es verdad que tengo en mi poder un instrumento de venganza… pero no lo emplearé por razón de amor, no, lo emplearé tan sólo por el decoro de esta familia a quien estimo tanto.

Elena tuvo un arranque de esos que se han visto alguna vez, muy pocas, pero se han visto, en las palomas, en los corderos, en las liebres, en las mariposas, en los seres más pacíficos y bondadosos, y pálida de ira, con los labios secos y los puños cerrados, apostrofó al amigo de su familia, gritando así:

– Usted es un malvado, y si yo supiera que algún día había de caer en el pecado de quererle, ahora mismo me quitaría la vida para que no pudiera llegar ese día. Usted es un tunante, hipócrita y falsario, y si mi padre dice que no, yo diré que sí, y si mi padre y mi madre me mandan que le quiera, yo les desobedeceré. Hágame usted todo el daño que guste, pues todo lo que venga de usted lo desprecio, sí señor, lo desprecio, como desprecio su persona toda, sí señor; su alma y su cuerpo, sí señor… Ahora, ¿quiere usted quitárseme de delante, o tendré que llamar a la vecindad para que me ayude a echarle por la escalera abajo?

Al concluir su apóstrofe, la doncella se quedó sin fuerzas y cayó en una silla; cayó blanda, fría, muerta como la ceniza del papel cuando ha concluido la rápida llama. No tenía fuerzas para nada, ni aun para mirar a su enemigo, a quien suponía levantado ya para matarla. Pero el tenebroso Romo más que colérico parecía meditabundo, y miraba el suelo, juzgando sin duda indigno de su perversidad grandiosa el conmoverse por la flagelación de una mano blanca. Su resabio de mascullar se había hecho más notable. Parecía estar rumiando un orujo amargo, del cual había sacado ya el jugo de que nutría perpetuamente su bilis. Veíase el movimiento de los músculos maxilares sobre el carrillo verdoso donde la fuerte barba afeitada extendía su zona negruzca. Después miró a Elena de un modo que si indicaba algo era una especie de paciencia feroz o el aplazamiento de su ira. La córnea de sus ojos era amarilla como suele verse en los hombres de la raza etiópica y su iris negro con azulados cambiantes. Fijaba poco la vista, y raras veces miraba directamente como no fuera al suelo. Creeríase que el suelo era un espejo, donde aquellos ojos se recreaban viendo su polvorosa imagen.

Levantose pesadamente, y dando vueltas entre las manos al sombrero, habló así:

– Y sin embargo, Elena, yo la adoro a usted… Usted me insulta, y yo repito que la adoro a usted… Cada uno según su natural; el mío es requemarme de amor… ¡Rayo! si usted me quisiera, aunque no fuese sino poquitín, me dejaría gobernar como un perro faldero… Sería usted la más feliz de las mujeres y yo el más feliz de los hombres, porque la quiero a usted más que a mi vida.

Sus palabras veladas y huecas parecían salir de una mazmorra. Sin embargo, hubo en el tono del hombre oscuro una inflexión que casi casi podría creerse sentimental; pero esto pasó; fue cosa de brevísimo instante, como la rápida y apenas perceptible desafinación de un buen instrumento músico en buenas manos. Elena se echó a llorar.

– Ya ve usted que no puede ser – balbució.

– Ya veo que no puede ser – añadió Romo mirando a su espejo, es decir, a los ladrillos. – Puede que sea un bien para usted. Mi corazón es demasiado grande y negro… Ama de una manera particular… tiene esquinas y picos… de modo que no podrá querer sin hacer daño… A mí me llaman el hombre de bronce… Adiós, Elenita… quedamos en que me resigno… es decir, en que me muero… Usted me aborrece… ¡Rayo! ¡con cuánta razón!… Es que soy malo, perverso y amenacé a usted con hacer ahorcar a ese pobre pajarito de Seudoquis… No lo haré… si le ahorcara, al fin le olvidaría usted, olvidándose también de mí… Eso sí que no me gusta. Es preciso que usted se acuerde de este desgraciado alguna vez.

Elena no comprendiendo nada de tan incoherentes razones, vacilaba entre la compasión y la repugnancia.

– Además yo había amenazado a usted con otra cosa – dijo Romo retrocediendo después de dar dos pasos hacia la puerta. – Yo tengo una carta, sí, aquí está… en mi cartera la llevo siempre. Es una esquela que usted escribió a esa lagartija. En ella dice que yo soy un animal… Bien: puede que sea verdad. Yo dije que iba a mostrar la carta a su mamá de usted… No, ¿a qué viene eso? Me repugnan las intriguillas de comedia. ¡Yo enseñando cartas ajenas, en que me llaman animal!… Tome usted el papelejo y no hablemos más de eso.

Romo largó la mano con un papel arrugado, del cual se apoderó Elena, guardándolo prontamente.

– Gracias – murmuró.

En aquel instante oyose la campanilla de la puerta, y la voz de D. Benigno, que gritaba:

– Hija mía, soy yo, tu padre.

Elena corrió a abrir, y el amoroso D. Benigno abrazó con frenesí a su adorada hija, comiéndose a besos la linda cara, sonrosada de llorar. También él lloraba como una mujer. – ¿Quién está aquí?… ¿Con quién hablabas? – preguntó con viveza el padre, luego que pasaron las primeras expansiones de su amor.

Al entrar en la sala, D. Benigno vio a Romo que iba a su encuentro abriendo también los brazos.

 

– ¡Ah! ¿estaba usted aquí… era usted…? ¡amigo mío!

– No esperábamos todavía al Sr. Cordero – dijo Romo. – Desconfiaba de que le soltaran a usted.

– ¿Por qué llorabas, hija mía, antes de yo entrar? – dijo el patriota, fijando en esto toda su atención.

– El Sr. Romo – repuso Elena muy turbada, pero en situación de poder disimularlo bien – acababa de entrar…

– Yo creí que estaría aquí D.ª Robustiana – añadió el realista.

– Y me decía – prosiguió Elena, – me estaba diciendo que usted… pues, que no había esperanzas de que le soltaran a usted, padre.

– Eso me dijeron esta mañana en la Superintendencia; pero por lo visto las órdenes que se dieron la semana pasada han hecho efecto.

– Venga acá el mejor de los amigos, venga acá – exclamó D. Benigno con entusiasmo, abriendo los brazos para estrechar en ellos a su salvador. – Otro abrazo… y otro… A usted debo mi libertad. No sé cómo pagarle este beneficio… Es como deber la vida… Venga otro abrazo… ¡Haber dado tantos pasos para que no me maltrataran en Zaragoza, haberme servido tan lealmente, tan desinteresadamente! No, no se ve esto todos los días. Y es más admirable en tiempos en que no hay amigo para amigo… Yo liberal, usted absolutista, y sin embargo, me ha librado de la horca. Gracias, mil gracias, Sr. D. Francisco Romo – añadió con emoción que brotaba como un torrente de su alma honrada. – ¡Bendita sea la memoria de su padre de usted! Por ella juro que mi gratitud será tan duradera como mi vida.

Era la hora de comer; y cerrada la tienda, llegaron la señora, los niños y el mancebo. Quiso D. Benigno que les acompañase Romo a la frugal mesa; pero excusose el voluntario y partió, dejando a la hidalga familia entregada a su felicidad. Elena no respiró fácilmente hasta que no vio la casa libre de la desapacible lobreguez de aquel hombre.

XI

Dejamos a D. Patricio como aquellas estatuas vivas de hielo, a cuya mísera quietud y frialdad quedaban reducidas, según confesión propia, las heroínas de las comedias tan duramente flageladas por Moratín. El alma del insigne patriota había caído de improviso en turbación muy honda, saliendo de aquel dulce estado de serenidad en que ha tiempo vivía. Dudas, temores, desconsuelo y congoja le sobresaltaron en invasión aterradora, sin que la presencia de Sola le aliviara, porque la huérfana habló muy poco durante todo aquel día y no dijo nada de lo que a nuestro anciano había quitado hasta la última sombra de sosiego.

Mas por la noche, cuando la joven se retiraba, volvió a decir la terrible frase:

– Si yo me fuera a Inglaterra, ¿qué harías tú, viejecillo bobo?

D. Patricio no pudo hablar, porque su garganta era como de bronce y todo el cuerpo se le quedó frío. No pudo dormir nada en toda la noche, revolviendo en su mente sin cesar la terrible pregunta.

– ¡Consagrar yo mi vida a una criatura como esta!… – exclamaba en su calenturiento insomnio: – ¡amarla con todas las fuerzas del alma, ser padre para ella, ser amigo, ser esclavo, y a lo mejor oír hablar de un viaje a Inglaterra!… ¡Ingrata, mil veces ingrata! Te ofrezco mi gloria, trasmito a ti, bendiciéndote, los laureles que han de ornar mi frente, y me abandonas!… ¡Ah! Señor, Señor de todas las cosas… ¡La ocasión ha llegado! El momento de mi sacrificio sublime está presente. No espero más. ¡Adiós, hija de mi corazón; adiós, esperanza mía, a quien diputé por compañera de mi fama!… Tú a Inglaterra, yo a la inmortalidad… ¿Pero a qué vas tú a Inglaterra, grandísima loca? ¿a qué?… Sepámoslo. ¡Ay! te llama el amor de un hombre, no me lo niegues, de un hombre a quien amas más que a mí, más que a tu padre, más que al abuelo Sarmiento… ¡Por vida de la Ch…! Esto no lo puedo consentir, no mil veces… yo tengo mucho corazón… Sola, Sola de mi vida… ¿por qué me abandonas? ¿por qué te vas, y dejas solo, pobre, miserable, a tu buen viejecito que te adora como a los ángeles? ¿Qué he hecho yo? ¿Te he faltado en algo? ¿No soy siempre tu perrillo obediente y callado que no respiraría si su respiración te molestara?

Diciendo esto sus lágrimas regaban la almohada y las sábanas revueltas.

Al día siguiente notó que Sola estaba también muy triste y que había llorado; pero no se atrevió a preguntarle nada.

Por la noche luego que cenaron, Sola, después de larga pausa de meditación, durante la cual su amigo la miraba como se mira a un oráculo que va a romper a hablar, dijo simplemente:

– Abuelito Sarmiento; tengo que decirte una cosa.

D. Patricio sintió que su corazón bailaba como una peonza.

– Pues abuelito Sarmiento – añadió Sola, mostrando que le era muy difícil decir lo que decía, – yo, la verdad… ¡tengo una pena, una pena tan grande!… Si pudiera llevarte conmigo te llevaría, pero me es imposible, me es absolutamente imposible. Me han mandado ir sola, enteramente sola.

D. Patricio dejó caer su cabeza sobre el pecho, y le pareció que todo él caía, como un viejo roble abatido por el huracán. Lanzó un gemido como los que exhala la vida al arrancar del mundo su raíz y huir.

– Es preciso tener resignación – dijo Sola poniéndole la mano en el hombro. – Tú, en realidad, no eres hombre de mucha fe, porque con esas doctrinas de la libertad los hombres de hoy pierden el temor de Dios, y principiando por aborrecer a los curas acaban por olvidarse de Dios y de la Virgen.

– Yo creo en Dios – murmuró Sarmiento. – Ya ves que he ido a misa desde que tú me lo has mandado.

– Sí, no dudo que creerás, pero no tan vivamente como se debe creer, sobre todo cuando una desgracia nos cae encima – dijo la huérfana con enérgica expresión. – Ahora que vamos a separamos, es preciso que mi viejecito tenga la entereza cristiana que es propia de su edad y de su buen juicio… porque su juicio es bueno, y felizmente ya no se acuerda de aquellas glorias, laureles, sacrificios, inmortalidades, que le hacían tan divertido para los granujas de las calles.

– Yo no he renunciado ni debo renunciar a mi destino – repuso el anciano humildemente.

– Ni aun por mí…

– Por ti tal vez; pero si te vas…

– Si me voy, será para volver – replicó Sola con ternura. – .. yo confío en que el abuelito Sarmiento será razonable, será juicioso. Si el abuelito en vez de hacer lo que le mando, se entrega otra vez a la vida vagabunda, y vuelve a ser el hazme reír de los holgazanes, tendré grandísima pena. Pues qué, ¿no hay en el mundo y en Madrid otras personas caritativas que pueden cuidar de ti como he cuidado yo? Hay, sí, personas llenas de abnegación y de amor de Dios, las cuales hacen esto mismo por oficio, abuelito, y consagran su vida a cuidar de los pobres ancianos desvalidos, de los pobres enfermos y de los niños huérfanos. A estas personas confiaré a mi pobre viejecillo bobo, para que me le cuiden hasta que yo vuelva.

D. Patricio que había empezado a hacer pucheros, rompió a llorar con amargura.

– Soledad, hija de mi alma… – exclamó. – Ya comprendo lo que quieres decirme. Tu intención es ponerme en un asilo… ¡Lo dices y no tiemblas!

Después, variando de tono súbitamente, porque variaba de idea, ahuecó la voz, alzó la mano y dijo:

– ¡Y crees tú que a un hombre como este se le mete en un hospicio! Sola, Sola, piénsalo bien. Tú has olvidado qué clase de mortal es este que tienes en tu casa. ¡Y me crees capaz de aceptar esa vida oscura, sin gloria y sin ti, sin ti y sin gloria! ¡ay! los dos polos de mi existencia… Mira, niña de mi alma, para que comprendas cuánto te quiero y cómo has conquistado mi gran corazón, te diré que yo no soy el que era, que si mis ideas no han variado han variado mis acciones y mi conducta.

Y luego con una seriedad que hizo sonreír a Sola en medio de su pena, se expresó así:

– Es evidente… porque esto es evidente como la luz del día… que yo estoy destinado a coronarme de gloria, a adornar mi frente de rayos esplendorosos sacrificándome por la libertad, ofreciéndome como víctima expiatoria en el altar de la patria, como el insigne general, mi compañero de martirio, que me espera en la mansión de los justos, allá donde las virtudes y el heroísmo tienen eterno y solemne premio… Pues bien, es tanto lo que te quiero, que por tu cariño he ido dejando pasar días y días y días y hasta meses sin cumplir esto que ya no es para mí una predestinación tan sólo, sino un deber sagrado. ¿Me entiendes?

Soledad le pasó la mano por la cabeza, incitándole a que no siguiese tocando aquel tema.

– Por ti, sólo por ti… – prosiguió el viejo. – ¡Me da tanta pena dejarte!… Así es que me digo: «Tiempo habrá, Señor»… ¿Creerás que aquí en tu compañía se me han pasado semanas enteras sin acordarme de semejante cosa?… Hay más todavía: yo estaba dispuesto a hacer un sacrificio mayor… ¿te espantas? que es el de sacrificarte mi sacrificio, ¿no lo entiendes?… Sí, poner a tus pies mi propia gloria, mi corona de estrellas… Sí, chiquilla, yo estaba dispuesto a no separarme jamás de ti y a no pensar más en la política… ni en Riego, ni en la libertad… ¡Oh! hija mía, tú no puedes comprender la inmensidad de tal sacrificio. Por él juzgarás de la inmensidad del amor que te tengo. ¡Y cuando yo renuncio por ti a lo que es mi propia vida, a mi idea santa, gloriosa, augusta, tú me abandonas, me echas a un lado como mueble inútil, me mandas a un hospicio y te vas!…

Soledad veía crecer y tomar proporciones aquel problema de la separación que le causaba tanta pena. Su alma no era capaz de arrepentirse del bien que había hecho al desvalido anciano; pero deploraba que por los misteriosos designios de Dios, la caridad que hiciera algunos meses antes, le trajese ahora aquel conflicto que empezaba a surgir en su cristiano corazón.

– El Señor nos iluminará – dijo, remitiendo su cuita al que ya la había salvado de grandes peligros. – Confío en que Dios nos indicará el mejor camino. Si tú le pidieras con fervor, como yo lo hago, luz, fuerzas, paciencia y fe, sobre todo fe…

– Yo le pediré todo lo que tú quieras, hija de mi alma; yo tendré fe… Dices que tengo poca; pues tendremos mucha. Me has contagiado de tantas cosas, que no dudo he de adquirir la fe que tú, sólo con mirarme, me estás infundiendo.

– Para adquirir ese tesoro – dijo Sola con cierto entusiasmo, – no basta mirarme a mí ni que yo te mire a ti, abuelo; es preciso pedirlo a Dios y pedírselo con ardiente deseo de poseer su gracia, abriendo en par en par las puertas del corazón para que entre; es preciso que nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento se junten para alimentar ese fuego que pedimos y que al fin se nos ha de dar. Teniendo ese tesoro, todo se consigue, fuerzas para soportar la desgracia, valor para acometer los peligros, bondad para hacer bien a nuestros enemigos, conformidad y esperanza, que son las muletas de la vida para todos los que cojeamos en ella.

– Pues yo haré que mi sensibilidad y mi pensamiento se encaminen a Dios, niña mía – replicó el vagabundo participando del entusiasmo de su favorecedora. – Haré todo lo que mandas.

– Y tendrás fe.

– Tendremos fe… sí; venga fe.

– Con ella resolveremos todas las cuestiones – dijo Sola acariciando el flaco cuello de su amigo. – Ahora, abuelito, es preciso que nos recojamos. Es tarde.

– Como tú quieras. Para los que no duermen, como yo, nunca es tarde ni temprano.

– Es preciso dormir.

– ¿Duermes tú?

– Toda la noche.

– Me parece que me engañas… En fin, buenas noches. ¿Sabes lo que voy a hacer si me desvelo? Pues voy a rezar, a rezar fervorosamente como en mis tiempos juveniles, como rezábamos Refugio y yo cuando teníamos contrariedades, alguna deudilla que no podíamos pagar, alguna enfermedad de nuestro adorado Lucas… Ello es que siempre salíamos bien de todo.

– A rezar, sí; pero con el corazón, sin dejar de hacerlo con los labios.

– Adiós, ángel de mi guarda – dijo Sarmiento besándola en la frente. – Hasta mañana, que seguiremos tratando estas cosas.

Retirose Soledad, y el anciano se fue a su cuarto y se acostó, durmiéndose prontamente; mas tuvo la poca suerte de despertar al poco tiempo sobresaltado, nervioso, con el cerebro ardiendo.

– Ea, ya estamos desvelados – dijo dando vueltas en su cama, que había sido para él durante diez meses un lecho de rosas. – Voy a poner por obra lo que me mandó la niña; voy a rezar.

Disponiendo devotamente su espíritu para el piadoso ejercicio, rezó todo lo rezable, desde las oraciones elementales del dogma católico hasta la que en distintas épocas ha inventado la piedad para dar pasto al insaciable fervor de los siglos. Sarmiento rezó a Dios, a la Virgen, a los Santos que antaño habían sido sus abogados, sin olvidar a los que fueron procuradores de Refugio, mientras esta, desterrada en el mundo, les necesitara.

 

Mas a pesar de esto, el anciano no advirtió que entrara gran porción de calma en su espíritu, antes al contrario, sentíase más irritado, más inquieto con propensiones a la furia y a protestar contra su malhadada suerte. Como llegara un instante en que no pudo permanecer en el abrasado lecho, levantose en la oscuridad y se vistió a toda prisa sin estar seguro de ponerse la ropa al derecho. Sentía impulsos de salir gritando por toda la casa y de llamar a Sola y echarle en cara la crueldad de su conducta y decirle: «Ven acá, loca, ¿quién es el infame que te llama desde Inglaterra?… ¿Qué vas tú a hacer a Inglaterra?… ¡Ah! Es un noviazgo lo que te llama. Y si es noviazgo, ¡vive Dios! ¿quién es ese monstruo? Dímelo, dime su nombre, y correré allá y le arrancaré las entrañas».

En la sala distinguió débil claridad, por lo que supuso que había luz en el cuarto de su amiga. Paso a paso, avanzando como los ladrones, dirigiose allá; empujó suavemente la puerta, pasó a un gabinete, deslizose como una sombra extendiendo las manos para tocar los objetos que pudieran estorbarle el paso. La puerta de la alcoba estaba entreabierta; había luz dentro, pero no se oía el más leve rumor. Alargando el cuello Sarmiento vio a Sola dormida junto a una mesa en la cual había papeles y tintero.

– Estaba escribiendo – pensó, – y se ha dormido. Veremos a quién.

Entró en la alcoba, andando despacio, quedamente y con mucho cuidado para no hacer ruido. Su rostro anhelante, su cuerpo tembloroso, sus ojos ávidos y saltones dábanle aspecto de fantasma, y si la joven despertase en aquel momento se llenaría de terror al verle. Estaba profundamente dormida, con la cabeza apoyada en el respaldo del sillón y ligeramente inclinada. Delante tenía una carta a medio escribir, y otra muy larga y de letra extraña que parecía ser la que estaba contestando.

– Yo conozco esa letra – pensó Sarmiento, devorando con los ojos el escrito, que estaba apoyado en un libro puesto de canto a manera de atril.

Conteniendo su respiración, el vagabundo examinó el pliego, que, abierto por el centro, no presentaba ni el principio ni el fin. Después fijó los ojos en la carta a medias escrita por Sola. D. Patricio miraba y fruncía el ceño apretando las mandíbulas. Tenía un aspecto tal de ferocidad aviesa, que si él mismo pudiera verse tuviera miedo de sí mismo. No tardó mucho en satisfacer su curiosidad; pero esta era tan intensa, que después de leer una vez leyó la segunda. Después de la tercera no estaba tampoco satisfecho; mas temiendo que la joven despertara, se retiró como había venido. Al llegar a su cuarto se dejó caer en la cama, y dando un gran suspiro exclamó para sí:

– ¡Bien lo decía yo: los emigrados!…