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Episodios Nacionales: El terror de 1824

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VI

El triste día de la ejecución todo Madrid asistió a ella, lo mismo los absolutistas rabiosos que los antiguos patriotas, a excepción de los que no podían salir a la calle sin peligro de ser afeitados o arrojados en los pilones de las fuentes, cuando no hechos trizas por el vulgo. Pero entre tanto gentío faltó un hombre que durante el verano había vivido casi constantemente en la calle, entreteniendo a los desocupados y dando que reír a los pícaros. Echábanle de menos en las esquinas de la Puerta del Sol y en los diversos mentideros, por lo cual le creían muerto. No era cierto. Sarmiento vivía, gozando además de una regular salud.

La primera noche que se quedó en casa de Solita durmió de un tirón once horas, y habiendo despertado al medio día, llamó con fuertes voces para que le llevaran chocolate. Dióselo la misma dueña de la casa con mucha amabilidad, y entre sorbo y sorbo, el preceptor decía:

– Puedo aceptar estos obsequios porque hoy mismo entraré por la senda a que me lleva mi destino… Si fuera por mucho tiempo de ningún modo aceptaría… Mi carácter, mi dignidad, los recuerdos de nuestro antagonismo no me lo permiten.

– ¿Qué tal está el chocolate? – le preguntó Sola con malignidad.

– Así, así… mejor dicho, no está mal… quiero decir, muy bueno, excelente, o hablando con completa franqueza, riquísimo.

– ¿Hoy se marcha usted?

– Ahora mismo… Me presentaré a las autoridades – repuso Sarmiento dejando el cangilón y arropándose de nuevo entre las sábanas, – y les diré: «Aquí tenéis, infames sicarios, al que os ha hecho tanto daño; quitadme esta miserable vida; bebed mi sangre, caníbales. Quiero compartir la inmortalidad del insigne Riego…».

– ¿Todo eso va a decir usted?… Pues un poco perezosillo está mi buen viejo para hacer y decir tantas cosas.

– ¡Yo perezoso! – exclamó incorporando el anguloso busto y extendiendo los brazos. – ¡Venga al punto mi ropa!

Soledad le mostró ropa blanca limpia y planchada.

– He estado arriba – dijo.

– ¿En mi casa?

– Sí; saqué la llave del bolsillo de usted, subí, revolví todo buscando ropa mejor que la que usted tiene puesta… pero no encontré nada.

– ¡Cómo había de encontrar, alma de Dios, lo que no tengo! No se burle usted de mi miseria… Pero entendámonos, ¿qué ropa es esta que me ofrece?

– Estaba en la casa… son piezas desechadas, pero en buen uso.

– ¡Ah! ya… es ropa desechada del señor D. Salvador Monsalud… Pues mire usted, si fuera obsequio de otra persona lo rehusaría; pero siendo de aquel noble patriota lo acepto. Conste que no he pedido nada.

– De ropa exterior podríamos arreglarle algunas piezas decentes – dijo Sola sonriendo, – siempre que usted tarde algunos días en marchar a la inmortalidad.

– ¡Tardar! Basta de bromas… ¿Para qué quiero yo ropas bonitas? ¿Voy acaso a entrar en algún salón de baile o en los Elíseos Campos, donde los justos se pasean envueltos en mantos de nubes?… Fígurese usted la falta que me hará a mí la buena ropa…

– Puede que tarden en matarle a usted un mes o dos. Y si siguen estos fríos no le vendrá mal una buena capa.

– Tanto como venir mal precisamente no… ¿La tiene usted?

– La buscaremos.

– No, no es preciso… Voy a levantarme.

Soledad se retiró y al poco rato apareció en la sala D. Patricio completamente vestido. Sentose en el sofá, y contemplando a la joven con bondadosa mirada, dijo así:

– Desde el tiempo de mi Refugio, no había dormido en una cama tan buena… ¡Ay! ¡ella era tan hacendosa, tan casera! Nuestro domicilio estaba como un oro, y nuestro lecho nupcial podía haber servido para que en él se revolcara un Rey… ¡Pobre Refugio! Si me vieras en mi actual miseria… ¡Pobre Lucas, pobre hijo mío! Hoy tu muerte es digna de envidia porque estás en la morada de los héroes y de los elegidos; pero tu padre no tiene consuelo, ni puede vivir sin verte…

Derramó algunas lágrimas y por largo rato estuvo silencioso y cabizbajo, dando muestras de verdadero dolor. Soledad, ocupada en sus quehaceres, no se presentó a él sino a la hora de la comida.

– Supongo que no saldrá usted hasta después de comer – le dijo poniendo la mesa.

– Saldré antes, ahora mismo, señora – dijo Sarmiento irguiéndose súbitamente como un asta de bandera. – El peso de la vida me es insoportable. Una voz secreta me grita: «Anda, corre…». Todo mi ser avanza en pos de la gloria que me está destinada.

– ¡Cuánto mejor irá usted después de comer!… ¿Es que desprecia usted mi mesa?

– ¡Oh! no señora, de ningún modo – replicó Sarmiento con cortesía; – pero conste que sólo por acompañar a usted…

Comieron tranquilamente, siendo de notar que el espiritual D. Patricio, creyendo sin duda poco conveniente el aventurarse por los ideales senderos con el estómago vacío, diose prisa a llenarlo de cuanto la mesa sustentaba.

– ¡Qué buena comida! – dijo permitiendo a su paladar aquel desliz de sensualismo. – ¡Qué bien hecho todo, y con cuánto primor presentado! Solita, si usted se casa su marido de usted será el más feliz de los hombres.

Al final de la comida, los ojos de D. Patricio brillaron con resplandores de gozo, viendo una taza llena de negro licor.

– ¡También café!… ¡Oh! ¡cuánto tiempo hace que no pruebo este delicioso líquido!… el néctar de los dioses, el néctar de los héroes… Gracias, mil gracias por tan delicada fineza.

– Yo sabía que a usted le gusta mucho este brebaje.

– ¡Gracias!… ¡y qué bueno es!… ¡qué aroma!

– Será el último que beba usted, porque en la cárcel no dan estas golosinas.

– ¿Y qué importa? – repuso el anciano con solemne acento. – ¿Acaso somos de alfeñique? Cuando un hombre se decide a escalar con gigantesco pie el último círculo del cielo, ¿de qué vale el liviano placer de los sentidos?

Dijo, y poniéndose el farolillo de fieltro que desempeñaba en su cabeza las funciones propias de un sombrero, se dispuso a salir.

– Adiós, señora – murmuró, – gracias por sus atenciones, que no esperaba en persona de quien soy encarnizado enemigo… político. Su papá de usted y yo nos aborrecimos y nos aborreceremos en la otra vida… Abur.

Salió precipitadamente hacia la puerta, mas no pudiendo abrirla, volvió diciendo:

– La llave, la llave…

Soledad rompió a reír.

– ¡Y creía el muy tonto que iba a dejarle salir! – exclamó. – No faltaba más. Eso querrían los chicos para divertirse. ¿Quiere usted quitarse ese sombrero, hombre de Dios, y sentarse ahí y estarse tranquilo?

– Señora, señora – dijo Sarmiento moviendo la cabeza y pateando ligeramente en muestra de su decoroso enfado, – ábrame usted la puerta y déjeme en paz, que cada uno va a su destino y el mío es… el que yo me sé.

– No abro.

– Señora, señorita, que yo soy hombre de poca paciencia. Ábrame la puerta o reñimos de veras.

– Que no abro la puerta – repuso Sola, remedando el tonillo de cantinela de su digno huésped.

– Basta de bromas, basta, repito – vociferó Sarmiento tomando el aire y tono tragi-cómicos que empleaba al reprender a los alumnos. – Yo soy un hombre formal… De mí no se ríe nadie y menos una chiquilla loca… Ea, niña sin juicio, abra usted si no quiere saber quién es Patricio Sarmiento.

– Un loco, un majadero, un vagabundo de las calles, a quien es preciso recoger por caridad y encerrar por fuerza, para que no se degrade en las calles como un pordiosero, haciendo el saltimbanquis y muriéndose de miseria, ya que por el estado de su cabeza no puede morirse de vergüenza.

Esto le dijo la muchacha con tanta seriedad y entereza, que por breve rato estuvo el patriota aturdido y confuso.

– Aquí hay algo, aquí hay algún designio oculto que no puedo comprender – afirmó el anciano, – pero que tiene por objeto, sí, tiene por objeto impedir una resolución demasiado ruidosa y que quizás perjudicaría al absolutismo.

Otra vez se echó a reír Sola de tan buena gana, que Sarmiento se enfureció más.

– Por vida de la Chilindraina – gritó agitando sus brazos, – que si usted no me da la llave, la tomaré yo donde quiera que se encuentre.

– Atrévase usted – dijo Soledad con festiva afectación de valor, incorporándose en su asiento. – Mujer y sin fuerzas no temo a un fantasmón como usted… Quieto ahí, y cuidado con apurarme la paciencia.

– Señora, no puedo creer sino que usted se ha vuelto loca – gruñó Sarmiento con sarcasmo. – ¡Querer detener a un hombre como yo! No sabe usted las bromas que gasto. Repito que aquí hay una conjuración infame… ¡Oh! si es usted hija del conspirador más grande que han abortado los despóticos infiernos… ¡Ah, taimada muchachuela! ahora me explico a qué venían los chocolatitos, la ropita blanca, el buen cocido y mejor sopa… ¡Quite usted allá! ¿Cree usted que con eso se ablanda este bronce? ¿Cree usted que así se abate esta montaña? ¿Soy yo de mantequillas? Aunque fuera preciso derribar a puñetazos estas paredes y arrancar con los dientes esos cerrojos del despotismo, yo lo haría, yo… porque he de ir a donde me llama mi hado feliz, y mi hado, fatum que decían los antiguos, se ha de cumplir, y la víctima preciosa inscrita en el eterno libro no puede faltar, ni la sangre redentora puede dejar de derramarse, ni la libertad ha de quedarse sin la víctima que necesita. De modo que saldré, pese a quien pese, aunque tenga que emplear la fuerza contra miserables mujeres, lo que es impropio de la nobleza de mi carácter.

– ¿Se atreverá usted?

– Sí; deme usted la llave de esa puerta nefanda – contestó Sarmiento con énfasis petulante que no tenía nada de temible, – o se arrepentirá de su crimen… porque esto es un crimen, sí señora… ¡La llave, la llave!

– Ahora lo veremos.

Corriendo afuera, prontamente volvió Sola con un palo de escoba, y enarbolándole frente a D. Patricio, le hizo retroceder algunos pasos.

– Aquí están mis llaves, pícaro, vagabundo. O renuncia usted a salir, o le rompo la cabeza.

 

– Señora – exclamó D. Patricio acorralado en un ángulo de la sala, – no abuse usted de mi delicadeza… de mi dignidad, que me impide poner la férrea mano sobre una hembra… ¡Esto es un ardid, pero qué ardid!… una trama verdaderamente absolutista.

– Siéntese usted – gritó Soledad conteniendo la risa y sin dejar el argumento de caña. – Fuera el sombrero.

– Vaya, me siento y me descubro – repuso Sarmiento con la sumisión del esclavo. – ¿Qué más?

– ¿Se compromete usted a no salir en quince días?

– Jamás, jamás, jamás. Antes la muerte – murmuró cerrando los ojos. – Pegue usted.

– Esto es una broma – dijo Soledad arrojando el palo, sentándose junto al anciano y poniéndole la mano amorosamente sobre el hombro. – ¿Cómo había yo de castigar al pobre viejecito demente y miserable que se pasa la vida por las calles divirtiendo a los muchachos? Si no hay en el mundo ser alguno más digno de lástima… ¡Pobre viejecillo! Me he propuesto hacer una buena obra de caridad y lo he de conseguir. Yo he de traer a este infeliz a la razón. ¿Y cómo? Asistiéndole, cuidándole, dándole de comer cositas buenas y sabrosas, arreglándole su ropa para que esté decente y no tenga frío, proporcionándole todo lo necesario para que no carezca de nada y tenga una vejez alegre y pacífica.

Estas palabras debieron de hacer ligera impresión en el espíritu del viejo, porque moviendo la cabeza, se dejó acariciar y no dijo nada.

– Jesucristo nos manda hacer el bien a los pobres, cuidar a los enfermos y aliviar a los menesterosos – añadió Sola acercando su gracioso rostro a la rugosa efigie del vagabundo. – Y cuando esto se hace con enemigos, el mérito es mayor, mucho mayor, y el placer de hacerlo también aumenta. Recordando que este pobre iluso y fanático negó un vaso de agua a mi padre en un trance terrible, más me alegro de hacerle beneficios, sí, porque además yo sé que este desgraciado vejete loco no es malo en realidad, ni carece de buen corazón, sino que por causa del condenado fanatismo hizo aquella y otras maldades… Por consiguiente, papá Sarmiento, aquí estarás encerradito, comiendo bien y cenando mejor, libre de chicos, de insultos, de atropellos, de hambre y desnudez; aquí vivirás tranquilo, haciéndome compañía, porque yo soy sola como mi nombre, y estaré sola por mucho tiempo, quizás toda la vida… ¿Quedamos en eso? Ya ves que te tuteo en señal de parentesco y familiaridad.

– ¡Ah! mujer melosa y liviana – dijo Sarmiento haciendo un esfuerzo de energía, semejante al de los anacoretas cuando se veían en grande y peligrosa tentación. – ¡Quita allá! mi alma es demasiado fuerte para sucumbir a tus pérfidos halagos.

– Esta noche cenaremos – dijo Soledad hablando como cuando se les anuncia a los niños lo que han de comer. – Oye tú lo que cenaremos: pollo, chuletas, uvas…

Iba contando por los dedos cada cosa, y haciendo gran pausa en cada parada.

– Mañana – añadió, – voy a ocupar a mi ancianito en cosas útiles. Me ha de trabajar para que pueda tratarle bien. Yo necesito reformar mi letra, porque escribo patas de mosca y no tengo ortografía. El viejecillo me dará lección todas las noches. Por el día le emplearé en algo que le entretenga. Darele buenos libros… nada de política… y cuando esté domesticado, le sacaré a paseo por las tardes.

A D. Patricio se le humedecieron los ojos. Difícil es saber lo que pasaba en su alma.

– ¿Y mi gloria, pero esa gloria que me está llamando? – dijo dando fuerte porrazo en el brazo de la silla. – ¡Vaya un modo de hacer caridades, señora, quitándole a uno la inmortalidad, el lauro de oro que se le tiene destinado!

D. Patricio dijo esto con una seriedad que hacía llorar y reír al mismo tiempo.

– ¿Qué gloria? – repuso Soledad. – No conozco sino la que Dios da a los que se portan bien y cumplen sus mandamientos.

– ¿Pero y esa víctima de quien necesita la libertad?

– La libertad no necesita víctimas, sino hombres que la sepan entender… Conque Sarmientillo, seremos amigos. De aquí no se sale, mientras esa cabeza no esté buena.

Diole dos cariñosas palmadas en ella la encantadora joven, mientras el insigne patriota exhalaba de su noble pecho un suspiro de a libra, permítase la frase. ¿Era que hacía el sacrificio de su ideal sublime? ¿Era que pedía a su espíritu fuerzas para sobreponerse a seducción tan terrible? No es fácil saberlo. Los próximos sucesos lo dirán.

– ¡Ah! señora – exclamó tomando la mano de Sola, – no sabe usted bien lo que hace. La historia, quizás, pedirá a usted cuentas de su acción abominable, aunque declaro que es inspirada por un noble impulso de caridad… Engañosa Circe; no sabe usted bien qué clase de ímpetus sojuzga y contiene al encerrarme; no sabe usted bien qué especie de monstruo encarcela ni qué heroicas acciones se pierden con este hecho, ni qué días gloriosos serán borrados de la serie del tiempo.

Dijo, y un rato después dormía la siesta.

VII

En los días sucesivos tuvo D. Patricio los mismos deseos de salir, si bien, a excepción de una vez, no fueron tan ardientes; pero hubo gritos, amenazas, volvió a funcionar el inocente palo y la carcelera a desplegar las armas de su convincente piedad y de la graciosa prudencia que tan buenos efectos produjera el primer día. Horas enteras pasaba el vagabundo patriota, corriendo de un ángulo a otro de la sala, como enjaulada bestia, deteniéndose a veces para oír los ruidos de la calle, que a él le sonaban siempre como discursos, proclamas o himnos, y poniéndose a cada rato el sombrero para salir. Este acto de cubrirse primero y descubrirse después al caer en la cuenta de su encierro era gracioso, y excitaba la risa de su amable guardiana. En la comida y cena mostrábase más manso, y se ponía con cierto orgullo las prendas de vestir que Sola le había arreglado. Desde la cabeza a los pies cubríase con lo perteneciente al antiguo dueño de la casa, de cuya adaptación no resultaba gran elegancia, a causa de la diferencia de talle y estatura.

Por las noches daba a Soledad lección de escritura, poniendo en ella tanto cuidado la discípula como el maestro. Él particularmente mostraba una prolijidad desusada, esmerándose en transmitir a su alumna sus altos principios caligráficos y la primorosa maestría de ejecución que poseía y de que estaba tan orgulloso.

– Desde que el mundo es mundo – decía observando los trazos hechos por Soledad sobre el papel pautado, – no se han dado lecciones con tanto esmero. Hanse reunido, para producir colosales efectos, la disposición innata de la discípula y la destreza del maestro. Ahora bien, señora y carcelera mía, la justicia y el agradecimiento piden que en pago de este beneficio me conceda usted la libertad que es mi elemento, mi vida, mi atmósfera.

– Bueno – respondió Sola, – cuando sepa escribir te abriré la puerta, viejecillo bobo.

En los primeros días de Noviembre estuvo muy tranquilo, apenas dio señales de persistir en su diabólica manía, y se le vio reír y aun modular entre dientes alegres cancioncillas; pero el 7 del mismo mes llegaron a su encierro, no se sabe cómo (sin duda por el aguador o la indiscreta criada) nuevas del suplicio de Riego, y entonces la imaginación mal contenida de D. Patricio perdió los estribos. Furioso y desatinado, corrió por toda la casa gritando:

– ¡Esperad, verdugos; que allá voy yo también! No será él solo… Esperad, hacedme un puesto en esa horca gloriosa… ¡Maldito sea el que quiera arrancarme mis legítimos laureles!

Soledad tuvo miedo; mas sobreponiéndose a todo, logró contenerle con no poco trabajo y riesgo, porque Sarmiento no cedía como antes a la virtud del palo, ni oía razones, ni respetaba a la que había logrado merced a su paciencia y dulzura tan gran dominio sobre él. Pero al fin triunfaron las buenas artes de la celestial joven, y Sarmiento, acorralado en la sala, sin esperanzas de lograr su intento, tuvo que contentarse con desahogar su espíritu poniéndose de rodillas y diciendo con voz sonora:

– ¡Oh! tú, el héroe más grande que han visto los siglos, patriarca de la libertad, contempla desde el cielo donde moras esta alma atribulada que no puede romper las ligaduras que le impiden seguirte. Preso contra todo fuero y razón; víctima de una intriga, me veo imposibilitado de compartir tu martirio y con tu martirio tu galardón eterno. Y vosotros, asesinos, venid aquí por mí si queréis. Gritaré hasta que mis voces lleguen hasta vuestros perversos oídos. Soy Sarmiento, el digno compañero de Riego, el único digno de morir con él; soy aquel Sarmiento, cuya tonante elocuencia os ha confundido tantas veces, el que no os ha ametrallado con balas sino con razones, el que ha destruido todos vuestros sofismas con la artillería resonante de su palabra. Aquí estoy, matad la lengua de la libertad, así como habéis matado el brazo. Vuestra obra no está completa mientras yo viva, porque mientras yo viva se oirá mi voz por todas partes diciendo lo que sois… Venid por mí. La horca está manca: falta en ella un cuerpo. No será efectivo el sacrificio sin mí. ¿No me conocéis, ciegos? Soy Sarmiento, el famoso Sarmiento, el dueño de esa lengua de acero que tanto os ha hecho rabiar… ¿No daríais algo por taparle la boca? Pues aquí le tenéis… Venid pronto… El hombre terrible, la voz destructora de tiranías callará para siempre.

Todo aquel día estuvo insufrible en tal manera que otra persona de menos paciencia y sufrimiento que Solita le habría puesto en la calle, dejándole que siguiera su glorioso destino; pero se fue calmando y un sueño profundo durante la noche le puso en regular estado de despejo. Habíale traído Soledad tabaco picado y librillos de papel para que se entretuviese haciendo cigarrillos, y con esto y con limpiar la jaula de un jilguero pasaba parte de la mañana. Sentándose después junto a la huérfana mientras esta cosía, hablaban largo rato y agradablemente de cosas diversas. Uno y otro contaban cosas pasadas: Sarmiento sus bodas, la muerte de Refugio y la niñez de Lucas; Sola su desgraciado viaje al reino de Valencia.

Continuaban las lecciones de escritura por las noches, y después leía el anciano un libro de comedias antiguas que Sola trajo de la casa de Cordero. Cuidaba muy bien de que en la vivienda no entrase papel ninguno de política, y siempre que el anciano pedía noticias de los sucesos públicos se le contestaba con una amonestación acompañada a veces de tal cual suave pasagonzalo. Poco a poco iba acomodándose el buen viejo a tal género de vida, y sus accesos de tristeza o de rabia eran menos frecuentes cada día. Su carácter se suavizaba por grados, desapareciendo de él lentamente las asperezas ocasionadas por un fanatismo brutal y la irritación y acritud que en él produjera la gran enfermedad de la vida, que es la miseria. A las ocupaciones no muy trabajosas de hacer cigarrillos y cuidar el pájaro, añadió Soledad otras que entretenían más al anciano. Como no carecía de habilidad de manos y había herramientas en la casa, todos los muebles que tenían desperfectos y todas las sillas que claudicaban recibieron compostura. En la cocina se pusieron vasares nuevos de tablas, y después nunca faltaba una percha que asegurar, una cortina que suspender, una lámpara que colgar, una lámina que mudar de sitio o una madeja de algodón que devanar.

Llegó el invierno, y la sala se abrigaba todas las noches con hermoso brasero de cisco bien pasado, en cuya tarima ponían los pies el vagabundo, inclinándose sobre el rescoldo sin soltar de la mano la badila. Era notable Don Patricio en el arte de arreglar el brasero, y se preciaba de ello. Su conocimiento de la temperatura teníale muy orgulloso, y cuando el brasero empezaba a desempeñar sus funciones, el patriota extendía la mano como para palpar el aire y decía: «Ya principia a tomar calor la habitación… Va aumentando… Un poquito más y tendremos bastante. Yo no necesito más termómetro que la yema del dedo meñique».

Más de una vez dijo, repitiendo una idea antigua:

– Desde el tiempo de mi Refugio no había visto yo un brasero tan bueno.

Por la mañana levantábase muy temprano y barría toda la casa, cantorriando entre dientes. No habían pasado tres meses desde el primer día de su encierro, cuando parecía haber adquirido conformidad casi perfecta con su pacífica existencia. Sus ratos de mal humor eran muy escasos, y por lo general las turbonadas cerebrales estallaban mientras Solita estaba fuera, disipándose desde que volvía. Para el espíritu del pobre anciano la huérfana era como un sol que lo vivificaba. Verla y sentir efectos semejantes a los de la aparición de una luz en sitio antes oscuro, era para él una misma cosa.

– Parece que no – decía para sí, – y le estoy tomando cariño a esa muchachuela… Quién lo había de decir, siendo como éramos enemigos irreconciliables… ¡Ah! Patricio, Patricio, si ahora te abrieran la puerta de la casa y te echaran fuera, ¿abandonarías sin pena a esta pobre huérfana que te mira como miraría la hija más cariñosa al padre más desgraciado?

 

Un día, allá por Febrero o Marzo del 24, Sarmiento observó que Sola estaba más triste que de ordinario. Atribuyolo a no haber recibido las cartas que una vez al mes causábanla tanta alegría. El siguiente día lo pasó la huérfana llorando de la mañana la noche, lo que afligió extremadamente al patriota. Por más que agotó Sarmiento todo el repertorio, no muy grande por cierto, de sus trasnochados chistes, no pudo sacarla de aquel estado, ni menos obligarla a revelar la causa de su tristeza. Durante la cena, que casi fue de pura fórmula, Sarmiento dijo:

– Pues si usted no se pone contenta, yo me volveré patriota como antes, ea… Así estaremos los dos iguales… Me marcharé, sí señora, estoy decidido a marcharme… y lo siento, porque le he tomado a usted mucho cariño, tanto cariño que…

Se echó a llorar y tuvo que correr a ocultar sus lágrimas en la alcoba inmediata.

Tres días después Sola salió muy de mañana, y volvió asaz contenta, disipada la aflicción y con frescos colores en la cara, que eran como la irradiación de su alegría, demasiado grande para contenerse en los límites del alma. Tampoco entonces pudo el preceptor saber la causa de tan rápido cambio; pero contentose con ver los efectos, y se puso a bailar en medio de la sala, diciendo:

– ¡Viva mi señora D.ª Solita, que ya está contenta, y yo también! No más lágrimas, no más suspiros. Señora, si usted me lo permite me voy a tomar la libertad de darle un abrazo.

Soledad aceptó con júbilo la idea, y el anciano la estrechó en sus brazos con fuerza.

– ¿Sabe usted – dijo limpiándose una lágrima, – que hoy se quedó la llave en casa, y que habría podido escaparme si hubiera querido?

– ¿Y por qué no saliste, viejecillo bobo?

– Porque no me ha dado la gana, vamos a ver… porque estoy aquí muy re-que-te-bien.

– ¡Cosa más rara! – observó Soledad jovialmente. – Ya no quieres salir…

– No señora, no. Vea usted lo que son los gustos. Ya no quiero salir, y no saldré sino cuando usted me arroje. Así de bóbilis bóbilis me he ido acostumbrando a esta vida tonta, y… No es que yo renuncie al cumplimiento de mi destino; pero ya vendrá la ocasión, ¿no es verdad, niña mía? Hay más días que longanizas, y tiempo hay, tiempo hay.

D. Patricio hacía con su mano derecha movimientos semejantes al fluctuar de las olas, queriendo expresar de este modo el lento rodar del tiempo.

– Ahora, hija mía… no se me enfade usted si le doy este nombre, que me sale del corazón… sí señor, porque usted se ha portado conmigo como una hija, y es justo que yo sea un buen padre para usted… Pues decía, hija querida, que si usted no lo tiene a mal… me estorba en la boca el tratamiento de usted… si no te llamo de tú, reviento… Pues decía, hija de mi alma, que ya es hora de que me des de comer.

Un momento después comían los dos alegremente, departiendo sobre cosas placenteras, que no hay cosa que tan bien acompañe a un buen apetito como la conversación amistosa y grata. Por la tarde, Soledad preparaba a su viejo una bonita sorpresa.

– Como te vas portando bien – dijo, – y vas curándote de esas ideas ridículas, voy a darte una golosina.

– ¿Qué, hija de mi alma? – preguntó D. Patricio con la curiosidad de los niños, cuando se les anuncia algún regalo.

– Una golosina… ya la verás.

– ¿Pero qué es? Estoy rabiando. ¿Café? Si lo tomo todos los días… ¿Un periódico?

– Ahora no hay periódicos.

– ¡No hay periódicos!… ¡Oh! vil absolutismo. ¿Conque no hay prensa periódica?

Con un simple gesto apagó Soledad aquel chispazo de la hoguera que parecía sofocada.

– ¿Pues cuál es la golosina? Dímelo, angelito de mi corazón.

– La golosina es un paseo… Esta tarde te llevaré a dar un paseíto. Está hermosa la tarde.

– Bien, bravísimo, archi-bravísimo – exclamó el vagabundo arrojando su sombrero al aire. – Estrenaré esa magnífica capa que me has arreglado. Vamos pronto… Mira, hija, que puede llover…

– Si no hay nubes…

– Puede ocurrir cualquier cosa.

– Nada puede ocurrir. Aguardaremos.

¡Qué hermoso día! Haces bien en sacarme a pasear. Mira que tengo ganitas de saber lo que es el aire libre.

Salieron a las calles y de las calles al campo con vivo contento del patriota que experimentó grandísimo gozo por tal expansión, y luego se volvieron a casa haciendo planes para nuevos paseos en los días sucesivos. Así corría mansamente la vejez del buen maestro, que se asombraba de encontrarse feliz sin saberlo, es decir, que miraba aquel maravilloso cambio de sus sentimientos y de sus gustos sin acertar a darse cuenta de él, como observa el vulgo los grandes fenómenos de la Naturaleza sin explicárselos. Él pensaba a ratos en estas cosas, tratando de examinar de cerca la metamorfosis de su alma, y decía:

– Es que yo soy todo corazón… Esta joven me ha recogido, me ha dado de comer y de vestir, me trata como a un padre. ¿Cómo no adorarla? Patricio no es, no puede ser ingrato, y su corazón está dispuesto a encenderse, a arder, a derretirse con los sentimientos más vivos, así como los más delicados… No es que en mí se hayan enfriado los sublimes afectos de la patria, no, de ningún modo… (Ponía mucho empeño en convencerse a sí mismo de esta verdad). Soy lo mismo que era, el mismo gran patriota, y persisto en mi noble idea de sacrificarme por la libertad, ofreciendo mi sangre preciosísima… Esto no puede faltar, porque está escrito en el sacrosanto libro del destino… Es que Dios no quiere que sea tan pronto como yo esperaba. Vendrá el sacrificio, el cruento martirio, los lauros, la inmortalidad; pero vendrán en oportuna sazón y cuando suene la hora. A cada sublime momento de la historia le suena su hora, y entonces no hay más que decir… He aquí que Dios me depara un medio de corresponder a las bondades de ese mi ángel tutelar. (Al decir esto se frotaba las manos en señal de gozo). Es evidente que yo no tengo ningún bien mundano que dejarle, pues carezco de fincas y de dinero, como no sea el que ella misma me da. ¿Quiere decir esto que no pueda legarle algo? No… le dejaré un tesoro que vale más que todas las fincas y caudales, un tesoro que es para beneficio del espíritu, no del cuerpo; le dejo, pues, mi gloria, y así cuando la vean, dirán: «Esa es la compañera del gran Sarmiento, esa es su hija adoptiva, la que le socorrió en sus últimos días. ¡Loor eterno a la muchacha!».

Como se ve, el patriota no estaba curado, pero su enfermedad ofrecía menos peligro, por haber entrado en un período que podremos llamar médicamente de revulsión. El cariño que Sarmiento había tomado a su favorecedora era síntoma muy favorable, y bien podía verse en aquello más que la extirpación del fanatismo, una nueva dirección de él. No mentía el infeliz al decir que era todo corazón. Capaz era este de los sentimientos más delicados, así como de los más ardientes; bastaba que las misteriosas corrientes de la vida consumasen su obra, llevando, como las del cielo, la tempestad a otra región y zona distinta; pero el pensamiento no podía obedecer a este cambio, porque había en la máquina del cerebro Sarmentil una clavija rota que no podía y quizás no debía componerse nunca.

También Sola había tomado mucho cariño al desvalido anciano. Le recogió por caridad; propúsose realizar sin ayuda de nadie uno de esos admirables actos de la voluntad, tanto más meritorios cuanto son más oscuros, y sofocando resentimientos antiguos, indignos de la grandeza de su alma, consumó valerosamente su obra bendita, digna de figurar en el Flos Sanctorum. Con el tiempo encendiose en su pecho un vivo afecto hacia el mendigo abandonado, y esto, unido a los dulces placeres que trae consigo el amar, fue el más digno premio de su noble acción. Llegó a acostumbrarse de tal modo a la compañía del patriota vagabundo, que la habría echado muy de menos si en cualquiera ocasión le faltara.