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Episodios Nacionales: El terror de 1824

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IV

Pasando sobre treinta y cinco días, nos trasladamos con el lector al 6 de Noviembre.

La plazuela de la Cebada, prescindiendo del mercado que hoy la ocupa desfigurándola y escondiendo su fealdad, no ha variado cosa alguna desde 1823. Entonces, como hoy, tenía aquel aire villanesco y zafio que la hace tan antipática, el mismo ambiente malsano, la misma arquitectura irregular y ramplona. Aunque parezca extraño, entonces las casas eran tan vetustas como ahora, pues indudablemente aquel amasijo de tapias agujereadas no ha sido nuevo nunca. La iglesia de Nuestra Señora de Gracia, viuda de San Millán desde 1868, tenía el mismo aspecto de almacén abandonado, mientras su consorte, arrinconado entre las callejuelas de las Maldonadas y San Millán, parecía pedir con suplicante modo que le quitaran de en medio. La fundación de D.ª Beatriz Galindo no daba a la plaza sino podridos aleros, tuertos y llorosos ventanuchos, medianerías cojas y covachas miserables. La elegante cúpula de la capilla de San Isidro, elevándose en segundo término, era el único placer de los ojos en tan feo y triste sitio.

Esta plazuela había recibido de la Plaza Mayor, por donación graciosa, el privilegio de despachar a los reos de muerte, por cuya razón era más lúgubre y repugnante. Aquella boca monstruosa y fétida se había tragado ya muchas víctimas, y ¡cuántas le quedaban aún por tragar desde aquella célebre fecha de Noviembre de 1823, que ennobleció la plaza-cadalso, dándole nombre más decoroso que el que siempre ha llevado!

En la mañana del 6 estaba llena de curiosos que por las calles afluyentes entraban para ver los dos palos largos plantados en medio de tal plaza, y asistir con curiosidad afanosa a la tarea de seis hombres que se ocupaban en unir los topes de dichos árboles con un tercer madero horizontal. Los corrillos eran muchos y la gente iba y venía paseando como en los preliminares de una fiesta. Veíanse hombres uniformados, otros con armas y sin uniforme, mucha gente del populacho que por aquellos barrios abajo tiene sus albergues, y no pocas personas de la clase acomodada. Un hombre alto, seco, moreno, de ojos muy saltones, de rostro fiero y ademán amenazador, mirar insolente, boca bravía, como de quien no muerde por no menoscabar la dignidad humana; un hombre que francamente mostraba en todo su condición perversa, y en cuyo enjuto esqueleto el uniforme de brigadier parecía una librea de verdugo, avanzó resueltamente por entre el gentío, abriéndose calle bastón en mano; y dirigiéndose después con airada voz y gesto a los que trabajaban en el cadalso, les dijo:

– ¡Malditos!… Mal haya el pan que se os da… ¿No he mandado que se pusieran los palos más grandes que hay en los almacenes de la Villa?

Uno que parecía jefe de los aparejadores balbució algunas excusas que no debieron de satisfacer al vestiglo, porque al punto soltó por su abominable boca nueva andanada de denuestos:

– ¡Ahora mismo, ahora mismo, canallas!… quitarme de ahí ese juguete, si no quieren que los cuelgue en él… Traigan los palos grandes, los más grandes, aquellos que estaban la semana pasada en el Canal… ¿Entienden lo que digo?… ¿Hablo yo en castellano?… Los palos grandes.

Otra vez se disculparon los aparejadores, pero el del bastón repitió sus órdenes.

– Si hace falta más gente, venga más gente… Estos holgazanes no comprenden la gravedad de las circunstancias, ni están a la altura de un suceso como este… Por vida del Santísimo Sacramento que yo les haré andar a todos derechos… Sr. Cuadrado, lleve usted al Canal a todos los operarios de la Villa para transportar esos leños, y si no iré yo mismo, que lo mismo sirvo para un fregado que para un barrido.

Tres horas más tarde, el deseo de aquel hombre tan atroz se empezaba a cumplir, y la gente allí reunida (porque había más gente) vio que se elevaban con majestad dos maderos como mástiles de barco, gruesos, lisos, hermosos, gallardos.

– ¡Ah, muy bien! – dijo el endriago, observando desde lejos el golpe de vista. – Esto es otra cosa. Así es como el Gobierno quiere que se haga. ¡Magnífico efecto!

Sus miradas de satisfacción recorrieron toda la plaza, por encima del mar de cabezas, y parecía decir: «¡Feliz el pueblo que tiene al frente de su policía un hombre como yo!».

Clavados los altos maderos, los aparejadores se ocuparon en atar la traviesa horizontal. El efecto era soberbio.

Daba nuevas órdenes para perfeccionar tan bella obra el formidable polizonte, cuando se llegó a él un hombre cuadrado y de semblante oscuro e indescifrable, que le saludó cortésmente.

– ¿Qué te parece Romo lo que hemos hecho? – dijo el del bastón, cruzando atrás las manos con el emborlado instrumento de su autoridad.

– ¡Oh! es la mayor que se ha elevado en Madrid – repuso contemplando la horca. – Y si hubiera maderos de más talla, a mayor altura la pondríamos. Esto debiera verse de toda España.

– Desde todo el mundo; que fuera de aquí también hay pillos a quienes escarmentar… Yo traería mañana a esta plaza a todos los españoles para que aprendieran cómo acaban las porquerías revolucionarias… No hay enseñanza más eficaz que esta… Como el nuevo Gobierno no se empeñe en ir por el camino de la tibieza, habrá buenos ejemplos, amigo Romo.

– Es que si se empeña en ir por el camino de la tibieza – dijo Romo dando un golpe en el puño de su sable, – nosotros no le dejaremos ir…

– Bien, bien, me gustan esos bríos – afirmó un tercer personaje, casi tan parecido a un gato como a un hombre, y que de improviso se unió a los dos anteriores. – No ha salido el Rey de manos de los liberales para caer en las de los tibios.

– Sr. Regato – dijo el del bastón, – ha hablado usted como los cuatro Evangelios juntos.

– Sr. Chaperón – añadió Regato, – bien conocidas son mis ideas… ¿Ve usted esa horca? Pues todavía me parece pequeña.

– Se puede hacer mayor – dijo el que respondía al nombre de Chaperón. – Por vida del Santísimo Sacramento, que no se quejará el Cabezudo… y su bailoteo será bien visto.

– ¿Conoce usted la sentencia? – preguntó Regato.

– Será conducido a la horca arrastrado por las calles – dijo Romo. – Si hubieran omitido esto los jueces habría sido una gran falta.

– Es claro: hay que distinguir… Según pedía el fiscal, la cabeza se colocará en el pueblo donde dio el grito nefando el año 20, y el cuerpo se dividirá en cuatro cuartos.

– Para poner uno en Madrid, otro en Sevilla, otro en Málaga y otro en la isla de León – añadió Chaperón dando gran importancia a tan horribles detalles.

– Pues ayer se dijo… yo mismo lo oí… – afirmó Regato, – que los dos cuartos delanteros quedarían en Madrid. Yo no lo aseguro: pero así se dijo.

– En puridad – dijo Chaperón, – esto no es lo más importante. En vez de perder el tiempo descuartizando buscaremos nueva fruta de cuelga, que no faltará en Madrid… ¿Pero qué alboroto es ese?… ¿Por qué corre mi gente?

Volvió los saltones ojos hacia Nuestra Señora de Gracia, donde los grupos se arremolinaban y se oía murmullo de vivas. El fiero jefe de la Comisión Militar frunció el ceño al ver que el buen pueblo confiado a su vigilancia relinchaba sin permiso de la policía.

– No es nada, Sr. Chaperón – dijo Regato. – Es que tenemos ahí a nuestro famoso Trapense.

– Hace un rato – añadió Romo, – venía por Puerta de Moros con su escolta. Entró a rezar en Nuestra Señora de Gracia y ya sale otra vez. Viene hacia acá.

En efecto, avanzaba hacia el centro de la plaza la más estrambótica figura que puede ofrecerse a humanos ojos en esos días de revueltas políticas, en que todo se transfigura, y sale a la superficie confundido con la clara linfa el légamo social. Era un hombre a caballo, mejor dicho, a mulo. Vestía hábitos de fraile y traía un Crucifijo en la mano, y pendientes del cinto sable, pistolas y un látigo. Seguíanle cuatro lanceros a caballo y rodeábale escolta de gritonas mujeres, pilluelos y otra ralea de gente de esa que forma el vil espumarajo de las revoluciones.

Era el Trapense joven, de color cetrina, ojos grandes y negros, barba espesa, con un airecillo más que de feroz guerrero, de truhán redomado. Había sido lego en un convento, en el cual dio mucho que hacer a los frailes con su mala conducta, hasta que se metió a guerrillero, teniendo la suerte de acaudillar con buen éxito las partidas de Cataluña. Conocedor de la patria en cuyo seno había tenido la dicha de nacer, creyó que sus frailunas vestiduras eran el uniforme más seductor para acaudillar aventureros, y al igual de las cortantes armas puso la imagen de Crucificado. En los campos de batalla, fuera de alguna ocasión solemne, llevaba el látigo en la mano y la cruz en el cinto; pero al entrar en las poblaciones colgaba el látigo y blandía la cruz, incitando a todos a que la besaran. Esto hacía en el momento en que le vemos por la plazuela adelante. Su mulo no podía romper sino a fuerza de cabezadas y tropezones la muralla de devotos patriotas, y él afectando una seriedad más propia de mascarón que de fraile, echaba bendiciones. El demonio metido a evangelista no hubiera hecho su papel con más donaire. Viéndole fluctuaba el ánimo entre la risa y un horror más grande que todos los horrores. Los tiempos presentes no pueden tener idea de ello, aunque hayan visto pasar fúnebre y sanguinosa una sombra de aquellas espantables figuras. Sus reproducciones posteriores han sido descoloridas, y ninguna ha tenido popularidad, sino antes bien, el odio y las burlas del país.

Cuando el bestial fraile, retrato fiel de Satanás a caballo, llegó junto al grupo de que hemos hablado, recibió las felicitaciones de las tres personas que lo formaban y él les hizo saludo marcial alzando el Crucifijo hasta tocar la sien.

– Bienvenido sea el padre Marañón – dijo el jefe de la Comisión Militar acariciando las crines del mulo, que aprovechó tal coyuntura para detenerse. – ¿A dónde va tanto bueno?

 

– Hombre… también uno ha de querer ver las cosas buenas – replicó el fraile. – ¿A qué hora será eso mañana?

– A las diez en punto – contestó Regato. – Es la hora mejor.

– ¡Cuánta gente curiosa!… No me han dejado rezar, Sr. Chaperón – añadió el fraile inclinándose como para decir una cosa que no debía oír el vulgo. – Usted, que lo sabe todo, dígame ¿conque es cierto que se nos marcha el Príncipe?

– ¿Angulema? Ya va muy lejos camino de Francia. ¿Verdad, padre Marañón, que no nos hace falta maldita?

– ¿Pues no nos ha de hacer falta, hombre de Dios? – dijo el fraile andante soltando una carcajada que asemejó su rostro al de una gárgola de catedral despidiendo el agua por la boca. – ¿Qué va a ser de nosotros sin figurines? Averigüe usted ahora cómo se han de hacer los chalecos y cómo se han de poner las corbatas.

– Los tres y otros intrusos que oían rompieron a reír, celebrando el donaire del Trapense.

– Queda de general en jefe el general Bourmont.

– Por falta de hombres buenos a mi padre hicieron alcalde – dijo Chaperón. – Si Bourmont se ocupara en otra cosa que en coger moscas, y se metiera en lo que no le importa, ya sabríamos tenerle a raya.

– Me parece que no nos mamamos el dedo – repuso el fraile. – Y me consta que Su Majestad viene dispuesto a que las cosas se hagan al derecho, arrancando de cuajo la raíz de las revoluciones. Dígame usted, ¿es cierto que se ha retractado en la capilla?

– ¿Quién, Su Majestad?

– No, hombre, Rieguillo.

– De eso se trata. El hombre está más maduro que una breva. ¿No va usted por allá?

– ¿Por la capilla?… No me quedaré sin meter mi cucharada… Ahora no puedo detenerme: tengo que ver al obispo para un negocio de bulas y al ministro de la Guerra para hablarle del mal estado en que están las armas de mi gente… Con Dios, señores… ¡arre!

Y echó a andar hacia la calle de Toledo, seguido del entusiasta cortejo que le vitoreaba. Chaperón, después de dar las últimas órdenes a los aparejadores y de volver a observar el efecto de la bella obra que se estaba ejecutando, marchó con sus amigos hacia la calle Imperial, por donde se dirigieron todos a la cárcel de Corte. En la plazuela había también gente, de esa que la curiosidad, no la compasión, reúne frente a un muro detrás del cual hay un reo en capilla. No veían nada, y sin embargo, miraban la negra pared, como si en ella pudiera descubrirse la sombra, o si no la sombra, misterioso reflejo del espíritu del condenado a muerte.

Los tres amigos tropezaron con un individuo que apresuradamente salía de la Sala de Alcaldes.

– ¡Eh! no corra usted tanto, Sr. Pipaón – gritole el de la Comisión militar. – ¿A dónde tan a prisa?

– Hola, señores; salud y pesetas – dijo el digno varón deteniéndose. – ¿Van ustedes a la capilla?…

– No hemos de ser los últimos, hombre de Dios. ¿Qué tal está mi hombre?

– Va a comer… Una mesa espléndida, como se acostumbra en estos casos. Conque Sr. Chaperón, Sr. Regato…

– ¡A dónde va usted que más valga! – dijo Chaperón deteniéndole por un brazo. – ¿Hay trabajillo en la oficina?

– Yo no trabajo en la oficina, porque estoy encargado de los festejos para recibir al Rey – repuso Bragas con orgullo.

– ¡Ah! no hay que apurarse todavía.

– Pero no es cosa de dejarlo para el último día. No preparamos una chabacanería como las del tiempo constitucional, sino una verdadera solemnidad regia como lo merecen el caso y la persona de Su Majestad. El carro en que ha de verificar su entrada se está construyendo. Es digno de un Emperador romano. Aún no se sabe si tirarán de él caballos o mancebos vistosamente engalanados. Es indudable que llevarán las cintas los voluntarios realistas.

– Pues se ha dicho que nosotros tiraríamos del carro – dijo Romo con énfasis, como si reclamara un derecho.

– Ahí tiene usted un asunto sobre el cual no disputaría yo – insinuó Regato blandamente. – Yo dejaría que tiraran los caballos.

– Ya se decidirá, señores, ya se decidirá a gusto de todos – dijo Bragas con aires de transacción. – Lo que me trae muy preocupado es que… verán ustedes… me he propuesto presentar ese día doscientas o trescientas majas lujosamente vestidas. ¡Oh! ¡qué bonito espectáculo! Costará mucho dinero ciertamente; pero ¡qué precioso efecto! Ya estoy escogiendo mi cuadrilla. Doscientas muchachas bonitas no son un grano de anís. Pero yo las tomo donde las encuentro… ¿eh? De los trajes se encarga el Ayuntamiento… Me han dado fondos. ¡Caracoles! es una cuestión peliaguda… espero lucirme.

– Este Pipaón es de la piel de Satanás… ¿De dónde van a sacar ese mujerío?

– Yo daría la preferencia a los arcos de triunfo – dijo Romo. – Es mucho más serio.

– ¿Arcos?… Si ha de haber cuatro. Por cierto que el Sr. Chaperón nos ha hecho un flaco servicio llevándose para la horca los grandes mástiles que sirven para armar arcos de triunfo.

– Hombre, por vida del Santísimo Sacramento – dijo Chaperón mostrando un sentimiento que en otro pudiera haber sido bondad, – ya servirán para todo. Pues qué, ¿vamos a ahorcar a media España?

– Entre paréntesis, no sería malo… Conque ahora sí que me voy de veras.

Estrechó Pipaón sucesivamente la mano de cada uno de sus tres amigos.

– Ya nos veremos luego en las oficinas de la Comisión.

– Pues qué, ¿hay algo nuevo?

– Hombre no se puede desamparar a los amigos.

– ¡Recomendaciones! – vociferó el brigadier mostrando su fiereza. – Por vida del Santísimo, que eso de las recomendaciones y las amistades me incomoda más que la evasión de un prisionero. Así no hay justicia posible, señor Pipaón, así la justicia, los castigos y las purificaciones no son más que una farsa.

El terrible funcionario se cruzó de brazos, conservando fuertemente empuñado el símbolo de su autoridad.

– Es claro – añadió Romo por espíritu de adulación – , así no hay justicia posible.

– No hay justicia posible – repitió Regato como un eco del cadalso.

– Amigo Chaperón – dijo el astuto Bragas con afabilidad y desviando un poco del grupo al Comisario para hablarle en secreto, – cuando hablo de amigos me refiero a personas que no han hecho nada contra el régimen absoluto.

– Sí, buenos pillos son sus amigos de usted.

– No es más sino que al pobre D. Benigno Cordero le está molestando la policía de Zaragoza y es posible que lo pase mal. Ya recordará usted que D. Benigno dio cien onzas bien contadas porque se le comprendiera en el Decreto del 2 de Octubre fechado en Jerez. Acogiéndose a la proscripción se libraba de la cárcel y quizás de la horca… Pues en Zaragoza me le han puesto en un calabozo. Eso no está bien…

– Bueno, bueno – dijo Chaperón disgustado de aquel asunto. – También Romo me ha recomendado a ese Cordero.

Romo no dijo una palabra, ni abandonó aquella seriedad que era en él como su mismo rostro.

– Por última vez, señores, adiós – chilló Bragas, – ahora sí que me voy de veras.

– Abur.

Dirigiéronse a la puerta de la cárcel por la calle del Salvador; pero les fue preciso detenerse porque en aquel momento entraba una cuerda de presos. Iban atados como criminales que recogiera en los caminos la antigua Hermandad de Cuadrilleros, y por su traje, ademanes, y más aún por el modo de expresar su pena, debían de pertenecer a distintas clases sociales. Los unos iban serenos y con la frente erguida, los otros abatidos y llorosos. Eran veinte y dos entre varones y hembras, a saber: tres patriotas de los antiguos clubs, dos ancianos que habían desempeñado durante el régimen caído el cargo de vocales del Supremo Tribunal de Justicia, un eclesiástico, dos toreros, cuatro cómicos, un chico de siete años, descalzo y roto, tres militares, un indefinido, como no se clasificara entre los pordioseros, una señora anciana que apenas podía andar, dos de buena edad y noble continente, que pertenecían a clase acomodada, y dos mujeres públicas.

Chaperón echó sobre aquella infeliz gente una mirada que bien podía llamarse amorosa pues era semejante a las del artista contemplando su obra, y cuando el último preso (que era una de las damas de equívoca conducta) se perdió en el oscuro zaguán de la prisión, rompió por entre la multitud curiosa y entró también con sus amigos.

V

Lo más cruel y repugnante que existe después de la pena de muerte es el ceremonial que la precede y la lúgubre antesala del cadalso con sus cuarenta y ocho mortales horas de capilla. Casi es más horrendo que la horca misma aquella larga espera y agonía entre la vida y la muerte, durante la cual la víctima es expuesta a la compasión pública como son expuestos a la pública curiosidad los animales raros. La ley, que hasta entonces se ha mostrado severa, muéstrase ahora ferozmente burlona, permitiendole la compañía de parientes y amigos y dándole de comer a qué quieres boca. Algún condenado de clase humilde prueba en esos dos días platos y delicadas confituras, cuyo sabor no conocía. Señores, sacerdotes y altos personajes le dan la mano, le dirigen vulgares palabrillas de consuelo, y todos se empeñan en hacerle creer que es el hombre más feliz de la creación, que no debe envidiar a los que incurren en la tontería de seguir viviendo, y que estar en capilla con el implacable verdugo a la puerta es una delicia. Sin embargo, a nadie se le ha ocurrido solicitar expresamente tanta felicidad, ni contar a Nerón, Luis XI, D. Pedro de Castilla, Felipe II, Robespierre y Fernando VII entre los bienhechores de la humanidad.

Desde el 5 de Noviembre a las diez de la mañana gustaba D. Rafael del Riego las dulzuras de la capilla. Aquel hombre famoso, el más pequeño de los que aparecen injeridos sin saber cómo en las filas de los grandes, mediano militar y pésimo político, prueba viva de las locuras de la fama y usurpador de una celebridad que habría cuadrado mejor a otros caracteres y nombres condenados hoy al olvido, acabó su breve carrera sin decoro ni grandeza. Un noble martirio habría dado a su figura el realce heroico que no pudo alcanzar en tres años de impaciente agitación y bullanga; pero tan desgraciada era la libertad en nuestro país, que ni al morir bajo las soeces uñas del absolutismo, pudo alcanzar aquel hombre la dignidad y el prestigio de la idea que se avalora sucumbiendo. Pereció como la pobre alimaña que expira chillando entre los dientes del gato.

La causa del revolucionario más célebre de su tiempo fue un tejido de iniquidades y de absurdos jurídicos. Lo que importaba era condenarle emborronando poco papel, y así fue. Desde que le leyeron la sentencia el preso cayó en un abatimiento lúgubre, hijo según algunos, de sus dolencias físicas. Creeríase que confiaba hasta entonces en la clemencia de los llamados jueces o del Rey, que es todo el caudal de inocencia que puede caber en espíritu de hombre nacido. A diferencia de otros que en horas tan tremendas se atracan de los ricos manjares con que engorda el verdugo a sus víctimas, no quiso comer o comió muy poco. Ningún amigo pudo visitarle porque la visita hubiera sido quizás el primer paso para compañía perpetua hasta la eternidad; pero le vieron muchos individuos particulares de categoría, deseosos de hartar sus ojos con la vista de aquel hombre que conmovió con su nombre a toda España; sacerdotes que solícitamente se prestaban a encaminarle al cielo; hermanos de diversas hermandades; personas varias, en fin, compungidas las unas, indiferentes otras, curiosas las más: pero en tal número que no dejaban al preso un momento de descanso.

Estaba frío, caduco, con los ojos fijos en el suelo, amarillo como las velas que ardían junto al Crucifijo del altar. A ratos suspiraba, parecía vagar en sus labios la palabra perdón, acometíanle desmayos y hacía preguntas triviales. Ni mostró apego a las ideas políticas que le habían dado tanto nombre, ni dio alas a su espíritu con la unción religiosa, sino que se abatía más y más a cada instante, apareciendo quieto sin estoicismo, humilde su resignación. Chaperón y otros de igual talla gozaban viendo llorar como un alumno castigado al general de la Libertad, al pastor que con la magia de su nombre arrastraba tras sí rebaño de los pueblos. En el delirio de su triunfo no habían ellos soñado con una caída semejante que les desembarazara no sólo de su enemigo mayor, sino del prestigio de todos los demás.

La retractación del héroe de las Cabezas fue una de las más ruidosas victorias del bando absolutista. ¡Qué mayor triunfo que mostrar a los pueblos un papel en que de su puño y letra había escrito el hombre diminuto estas palabras: «Asimismo publico el sentimiento que me asiste por la parte que he tenido en el Sistema llamado constitucional, en la revolución y en sus fatales consecuencias, por todo lo cual pido perdón a Dios de mis crímenes…». Han quedado en el misterio las circunstancias que acompañaron a este arrepentimiento escrito, y aunque el carácter de Riego y su pusilanimidad en las tremendas horas justifican hasta cierto punto aquella genuflexión de su espíritu, puede asegurarse que no hubo completa espontaneidad en ella. El fraile que le asistía, Chaperón y el escribano Huerta sabrían acerca de este suceso cosas dignas de pasar a la posteridad, porque a ellos debieron los absolutistas el envilecimiento del personaje más culminante, si no el más valioso de la segunda época constitucional. Ahora, cuando ha pasado tanto tiempo y la losa del sepulcro los guarda a todos, ahorcadores y ahorcados, no podemos menos de deplorar que los que acompañaron en la capilla a D. Rafael del Riego en la noche del 6 al 7 de Noviembre no hubieran hecho públicos después los argumentos empleados para arrancar una abdicación tan humillante.

 

El 7 a las diez de la mañana le condujeron al suplicio. De seguro no ha brillado en toda nuestra historia un día más ignominioso. Es tal que ni aun parece digno de ser conocido, y el narrador se siente inclinado a volver, sin leerla, esa página sombría, y a correr tras de una ficción verosímil que embellezca la descarnada verdad histórica. Una víctima sin nobleza, arrastrada al suplicio por verdugos sin entrañas es el espectáculo más triste que pueden ofrecer las miserias humanas; es el mal puro sin porción ninguna de bien, de ese bien moral que aparece más o menos claro aun en los más horrendos excesos del furor político y en los suplicios a que es sometida la inocencia. Una víctima cobarde parece que enaltece al verdugo, y al hablar de cobardía no es que echemos de menos la arrogancia fanfarrona con que algunos desgraciados han querido dar realce teatral a su postrer instante, sino la dignidad personal que unida a la resignación religiosa rodean al mártir jurídico de una brillante aureola de simpatías y compasión. Ninguna de aquellas especies de valor tuvo en su desastroso fin el general Riego, y creeríase al verle que víctima y jueces se habían confabulado para cubrir de vilipendio el último día de la libertad y hacer más negro y triste su crepúsculo. La grosería patibularia y el refinamiento en las fórmulas de degradación empleadas por los unos, parece que guardaban repugnante armonía con la abjuración del otro.

Sacáronle de la cárcel por el callejón del Verdugo, y condujéronle por la calle de la Concepción Jerónima, que era la carrera oficial. Como si montarle en borrico hubiera sido signo de nobleza, llevábanle en un serón que arrastraba el mismo animal. Los hermanos de la Paz y Caridad le sostuvieron durante todo el tránsito para que con la sacudida no padeciese; pero él, cubierta la cabeza con su gorrete negro, lloraba como un niño, sin dejar de besar a cada instante la estampa que sostenía entre sus atadas manos.

Un gentío alborotador cubría la carrera. La plaza era un amasijo de carne humana. ¿Participaremos de esta vil curiosidad, atendiendo prolijamente a los accidentes todos de tan repugnante cuadro? De ninguna manera. ¡Un hombre que sube a gatas la escalera del patíbulo, besando uno a uno todos los escalones, un verdugo que le suspende y se arroja con él, dándole un bofetón después que ha expirado, una ruin canalla que al verle en el aire grita: «Viva el Rey absoluto»…! ¿acaso esto merece ser mencionado? ¿Qué interés ni qué enseñanza ni qué ejemplo ofrecen estas muestras de la perversidad humana? Si toda la historia fuese así, si no sirviera más que de afrenta, ¡cuán horrible sería! Felizmente aun en aquellos días tan desfavorecidos, contiene páginas honrosas aunque algo oscuras, y entre los miles de víctimas del absolutismo húbolas nobilísimas y altamente merecedoras de cordial compasión. Si el historiador acaso no las nombrase, peor para él; el novelador las nombrará, y conceptuándose dichoso al llenar con ellas su lienzo, se atreve a asegurar que la ficción verosímil ajustada a la realidad documentada, puede ser en ciertos casos más histórica y seguramente es más patriótica que la historia misma.