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Episodios Nacionales: El terror de 1824

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XXVI

Empezaron los hermanos a servir la comida. Sentose D. Patricio a la mesa, invitando a todos a que le acompañaran. No había comenzado aún, cuando entró el Sr. de Chaperón, que jamás dejaba de visitar a sus víctimas en la antesala del matadero. Como de costumbre en tales casos, el señor brigadier trataba de enmascarar su rostro con ciertas muecas y contorsiones y gestos encargados de expresar la compasión, y helo aquí arqueando las cejas y plegando santurronamente los ángulos de la boca, sin conseguir más que un aumento prodigioso en su fealdad.

Saludó a Sarmiento con esa cortesía especial que se emplea con los reos de muerte, y que es una cortesía indefinible e incomprensible para el que no ha visto muestras de ella en la capilla de la cárcel; urbanidad en la cual no hay ni asomos de estimación, porque se trata de un delincuente atroz, ni tampoco desprecio o encono a causa de la proximidad del morir. Es una callada fórmula de repulsión compasiva, sentimiento extraño que no tiene semejante como no sea en el alma de algún carnicero no muy novicio ni tampoco muy empedernido.

– Hermano en Cristo – dijo D. Francisco poniendo su mano, tan semejante al hacha del verdugo, sobre el cuello del preceptor, – supongo que su alma sabrá buscar en la religión los consuelos…

Esta formulilla era de cajón. Aquel funcionario de tan pocas ideas la llevaba prevenida siempre que a los reos visitaba.

– Sr. D. Francisco – replicó Sarmiento levantándose, – si Vuecencia quiere acompañarme a la mesa…

– No, gracias, gracias, siéntese usted… ¿Qué tal estamos de salud?… ¿Y el apetito?

Lo preguntaba, como lo preguntaría un médico.

– Vamos viviendo – repuso el patriota. – O si se quiere, vamos muriendo. Todavía no ha llegado el instante precioso en que sea innecesario este grosero sustento de la bestia… Hemos de arrastrar el peso del cuerpo, hasta que llegue el instante de dejarlo en la orilla y lanzarnos al océano sin fin, en brazos de aquellas olas de luz que nos mecerán blandamente en presencia del Autor de todas las cosas.

Chaperón miró a los frailes e hizo un gesto que indicaba opinión favorable del juicio de Sarmiento.

– Y ya que Vuecencia ha tenido la bondad de visitarme – añadió el reo, después de saborear el primer bocado, – tengo el gusto de declarar que no siento odio contra nadie, absolutamente contra nadie. A todos les perdono de corazón, y si de algo valen las preces de un escogido como yo (al decir esto su tono indicaba el mayor orgullo) he de alcanzar del Altísimo que ilumine a los extraviados para que muden de conducta, trocando sus ideas absolutistas por el culto puro de la libertad… Sí señor; se intercederá por los que están ciegos, para que reciban luz; se recomendará a los crueles para que hallen misericordia en su día. Patricio Sarmiento es leal, pío, generoso, como apóstol de la misma generosidad, que es el liberalismo… En mi corazón ya no caben resentimientos; todos los he echado fuera, para presentarme puro y sin mancha. El mártir de una idea, el que con su sangre ha puesto el sello a esa idea ¿me entienden ustedes? para que quede consagrada en el mundo, no enturbiará su conciencia con odios mezquinos. Reconozco que con arreglo a las leyes mi condenación ha sido razonable. Vuecencia que me oye no ha hecho más que cumplir con la ley que se le ha puesto en la mano. Así me gusta a mí la gente. Venga esa mano, Sr. D. Francisco.

Diole tan fuerte apretón de manos, que Chaperón hubo de retirar la suya prontamente para que no se la estrujara.

– Además – prosiguió Sarmiento, – yo sé que los que hoy me condenan, me admirarán mañana, si viven, y los que me vituperan hoy, luego me pondrán en el mismo cuerno de la luna… Porque esto durará poco, Sr. D. Francisco; el absolutismo, a fuerza de estrangular, se sostendrá un año, dos, tres, pongamos cuatro… En este guisado de vaca – añadió dirigiéndose a uno de los hermanos de la Caridad – se le fue la mano a la cocinera: lo ha cargado de sal… Pongamos cuatro años; pero al fin tiene que caer y hundirse para siempre, porque los siglos muertos no resucitan, señor D. Francisco, porque los pueblos, una vez que han abierto los ojos, no se resignan a cerrarlos, y así como cada estación tiene sus frutos, cada época tiene su sazón propia, y los españoles, que hasta aquí hemos amargado de puro verdes, vamos madurando ya, ¿me entiende Vuecencia? y se nos ha puesto en la cabeza que no servimos para ensalada. Vuecencias ahorquen todo lo que quieran. Mientras más ahorquen peor. El absolutismo acabará ahorcándose a sí mismo. ¿No lo quieren creer? Pues lo pruebo. Empezó creando para su defensa y sostenimiento la fuerza de voluntarios realistas. Son estos unos animalillos voraces y tragaldabas que no se prestan a servir a su amo, si este no les alimenta con cuerpos muertos. Una vez cebados y enviciados con el fruto de la horca, mientras más se les da más piden, y llegará un momento en que no se les pueda dar todo lo que piden, ¿me entiende Vuecencia?

D. Francisco, sin contestarle, y dirigiendo maliciosas ojeadas a los frailes, hacía señas de asentimiento.

El padre Salmón, que atendía con sorna a las razones del preso, bajó la cabeza para ocultar la risa. Pero el padre Alelí, que devotamente rezaba en su breviario, alzó los ojos y mirando con expresión de alarma al reo, le dijo:

– Hermano mío, veo que lejos de apartar usted su pensamiento de las ideas mundanas, se engolfa más y más en ellas, con gran perjuicio de su alma. Los momentos son preciosos; la ocasión impropia para hacer discursos.

– Y yo digo que es menos propia para sermones – replicó Sarmiento dando un golpecillo en la mesa con el mango del tenedor. – Yo sé bien lo que corresponde a cada momento, y repito que consagraré a la religión y a mi conciencia todo el tiempo que fuere necesario.

– Bastante ha perdido usted en vanidades.

– Poquito a poco, señor sacerdote – dijo Sarmiento frunciendo las cejas, – yo nada le quito a Dios. No se quite nada tampoco a las ideas, que son mi propia vida, mi razón de ser en el mundo, porque, entiéndase bien, son la misión que Dios mismo me ha encargado. Cada uno tiene su destino: el de unos es decir misa, el de otros es enseñar e iluminar a los pueblos. El mismo que a Su Paternidad Reverendísima le dio las credenciales me las ha dado a mí.

– Reflexione, hombre de Dios – indicó el padre Salmón, rompiendo el silencio, – en qué sitio se encuentra, qué trance le espera, y vea si no le cuadra más preparar su alma con devociones, que aturdirla con profanidades.

– Vuestras Paternidades me perdonen – dijo Sarmiento grave y campanudamente después de beber el último trago de vino, – si he hablado de cosas profanas, que no les agrada. Yo soy quien soy y sé lo que me digo. Sé mejor que nadie por qué estoy aquí, por qué muero y por qué he vivido. Allá nos entenderemos Dios y yo, Dios que llena mi conciencia y me ha dictado este acto sublime, que será ejemplo de las generaciones. Pero pues las religiosidades no están nunca demás, vamos a ellas y así quedarán todos contentos.

– Esas divagaciones, hombre de Dios – dijo Salmón con puntos de malicia, – confirman uno de los delitos que le han traído a este sitio.

– ¿Qué delito?

– El de fingirse enajenado para poder tratar impunemente de cosas vedadas.

– Hablillas – dijo Sarmiento sonriendo con desdén. – Señores hermanos de la Paz, si tuvieran ustedes la bondad de darme cigarros, se lo agradecería… Hablillas del vulgo. Si fuéramos a hacer caso de ellas, ¿cómo quedaría el padre Salmón en la opinión del mundo? ¿No dicen de él que sólo piensa en llenar la panza y en darse buena vida? ¿No goza fama de ser mejor cocinero que predicador?… ¿de frecuentar más los estrados de las damas para hablar de modas y comidas, que el coro para rezar y la cátedra para enseñar? Esto dice el vulgo. ¿Hemos de creer lo que diga? Pues del padre Alelí que me está oyendo y que es persona apreciabilísima, ¿no se dijo en otro tiempo que era volteriano? ¿No le tuvo entre ojos la Inquisición? ¿No decían que antaño era amigo de Olavide y que después se había congraciado con los realistas para no ser molestado? Esto se dijo: ¿hemos de hacer caso de las necedades del vulgo?

El padre Alelí palideció, demostrando enojo y turbación. Chaperón se mordía los labios para dominar sus impulsos de risa. Ofrecía en verdad la fúnebre capilla espectáculo extraño, único, el más singular que puede presentarse. Frente al altar veíase una mujer de rodillas, rezando sin dejar de llorar, como si ella sola debiera interceder por todos los pecadores habidos y por haber; en el centro una mesa llena de viandas y un reo que después de hablar con desenfado y entereza recibía cigarros de los hermanos de la Paz y Caridad y los encendía en la llama de un cirio; más allá dos frailes, de los cuales el uno parecía vergonzoso y el otro enfadado; enfrente la tremebunda figura de D. Francisco Chaperón, el abastecedor de la horca y el terror de los reos y de los ajusticiados, sonriendo con malicia y dudando si poner cara afligida o regocijada; todo esto presidido por el Crucifijo y la Dolorosa, e iluminado por la claridad de las velas de funeral que daban cadavérico aspecto a hombres y cosas, y allá más lejos en la sala inmediata una sombra odiosa, una figura horripilante que esperaba, el verdugo.

D. Francisco Chaperón se despidió de su víctima. En la sala contigua y en el patio encontró a varios individuos de la Comisión Militar y a otros particulares que venían a ver al reo.

– ¡Que me digan a mí que ese hombre es tonto! – exclamó con evidente satisfacción. – Tan tonto es él como yo. No es sino un grandísimo bribón, que aún persiste en su plan de fingirse demente, por ver si consigue el indulto… Ya, ya. Lo que tiene ese bergante es mucho, muchísimo talento. Ya quisieran más de cuatro… Por cierto que entre bromas y veras ha hablado con un donaire… Al pobre Salmón le ha puesto de hoja de perejil, y Alelí no ha salido tampoco muy librado de manos de este licenciado Vidriera… Es graciosísimo: véanle ustedes… Por supuesto bien se comprende que es un solemnísimo pillo.

 

Y D. Francisco se retiró, repitiéndose a sí mismo con tanta firmeza como podría hacerlo un reo ante el juez, que D. Patricio no era imbécil, sino un gran tunante. Tal afirmación tenía por objeto sofocar la rebeldía de aquel insubordinado corpúsculo, a quien llamamos antes la mónera de la conciencia chaperoniana, y que desde que Sarmiento entró en capilla, se agitaba entre el légamo, queriendo mostrarse y alborotar y hacer cosquillas en el ánimo del digno funcionario. Con aquella afirmación, D. Francisco aplacó la vocecilla y todo quedó en profundo silencio allá en los cenagosos fondajes de su alma.

XXVII

Durante la noche arreció el nublado de visitantes, sin que su curiosidad importuna y amanerada compasión causaran molestia al reo; antes bien recibíalos este como un soberano a su corte. Situado en pie frente al altar, íbalos saludando uno por uno, con ligeros arqueos de la espina dorsal y una sonrisa protectora, cuya intensidad de expresión amenguaba o disminuía según la importancia del personaje. Todos salían haciéndose lenguas de la serenidad del reo, y en la sala-vestíbulo, inmediata al cuerpo de guardia, oíase cuchicheo semejante al que se oye en el atrio de una iglesia en noches de novena o tinieblas. Los entrantes chocaban con los que salían, y la sensibilidad de los unos anticipaba a la curiosidad de los otros noticias y comentarios.

Pipaón, que se había presentado de veinte y cinco alfileres, y parecía un ascua de oro según iba de limpio y elegante, estuvo largo rato en compañía del reo, y le dio varias palmadas en el hombro, diciéndole:

– Ánimo, Sr. Sarmiento, y encomiéndese a Su Divina Majestad y a la Reina de los cielos, Nuestra Madre amorosísima, para que le den una buena muerte y franca entrada en la morada celestial… Adiós, hermano mío. Como mayordomo que soy de la hermandad de las Ánimas, le tendré presente, sí, le tendré presente para que no le falten sufragios… Adiós… Procure usted serenarse… Medite mucho en las cosas religiosas… este es el gran remedio y el más seguro lenitivo… ¡La religión, la dulce religión! ¡Oh! ¿qué sería de nosotros sin la religión?… es nuestro consuelo, el rocío que nos regenera, el maná que nos alimenta… Adiós, hermano en Cristo, venga un abrazo (al dar el abrazo Pipaón tuvo buen cuidado de que no fuera muy expresivo, para que no se chafaran los encajes de su pechera)… Estoy conmovidísimo… Adiós, repítole que medite mucho en los sagrados misterios y en la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo… No le faltarán sufragios, muchos sufragios. Quizás nos veamos en el Cielo, ¡ay de mí! si Dios es misericordioso conmigo.

Este fastidioso discurso, modelo exacto de la retórica convencional y amanerada del cortesano, agradó mucho a cuantos le oyeron; mas D. Patricio lo acogió con seriedad cortés y cierto desdén que apenas se traducía en ligero fruncimiento de cejas. Pipaón salió y aunque iba muy aprisa derecho a la calle, detuviéronle en el patio algunos amigos.

– Estoy afectadísimo… no puedo ver estas escenas – les dijo respondiendo a sus preguntas. – Fáltame poco para desmayarme.

– Dicen que es el reo más sereno que se ha visto desde que hay reos en el mundo.

– Es un prodigio. Pero aquella vanidad e hinchazón son cosa fingida… ¡Cuánto debe padecer interiormente! Se necesitan los bríos de un héroe para sostener ese papel sin faltar un punto.

– ¡Farsante!

– Es el perillán más acabado no he visto en mi vida. Seguramente espera que le indulten; pero se lleva chasco. El Gobierno no está por indultos.

– Entremos… todo Madrid desea verle. Vuelva usted, Pipaón.

– ¿Yo? por ningún caso – repuso el cortesano estrechando manos diversas una tras otra. – Voy a una reunión donde cantan la Fábrica y Montresor… ¡Qué aria de la Gazza Ladra nos cantó anoche esa mujer! Montresor nos dio el aria de Tancredo. ¡Aquello no es hombre, es un ruiseñor!… ¡Qué portamentos, qué picados, qué trinos, qué vocalización, qué falsete tan delicioso! Parece que se transporta uno al sétimo cielo. Con que adiós, señores… tengo que ensayar antes un paso de gavota. Señores, divertirse con el viejo Sarmiento.

Aún no se había separado de sus amigos, cuando salió al patio un señor obispo que venía también de visitar al reo. Todos se descubrieron al verle, haciéndole calle. Pipaón, después de besarle el anillo, le habló del condenado a muerte.

– Mi opinión – dijo su ilustrísima (que era una de las lumbreras del Episcopado) – es que si no constara en los autos, como aseguran consta de una manera indubitable, que se ha fingido y se finge loco para hablar impunemente de temas vedados, la ejecución de este hombre sería un asesinato. Desempeña este desgraciado su papel con inaudita perfección, y apreciándole por lo que dice, no hay en aquella mollera ni el más pequeño grano de juicio… A propósito de juicio, Sr. de Pipaón, no lo ha tenido usted muy grande fijando para el lunes la gran fiesta de desagravios a Su Divina Majestad que celebra la Hermandad de Indignos esclavos del Santísimo Sacramento, porque siendo el lunes día de la Natividad de Nuestra Señora, la Real Congregación de la Guardia y Custodia dispone por antiguo privilegio de la iglesia de San Isidro.

Pipaón respondió, mutatis mutandis, que no correría sangre a causa de un conflicto entre ambas hermandades, y que él respondía de arreglarlo todo a gusto de clérigos y seglares, y sin que se quejaran el Santísimo Sacramento ni Nuestra Señora, con lo cual y con aceptar la carroza de Su Ilustrísima para trasladarse a la calle de la Puebla donde había de hacer el ensayo de la gavota antes de la tertulia, tuvo fin aquel diálogo.

Ya avanzada la noche se cerró la capilla a los curiosos, y también la puerta de la cárcel, después que entraron seis presos recién sacados de sus casas por delaciones infames. Una nueva conspiración descubierta dio mucho que hacer aquella noche y en la siguiente mañana al Sr. Chaperón.

D. Patricio se acostó a dormir en la alcoba inmediata a la capilla; pero su sueño no fue tranquilo. Velábanle solícitos y siempre prontos a servir en todo los hermanos de la Paz y Caridad. Sola no se apartó de la capilla ni un solo instante ni de día ni de noche.

– Abuelito querido – le dijo al amanecer, – estoy muerta de pena, porque veo que tu conducta no es propia de un buen cristiano.

– Adorada hija – repuso Sarmiento besándola con ardiente cariño, – si es propia de un filósofo, lo será de un cristiano, porque el filósofo y el cristiano se juntan, se compendian y amalgaman en mí maravillosamente. Hazme el favor de ver si esos señores hermanos me han preparado el chocolate… No extraño tus observaciones, hija mía. Eres mujer y hablas con tu preciosa sensibilidad, no con la razón que a mí me alumbra y guía. ¡Bendito sea Dios que me permite tenerte a mi lado en estas horas postreras! Si no te estuviera viendo, quizás me faltaría el valor que ahora tengo. Una sola cosa me afecta y entristece, nublando el esplendoroso júbilo de mi alma, y es que mañana a la hora de las diez… porque supongo que… eso será a las diez… dejaré de recrear mis ojos con la contemplación de tu angelical persona… Pero ¡ay! tú debes seguir viviendo; no ha llegado aún la hora de tu entrada en la mansión divina; llegará, sí, y entrarás, y el primero a quien verás en la puerta abriendo los brazos para recibirte en ellos amoroso y delirante será tu abuelito Sarmiento, tu viejecillo bobo.

La voz temblorosa indicaba una viva emoción en el reo.

– Y te llevaré a presencia del Padre de todo lo existente y le diré: «¡Señor, aquí la tienes; esta es, mírala!…». Pero no quiero afligirte más. Ahora oye varios consejos que debo darte y algunos encarguillos que quiero hacerte… ¿Está ese chocolate?… Dame la mano para levantarme, hija mía. ¿Sabes que están pesados y duros mis pobres huesos?… ¡Ah! pronto tendrás este bocado, ¡oh carnívora tierra! pronto, pronto se te arrojará esta piltrafa, que por lo acecinada demuestra que te pertenece ya. El noble espíritu abandona este inmundo saco, y vuela en busca de su patria y de sus congéneres los ángeles.

Levantose delante de Sola porque estaba vestido. Un hermano le trajo el chocolate, y quedándose solo con su amiga, le dijo estas palabras que ella oyó con profundísima atención:

– Idolatrada hija, mañana a las diez nos separaremos para siempre. Dios me dio la inefable dicha de conocerte, para que mi espíritu se confortase antes de dejar el mundo. Te condujiste conmigo tan noble y caritativamente que no vacilo en declararte merecedora de inmortal premio. Yo te lo aseguro, yo te lo profetizo – dijo esto cerrando los ojos y extendiendo solemnemente los brazos en actitud de profeta, – yo te lo fío bendiciéndote. Creo tener poderes para ello. Gozarás de la eterna dicha por tu cristiana acción. Ahora bien; hablando de cosas más terrestres, te diré que es mi deseo partas en seguida para Inglaterra a ponerte bajo el amparo de ese hombre generoso que ha sido tu protector y hermano. Le conozco y sé que su corazón está lleno de bondades. Como me intereso también por él, declaro ante ti que ese joven debe tomarte por esposa, de lo cual resultará ventaja para entrambos; para ti porque vivirás al arrimo de un hombre de mérito, capaz de comprender lo que vales; para él porque tendrá la compañera más fiel, más amante, más útil, más hacendosa, más cristiana y más honesta con que puede soñar el amor de un hombre. Tengo la seguridad de que él lo comprenderá así – al decir esto mostraba la convicción de un apóstol. – Si no lo comprendiese, dile que yo se lo mando, que es mi sacra voluntad, que yo no hablo por hablar, sino transmitiendo por el órgano de mi lengua la inspiración celeste que obra dentro de mí.

Sola oyó este discurso con recogimiento y admiración, pasmada de advertir una profundísima concordancia entre la demencia de su amigo y ciertas ideas de antiguo arraigadas en ella. No acertó a decir una palabra sobre aquel tema, y su viejecillo bobo se le representó entonces grande y luminoso, cual nunca lo había visto, más respetable que todo lo que como respetable se presenta en el mundo.

Después de una pausa, durante la cual apuró el pocillo, Sarmiento prosiguió así:

– Querida hija de mi corazón, voy a hacerte un encargo, atañedero a cosas terrestres. Las cosas terrestres también me ocupan, porque de la tierra salí, y en ella he de dejar las preciosas enseñanzas que se desprenden de mi martirio. El género humano merece mi mayor interés. La dicha del Cielo no sería completa, si desde él no contempláramos la constante labor de este pobre género humano, sin cesar trabajando en mejorarse. Los que de él salimos no podemos dejar de enviarle desde allá arriba un reflejo de nuestra gloria, sin lo cual se envilecería, acercándose más a las bestias que a los ángeles. Hay que pensar en el género humano de hoy, que es el coro celestial e inmenso de mañana, y todo hombre es la crisálida de un ángel, ¿me entiendes? Si las criaturas superiores, al remontarse sobre los mundanos despojos, miraran con desprecio esta pobre turba inquieta y enferma a que pertenecieron; si no atendiendo más que al Eterno Sol, hicieran del deseo de la bienaventuranza un egoísmo, adiós universo, adiós pasmoso orden de cielo y tierra, adiós concierto sublime. No, yo miro a la tierra y la miraré siempre. Le dejo un don precioso, mi vida, mi historia, mi ejemplo, hija mía, ¿sabes tú lo que vale un buen ejemplo para esta mísera chusma rutinaria? Sí, mi historia será pronto una de las más enérgicas lecciones que tendrá el rebaño humano para implantar la libertad que ha de conducirle a su mejoramiento moral. Pero digo yo, ¿es fácil escribir esa historia? No. Bien conocidos son mis discursos, y aunque yo no los he escrito, como todo el mundo los tiene grabados en la memoria, no faltará quien los dé a la estampa. Sócrates no dejó escrito nada… Pero si serán perpetuados mis discursos, habrá gran escasez de datos biográficos respecto a mí. Oye, pues, lo que voy a decirte.

Tomando a Sola por un brazo, la acercó a sí:

– Viviendo en tu casa – añadió, – apunté no hace dos meses, los principales datos de mi vida, tales como el día de mi nacimiento, el de mi bautizo, el de mi confirmación, el de mi boda con Refugio, el del feliz natalicio de Lucas, el de mi entrada en la enseñanza y otros: son datos preciosísimos. Como los historiadores han de empezar desde mañana mismo a revolver archivos y libros parroquiales, yo te encargo que les saques de apuros. Mira tú; el apunte en que constan esos datos está escrito con lápiz… Me parece que lo puse debajo del hule de la cómoda. Búscalo bien por toda la casa, y entrégalo a esos señores. Al punto sabrás quiénes son, porque no se hablará de otra cosa en todo el mundo. No te descuides, y evitarás mil quebraderos de cabeza, y quizás inexactitudes y errores que darán ocasión a desagradables polémicas.

 

Sola sintió al oír esto que la admiración despertada por anteriores palabras del viejecillo bobo, se disipaba como humo. ¡Cuán difícil era señalar la misteriosa línea donde los desvaríos de Sarmiento se trocaban en ingeniosas observaciones, o por el contrario, sus admirables vuelos en lastimoso rastrear por el polvo de la necedad! La joven prometió cumplir fielmente todo lo que le mandaba.

Al poco rato apareció el padre Alelí preparado para decir la misa, y empezada esta, Sarmiento la ayudó con extraordinaria devoción y acierto, tan seguro en las ceremonias como si hubiera sido monaguillo toda su vida. Soledad la oyó con gran edificación acompañada de los hermanos y de algunos empleados de la cárcel. Después, por orden del Sr. Chaperón, se cerró la capilla al público.