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Episodios Nacionales: El terror de 1824

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Las claridades que un momento se habían alejado, volvieron juguetonas, sin abandonar sus capisayos de telarañas, y con ellas pudo ver el padre Alelí que la pobre bestia enferma alzaba la cabeza y mostraba una horrible cara amoratada y polvorienta, toda llena de viscosa baba. Sus ojos daban miedo.

– ¡Desgraciado! – murmuró con dolor el padre Alelí. – Tú que vivirás eres más digno de lástima que ella, destinada a morir.

– No me lo digas, no me lo digas – gritó Sarmiento incorporando su busto por un movimiento rapidísimo de sus remos delanteros. – No me lo digas porque te mato, infame fraile, porque te devoro.

– Eres un pobre demente.

– Soy un hombre que ha perdido su ideal risueño, un hombre que soñó la gloria y no la posee, un hombre que se creyó león y se encuentra cerdo. Mi destino no es destino, es una farsa inmunda, y al caer y al envilecerme y al pudrirme como me pudro, tengo la desgracia de conservar intacto el corazón para que en él clave su vil puñal la justicia humana, matando a mi hija… Infame frailucho, ¿has venido a gozarte en mi miseria? Vete pronto de aquí, vete. Mira que no soy hombre, soy una bestia. Clavaba sus uñas en los ladrillos y estiraba el amenazante rostro descompuesto.

– Que Dios se apiade de ti – dijo grave y solemnemente el fraile bendiciéndole. – Adiós.

Y después de encargar a Sola que tuviera resignación, mucha resignación por las diversas causas que lo exigían (señalaba al infortunado viejo), se retiró considerando la magnitud de los males que afligen a la raza humana.

XXIV

¡Válganos Dios y qué endiablado humor tenía D. Francisco Chaperón, a pesar de haber procedido conforme a lo que en él hacía las veces de conciencia! Pues no llegaba el cinismo de los voluntarios realistas al incalificable extremo de vituperarle aún, después que tan clara prueba de severidad y rectitud acababa de dar… ¡Cuán mal se juzga a los grandes hombres en su propia patria! Varones eminentes, desvelaos, consagrad vuestra existencia al servicio de una idea, para que luego la ingratitud amargue vuestra noble alma… ¡Todo sea por Dios!… ¡Por vida del Santísimo Sacramento, esto es una gran bribonada!

Todavía vacilaba el D. Francisco en perdonar a Cordero, después de haberlo propuesto en junta general a la Comisión; pero el cortesano de 1815 añadió a las muchas razones anteriormente expuestas otras de mucho peso, logrando atraer a su partido y asociar hábilmente a su trabajo a un hombre cuya opinión era siempre palabra de oro para el digno Presidente de la Comisión. Este hombre era el coronel don Carlos Garrote. Para seducirle, Bragas no necesitó emplear sutiles argucias. Bastole decir que Genara bebía los vientos por sacar de la cárcel a Sola aunque en sustitución de ella fuese preciso ahorcar a todos los Corderos y a todos los Toros de Guisando nacidos y por nacer. No necesitó de otras razones Navarro para sugerir a Chaperón la luminosa idea siguiente:

– Vea usted cómo voy comprendiendo que la hija de Gil de la Cuadra es una intrigante. De esta especie de polilla es de la que se debe limpiar el Reino. Apuesto a que es la querida de Seudoquis.

No se habló más del asunto. Aunque decidido a castigar severamente, Chaperón no había de reconquistar las simpatías perdidas en el cuerpo de voluntarios. Hubiéralo llevado con paciencia el hombre-horca, y casi casi estaba dispuesto a consolarse, cuando un suceso desgraciadísimo para la causa del Trono y de la Fe católica vino a complicar la situación, exacerbando hasta el delirio el inhumano celo del señor brigadier. En la noche del 2 al 3 de Setiembre, un preso, el más importante sin duda de cuantos guardaba en su inmundo vientre la cárcel de Corte, halló medios de evadirse, y se evadió. No se sabe si anduvo en ello la virtud del metal que es llave de corazones y ganzúa de puertas, o simplemente la destreza, energía y agudeza del preso. No discutiremos esto: basta consignar el hecho tristísimo (atendiendo al Trono y a la Fe católica) de que Seudoquis se escapó. ¿Fue por el tejado, fue por las alcantarillas, fue por medio de un disfraz? Nadie lo supo, ni lo sabrá probablemente. En vano D. Francisco, corriendo a la cárcel muy de mañana (pues ni siquiera tuvo tiempo de tomar chocolate) mandó hacer averiguaciones y registrar las bohardillas y sótanos, y prender a casi todos los calaboceros e interrogar a la guardia, y amenazar con la horca hasta al mismo santo emblema de la Divinidad humanada, que tan asendereado estaba siempre en su irreverente y fiera boca.

A la hora del despacho se encerró con Lobo. Estaba tan fosco, tan violento, que al verle, se sentían vivos deseos de no volverle a ver más en la vida. Para hablarle de indulgencia se habría necesitado tanto valor como para acercar la mano a un hierro candente. Chaperón sólo se hubiera ablandado a martillazos.

– ¿Está corriente la causa de esa?… Es preciso presentarla sin pérdida de tiempo al tribunal – dijo a su asesor.

– Ahora mismo la remataré Excelentísimo Señor.

– Me gusta la calma… Yo he de ocuparme de todo… No sirven ustedes para nada… Voy a llamar al primer asno que pase por la calle para encomendarle todo el trabajo de esta secretaría.

En aquel mismo instante entró Genara. No podía presentarse en peor ocasión, porque venía a pedir indulgencia. Nunca había sido tampoco tan interesante ni tan guapa, porque sus atractivos naturales se sublimaban con su generosidad y con el valor propio de quien intrépidamente penetra en una caverna de lobos para arrancarles la oveja que ya han empezado a devorar.

La fiera estaba tan mal dispuesta en aquella nefanda hora, que sin aguardar a que Genara se sentase, díjole con voz ahogada:

– Por centésima vez, señora…

Se detuvo moviendo la cabeza sobre el metálico cuello, cual si este le estrangulara impidiendo el fácil curso de las palabras.

– Por centésima vez… – gruñó de nuevo poniéndose rojo.

– Acabemos, hombre de Dios.

– Por centésima vez digo a usted que no puede ser… En bonita ocasión me coge… Ciertamente que están las cosas a propósito para perdonar… Seudoquis escapado… los Corderos en libertad… La Comisión desacreditada, acosada, vilipendiada, escarnecida… No somos jueces, somos vinagrillo de mil flores… No sé cómo no entran los chicos de las calles y nos tiran de la nariz… Me han pintado colgado de la horca… y con razón, con mucha razón… Más vale que digan de una vez: «se acabó el Gobierno absoluto; vuelvan los liberales…». Malditas sean las recomendaciones… Ellos conspiran y nosotros perdonamos… Con tales farsas pronto tendremos al Cojo de Málaga en el Trono… Seudoquis escapado… ¡la impunidad! aquí no hay más que impunidad… Se ahorca por besar el sitio donde estuvo la lápida de la Constitución, y damos chocolate a los conspiradores… Señora, usted me toma por un Dominguillo… Señora… ¡Seudoquis escapado!… ¡la impunidad!… esa malhadada impunidad… lepra horrible, horrible…

Echaba las palabras a borbotones, interrumpidos a intervalos por sofocadas toses y gruñidos. Los temblorosos labios parecían el obstruido caño de una fuente, por donde salía el agua en violentas bocanadas con intermitencias de resoplidos de aire. A cada segundo se metía los dedos en el duro cuello negro de cartón para ensanchárselo y respirar mejor.

– Tanto enfado me mueve a risa – dijo la dama con burlona sonrisa y demostrando mucha tranquilidad. – Cualquiera que a usted le viese creería que estoy en presencia del mismo Soberano absoluto de estos Reinos. Sr. Chaperón, ¿por quién se ha tomado?

– Señora – dijo el brigadier enfrenando su cólera, – usted puede tomarme por quien quiera; pero esta vez no cedo, no cedo… Ya comprendo la intriga, me trae usted una cartita de Calomarde… Es inútil, inútil, no hago caso de recomendaciones. Si Calomarde me manda atender al ruego de usted, presentaré al punto mi dimisión. De mí no se ríe nadie: soy responsable de la paz del Reino, y si vienen revoluciones, tráigalas quien quiera, no yo.

– Calomarde no ha querido darme carta de recomendación – manifestó Genara sin abandonar su calma.

– Ya lo presumía. Hemos hablado anoche… hemos convenido en la necesidad de apretar los tornillos, de apretar mucho los tornillos.

– Calomarde y usted apretarán la hebilla de sus propios corbatines hasta ahogarse si gustan – dijo ella con malicioso desdén, – pero en las cosas públicas no harán sino lo que se les mande.

– Señora, permítame usted que no haga caso de sus bromitas. La ocasión no es a propósito para ello. Tenemos que hacer… ¿Pero qué es eso? Veo que me trae usted una carta.

– Sí señor – replicó Genara alargando un papel, – lea usted.

– Del Sr. Conde de Balazote, gentil-hombre de Su Majestad – dijo el vestiglo abriendo y leyendo la firma. – ¿Y qué tengo yo que ver con ese señor?

– Lea usted.

– ¡Ah!… ya… – murmuró Chaperón quedándose estupefacto después de leer la carta, – el señor gentil-hombre me besa la mano…

– ¡Ya ve usted qué fino!

– Y me hace saber que Su Majestad me ordena presentarme inmediatamente en Palacio. – Para hablar con Su Majestad.

– Quiere decir que Su Majestad desea hablarme…

Chaperón volvió a leer. Después dio dos o tres vueltas sobre su eje.

– Mi sombrero… – dijo demostrando grandísima inquietud, – ¿en dónde está mi sombrero…? Señora, usted dispense… Lobo, aguárdeme usted…

– Yo aguardo aquí – indicó Genara.

– Veremos lo que quiere de mí Su Majestad – añadió D. Francisco en estado de extraordinario aturdimiento. – ¿Y mi bastón, en dónde he puesto yo ese condenado bastón?… ¿Habré traído los guantes?… Señora, dispense usted que… A los pies de usted… ¿Su Majestad me espera?… Sí, me esperará, no saldrá hasta que yo no vaya… Y yo no recordaba que la Corte había venido ayer de la Granja para trasladarse a Aranjuez… Adiós; vuelvo.

Una hora después Chaperón entraba de nuevo en su despacho. Venía, si así puede decirse, más negro, más tieso, más encendido, más agarrotado dentro del collarín de cuero. Cruzando sus brazos se encaró con Genara, y le dijo:

 

– Vea usted aquí a un hombre perplejo. Su Majestad me ha hablado, me ha tratado con tanta bondad como franqueza, me ha llamado su mejor amigo, y por fin me ha mandado dos cosas de difícil conciliación, a saber: que sea inexorable y que acceda al ruego de usted.

– Eso es muy sencillo – replicó Genara con gracia suma. – Eso quiere decir que sea usted generoso con mi protegida y severo con los demás.

– ¡Inexorable, señora, inexorable! – exclamó D. Francisco apretando los dientes y mirando foscamente al suelo.

– Inexorable con todos menos con ella. ¿Hay nada más claro?

– Dije a Su Majestad que se había escapado Seudoquis, y me contestó… ¿qué creerá usted que me contestó?

– Alguna de sus bromas habituales.

– Que había hecho perfectamente en escaparse, si se lo habían consentido.

– Eso es hablar como Salomón.

– Veremos cómo salgo yo de este aprieto. Tengo que contentar al Rey, a usted, a los voluntarios realistas, a Calomarde; tengo que contentar a todo el mundo, siendo al mismo tiempo generoso e inexorable, benigno y severo.

Chaperón se llevó las manos a la cabeza expresando el gran conflicto en que se veía su inteligencia.

– ¡Qué lástima que soltáramos a ese Cordero!… – dijo después de meditar. – Pero agua pasada no mueve molino, veamos lo que se puede hacer. Formemos nuestro plan… Atención, Lobo. Lo primero y principal es complacer a la Sra. D.ª Genara… ¿Qué filtros ha dado usted a nuestro Soberano para tenerle tan propicio?… Atención, Lobo. Lo primero es poner en libertad a esa joven… escriba usted… por no resultar nada contra ella.

Genara aprobó con un agraciado signo de cabeza.

– Ahora pasemos a la segunda parte. Esta prueba de benevolencia no quiere decir que erijamos la impunidad en sistema. Al contrario, si la inocencia es respetada… porque esa joven será inocente… si la inocencia es respetada, el delito no puede quedar sin castigo… Atienda usted, Lobo… Esta conspiración no quedará impune de ningún modo. Soledad Gil de la Cuadra es inocente, inocentísima ¿no hemos convenido en eso? Sí; ahora bien, sus cómplices, o mejor dicho, los que aparecen en este negocio de las cartas que se repartieron… No, no hay que tomarlo por ese lado de las cartas. Lobo, quite usted de la causa todo lo relativo a cartas. Veamos el cómplice.

– Patricio Sarmiento.

– ¿Ese hombre está en su sano juicio?

– Permítame Vuecencia – dijo Lobo – que le manifieste… El hablar de la imbecilidad de ese hombre me parece… Si Vuecencia, excelentísimo señor, me permite expresarme con franqueza…

– Hable usted pronto.

– Pues diré que eso de la imbecilidad de Sarmiento me parece una inocentada.

– Eso es: una inocentada – repitió Genara.

– Pues qué, ¿no constan en la causa mil cosas que acreditan su buen juicio? Se le encontró entre sus papeles un paquete de cartas sobre la organización de la Comunería, y consta que fue uno de los que más parte tuvieron en el asesinato de Vinuesa.

– ¿Hay pruebas, hay testigos?

– Diez pliegos están llenos de las declaraciones de innumerables personas honradas que han asegurado haberle visto entrar, martillo en mano, en la cárcel de la Corona.

– Admirable. Adelante.

– Después ha fingido hallarse demente para poder insultar a Su Majestad, burlarse de la religión y apostrofar a los defensores del Trono.

– ¡Se ha fingido demente!

– Está probado, probadísimo, excelentísimo señor.

Chaperón dudaba, hay que hacerle ese honor. La mónera de que antes hablamos se agitaba inquieta y alborotada entre el cieno, haciendo esfuerzos por mostrarse.

– Pero esas pruebas de que se fingía demente… – murmuró. – ¿Hay dictamen facultativo?

Genara no veía con gusto aquella discusión y guardaba silencio.

– ¿Qué dice el artículo 7.º del Decreto del 20 de este mes? – preguntó Lobo con extraordinario calor.

– Que la fuerza de las pruebas en favor o en contra del acusado se dejan a la prudencia e imparcialidad de los jueces. Bien, admitamos que la ficción de demencia es cosa corriente. No hay más que hablar.

– ¿Qué dice el artículo 11 del mismo Decreto?

– Que se castigue con el último suplicio a los que griten «Viva la Constitución, mueran los serviles, mueran los tiranos, viva la libertad…». ¡Ah! aquí no puede haber quebraderos de cabeza. Según este artículo, Sarmiento debía haber sido ahorcado cien veces… Pero la imbecilidad, la locura o como quiera llamarse a esa su semejanza con los graciosos de teatro…

– ¿Qué dice el artículo 6.º del mismo Decreto? – preguntó de nuevo Lobo con tanto entusiasmo que sin duda se creía la imagen misma de la jurisprudencia.

– Dice que la embriaguez no es obstáculo para incurrir en la pena.

– ¿Y qué es la embriaguez más que una locura pasajera?… ¿Qué es la locura más que una embriaguez permanente? Consulte Vuecencia, excelentísimo señor, todos los autores y verá cómo concuerdan con mi parecer. Vuecencia podrá fallar lo que quiera; pero de la causa resulta, claro como la luz del día, que la muchacha y los ángeles del cielo rivalizan en inocencia, y que el Sarmiento es reo convicto del asesinato de Vinuesa, de propagación de ideas subversivas, del establecimiento de la Comunería, de predicación en sitios públicos contra la única soberanía que es la real, de connivencia con los emigrados, etc., etc.

– ¡Oh! Sr. D. Francisco – dijo la dama con generoso arranque. – Si quiere usted merecer un laurel eterno y la bendición de Dios, perdone usted también a ese pobre viejo.

– Señora, poquito a poco – repuso el funcionario poniéndose muy serio. – Antes que erigir en sistema la impunidad, cuidado con la impunidad, ¡por vida del…! presentaré mi dimisión. Bastante ha conseguido usted.

La dama inclinó la cabeza, fijando los ojos en el suelo. Otra vez suplicó, porque no podía resistir impasible a la infame tarea de aquellos inicuos polizontes; pero Chaperón se mostró tan celoso de su reputación, de su papel y de atender a las circunstancias (¡siempre las circunstancias!) que al fin la intercesora, creyéndose satisfecha con el triunfo alcanzado, no quiso comprometerlo, aspirando a más. Se retiró contenta y triste al mismo tiempo. Necesitaba ver aquel mismo día a los demás individuos de la Comisión, pues aunque el Presidente lo era todo y ellos casi nada, convenía prevenirlos para asegurar mejor la victoria.

Cuando se quedaron solos, Chaperón dijo a su asesor privado:

– Arrégleme usted eso inmediatamente. Extienda usted la sentencia y llévela al comandante fiscal para que la firme. Hoy mismo se presentará al tribunal. Mañana nos reuniremos para sentenciar a la mujer que robó el almirez de cobre y el vestido de percal viejo… Pasado mañana tocará sentenciar eso… ¡Oh! veremos si los compañeros quieren hacerlo mañana mismo… Quesada me ha recomendado hoy la mayor celeridad en el despacho y en la ejecución de las sentencias…

Y cabizbajo, añadió:

– Veremos cómo lo toma la Comisión. Yo tengo mis dudas… mi conciencia no está completamente tranquila… pero, ¿qué se ha de hacer? todo antes que la impunidad.

Y aquel hombre terrible, que era Presidente de derecho del pavoroso tribunal, y de hecho fiscal, y el tribunal entero; aquel hombre, de cuya vanidad sanguinaria y brutal ignorancia dependía la vida y la muerte de miles de infelices, se levantó y se fue a comer.

La Comisión, reunida al día siguiente para fallar la causa de la mujer que había robado un almirez de cobre y un vestido de percal viejo, falló también la de Sarmiento. No pecaban de escrupulosos ni de vacilantes aquellos señores, y siempre sentenciaban de plano conformándose con el parecer del que era vida y alma del tribunal. Todas las mañanas, antes de reunirse, oían una misa llamada de Espíritu Santo, sin duda porque era celebrada con la irreverente pretensión de que bajara a iluminarles la tercera persona de la Santísima Trinidad. Por eso deliberaban tranquila, rápidamente y sin quebraderos de cabeza. Todos los días, al dar la orden de la plaza y distribuir las guardias y servicios de tropa, el Capitán General designaba el sacerdote castrense que había de decir la misa de Espíritu Santo. Esto era como la señal de ahorcar.

Al anochecer del día en que fue sentenciada la causa de Sarmiento, previa la misa correspondiente, el escribano entró en la prisión y a la luz de un farolillo que el alguacil sostenía, leyó un papel.

Oyéronle ambos reos con atención profunda. Sarmiento no respiraba. No había concluido de leer el escribano, cuando D. Patricio enterado de lo más sustancial, lanzó un grito y poniéndose de rodillas elevó los brazos, y con entusiasmo que no puede describirse, con delirio sublime, exclamó:

– ¡Gracias, Dios de los justos, Dios de los buenos! ¡Gracias, Dios mío, por haber oído mis ruegos!… ¡Ella libre, yo mártir, yo dichoso, yo inmortal, yo santificado por los siglos de los siglos!… Gracias, Señor… Mi destino se cumple… No podía ser de otra manera. Jueces, yo os bendigo. Pueblo, mírame en mi trono… Estoy rodeado de luz.

XXV

La capilla de los reos de muerte que estaba en el piso bajo y en el ángulo formado por la calle de la Concepción Jerónima y el callejón del Verdugo, era el local más decente de la cárcel de Corte. No parecía en verdad decoroso, ni propio de una nación tan empingorotada que los reos se prepararan a la muerte mundana y salvación eterna en una pocilga como los departamentos donde moraban durante la causa. Además en la capilla entraban movidos de curiosidad o compasión muchos personajes de viso, señores obispos, consejeros, generales, gentiles-hombres, y no se les había de recibir como a cualquier pelagatos. Tomaba sus luces esta interesante pieza del cercano patio, por la mediación graciosa de una pequeña sala próxima al cuerpo de guardia; mas como aquellas llegaban tan debilitadas que apenas permitían distinguir las personas, de aquí que en los días de capilla se alumbrara esta con la fúnebre claridad de las velas amarillas encendidas en el altar. Lúgubre cosa era ver al reo, aquel moribundo sano, aquel vivo de cuerpo presente, en la antesala de la horca, y oírle hablar con los visitantes y verle comer junto al altar, todo a la luz de las hachas mortuorias. Generalmente los condenados, por valientes que sean, toman un tinte cadavérico que anticipa en ellos la imagen de la descomposición física, asemejándoles a difuntos que comen, hablan, oyen, miran y lloran para burlarse de la vida que abandonaron.

No fue así D. Patricio Sarmiento, pues desde que le entraron en la capilla en la para él felicísima mañana del 4 de Setiembre, pareció que se rejuvenecía, tales eran el contento y la animación que en sus ojos brillaban. Rosicler mustio le tiñó las ajadas mejillas, y su espina dorsal hubo de adquirir por maravilloso don una rectitud y esbelteza que recordaban sus buenos tiempos de Roma y Cartago. Soledad, a quien permitieron acompañarle todo el tiempo que quisiera, se hallaba en estado de viva consternación, de tal modo que ella parecía la condenada y él el absuelto.

– Querida hija mía – le dijo D. Patricio cuando juntos entraron en la capilla, – no desmayes, no muestres dolor, porque soy digno de envidia, no de lástima. Si yo tengo este fin mío por el más feliz y glorioso que podría imaginar,¿a qué te afliges tú? Verdad es que la Naturaleza (cuyos Códigos han dispuesto sabiamente los modos de morir) nos ha infundido instintivamente cierto horror a todas las muertes que no sean dictadas por ella, o hablando mejor, por Dios; pero eso no va con nosotros, que tenemos un espíritu valeroso, superior a toda niñería… Ánimo, hija de mi corazón. Contémplame y verás que el júbilo no me cabe en el pecho… Figúrate la alegría del prisionero de guerra que logra escaparse y anda y camina, y al fin oye sonar las trompetas de su ejército… Figúrate el regocijo del desterrado que anda y camina y ve al fin la torre de su aldea. Yo estoy viendo ya la torre de mi aldea, que es el Cielo, allí donde moran mi padre, que es Dios, y mi hijo Lucas, que goza del premio dado a su valor y a su patriotismo. Bendito sea el primer paso que he dado en esta sala, bendito sea también el último; bendito el resplandor de esas velas, benditas esas sagradas imágenes; bendita tú que me acompañas, y esos venerables sacerdotes que me acompañan también.

Soledad rompió a llorar, aunque hacía esfuerzos para dominarse, y D. Patricio fijando los ojos en el altar y viendo el hermoso Crucifijo de talla que en él había y la imagen de Nuestra Señora de los Dolores, experimentó una sensación singular, una especie de recogimiento que por breve rato le turbó. Acercándose más al altar, dijo con grave acento:

 

– Señor mío, tu presencia y esos tus ojos que me ven sin mirarme recuérdanme que durante algún tiempo he vivido sin pensar en ti todo lo que debiera. El gran favor que acabas de hacerme me confunde más en tu presencia. Y tú, Señora y Madre mía, que fuiste mi patrona y abogada en cien calamidades de mi juventud, no creas que te he olvidado. Por tu intercesión sin duda, he conseguido del Eterno Padre este galardón que ambicionaba. Gracias, Señora, yo demostraré ahora que si mi muerte ha de ser patriótica y valerosa para que sea fecunda, también ha de ser cristiana.

Admirados se quedaron de este discurso el padre Alelí y el padre Salmón que juntamente con él entraron para prestarle los auxilios espirituales. Ambos frailes oraban de rodillas. Levantáronse y tomando asiento en el banco de iglesia que en uno de los costados había, invitaron a Sarmiento a ocupar el sillón.

– Yo no daré a Vuestras Reverencias mucho trabajo – dijo el patriota sentándose ceremoniosamente en el sillón, – porque mi espíritu no necesita de cierta clase de consuelillos mimosos que otras vulgares almas apetecen en esta ocasión; y en cuanto al auxilio puramente religioso, yo gusto de la sencillez suma. En ella estriba la grandeza del dogma.

El padre Alelí y el padre Salmón se miraron sin decir nada.

– Veo a Sus Reverencias como cortados y confusos delante de mí – añadió Sarmiento sonriendo con orgullo. – Es natural, yo no soy de lo que se ve todos los días. Los siglos pasan y pasan sin traer un pájaro como este. Pero de tiempo en tiempo Dios favorece a los pueblos dándole uno de estos faros que alumbran el género humano y le marcan su camino… Si una vida ejemplar alumbra muy mucho al género humano, más le alumbra una muerte gloriosa… Me explico perfectamente la admiración de Sus Paternidades; yo no nací para que hubiera un hombre más en el mundo; yo soy de los de encargo, señores. Una vida consagrada a combatir la tiranía y enaltecer la libertad; una muerte que viene a aumentar la ejemplaridad de aquella vida, ofreciendo el espectáculo de una víctima que expira por su fe y que con su sangre viene a consagrar aquellos mismos principios santos; esta entereza mía; esta serenidad ante el suplicio, serenidad y entereza que no son más que la convicción profunda que tengo de mi papel en el mundo, y por último la acendrada fe que tengo en mis ideas, no pertenecen, repito, al orden de cosas que se ven todos los días…

El padre Alelí abrió la boca para hablar; mas Sarmiento, deteniéndole con un gesto que revelaba tanta gravedad como cortesía, prosiguió así:

– Permítame Vuestra Paternidad Reverendísima que ante todo haga una declaración importante, sí, sumamente importante. Yo soy enemigo del instituto que representan esos frailunos trajes. Faltaría a mi conciencia si dijese otra cosa; yo aborrezco ahora la institución como la aborrecí toda mi vida, por creerla altamente perniciosa al bien público. Ahí están mis discursos para el que quiera conocer mis argumentos. Pero esto no quita que yo haga distinciones entre cosas y las personas, y así me apresuro a decirles que si a los frailes en general les detesto, a Vuestras Paternidades les respeto en su calidad de sacerdotes y les agradezco los auxilios que han venido a prestarme. Además, debo recordar que ayer, hallándome en mi calabozo, traté groseramente de palabra a uno de los que me escuchan, no sé cuál era. Estaba mi alma horriblemente enardecida por creerse víctima de maquinaciones que tendían a desdorarla, y no supe lo que me dije. Los hombres de mi temple son muy imponentes en su grandiosa ira. Entiéndase que no quise ofender personalmente al que me oía, sino apostrofar al género humano en general y a cierto instituto en particular. Si hubo falta la confieso y pido perdón de ella.

El padre Alelí, aprovechando el descanso de Sarmiento, tomó la palabra para decirle que tuviese presente el sitio donde se encontraba, y rompiese en absoluto con toda idea del mundo para no pensar sino en Dios; que recordase cuál trance le aguardaba y cuáles eran los mejores medios para prepararse a él; y finalmente, que ocupándose tanto de vanidades, corría peligro de no salvarse tan pronto y derechamente como de la limpieza de su corazón debía esperarse. A lo cual D. Patricio, volviéndose en el sillón con mucho aplomo y seriedad, dijo al fraile que él (D. Patricio) sabía muy bien cómo se había de preparar para el fin no lamentable sino esplendoroso, que le aguardaba, y que por lo mismo que moría proclamando su ideal divino, pensaba morir cristianamente, con lo cual aquél había de aparecer más puro, más brillante y más ejemplar.

Esto decía cuando llegaron los hermanos de la Paz y Caridad, caballeros muy cumplidos y religiosos que se dedican a servir y acompañar a los reos de muerte. Eran tres y venían de frac, muy pulcros y atildados, como si asistieran a una boda. Después que abrazaron uno tras otro cordialmente a D. Patricio, preguntáronle que cuándo quería comer, porque ellos eran los encargados de servirle, añadiendo que si el reo tenía preferencias por algún plato, lo designara para servírselo al momento, aunque fuese de los más costosos.

Sarmiento dijo que pues él no era glotón, trajeran lo que quisieran, sin tardar mucho, porque empezaba a sentir apetito. Desde los primeros instantes los tres cofrades pusieron cara muy compungida, y aun hubo entre ellos uno que empezó a hacer pucheros, mientras los otros dos rezaban entre dientes; visto lo cual por Sarmiento, dijo muy campanudamente que si habían ido allí a gimotear, se volviesen a sus casas, porque aquella no era mansión de dolor, sino de alegría y triunfo. No creyendo por esto los hermanos que debían abandonar su papel oficial, comenzaron a soltar una tras otra las palabrillas emolientes que eran del caso y que tantas veces habían pronunciado, verbi-gratia… «Querido hermano en Cristo, la celestial Jerusalém abre sus puertas para ti»… «Vas a entrar en la morada de los justos»… «Ánimo. Más padeció el Redentor del mundo por nosotros».

– Queridos hermanos en Cristo – dijo el reo con cierta jovialidad delicada. – Agradezco mucho sus consuelos; pero he de advertirles que no los necesito. Yo me basto y me sobro. Así es que no verán en mí suspirillos, ni congojas, ni babas, ni pucheros… Me gusta que hayan venido, y así podrán decir a la posteridad cómo estaba Patricio Sarmiento en la capilla, y qué bien revelaba en su noble actitud y reposado continente (al decir esto erguía la cabeza, echando el cuerpo hacia atrás) la grandeza de la idea por la cual dio su sangre.

Pasmados se quedaron los hermanos así como los frailes, de ver su serenidad, y le exhortaron de nuevo a que cerrase el entendimiento a las vanidades del mundo. Sola, de rodillas junto al altar, rezaba en silencio.