Za darmo

Episodios Nacionales: El terror de 1824

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

– ¿Qué ha visto usted? – preguntó vivamente el cortesano, tan sofocado por su enojo como por su collarín metálico que le condenaba elegantemente a garrote.

– No tengo para qué decirlo ahora – repuso el voluntario volviendo la espalda. – Está sentenciada la causa ¿para qué añadir una palabra más?

– Me parece – dijo Bragas en tono de sarcasmo, – que el amigo Romo está durmiendo y ve visiones, como las veía el que delató a nuestros amigos.

– ¿Se sabe quién los ha delatado? – preguntó Navarro al presidente de la Comisión. – ¿Es persona que merece crédito?

– Dos individuos de nuestra policía. Generalmente obran por indicaciones de personas afectas a Su Majestad.

– Esas personas son entonces los verdaderos denunciadores.

– En efecto, esas son – dijo Romo, – a esas personas hay que agradecer el expurgo que se está haciendo y al cual deberá su tranquilidad el Reino. ¿Quién se atrevería a vituperar a los médicos porque dijeran: «Córtese usted ese dedo que está gangrenado»?

– Pues si aquí no ha habido una mala inteligencia, ha habido una infame intención – replicó Bragas firme en su puesto. – Mi amigo Cordero ha sido víctima de una venganza.

– Usted no sabe lo que dice – afirmó Romo con desprecio. – En las oficinas del Consejo y en los gabinetes de las damas se entenderá de intrigar, de entorpecer la marcha de la justicia; pero de purificar el Reino, de hacer polvo a la revolución…

– ¿Y cómo se purifica el Reino? ¿Atropellando a la inocencia, condenando a un hombre de bien por la delación de cualquier desconocido?

– Repito que usted no sabe lo que habla – dijo Romo presentando en su rostro creciente alteración que le hacía desconocido. – Los que pasan la vida enredando para poner en salvo a los mayores delincuentes; los que se entretienen en escribir billetes de recomendación para favorecer a todos los pillos, no entienden ni entenderán nunca la rectitud del súbdito leal que en silencio trabaja por su Rey y por la Fe católica. Mírenme a la cara (el Sr. Romo estaba horrible), para que se vea que sé afrontar con orgullo toda clase de responsabilidades. Y para que no duden de la verdad de una delación por suponerla oscura, se aclarará, sí señores, se aclarará… Mírenme a la cara (cada vez era más horrible); yo no oculto nada. Para que se vea si la delación de Cordero es una farsa, declaro que la he hecho yo.

Al decir yo diose un gran golpe en el pecho que retumbó como una caja vacía. Brillaban sus ojos con extraño fulgor desconocido; se había transfigurado, y la cólera iluminaba sus facciones antes oscuras. El lóbrego edificio donde jamás se veía claridad, echaba por todos sus huecos la lumbre amarillenta y sulfúrea de una cámara infernal. Haciendo un gesto de amenaza, se expresó así:

– El que sea guapo que me desmienta.

Y salió sin añadir una palabra. Pipaón, que era hombre de muy pocos hígados como se habrá podido observar en otras partes de esta historia, se quedó perplejo, pero afectaba la indecisión de un valiente que medita las atrocidades que ha de hacer, Chaperón dijo:

– No se decida nada sobre esas dos causas. Quédense para otro día.

Un diablillo menor entró muy gozoso, diciendo a su jefe:

– Acabamos de recibir una gran noticia de la Superintendencia. Rafael Seudoquis ha sido preso en Valdemoro. Esta noche llegará a Madrid.

– ¡Suceso providencial! – exclamó D. Francisco con júbilo. – Cayó el principal pez. Vea usted, Sr. Pipaón, de qué manera vamos a salir pronto de dudas. Sobre ese sí que no habrá dimes y diretes. Apunte usted, Lobo… horca ¡tres veces horca!

– Saldremos de dudas – indicó Pipaón decidiéndose a aflojar la hebilla de su collarín metálico, cuya presión se le hacía insoportable. – Ese hombre es la providencia de mis amigos.

XXI

Decir cuánto padeció el magnánimo espíritu del Presidente de la Comisión Militar en aquellos días fuera imposible. Había en el fondo, muy en el fondo de su alma, perdido entre el légamo de los más perversos sentimientos, un poco de equidad o rectitud. Verdad es que esta virtud era un diminuto corpúsculo, un ser rudimentario, como las móneras de que nos habla la ciencia; pero su pequeñez extraordinaria no amenguaba la poderosa fuerza expansiva de aquel organismo, y a veces se la veía extenderse tratando de luchar en las tinieblas con el cieno que la oprimía, y de abrirse paso por entre la masa de yerbas inmundas y groseras existencias que llenaban todo el vaso de la conciencia chaperoniana.

Convencido de la inocencia de Cordero y de su hija, D. Francisco sentía que la mónera de su alma le gritaba con vocecita casi imperceptible que les pusiera en libertad. Sus compañeros de Comisión, aunque generalmente deliberaban y votaban por fórmula, dejándole a él toda la gloria de la iniciativa (y reservándose sólo los sueldos), opinaban también que Cordero debía ser absuelto. Los últimos escrúpulos de D. Francisco se disiparon con las declaraciones de Rafael Seudoquis, el cual, si al principio se mostró reservado, después por la virtud de un hábil interrogatorio capcioso, echó gran luz sobre el suceso de las cartas, dejando ver la inculpabilidad absoluta del tendero de encajes y de su hija.

La declaración de Soledad, la de Seudoquis, la opinión de todos los individuos de la Comisión Militar, las gestiones del habilidoso Bragas y su propia conciencia (guiada esta vez por el mísero corpúsculo que crecía en el fondo de ella) decidieron a D. Francisco a firmar la orden de excarcelación, novedad inaudita en aquellas diabólicas regiones, cuya semejanza con el infierno se completaba por la imposibilidad de que salieran los que entraban.

Pero aquí comenzaron las tribulaciones del funcionario absolutista, (y no es forzoso ponernos de su parte) porque el mismo día en que dictara la excarcelación, recibió tales vejaciones y desaires de sus amigos los voluntarios realistas, que estuvo a riesgo de reventar de cólera, aunque la desahogaba con votos y ternos, asociando la vida del Santísimo Sacramento a todas las picardías habidas y por haber. Al ir por la mañana al tribunal para oír misa vio un pasquín infamante en la esquina de la parroquia de San Nicolás, en el cual documento se hablaba de las onzas de oro que percibía el brigadier traga-muertos por cada preso que soltaba. Recibió diversos anónimos amenazándole con descubrir sus artimañas, y supo que en el cuerpo de guardia habían pintado los voluntarios su simpática imagen pendiente de la horca con amenos versículos al pie.

– Esos bergantes, a quienes se permite la honra de parecerse a los soldados – decía para sí midiendo con las piernas al modo del compás, el suelo de su despacho, – se van a figurar que reinan con Fernando VII… Sí… como no les corten las alas, ya verán qué bonito se va a poner esto… ¿Tenemos aquí otra vez la Milicia Nacional? porque es lo mismo; llámese blanco, llámese negro, es exactamente lo mismo. Miserables saltimbanquis, ¿de qué me acusáis? ¿de que no castigo a los conspiradores? ¿Pues qué he de hacer, marmolejos con fusil, sino castigarlos? ¿Entendéis vosotros de ley, borrachos? Que no castigo las conspiraciones… que desde que sucedió lo de Almería y Tarifa, no ha sido condenado ningún conspirador. ¿Pues no está ahí Seudoquis? ¿No están también sus cómplices, sus infames cómplices?… ¡porque estos sí que son malos! Ahí les tenéis, presos por conspiración. ¿Queréis más, ladrones de caminos? Ahí tenéis a Seudoquis, a quien veréis en la horca, ahí tenéis a la muchachuela a quien veréis en la horca… ¿Queréis más carne muerta, cuervos? ¡Por vida del Santísimo! ¿queréis también al imbécil?… Sr. Lobo, a ver esa causa.

Lobo, que silenciosamente cortaba su pluma, diole las últimas raspaduras, y hojeó después varios legajos.

– Al punto voy, excelentísimo señor – dijo melifluamente.

Aquel día se notaba en el licenciado un extraordinario recrudecimiento de amabilidad y oficiosa condescendencia.

– Esa endiablada causa, excelentísimo señor… aquí la tenemos. Abulta, abulta que es un primor. Ya se ve: como que está llena de picardías… No vaya a creer Vuecencia que consta de dos o tres pliegos como algunas. Esto es un archivo. Y que he trabajado poco en gracia de Dios… No, no es tan fácil hinchar un perro.

– De Seudoquis no se hable – dijo Chaperón tomando asiento frente a su asesor, e implantando los dos codos sobre la mesa para unir las manos arriba, de modo que resultaba la perfecta imagen de una horca. – Ese está juzgado. En cuanto a la joven, su culpabilidad es indudable, y yo creo que la debemos ahorcarla también. ¿Qué le parece a usted, licenciado de todos los demonios?

– ¿Quiere vuecencia que le hable como jurisconsulto o como amigo? – preguntó Lobo con cierto misterio.

– Como usted quiera, con tal que hable claro.

– ¿Como jurisconsulto?

– Dale.

– Como asesor opino… Sr. D. Francisco, haga usted lo que más le acomode. Ahora, si me consulta Vuecencia como amigo… ¿Quiere que le hable con completa claridad y confianza?

– Sí.

– Pues en confianza, si la Comisión ahorca a esa madamita, me parece que hace una gran barbaridad.

– ¿Eh?

– Una barbaridad de a folio.

– ¿Por qué?

– Porque es inocente.

– ¿Esas tenemos?… ¡Por vida del Santísimo! – exclamó con ira, – como usted no tiene la responsabilidad de este delicado cargo; como a usted no le acusan de tibieza, ni de benignidad, ni de venalidad… Ya les echaré yo un lazo a mis detractores… pero vamos al caso. ¿Dice usted que es inocente?

– Sí, y lo pruebo – repuso Lobo tomando la más solemne expresión de gravedad judicial.

– Lo prueba, lo prueba… – dijo Chaperón con sarcástica bufonería. – Lo que usted probará será el aguardiente si se lo dan. Grandísimo borracho, escriba usted, escriba usted mi fallo.

– Escribiremos, excelentísimo señor – dijo Lobo resignadamente, como el que habiendo recibido una coz no se cree en el caso de devolver otra.

 

Chaperón encendió un cigarro. Después de la primera chupada, dijo:

– La condeno a pena ordinaria de horca.

Luego se quedó un rato contemplando la primera bocanada de humo, que salía del horrendo cráter de sus labios.

XXII

La primera noche de su encierro D. Patricio y su compañera de cárcel no durmieron.

La prisión no pecaba ciertamente de estrecha; pero en luces competía con la noche absoluta, siendo difícil asegurar quién llevaba la ventaja, si bien al filo del medio día parecía vencer la cárcel a su rival a causa de ciertas claridades que se entraban por el enrejado ventanillo, temerosas y sobrecogidas de miedo, y embozadas misteriosamente en espesas capas de telarañas. Dichas claridades recorrían con pasos de ladrón el techo y las paredes, miraban con cautela a los negros rincones y al piso, y a eso de las dos o las tres volvían la espalda para retirarse dejando la fúnebre pieza a oscuras. Dos sillas, una tarima pegada a la pared y una mesa constituían el mísero ajuar. Los ladrillos del suelo respondían siempre a cada pisada de los presos con un movimiento de balanza y un sonido seco, señales ciertas de su disgusto por verse molestados en su posición horizontal. Seguramente ellos, como toda la casa, habrían vuelto con gozo a poder de los Padres del Salvador, sus antiguos dueños, hombres pacíficos que jamás lloraban, ni hacían escándalos, ni pateaban desesperadamente, ni pedían a gritos que los sacaran de allí.

La primera noche, como hemos dicho, Sarmiento y su amiga, no muy bien avenidos con su residencia en tan ameno sitio, no durmieron nada y hablaron poco. El viejo, como si su entusiasta locuacidad delante del tribunal le hubiera agotado las fuerzas y secado el rico manantial de sus ideas, estaba taciturno. Los excesos de espontaneidad producían en él una reacción sobre sí mismo. Después de divagar por el exterior, libre, sin freno, cual andante aventurero que todo lo atropella, se metía en sí como cartujo. Soledad también sufría la reacción correspondiente a una espontaneidad que sin duda le estaba pareciendo excesiva. Pero su espíritu estaba tranquilo; su pensamiento, después de pasar revista con cierto desdén a los sucesos próximos, se remontaba orgullosamente a las alturas desde donde pudiera descubrir horizontes más gratos y personas más dignas de ocuparlo. Había llegado a adquirir la certidumbre de un trágico fin; pero lejos de sentir el terror propio de tales casos y muy natural en una débil muchacha inocente, se sobrepuso con ánimo grandioso a la situación; supo mirar desde tan alto su propia persona, su prisión, su proceso, sus verdugos, las causas e incidentes de aquella lamentable aventura, que fue creciendo, creciendo, y bien pronto cuanto la rodeaba, incluso Madrid, la Nación y el mundo entero, se quedó enano. ¡Admirable resultado del espíritu religioso y de la elasticidad del corazón, cuya magnitud, cuando él se decide a crecer, se pierde en las indefinidas dimensiones de lo infinito!

Al día siguiente, D. Patricio, que había llegado ya al límite de su tétrico silencio y no podía permanecer más tiempo mudo, se expresó así:

– Hija mía, me parece que esto es hecho.

– ¿Por qué no te echas a ver si duermes un ratito? – le dijo Sola con bondad. – La tarima no es como las camas de casa; pero a falta de otra cosa…

– ¡Dormir… dormir yo! – exclamó Sarmiento con voz lastimera. – Ya el dormir profundo está cercano. Te digo que esto es hecho.

– Sí, esto no puede ser más hecho… Ya que no quieres levantarte del suelo, al menos tiéndete de largo y recuesta esa pobre cabecita sobre mis rodillas.

Sola, que estaba sentada en la silla, se puso en el suelo, dando después una palmada sobre su falda, para indicar que podía servir de blanda almohada. D. Patricio, sentado contra la pared, con las rodillas en alto, los brazos cruzados sobre aquellas y la barba sobre los brazos, formando con su cuerpo dos ángulos opuestos y muy agudos, no quiso dejar tan encantadora postura de zig-zag.

– No, niña mía; aquí estoy bien. Lo que te digo es que esto es hecho.

– Se me figura que estás cobarde, viejecillo tonto.

– ¡Cobarde yo! – exclamó Sarmiento con un rugido. – No me lo digas otra vez, porque creeré que me insultas.

– Como te he visto tan parlanchín delante de los jueces y ahora tan callado… – dijo la reo extendiendo su mano en la oscuridad para palpar la cabeza del anciano.

– Es que el alma humana tiene grandes misterios, niña querida. Desde que entramos aquí estoy pensando una cosa.

– Con tal que no sea algún disparate, deseo saberla.

– Pues verás… Me ocurre… que esto es hecho, quiero decir, que se cumple al fin mi altísimo destino, que las misteriosas veredas trazadas por el Autor de todas las cosas y de todos los caminos, me traen al fin a la excelsa meta a donde yo quiero ir. Pero…

– Veamos ese pero, abuelito Sarmiento. Hasta ahora no había peros en ese negocio del destino.

– Pero… hay una cosa en la cual yo no había pensado bien hasta que salimos de aquel endiablado tribunal. Respecto de mi suerte no hay duda… ¿pero y tú?

– No tengo yo dudas respecto a la mía – dijo Sola con seriedad. – Los dos moriremos.

– ¡Tú… tú también!

Oyose un bramido de horror y después largo silencio.

– Eso no puede ser, eso es monstruoso, inicuo – gritó el preceptor agitando en la oscuridad sus brazos.

– Ahora te espanta, viejecillo, y cuando estábamos en el tribunal te parecía natural. ¿No decías, «moriremos los dos, somos mellizos de la muerte…»? ¿No dijiste también: «vamos a la horca, mientras más alta será mejor. Así alumbraremos más. Somos los fanales del género humano»?

– Es verdad que tales cosas dije, pero has de tener en cuenta que yo me hallaba entonces en uno de esos momentos de inspiración, en los cuales pronuncio las sorprendentes piezas oratorias ue me han dado tanta fama. Yo no esperaba encontrarte allí. ¡Ay cuando te vi presa y condenada por conspiradora… porque tú has conspirado, niña de mis ojos… sentí una alegría tan grande!… Me pareció que Dios te destinaba también al martirio; pero ahora veo que esto no debe ser. Calmada aquella estupenda exaltación, la voz de la Naturaleza ha resonado en mí, diciéndome que no debo asociar a mi muerte a ningún otro ser. Tú eres una muchacha oscura, y tu sacrificio no puede ser de gran beneficio a la causa santa.

– ¡Ah! – dijo Soledad sonriendo, pero sin que nadie pudiera ver su sonrisa, como no fueran las mismas tinieblas, – ya comprendo: tienes envidia de que vaya a quitarte un poquito de esa gloria.

– Tonta, pero tonta – replicó el anciano muy expresivamente, – si toda has de heredarla tú, toda, toda. Si no es preciso que tú mueras como yo, ni eso viene al caso.

– Los jueces no creerán lo mismo.

– ¡Pues son unos bribones, unos!… – exclamó Sarmiento ronco de ira moviendo sus piernas para levantarse. – Yo les diré que eso no puede ser… Les convenceré, sí; pues no he de convencerles…

Soledad se echó a reír.

– Te ríes… pues esto es muy serio. Yo no creo que te condenen; pero si te condenaran…

Oyose un chasquido que bien podía ser causado por una gran manotada que el preceptor se dio en la cabeza.

– Sí, me condenarán, porque mi delito de recoger y repartir las cartas está más que probado, y si no, con la declaración tuya…

– Yo declaré… ¿qué declaré yo?…

Soledad repitió a Sarmiento lo que él mismo había dicho respecto a las cartas y a las personas que las recibieron.

– ¡Yo declaré todo eso, yo! – dijo el patriota muy perplejo, como un beodo que va poco a poco recobrando el sentido. – ¿Y por eso dices que te condenarán?… Me parece que no estás en lo cierto. De ahí se desprende que el delincuente, según ellos, soy yo, yo el conspirador, yo el apóstol y el agente secreto de la libertad, y como yo tengo además la nota de Demóstenes constitucional y de haber revuelto a media España con mis conmovedoras arengas, de aquí que yo sea el condenado y tú no.

– Me parece – dijo la huérfana tocando el hombro de Sarmiento, – que mi viejecito ve las cosas al revés. Yo seré condenada y él irá a un sitio donde se vive muy bien y tratan caritativamente a los pobres.

– ¡Por vida de ochenta millones de Chilindrainas! – gritó Sarmiento poniéndose de un salto en pie, – no me digas que tú serás condenada a muerte sin mí, porque me vuelvo loco, porque soy capaz de derribar de un puñetazo esas férreas puertas, y hacer añicos a Chaperón y los demás jueces, y demoler a puntapiés la cárcel y pegar fuego a Madrid entero… ¡Tú condenada a muerte!

– Somos los fanales del género humano.

– No, no, esa es una figura de retórica, tonta – dijo el fanático pasando del tono trágico al familiar. – Aquí no hay más fanal que yo. Tú me acompañas en mi última hora, me acompañas, ¿entiendes?… pero no mueres. ¡Morir tú!… ¿por qué, ángel delicado e inocente?… ¿Habrá un juez que falle tal infamia?… Si tu muerte no es provechosa a la santa causa… ¿A qué ni para qué? Yo solo, yo solo, ¿lo entiendes bien? ¡yo solo! Este es el destino, esta la voluntad, esto lo que está trazado en los libros inmortales, cuyos renglones dicen a cada siglo sus grandezas, a cada generación su papel, a cada hombre su puesto… Pobre y desvalida niña de mis entrañas, no me digas que vas a morir también, porque me siento cobarde, me convierto de águila majestuosa en tímido jilguerillo, se me van las ideas sublimes, se me achica el corazón, me trastorno todo, me siento caer desplomándome como una torre secular que es sacudida por temblores de tierra, me evaporo, niña mía, desfallezco, dejo de ser un Cayo Graco para no ser más que un Juan Lanas.

Arrastrándose por el suelo, Sarmiento tanteaba con las manos en la oscuridad hasta que dio con el cuerpo de Sola. Echándose entonces como un perro, hundió la cabeza en su regazo. Soledad no dijo nada.

XXIII

Prolongábase el silencio de ambos cuando se abrió la puerta del calabozo y entraron dos personas: el carcelero y el padre Alelí. Acostumbraba el buen sacerdote visitar a los presos para consolarles u oírles en confesión, y frecuentemente pasaba largos ratos con alguno de ellos hablando de cosas festivas, con lo cual se amenguaban las tristezas de la cárcel. Era el padre Alelí un varón realmente santo y caritativo: su bondad se mostraba en dos especies de manías: dar almendras a los muchachos de las calles y palique a los presos. Parecía que unos y otros eran su familia y que no podía vivir sin ellos.

Con su fórmula de costumbre saludó a nuestros dos infortunados amigos, que apenas distinguían en la lobreguez del cuarto la escueta figura blanca del fraile, vaga, semi-fantástica, cual un capricho de la oscuridad para engañar a los ojos. El padre Alelí tocó en tierra y en las paredes con un palo, como los ciegos, y al mismo tiempo decía:

– ¿Pero dónde están ustedes?… ¡Ah! ya toco aquí un cuerpo.

Soledad, tomándole del brazo, le ofreció una silla.

– No, tengo que marcharme. Hoy he de hacer muchas visitas… Gracias, señora… ¿Es usted la que llaman Soledad? Debo advertirle una cosa que le consolará mucho: hay una dama que se interesa por usted… Ahí fuera está… No la han dejado entrar; pero me encarga diga a usted que hará todo lo posible para evitar una desgracia… ¡Qué señora tan angelical, qué corazón de oro!… ¿Y el ancianito dónde está?… Anímese usted, buen hombre. Ya, ya me han dicho que está demente.

Oyose entonces una voz sorda e inarticulada, que parecía expresar amargo desprecio.

– ¿Está en el suelo el pobre hombre? – añadió Alelí, tanteando suavemente con su palo. – Me parece que le siento roncar… Si todos tuvieran el buen abogado que este tiene… ¡Su demencia le salvará!… Adiós, hijos míos, no puedo detenerme… mañana será más larga la visita.

Retirose y los dos presos quedaron solos todo el día. Al anochecer les interrogaron. Después volvieron a quedar solos, ella muda y recogida, Patricio taciturno a ratos y a ratos poseído de furor que con ninguna especie de consuelos podía calmar su compañera. Tampoco aquella noche durmieron gran cosa, y al día siguiente que era el 1.º de Setiembre volvió el padre Alelí, a quien el carcelero dejó encerrado dentro.

– Hoy puedo dedicar a mis amigos un ratito – dijo dejándose conducir por Soledad a la silla. – Ya estoy… Gracias, señora… Me han dicho que es usted muy simpática… En estos cavernosos cuartos no se ve nada… ¿Y el pobre tonto cómo se encuentra?

– ¡Quieres dejarnos en paz, endiablado frailón! – gritó una voz ronca, irritada, temblorosa, que parecía ser la voz misma de la oscuridad que había tomado la palabra.

El padre Alelí sintió cierto terror.

– ¡Jesús, María y José! – exclamó santiguándose. – Verdaderamente esta no es casa de orates. Todo sea por Dios.

 

– Abuelito Sarmiento – dijo Soledad acariciando al anciano que arrojado a sus pies estaba. – No es propio de persona cortés y bien educada como tú, el tratar así a un sacerdote.

– ¡Que se vaya de aquí!… ¡Que nos deje solos! – gruñó el fanático, arrastrándose como un tigre enfermo. – ¿Qué busca aquí el frailucho? ¿qué quiere?

– ¡Ave María purísima!…

– Si al menos nos trajera buenas noticias…

– Buenas las traigo para usted…

– A ver, a ver… – dijo D. Patricio incorporándose de improviso.

– Usted será absuelto libremente.

Sarmiento se desplomó en el suelo, haciendo temblar los ladrillos.

– ¡Maldita sea la boca que lo dice!… – murmuró con hondo bramido.

– Siento no poder dar nuevas igualmente lisonjeras a esta señora – añadió el fraile tomando la mano de la joven y estrechándosela entre las suyas. – No puedo decir lo mismo, ni quiero dar esperanzas que no han de verse realizadas. Las circunstancias obligan al tribunal a ser muy severo… ¡Cómo ha de ser! Más padeció Jesucristo por nosotros. Si tiene usted resignación, paciencia cristiana; si purificando su alma sabe desprenderla de las miserias del mundo y elevarla al cielo en este trance de apariencia aflictiva, será más digna de envidia que de lástima.

– ¡Maldita sea la boca que lo dice!

Sarmiento al hablar así, arrastrábase hasta el ángulo opuesto.

– ¿Qué es la vida? – añadió Alelí tomando un tono melifluo. – Nada, un soplo, aire, una ilusión. ¿Qué es el tiempo que contamos en el mundo? Nada, un momento. La vida está allá. ¿Qué importan un sufrimiento pasajero, un dolor instantáneo? Nada, nada, porque después viene el eterno gozar y la plácida eternidad en que se deleitan los justos. Nadie es mejor recibido allá que los que aquí han padecido mucho. Los perseguidos por la justicia son los primeros entre los bienaventurados. Los pecadores que se depuran por el arrepentimiento y el castigo corporal forman en la línea de los inocentes, y todos juntos penetran triunfantes en la morada celestial.

A esta homilía, dicha con arte y sentimiento, siguió largo silencio. El padre Alelí suspiraba. Su mucha práctica en consolar a los reos de muerte no había gastado en él los tesoros de sensibilidad que poseía, antes bien, los había enriquecido más. Estaba sujeto a grandes aflicciones por razón de su oficio y se identificaba tanto con sus penitentes, que decía: «Me han ahorcado ya doscientas veces y tengo sobre mí un par de siglos de presidio».

Después que cobró ánimos, habló así:

– Hoy he visto a esa señora; ¡qué angelical bondad la suya! Está desesperada por no haber podido conseguir cosa alguna en pro de usted. Sin embargo, no cede en su empeño… aún tiene esperanza… Yo, si he de decir la verdad, ya no la tengo.

– Yo tampoco la tengo ni la quiero – dijo Soledad con un arranque de unción religiosa. – Me resigno a mi desgraciada suerte y sólo espero morir en Dios.

Por grandes que sean los bríos de un alma valerosa, la idea del morir y de un morir violento, antinatural y vergonzoso la turba y la acomete con fiera sacudida, prueba clara de que sólo a Dios corresponde matar. Sola derramó algunas lágrimas y el fraile notó que sus heladas manos temblaban. Ya a aquella hora, que era la del medio día, habían aparecido, puntuales en su cuotidiana visita, las claridades advenedizas que se paseaban por el cuarto. A favor de ellas se distinguían bien los tres personajes: el fraile sentado en la silla, todo blanco y puro como un ángel secular que hubiera envejecido, Soledad de rodillas ante él, vestida de negro, mostrando su cara y sus manos de una palidez transparente, D. Patricio echado en el rincón opuesto, con la cara escondida entre los brazos y estos sobre los ladrillos, cada vez más semejante a un tigre enfermo, cuya respiración era calenturiento ronquido.

– Llore usted, llore – dijo el padre Alelí a su penitente, – que así se calma la congoja. Yo también lloro, querida mía, también me lleno de agua la cara, a pesar de estar tan acostumbrado a ver lástimas y dolores. ¿El mundo qué es? barro amasado con lágrimas, ni más ni menos. Lloramos al nacer, lloramos también al morir que es el verdadero nacimiento.

– Padre – dijo la huérfana, – si ve Su Reverencia hoy a esa señora, hágame el favor de manifestarle que le doy gracias de todo corazón por lo que ha hecho por mí, aunque sus buenos deseos hayan sido inútiles. Al mismo tiempo quiero que Su Reverencia le ruegue que me perdone… Su Reverencia no está en antecedentes. Yo cometí el día de mi prisión una grave falta; me dejé arrastrar por la ira, y por la primera vez en mi vida sentí en mi corazón el ardor de una pasión infame, la venganza. No sé cómo fue aquello… Me hizo tanto daño mi propio furor, que me desmayé. Nunca había sentido cosa semejante. Parece que pasó por dentro de mí como un rayo. Verdad es que yo tenía motivos, sí, padre, motivos… Pero no hablemos de eso… Yo ruego a esa señora que me perdone.

– Y yo me comprometo a asegurar a usted que ya está perdonada – replicó el fraile con bondad. – Conozco a la señora y sé que sabe perdonar.

– Su Reverencia podrá decirme si le ocasionarán algún perjuicio a esa señora las palabras que yo dije delante del juez.

– Presumo que no le ocasionarán daño alguno. Esté usted tranquila por ese lado. Creo haber entendido (quizás me equivoque, porque estoy ya un poco lelo), que entre usted y ella hay un resentimiento antiguo. Parece que la señora, en un momento de delirio, porque los tiene, sí, tiene esos momentos de delirio…

– No quisiera que se nombrase eso más – replicó Sola con presteza, extendiendo la mano como para taparle la boca al fraile. – Soy la agraviada, y desde que estoy aquí me he propuesto olvidar ese y otros agravios perdonándolos con todo mi corazón.

– Bien, muy bien. Esa cristiana conducta me gusta más que cien mil rosarios bien rezados.

– ¿Su Reverencia conoce bien lo que pasa en la Comisión Militar? Estoy muy ansiosa por saber si el Sr. Cordero y su hija han sido puestos en libertad.

– Desde ayer, hija, desde ayer están en su casa tan contentos.

– ¡Oh, qué dicha! – exclamó Sola cruzando las manos. – Eso es lo que yo quería… porque son inocentes y estaban presos por un delito que yo cometí. Yo le contaré todo a Su Reverencia. Quiero hacer confesión general.

– A punto estamos – repuso el fraile, acomodando el codo en la mesa y sosteniendo la frente en la mano.

Sola se acercó más, dando principio al solemne acto.

Duró próximamente media hora. El padre Alelí dio su absolución en voz alta y con los ojos cerrados, trazando lentamente la cruz en el aire con su brazo blanco y su mano flaca y delicada. Concluido el latín, dijo en castellano a la penitente:

– Adquisición admirable hará el reino de Dios muy pronto con la entrada de un alma tan hermosa.

Sola, que sentía mucho dolor en las rodillas, se echó hacia atrás sentándose sobre sus propios pies.

En el mismo momento oyose un feroz ronquido y el roce de un cuerpo contra el suelo. La voz cavernosa y terrible de Sarmiento se expresó así:

– ¿Quiere usted marcharse con cien mil docenas de demonios?… ¿Qué cuchichean ahí?

El fraile se levantó y dando dos pasos hacia el punto en donde sonaban las tremendas voces, dijo:

– Su compañera de usted ha confesado. ¿Quiere usted hacer lo mismo?

– ¡Yo!… Por vida de la re-condenada Chilindraina, Sr. D. Majadero, que si no se me quita pronto de delante…

El padre Alelí se tocó la sien con su dedo índice, moviendo la cabeza en señal de lástima.

– ¡Confesar yo!… ¡yo, que soy un volcán de rabia! – añadió el desgraciado tratando de levantarse con fatigosos movimientos que hacían bailar a los ladrillos. – ¡Repito que no hay Dios!… ¡no, no hay Dios! Todo es una mentira. El mundo, la gloria, el destino, fábula y palabrería. Denme un cuchillo, porque me quiero matar, me avergüenzo de vivir… Al primero que se me ponga por delante, le muerdo.