Za darmo

Episodios Nacionales: El terror de 1824

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Esta se dejó llevar. Cuando iban por la oscura galería, la joven huérfana oyó claramente en su oído estas palabras dichas en voz muy baja, como un silbido:

– Señora, no se sofoque usted mucho… se hará un esfuercito por salvarla… Una persona que se interesa por usted… que se interesa, sí… me encarga de advertírselo.

Soledad volviose prontamente y vio unos ojos verdes y grandes del tamaño de huevos. Estos ojos brillaban, reflejando la claridad del farol de los carceleros, en un semblante amojamado y partido en dos por la hendidura sonriente de la prolongada boca, casi vacía. En vez de tranquilizarse, Soledad tuvo miedo.

XIX

El licenciado Lobo, asesor privado del señor Chaperón, tenía su oficina en el ángulo más oscuro y apartado de la planta baja de la Comisión Militar. Cubría el piso la estera más vieja, servíale de escritorio la mesa más rota que contaba entre sus propiedades el Estado, y el pupitre, el tintero, la estantería denotaban con honrosa vejez haber acompañado en toda su larga vida a las antiguas covachuelas. Hasta el retrato de Fernando VII, que decoraba la pared, era el más feo de toda la casa, y comido de polilla, no presentaba a la admiración del espectador más que los ojos y parte del cuerpo. Lo demás era una mancha irregular con grandes brazos al modo de tentáculos. Parecía un gran cefalópodo que estaba contemplando a su víctima antes de chupársela.

En el centro de este mueblaje y encorvado sobre una mesa llena de descoloridos papeles, aparecía el leguleyo, cuya figura encajaba en tal marco como el cernícalo en su nido. La diestra pluma rasgueaba sin cesar cual si fuera absolutamente imprescindible su actividad para la existencia de todo aquello, o como si fuera la clave cabalística de que dependían las imágenes del despacho y del retrato y de los muebles y del licenciado mismo. Cuando la pluma paraba parecía que todo iba a desvanecerse. Si no fuera porque en los ratos de descanso el asesor se ponía a tararear alguna tonadilla trasnochada de las del tiempo de la Briones y de Manolo García, se le hubiera tenido por momia automática o por alma en pena a quien se había impuesto la tarea de escribir mil millones de causas para poderse redimir.

Al día siguiente de la prisión de Sarmiento y cuando aún no había despachado regular porción de su faena de la mañana, una señora se presentó sin anunciarse en el escondrijo del asesor.

– ¡Oh! señora… – exclamó Lobo suspendiendo la escritura. – No esperaba a usted tan tempranito. Hágame usted el obsequio de tomar asiento.

Ya la señora lo había hecho en la única silla que servía para el caso. Era la misma dama a quien vimos en el despacho de Chaperón, guapa si las hay, seductora mujer de cara y cuerpo y apostura, tota totalitate hermosa. Envolvíase en un rico chal blanco que a Lobo le pareció, sobre los lindos hombros y entre los brazos de verde vestidos, como el más gracioso capricho de la nieve entre las plantas de un jardín. Como a los viejos feos se les permite ser galantes, Lobo dijo que la cara de la señora era una rosa con la cual no se había atrevido la nieve, temiendo que una mirada la derritiera.

– Déjese usted de sandeces – dijo ella. – Yo he venido a salir de dudas.

– ¿Respecto a esa jovenzuela que se delató a sí misma?… Confieso que es el primer caso que he visto desde que tengo esta nobilísima pluma en la mano. Usted se interesa por ella…

– Mucho, muchísimo – repuso la dama con pena. – Anoche he tenido una pesadilla… no es la primera vez que sueño con ella… ¿Pues no he dado en soñar que soy verdugo y que la estoy ahorcando?

– es graciosísimo, señora mía, graciosísimo. ¿La conoce usted hace tiempo? ¿De qué procede ese interés tan vivo? Ella no demuestra tenerla a usted grabada en las telas de su corazón. Recordemos cómo declaró haberle entregado una de las cartas. Sin duda quería perderla a usted. ¡Infame víbora! ¡Y usted quiere favorecerla! ¡Oh generosidad inaudita!

– ¡Ella me aborrece!

– Se conoce: sí, porque lo de la carta es una calumnia.

– No es calumnia, no. Recibí la carta – dijo la señora suspirando. – Pero Chaperón me ha dicho que no seré molestada por esa declaración. Mostraré la carta si es preciso. No contiene nada que trascienda a conspirar.

– Todo sea por Dios – dijo Lobo con ademán distraído. – Pues todo se arreglará. Basta que usted se interese por ella, para que Don Francisco sea benigno. Para él no hay más Dios que Calomarde, y como mi señora tiene felizmente todo el favor de nuestro querido Ministro y también el de Quesada…

– No me fío yo mucho del Ministro – dijo la dama nublando su hermoso semblante con las sombras de la duda. – Muy amigo mío era don Víctor Sáez y me prendió en Cádiz, como usted sabe. Aquello duró poco; pero fuí maltratada del modo más grosero. No hay que fiar de las amistades en estos tiempos.

– No, no hay que fiar, señora mía – repuso Lobo riendo y bajando la voz como el que va a decir un secreto peligroso. – ¡Estamos en los tiempos más perros que se han visto desde que hay tiempos, y bregamos con la gente más mala que se ha visto desde que el hombre, esa infame bestia inteligente, apareció sobre la tierra! Empero, usted conseguirá lo que desea. ¿Es cuestión de gratitud? ¿Ha recibido usted favores de esa infeliz o de su familia?

– No, no es eso – repuso la dama, mostrando que la importunaba la curiosidad del hombre de leyes. – Es cuestión de conciencia.

– ¿Debe usted favores a esa desgraciada?

– No, ella me debe a mí un disfavor muy grande. Yo he sido mala, Sr. Lobo… pero no, no soy tan mala como yo misma creo. No faltan voces en mi conciencia… Verdad es que tengo un genio arrebatado, que soy capaz en ciertos momentos… Vamos, lo diré, soy capaz hasta de coger un puñal…

La hermosa dama, moviendo su brazo como para matar, convirtiose por breve momento en una figura trágica de extraordinaria belleza.

– Pero estos furores me pasan – añadió pasándose la mano por los ojos. – Pasan, sí, y como Dios castiga y advierte… Yo he sido mala; pero no he cerrado mis ojos a las advertencias de Dios. No es posible siempre reparar el mal que se ha causado… pero se me presenta ahora la ocasión de hacer un bien y lo he de hacer: quiero sacar de la prisión a esa joven.

– El Sr. D. Francisco…

– No me fío yo del Sr. D. Francisco. Es demasiado amigo de mi esposo para que yo haga caso de sus palabrejas corteses. Usted, usted puede arreglarlo fácilmente.

– ¿Cómo?

– Componiendo la causa de modo que aparezca la reo tan inocente de conspiración como los ángeles del cielo, aunque no sé yo si Chaperón y Calomarde podrán convencerse de que los ángeles no conspiran.

– ¡La causa, señora! – exclamó Lobo sonriendo con malicia.

– Sí, componer la causa, hombre de Dios, poner lo blanco negro y lo negro blanco.

– Pero Sra. D.ª Genara de mis pecados, si aquí no hay causas, ni jurisprudencia, ni ley, ni sentencia, ni testimonio, ni pruebas, ni nada más que el capricho de la Comisión Militar y de la Superintendencia, sometidas, como usted sabe, al capricho más bárbaro aún de los voluntarios realistas. Si todo este fárrago de papeles que usted ve aquí es tan inútil para la suerte de los presos como las piedras de que está empedrada la calle… Si todo esto es vana fórmula; si yo escribo porque me pagan para que escriba; si esto es puramente lo que yo llamo pan de archivo, porque no sirve más que para llenar esa gran boca que está siempre abierta y nunca se sacia… ¡Oh inocencia, oh candor pastoril! No hable usted de causas ni de procedimientos, porque si todo esto (señaló los legajos que en grandes pilas le rodeaban) se escribiera en griego, serviría para lo mismo que en castellano sirve, para nada… ¡Pobres ratones! ¡y es tan inhumana la sala, que manda poner ratoneras para impedirles que se coman esto!

El licenciado después que concluyó de hablar siguió riendo un buen rato.

– Entonces es preciso emprender la conquista de Chaperón.

– Cosa muy fácil, pero facilísima… tenga usted de su parte a Calomarde y a Quesada y échese usted a dormir, señora.

– Es que ahora – repuso la dama muy preocupada, – dicen que apretarán mucho la cuerda y que no perdonarán a nadie.

– Sí, el Gobierno necesita ahora más que nunca demostrar gran celo para perseguir a los liberales. Los voluntarios realistas le acusan de que ahorca poco.

– ¡Qué horror! – exclamó la señora con espanto.

– De que ahorca poco. Pues bien, el Gobierno se verá en el caso de ahorcar mucho.

– ¡Y a esa pobre joven…!

– Esa pobre joven… La verdad es que la causa, como causa de conspiración, es de las que más alto piden un desenlace trágico. Ahora me acuerdo de una circunstancia que favorece mucho su deseo de usted.

– ¿Qué?

– Anoche nos han traído al que figura como cómplice de la tunantuela.

– ¿Sarmiento?… le conozco – dijo la señora desanimándose. – Es un pobre tonto, a quien la Comisión no puede considerar como reo.

– Poquito a poco. La ley está de tal modo redactada, que yo no me atrevería a absolverle. Puesto que la señora quiere que yo dé unos cuantos toques a la causa, se hará. Nada se pierde en ello. Verá usted cómo resulta que el culpable de todo es Sarmiento, y que la joven jamás ha roto un plato.

– Buena idea, si ese infeliz estuviese en su claro juicio; si tuviera responsabilidad…

– Ahí está el quid. Anoche dijo Chaperón que iba a mandarle al Nuncio de Toledo. Puede que persista en esta humanitaria idea. Allá veremos… Ya sabe usted que la cabeza de mi jefe es una berroqueña.

– Lo que sé – dijo la dama en tono humorístico, – es que su jefe de usted es uno de los hombres más brutos que han comido pan en el mundo.

– Señora – repuso Lobo como quien da expansión a un sentimiento contenido por el deber, – yo le aseguro a usted que no come cebada por no dar qué decir. Así anda el Reino en manos de esta gente. Malaventurados los que se ven en la dura necesidad de servirle, como yo, por ejemplo, que pudiendo estar pavoneándome en una sala del Consejo, cual lo piden mis merecimientos y servicios, me hallo reducido a la triste condición en que usted me ve. ¡Ay! señora de mi vida – añadió haciendo pucheros. – Esto me pasa por haber sido una mala cabeza, por haber fluctuado entre los dos partidos sin decidirme por ninguno. Desde la guerra vengo haciendo quiebros como un bailarín sin saber a qué faldón agarrarme. Mis vacilaciones, mi timidez natural, y ¿por qué no decirlo? mi honradez me han traído al estado en que me veo, simple secretario de un Chaperón, yo que llegué a posarme en la sala de Mil y quinientas… ¡Y que no he pasado yo congojas en gracia de Dios!… – al decir esto movía la cabeza como los muñecos que la tienen pegada al cuerpo por una espiral de alambre. – ¡Sin destino y teniendo que mantener esposa, dos suegras y once becerros mamones! Es verdad que Dios se llevó de mi casa a la gente mayor; pero vinieron nietecillos… ¡y qué casorios los de mis hijas!… En fin, señora, me callo, porque si sigo hablando de mis lástimas ha de llorar hasta el tintero. ¡Qué hubiera sido de mí sin la pensión que me dio durante tres años el Sr. de Araceli, y sin el favor de personas generosas como usted y otras a quienes viviré eternamente agradecido!… Pero me callo, positivamente me callo, porque si siguiera hablando…

 

– Una persona de tantas tretas como usted – manifestó Genara poco atenta a las lamentaciones del curial, – puede ingeniarse para que yo vea satisfecho mi deseo. Estoy segura de que no he de quedar descontenta.

– En estos tiempos, señora, ¿quién es el guapo que puede dar una seguridad? ¿No ve usted que todo está sujeto al capricho?

Genara, vagamente distraída, contemplaba el cefalópodo formado por la humedad sobre el retrato del Monarca. De repente sonaron golpes en la puerta y una voz gritó:

– El señor Presidente.

– Con perdón de usted, señora – dijo levantándose. – Ya está ahí ese Judas Iscariote. Tengo que ir al despacho.

El licenciado salió un momento como para curiosear, y al poco rato volvió corriendo con su pasito menudo y vacilante.

– Señora – dijo a su amiga en tono de alarma. – Con Chaperón ha entrado el Sr. Garrote, su digno esposo de usted.

– ¡Jesús, María y José! – exclamó la dama llena de turbación. – Me voy, me voy… ¿Por dónde salgo, Sr. Lobo, de modo que no encuentre…?

– Por aquí, por aquí… – manifestó el curial guiándola fuera de la pieza por oscuros pasillos, donde había alcarrazas de agua, muebles viejos y esteras sin uso. – No es muy bueno el tránsito, pero saldrá usted a la calle de los Autores sin tropezar con bestias cornúpetas mayores ni menores.

– Ya, ya veo la salida… Adiós, gracias, Sr. Lobo. Vaya usted luego por mi casa – dijo la señora recogiéndose la falda para andar más ligera.

Al poner el pie en el callejón, pasaba por delante de ella, tocándola, una figura imponente y majestuosa. Cruzáronse dos exclamaciones de sorpresa.

– ¡Señora!

– ¡Padre Alelí!…

Era un fraile de la Merced, alto, huesudo, muy viejo, de vacilante paso, cuerpo no muy derecho, y una carilla regocijada y con visos de haber sido muy graciosa, la cual resaltaba más sobre el hábito blanco de elegantes pliegues. Apoyábase el caduco varón en un palo, y al andar movía la cabeza, mejor dicho, se le movía la cabeza, cual si su cuello fuera más que cuello una bisagra.

– ¿A dónde va el viejecito? – le dijo la señora con bondad.

– ¿Y usted de dónde viene? Sin duda de interceder por algún desgraciado. ¡Qué excelente corazón!

– Precisamente de eso vengo.

– Pues yo voy a la cárcel, a visitar a los pobres presos. Dicen que han entrado muchos ayer. Voy a verlos. Ya sabe usted que auxilio a los condenados a muerte.

– Pues a mí me ha entrado el antojo de visitar también a los presos.

– ¡Oh! magnánimo espíritu… Vamos, señora… Pero, tate, tate, no mueva usted los piececillos con tanta presteza, que no puedo seguirla. Estoy tan gotoso, señora mía, que cada vez que auxilio a uno de estos infelices, me parece que veo en él a un compañero de viaje.

Después de recorrer medio Madrid con la pausa que la andadura de Su Paternidad exigía, entraron en la cárcel. Al subir por la inmunda escalera, la dama ofreció su brazo al anciano que lo aceptó bondadosamente, diciendo:

– Gracias… Si estos escalones fueran los del cielo, no me costaría más trabajo subirlos… Gracias: se reirán de esta pareja; ¿pero qué nos importa? Yo bendigo este hermoso brazo que se presta a servir de apoyo a la ancianidad.

XX

Chaperón entró en su despacho con las manos a la espalda, los ojos fijos en el suelo, el ceño fruncido, el labio inferior montado sobre su compañero, la tez pálida y muy apretadas las mandíbulas, cuyos tendones se movían bajo la piel como las teclas de un piano. Detrás de él entraron el coronel Garrote (de ejército) y el capitán de voluntarios realistas Francisco Romo, ambos de uniforme. En el despacho aguardaba holgazanamente recostado en un sofá de paja el diestro cortesano de 1815, Bragas de Pipaón.

A tiro de fusil se conocía que el insigne cuadrillero del absolutismo estaba sofocadísimo por causa de reciente disgusto o altercado. ¡Ay de los desgraciados presos! ¡Si los diablillos menores temblaban al ver a su Lucifer, cómo temblarían los reos si le vieran!

Garrote y Romo no se sentaron. También hallábanse agitados.

– No volverá a pasar, yo juro que no volverá a pasar – dijo Chaperón dando una gran patada. – Por vida del Santísimo Sacramento… vaya un pago, vaya un pago que se da a los que lealmente sirven al Trono.

Hubiérase creído que la estera era el Trono, a juzgar por la furia con que la pisoteaba el gran esbirro.

– Todavía – añadió mirando con atónitos ojos a sus amigos – le parece que no hago bastante; que dejo vivir y respirar demasiado a los liberales. ¿Hase visto injusticia semejante? «Señor Chaperón, usted no hace nada, Sr. Chaperón, las conspiraciones crecen y usted no acierta a sofocarlas. Los conspiradores le tiran de la nariz y usted no los ve…». «Pero Sr. Calomarde, ¿me quiere usted decir cómo se persigue a los liberales, a los comuneros, a los milicianos, a los compradores de bienes nacionales, a los clérigos secularizados, a toda la canalla, en fin? ¿Puede hacerse más de lo que yo hago? ¿Cree usted que esa polilla se extirpa en cuatro días?…». Pues que no, y que no, que para arriba y que para abajo, que yo soy tibio, que soy benigno, que dejo hacer, que no tengo ojos de lince, que se me escapan los más gordos, que me trago los camellos y pongo a colar a los mosquitos. Y vaya usted a sacarlos de ahí. Convénzales usted de que no es posible hacer otra cosa, a menos que no salgamos a la calle con una compañía y fusilemos a todo el que pase… Esta misma noche he de procurar ver a Su Majestad y decirle que si encuentra otro que le sirva mejor que yo en este puesto, le coloque en lugar mío. Francisco Chaperón no consentirá otra vez que D. Tadeo Calomarde le llame zanguango.

– No hay que tomarlo tan por la tremenda – dijo Garrote con su natural franqueza, apoyándose en el sable. – Si el Ministro y el Rey se quejan de usted, me parece injusto… ahora si se quejan de la organización que se ha dado a la Comisión Militar, me parece que están acertados.

– Eso, eso es – afirmó Romo sin variar su impasible semblante.

– No lo entiendo – dijo D. Francisco.

– Es muy sencillo. Las Comisiones están organizadas de tal modo que aquí se eternizan las causas. Papeles y más papeles… Los presos se pudren en los calabozos… ¡Demonio de rutina! Para que esto marchara bien, sería preciso que los procedimientos fueran más ejecutivos, enteramente militares, como en un campo de batalla… ¿Me entiende usted?… ¿Se quiere arrancar de cuajo la revolución? Pues no hay más que un medio. – (Al decir esto se puso en el centro de la sala accionando como un jefe que da órdenes perentorias). – A ver, tú, ¿has conspirado contra el Gobierno de Su Majestad? Pues ven acá… Ea, fusilarme a esta buena pieza. A ver, tú: ¿has gritado «viva la Constitución»?… Ven acá, te vamos a apretar el gaznate para que no vuelvas a gritar… Y tú, ¿qué has hecho? ¿compraste bienes del clero? Diez años de presidio… Y nada más. Entonces sí que se acababan pronto las conspiraciones. Juro a usted que no se había de encontrar un revolucionario aunque lo buscaran a siete estados bajo tierra.

Chaperón hundía la barba en el pecho acariciándosela con su derecha mano.

– Lo que dice el amigo Navarro – afirmó Romo, – no tiene vuelta de hoja. Nosotros los voluntarios realistas hemos salvado al Rey. Los franceses no habrían hecho nada sin nosotros. Somos el sostén del Trono, las columnas de la Fe católica. Pues bien, dígase con franqueza, si tenemos las preeminencias que nos corresponden. Los liberales nos insultan y no se les castiga.

Chaperón hizo un brusco movimiento. Iba a responder.

– Quiero decir, que no se les castiga como merecen – añadió el voluntario realista. – En vez de tener absoluta confianza en nosotros, se nos quiere sujetar a reglamentos como los de la Milicia Nacional. Nos miran con desconfianza… ¿y por qué? porque no permitimos que se falte al respeto a Su Majestad y a la Fe católica, porque estamos siempre en primera línea cuando se trata de sofocar una rebelión o de precaverla. Nuestro criterio debiera ser el criterio del Gobierno. ¿Y cuál es nuestro criterio? Pues es ni más ni menos que exterminio absoluto, no perdonar a nadie, cortar toda cabeza que se levante un poco, aplacar todo chillido que sobresalga. ¡Ah! señores, si así se hiciera otro gallo nos cantara. Pero no se hace. Aunque el Sr. Chaperón se enfade, yo repito que hay lenidad, mucha lenidad, que no se castiga a nadie, que las causas se eternizan, que dentro de poco los negros han de reírse en nuestras barbas, que así no se puede estar, que peligra el Trono, la Fe católica… Y no lo digo yo solo, lo dice todo el instituto de voluntarios realistas, a que me glorio de pertenecer… Y estamos trinando, sí, señor Chaperón, trinando porque usted no castiga como debiera castigar.

El hombre oscuro emitió su opinión sin inmutarse, y las palabras salían de su boca como salen de una cárcel los alaridos de dolor sin que el edificio ría ni llore. Tan sólo al fin, cuando más vehemente estaba, viose que amarilleaba más el globo de sus ojos y que sus violados labios se secaban un poco. Después pareció QUE SEGUÍA MASCULLANDO como en él era costumbre, el orujo amargo de que alimentaba su bilis.

– Todo sea por Dios – dijo Chaperón, alzando del suelo los ojos y dando un suspiro. – ¡Y de tantos males tengo yo la culpa!… Ya verán quién es Calleja.

Diciendo esto se encaminó a la mesa. Ya el licenciado Lobo ocupaba en ella su puesto.

– A ver, despachemos esas causas – dijo al leguleyo.

– Aquí tenemos algunas – repuso Lobo poniendo su mano sobre un montón de infamia, – a las que no falta sino que Vuecencia falle.

– A ver, a ver. Con bonito humor me cogen. Vamos a prepararle su trabajo al fiscal.

Lobo tomó el primer legajo y dijo:

– Número 241. Esta es la causa de aquel comunero que propuso establecer la república.

– Horca – dijo Chaperón prontamente y con voz de mando, como un oficial que a las tropas dice «fuego». – Sea condenado a la pena ordinaria de horca.

– Número 242 – añadió Lobo tomando otro legajo. – Causa de Simón Lozano, por irreverencias a una imagen de la Virgen.

– Horca – gruñó Chaperón, cual si se le pudriera la palabra en el cuerpo. – Adelante.

– Número 243. Causa de la mujer y de la hija de Simón Lozano, acusadas de no haber delatado a su marido.

– Diez años de galera.

– Número 244. Causa de Pedro Errazu por expresiones subversivas en estado de embriaguez.

– El estado de embriaguez no vale. ¡Horca! Añada usted que sea descuartizado.

– Número 245. Causa de Gregorio Fernández Retamosa, por haber besado el sitio donde estuvo la lápida de la Constitución.

– Diez años de presidio… no, doce, doce.

– Número 246. Causa de Andrés Rosado por haber exclamado: «¡Muera el Rey!».

– Horca.

– Número 247. Causa del sargento José Rodríguez por haber elogiado la Constitución.

– Horca.

– 248. Causa de su compañero Vicente Ponce de León, por haber permanecido en silencio cuando Rodríguez elogió la Constitución.

– Diez años de presidio y que asista a la ejecución de Rodríguez, llevando al cuello el libro de la Constitución que quemará el verdugo.

– 249. Causa de D. Benigno Cordero y de su hija Elena Cordero por conspiración…

– ¡Alto! – gritó una voz desde el otro extremo de la sala.

 

Era la de Pipaón que se adelantó extendiendo su mano como una divinidad protectora.

– Si es criminal perdonar al culpable, criminal es, criminalísimo, condenar al inocente – dijo con énfasis. – Yo me opongo, y mientras tenga un hálito de vida alzaré mi voz en defensa de la inocencia.

– Vaya, recomendaciones habemos – observó Garrote riendo. – Eso no puede faltar en España. Favorcillo, amistades, empeños… Mientras tengamos eso, no habrá justicia en nuestro país… ¡Recomendación! Yo empezaría por ahorcar esa palabra. Me repugna.

– No se trata aquí de recomendar a un amigo a la generosidad de D. Francisco – dijo el cortesano poniéndose rojo de tanto énfasis. – Es que la inocencia de D. Benigno está ya tan clara como la diáfana luz del día. ¿Le consta a usted que no?

– A mí no me consta nada – repuso Navarro alzando los hombros. – Si no le conozco… Pero me ha llamado la atención una cosa, y es que se han sentenciado en este mismo momento varias causas por desacato, por exclamaciones, por besos, por sacrilegio, sin que hayamos oído una voz que se interese por los reos; pero aparece una causa de conspiración (al decir esto dio una gran palmada) y en seguida vemos venir la recomendación. Si no hay gente más feliz que los conspiradores… Yo no sé cómo se las componen, que siempre encuentran amigos.

– Hablemos claro – dijo el cortesano tragando saliva. – Yo no recomiendo a un conspirador: solamente afirmo que el Sr. Cordero no ha conspirado jamás. ¿No está el Sr. Chaperón convencido de ello? ¿No se ha demostrado que los verdaderos culpables son otros?

– Este es un caso extraño – afirmó D. Francisco. – Cierto es que los Corderos son inocentes.

– Bueno, si hay realmente inocencia, no digo nada – objetó sonriendo Navarro. – Pero es particular que sólo los que conspiran resulten inocentes.

– Sólo los que conspiran – añadió Romo en tono del más perfecto asentimiento.

– ¿Pues qué? – dijo Pipaón con mayor dosis de énfasis y encarándose con el voluntario realista. – ¿No será usted capaz de sostener que nuestro amigo D. Benigno y su hija son inocentes del crimen que les imputó un delator desconocido?

Romo miró a todos uno tras otro impasiblemente. Jamás había su rostro aparecido más frío, más oscuro, de más difícil definición que en aquel instante. Era como un papel blanco, en cuya superficie busca en vano la observación una frase, una línea, un rasgo, un punto.

– Bien conocen todos – dijo con tranquilo tono – mi carácter leal, mi amor a la veracidad. Para mí la verdad está por encima de todos los afectos, hasta de los más sagrados. Soy así y no lo puedo remediar. ¿Por qué me llaman los compañeros, Romo el voluntario de bronce? Porque soy como de bronce, señores; a mí no hay quien me tuerza, ni me doble, ni me funda. ¿Se trata de una cosa que es verdad? Pues verdad y nada más que verdad. (Romo hizo tal gesto con el dedo índice que parecía querer agujerear el suelo). Si mi padre falta y me lo preguntan digo que sí. No significa esto que sea insensible, no. Yo también tengo mis blanduras. Soy de bronce y tengo mi cardenillo… (el hombre duro y lóbrego se conmovía). Yo también sé sentir. Bien saben todos que quiero mucho a D. Benigno Cordero. Bien saben todos que trabajé porque volviera a Madrid. Pues bien, supongamos que me preguntan ahora si creo que D. Benigno Cordero conspiraba: yo responderé… que no lo sé.

Díjolo de tal modo, que dudando afirmaba. Lo que el hombre de bronce llamaba su cardenillo, si para él era un afecto, para los demás podía ser un veneno.

– ¡Que no lo sabe! – exclamó Pipaón con ira. – Por fuerza usted ha perdido el juicio.

– No lo sé – repitió el voluntario mirando al suelo. – Si no lo sé, ¿por qué he de decir que lo sé, faltando a mi conciencia? ¿Qué importan mis afectos ante la verdad? Yo cojo el corazón y lo cierro como se cierra un libro prohibido, y no lo vuelvo a abrir aunque me muera… porque no tengo que fijar los ojos más que en la verdad… y la verdad es antes que nada, y maldito sea el corazón si sirve para apartarnos de la verdad.

– El amigo Romo – dijo Navarro, – nos da un ejemplo de honradez que es muy raro y tendrá muy pocos imitadores.

– Pues yo – afirmó Pipaón subiendo todavía algunos puntos en la escala de su énfasis, – digo que si la verdad está sobre el corazón, la caridad está sobre la verdad… Pero no necesitan los Corderos implorar la caridad sino alegar su derecho, porque son inocentes. Señor D. Francisco Chaperón, ¿no cree usted que son inocentes?

– Yo creo que sí – replicó el Presidente con acento de convicción. – El delito que a ellos se imputaba ha sido cometido por otras personas. Así consta por declaración de los mismos reos. La delación ha sido equivocada.

– ¿Lo ven ustedes? – dijo Bragas rompiéndose las manos una con otra.

– Por lo que veo, el delito no desaparece – indicó Garrote. – Lo que hay es un cambio de delincuente.

– Eso es, una sustitución de delincuente.

– ¿Y se castigará? – preguntó con incredulidad el coronel del ejército de la Fe.

– ¡Bueno fuera que no!… ¿Estamos en Babia?… A fe que tengo hoy humor de blanduras. Siga usted, Lobo.

– Causa de D. Benigno Cordero.

Chaperón meditó un rato. Después, tomando un tonillo de jurisconsulto que emite parecer muy docto, habló así:

– Absolución. Solamente les condeno a dos meses de cárcel, por no haber denunciado las visitas de Seudoquis al piso segundo de su misma casa.

– ¡Qué bobería! – murmuró por lo bajo Pipaón, arqueando las cejas.

– Número 251. Causa de D. Ángel Seudoquis – cantó el licenciado.

– Diez años de prisión y pena de degradación militar, por no haber dado parte a la autoridad de la llegada de su hermano a Madrid… Las cartas que se le han encontrado son amorosas… No hay la menor alusión a las cosas políticas. Adelante.

– Número 252. Causa de Soledad Gil de la Cuadra y de Patricio Sarmiento.

– Es la más rara que se ha conocido en esta Comisión.

– Sí, la más rara – añadió Romo, – porque presenta un caso nunca visto, señores, el caso más admirable de abnegación de que es capaz el espíritu humano. Figúrense ustedes una joven inocente que por salvar a dos personas que le han hecho favores se declara culpable… mentira pura… una mentira sublime, pero mentira al fin.

– Abnegación – indicó Chaperón con cierto aturdimiento. – ¿Qué entendemos nosotros de eso? Cosas del fuero interno, ¿no es verdad, Lobo? Al grano, digo yo, es decir, a los hechos y a la ley. El delito es indudable. La prueba es indudable. Tenemos un reo convicto y confeso. Caiga sobre él la espada inexorable de la justicia, ¿no es verdad, Lobo?

El licenciado no decía nada.

– Pero aparecen ahí dos personas – dijo Navarro.

– Una joven y un viejo tonto. Ella parece la más culpable. Del mentecato de Sarmiento no debemos ocuparnos. Sería gran mengua para este tribunal.

– Si tras de lo desacreditado que está – dijo Navarro con sorna, – da en la flor de soltar a los cuerdos y ajusticiar a los imbéciles…

– Nada, nada. Adelante – manifestó Chaperón con impaciencia. – Despachemos eso.

– Soledad Gil – cantó Lobo.

– Pena ordinaria de horca. Y sea conducido D. Patricio a la casa de locos de Toledo. Esto propondré a la Sala pasado mañana.

Miró a sus amigos con expresión de orgullo semejante a la que debió de tener Salomón después de dictar su célebre fallo.

– Me parece bien – afirmó Garrote.

– Admirablemente – dijo Pipaón, tranquilizado ya respecto a la suerte de sus amigos y fiando en que le sería fácil después librarles de los dos meses de cárcel.

– Y yo digo que habrá no poca ligereza en el tribunal si aprueba eso – insinuó con hosca timidez Romo.

– ¡Ligereza!

– Sí; averígüese bien si la de Gil de la Cuadra es culpable o no.

– Ella misma lo asegura.

– Pues yo la desmentiré, sí señor, la desmentiré.

– Este es un hombre que no duerme si no ve ahorcados a sus amigos.

– Aquí no se trata de amigos – exclamó Romo con cierto calor que se podía tomar por rabia. – Yo no tengo amigos en estas cuestiones; yo no soy amigo de nadie, más que del Rey y de la sacratísima Fe católica. Romo, el voluntario de bronce, no tiene amistades más que con la justicia y con la verdad. Y ya que hablamos del Sr. Cordero, diré que dejé de frecuentar su casa desde que vi en ella ciertas cosas.