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Episodios Nacionales: Cádiz

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XV

– Hoy voy a beber mucho – me dijo el inglés. – Si Dios no hubiese hecho a Jerez, ¡cuán imperfecta sería su obra! ¿En qué día lo hizo? Yo creo que debió de ser en el sétimo, antes del descanso, pues ¿cómo había de descansar tranquilo si antes no rematara su obra?

– Así debió de ser.

– No; me parece que fue en el célebre día, cuando dijo: «Hágase la luz»; porque esto es luz, amigo mío, y quien dice la luz, dice el entendimiento.

– Señó miloro – dijo Poenco acercándose a mi amigo para hablarle con oficioso sigilo; – María de las Nieves está ya loquita por vucencia. Se hizo todo, y ya tiene su pañolón, sus zarcillos y su basquiña. Si no hay nada que resista a ese jociquito rubio; y como vucencia siga aquí, nos vamos a quedar sin donceyas.

– Poenco – dijo lord Gray – déjame en paz con tus doncellas, y lárgate de aquí, si no quieres que te rompa una botella en la cara.

– Pues najencia, me voy. No se enfade mi niño. Yo soy hombre discreto. Pero sabe vucencia que ofrecí dos duros a la tía Higadillos que llevó el pañolón… cétera; cétera.

Lord Gray sacó dos duros y los tiró al suelo sin mirar al tabernero, quien tomándolos, tuvo a bien dejarnos solos.

– Amigo – me dijo el inglés – ya no me queda nada por ver en las negras profundidades del vicio. Todo lo que se ve allá abajo es repugnante. Lo único que vale algo es este vivífico licor, que no engaña jamás, como proceda de buenas cepas. Su generoso fuego, encendiendo llamas de inteligencia en nuestra mente, nos sutiliza, elevándonos sobre la vulgar superficie en que vivimos.

Lord Gray bebía con arte y elegancia, idealizando el vicio como Anacreonte. Yo bebía también, inducido por él, y por primera vez en la vida, sentía aquel afán de adormecimiento, de olvido, de modificación en las ideas, que impulsa en sus incontinencias a los buenos bebedores ingleses.

Resonó un cañonazo en el fondo de la bahía.

– Los franceses arrecian el bombardeo – dije asomándome al ventanillo.

– Y al son de esta música los clérigos y los abogados de las Cortes se ocupan en demoler a España para levantar otra nueva. Están borrachos.

– Me parece que los borrachos son otros, milord.

– Quieren que haya igualdad. Muy bien. Lombrijón y Vejarruco serán ministros.

– Si viene la igualdad y se acaba la religión, ¿quién le impedirá a usted casarse con una española? – dije regresando junto a la mesa.

– Yo quiero que me lo impidan.

– ¿Para qué?

– Para arrancarla de las garras que la sujetan; para romper las barreras que la religión y la nacionalidad ponen entre ella y yo; para reírme en las barbas de doce obispos y de cien nobles finchados, y derribar a puntapiés ocho conventos, y hacer burla de la gloriosa historia de diez y siete siglos, y restablecer el estado primitivo.

Decía esto en plena efervescencia, y no pude menos de reírme de él.

– Hermoso país es España – continuó. – Esa canalla de las Cortes lo va a echar a perder. Huí de Inglaterra para que mis paisanos no me rompieran los oídos con sus chillidos en el Parlamento, con sus pregones del precio del algodón y de la harina, y aquí encontré las mayores delicias, porque no hay fábricas, ni fabricantes panzudos, sino graciosos majos; ni polizontes estirados, sino chusquísimos ladrones y contrabandistas; porque no había boxeadores, sino toreros; porque no hay generales de academia, sino guerrilleros; porque no hay fondas, sino conventos llenos de poesía; y en vez de lores secos y amojamados por la etiqueta, estos nobles que van a las tabernas a emborracharse con las majas; y en vez de filósofos pedantes, frailes pacíficos que no hacen nada; y en vez de amarga cerveza, vino que es fuego y luz, y sobrenatural espíritu…

¡Oh, amigo! Yo debí nacer en España. Si yo hubiese nacido bajo este sol, habría sido guerrillero hoy y mendigo mañana, y fraile al amanecer y torero por la tarde, y majo y sacristán de conventos de monjas, abate y petimetre contrabandista y salteador de caminos… España es el país de la naturaleza desnuda, de las pasiones exageradas, de los sentimientos enérgicos, del bien y el mal sueltos y libres, de los privilegios que traen las luchas, de la guerra continua, del nunca descansar… Amo todas esas fortalezas que ha ido levantando la historia, para tener yo el placer de escalarlas; amo los caracteres tenaces y testarudos para contrariarlos; amo los peligros para acometerlos; amo lo imposible para reírme de la lógica, facilitándolo; amo todo lo que es inaccesible y abrupto en el orden moral, para vencerlo; amo las tempestades todas para lanzarme en ellas, impelido por la curiosidad de ver si salgo sano y salvo de sus mortíferos remolinos; gusto de que me digan «de aquí no pasarás», para contestar «pasaré».

Yo sentía inusitado ardor en mi cabeza, y la sangre se me inflamaba dentro de las venas. Oyendo a lord Gray, sentime inclinado a abatir su estupendo orgullo, y con altanería le dije:

– Pues no, no pasará usted.

– ¡Pues pasaré! – me contestó.

– Yo amo lo recto, lo justo, lo verdadero, y detesto los locos absurdos y las intenciones soberbias. Allí donde veo un orgulloso, le humillo; allí donde veo un ladrón, le mato; allí donde veo un intruso, le arrojo fuera.

– Amigo – me dijo el inglés – me parece que a usted se le van los humos de la manzanilla a la cabeza. Yo le digo como Lombrijón a Vejarruco: «Camaraíta, ¿eso que ha dicho es conmigo?».

– Con usted.

– ¿No somos amigos?

– No: no somos ni podemos ser amigos – exclamé con la exaltación de la embriaguez. – ¡Lord Gray, le odio a usted!

– Otro traguito – dijo el inglés con socarronería. – Hoy está usted bravo. Antes de beber, habló de matar a un hombre.

– Sí, sí… Y ese hombre es usted.

– ¿Por qué he de morir, amigo?

– Porque quiero, lord Gray; ahora mismo. Elija usted sitio y armas.

– ¿Armas? Un vaso de Pero Jiménez.

Me levanté fuera de mí, y así una silla con resolución hostil; pero lord Gray permaneció tan impasible, tan indiferente a mi cólera, y al mismo tiempo tan sereno y risueño, que sentime sin bríos para descargarle el golpe.

– Despacio. Nos batiremos luego – dijo rompiendo a reír con expansiva jovialidad. – Ahora voy a declarar la causa de ese repentino enfado y anhelo de matarme. ¡Pobrecito de mí!

– ¿Cuál es?

– Cuestión de faldas. Una supuesta rivalidad, Sr. D. Gabriel.

– Dígalo usted todo de una vez – exclamé sintiendo que se redoblaba mi coraje.

– Usted está celoso y ofendido, porque supone que le he quitado su dama.

No le contesté.

– Pues no hay nada de eso, amigo mío. – añadió. – Respire usted tranquilo las auras del amor. Me parece haberle oído decir a Poenco que usted anda a caza de esa Mariquilla, que no de las Nieves, sino de los Fuegos debería llamarse. A usted le han dicho que yo… pues, diré como Poenco… «cétera, cétera». Amigo mío, cierto es que me gustaba esa muchacha; pero basta que un camaraíya haya puesto los ojos en ella para que yo no intente seguir adelante. Esto se llama generosidad; no es el primer caso que se encuentra en mi vida. En celebración de paz, acabemos esta botella.

Al frenesí que antes había yo sentido sucedió un entorpecimiento y oscuridad tal de mis facultades intelectuales, que no supe qué responder a lord Gray, ni realmente le respondí nada.

– Pero, amigo mío – prosiguió él, menos afectado que yo por la bebida – hemos sabido que a Mariquilla de las Nieves la corteja… ¡cortejar!, hermosa palabra que no tiene igual en ningún idioma… pues decía que la corteja un guapo de Jerez que se me figura es más afortunado que nosotros. Sin duda a ese es a quien usted quiere matar.

– ¡A ese, a ese! – dije sintiendo que se me despejaban un tanto los aposentos altos.

– Cuente usted conmigo. Currito Báez, que así se llama el jerezano, es un necio presumido y matasiete, que con todo el mundo arma camorra. Deseo tener cuestión con él. Le provocaremos.

– ¡Le provocaremos, sí, señor; le provocaremos!

– Le mataremos delante de toda la gente del bronce, para que vean cómo sucumbe un tonto a manos de un caballero… Pero no sabía que estuviera usted enamorado. ¿Desde cuándo?

– Desde hace mucho, mucho tiempo – respondí viendo cómo daba vueltas la habitación delante de mis ojos. – Éramos niños; ella y yo estábamos abandonados y solos en el mundo. La desgracia nos impelió a compadecernos, y compadeciéndonos, sin saber cómo, nos amamos. Padecimos juntos grandes desventuras, y fiando en Dios y en nuestro amor vencimos inmensos peligros. Llegué a considerarla como indisolublemente unida a mí por superior destino, y mi corazón fortalecido por una fe sin límites, no padeció en mucho tiempo los martirios de celos, desconfianzas, temores ni amorosos sobresaltos.

– Hombre: eso es extraordinario. ¡Y todo por María de las Nieves!…

– Pero todo se acabó, amigo mío. El mundo se me ha caído encima. ¿No lo ve usted, no lo ve usted caer a pedazos sobre mi cabeza? ¿No ve usted estas montañas que me machacan los sesos? Mi cerebro hecho trizas salta en piltrafas mil y salpicando se esparce por las paredes… aquí… allí… más allá. ¿No lo ve usted?

– Ya lo veo… – repuso lord Gray, rematando una botella.

– El mundo se me cayó encima. Se apagó el sol… ¿No lo ve usted, hombre; no advierte las horribles tinieblas que nos rodean? Todo se oscureció, cielo y tierra, y el sol y la luna cayeron, como ascuas de un cigarro… Ella y yo nos separamos: leguas y más leguas, días y días y más días se pusieron entre nosotros; yo alargaba los brazos ansiando tocarla con mis manos; pero mis manos no tocaban sino el vacío. Ella subió y yo me quedé donde estaba. Yo miraba y no veía nada… estaba escondida: ¿dónde?, dirá usted… dentro de mi cerebro. Yo me metía las manos en la cabeza y escarbaba allí dentro; pero no la podía coger. Era una burbuja, una partícula, un átomo bullicioso y movible que me atormentaba en sueños y despierto. Quise olvidarla y no pude. De noche cruzaba los brazos y decía: «aquí la tengo; nadie me la quitará…». Cuando me dijeron que me había olvidado, no lo quería creer. Salí a la calle y todo el mundo se reía de mí. ¡Espantosa noche! Escupí al cielo y lo dejé negro… Me metí la mano en el pecho, saqué el corazón, lo estrujé como una naranja y se lo arrojé a los perros.

 

– ¡Qué inmenso e ideal amor! – exclamó lord Gray. – Y todo eso por Mariquilla de las Nieves… Beba usted esa copa.

– Supe que amaba a otro – añadí sintiendo que mi cerebro despedía una lumbre vagorosa y desparramada, llama de alcohol que trazaba mil figuras en el espacio con sus lenguas azules. – Amaba a otro. Una noche se me apareció. Iba de brazo con su nuevo amante. Pasaron por delante de mí y no me miraron. Yo me levanté y tomando la espada, herí en el vacío, y en el vacío surgió un manantial de sangre. La vi que se llegaba hacia mí pidiéndome perdón. La manga de su vestido tocó mi rostro, y me quemó. ¿Ve usted la quemadura, la ve usted?

– Sí, la veo, la veo. ¡Y todo por María de las Nieves!… Hombre es gracioso. A ver a qué sabe este Montilla.

– Yo quiero matar a ese hombre, o que él me mate a mí.

– No, a él, a él. ¡Pobre Currito Báez!

– Le mataré, le mataré, sí – exclamaba yo con furor, poniendo mi puño cerrado en el pecho de lord Gray. – ¿No siente usted cómo baila el mundo bajo nuestros pies? El mar entra por esa ventana. Ahoguémonos juntos y todo se concluirá.

– ¿Ahogarme? No – dijo el inglés. – Yo también amo.

A pesar de mi lastimoso estado intelectual presté atención vivísima a sus palabras.

– Yo también amo – prosiguió. – Mi amor es secreto, misterioso y oculto, como las perlas, que además de estar dentro de una concha están en el fondo del mar. No tengo celos de nadie, porque su corazón es todo mío. No tengo celos más que de la publicidad; odio de muerte a todo el que descubra y propale mi secreto. Antes me arrancaré la lengua que pronunciar su nombre delante de otra persona. Su nombre, su casa, su familia, todo es misterioso. Yo me deslizo en la oscuridad, en oscuridad profunda que no proyecte sobra alguna, y abro mis brazos para recibirla, y los oscuros cuerpos se confunden en el negro espacio. Bullen átomos de luz, como estos que ahora nos rodean, y en las puntas de nuestros cabellos palpita con galvánica fuerza, embriagadora sensibilidad. ¿No percibe usted estas ondas que vienen del cielo, no siente usted cómo se abre la tierra y despide cien mil vidas nuevas, creadas en esta corola donde estamos, y en cuyos bordes nos movemos a impulso de la suave y embalsamada brisa?

– ¡Sí, lo veo, lo veo! – respondí llevando el vaso a mis labios.

– Amigo mío, Dios hizo perfectamente al amasar este barro del mundo. Habría sido lástima que no lo hiciera. La materia vivificada por el amor es sin duda lo mejor que existe después del espíritu. Yo adoro el universo lleno de luz, pintado con lindos colores, sombreado por amorosas opacidades que cubren el discreto amor; yo adoro la naturaleza que todo lo hizo hermoso, y detesto a los hombres corruptores del elemento donde habitan, como ensucian los sapos la laguna. Mi alma se arroja fuera de este lodazal y busca los aires puros; huye de las infectas madrigueras de la civilización, abiertas en fango pestilente y se baña en los rayos de oro que cruzan los espacios.

Olvidaba decir a usted que para hacer más encantadora mi aventura, la historia, es decir, diez y siete siglos de guerras, de tratados de privilegios, de tiranía, de fanatismo religioso, se oponen a que sea mía. Necesito demoler las torres del orgullo, abatir los alcázares del fanatismo, burlarme de la fatuidad de cien familias que cifran su orgullo en descender de un rey asesino, D. Enrique II, y de una reina liviana, doña Urraca de Castilla; apalear cien frailes, azotar cien dueñas, profanar la casa llena de pintarreados blasones, y hasta el mismo templo lleno de sepulcros, si la refugian en él.

– ¿La va usted a robar, milord? – pregunté en un instante de rápida lucidez.

– Sí; la robaré y me la llevaré a Malta, donde tengo un palacio. He pedido un barco a Inglaterra.

Sentí súbito estremecimiento, como si mi conturbada naturaleza hiciera un esfuerzo colosal para recobrar su perdido aliento.

– Lord Gray – dije – somos amigos. Soy discreto. Yo le ayudaré a usted en esa empresa, que no será fácil por desgracia.

– No lo será… veremos – repuso exaltado después de beber con ardiente anhelo. – Yo le ayudaré a usted a matar a Currito Báez.

– Sí, le mataré; así tuviera mil vidas. Pero permítame usted que le pague su auxilio, ofreciéndole el mío para robar a esa mujer, y burlarnos de diez y siete siglos de guerras, de tratados, de privilegios, de fanatismo, de religión, de tiranía.

– Bien, amigo Gabriel; venga esa mano. ¡Viva lo imposible! El placer de acometerlo es el único placer real.

– Yo quisiera estar en los secretos de usted, milord.

– Lo estará usted.

– Yo mataré a mi hombre.

– Y pronto. Venga esa mano.

– Ahí va.

– Ahora bajemos – dijo lord Gray en el apogeo de su delirio.

– ¿A dónde?

– Al mundo.

– El mundo se ha hecho pedazos, no existe – dije yo.

– Lo compondremos. Una vez se me rompió en mil pedazos un vaso etrusco que compré en Nápoles. Yo recogí los trozos uno a uno y los pegué perfectamente… ¡Oh, amada mía! ¿Dónde estás que no te veo? Este perfume de flores, esta música me anuncian que no estás lejos. Sr. de Araceli, ¿no la oye usted?

– Sí, una música encantadora – respondí, y era verdad que creí oírla.

– Ella viene envuelta en la nube que la rodea.¿No advierte usted la deslumbradora claridad que entra en la pieza?

– Sí, la veo.

– Mi amada viene, Sr. de Araceli; ya entra; aquí está.

Miré a la puerta y la vi; era ella misma, rodeada de una luz dorada y pálida como la manzanilla y el Jerez que habíamos bebido. Quise levantarme; pero mi cuerpo se hizo de plomo, mi cabeza pesó más que una montaña y cayó entre mis brazos sobre la mesa, perdiendo de súbito toda noción de existencia.

XVI

Al recobrarla lenta y oscura, la voz del señor Poenco fue el accidente que me dio a conocer que había mundo. Lord Gray había desaparecido. Reconocime y me encontré estúpido; pero la vergüenza, motivada por el recuerdo de mi envilecimiento, vino más tarde. ¡Y qué vergüenza aquella, señores! Mucho tiempo tardé en perdonarme.

Pero echemos un velo, como dicen los historiadores, sobre el infausto suceso de mi embriaguez, y sigamos el cuento.

Desde tal día, el servicio en la Cortadura y en Matagorda me entretuvo algún tiempo, y no me fueron posibles aquellas visitas, ya tristísimas, ya alegres, que hacía a Cádiz; pero al fin, como el asedio no era penoso, disfruté de algún vagar, y un día púseme en camino de la calle Ancha, con intento de resolver allí qué dirección tomar.

En tiempos normales era la calle Ancha el sitio donde se reunía la caterva de mentirosos, desocupados, noveleros y toda la gente curiosa, alegre y holgazana. Allí iban también de paseo a la hora de medio día en invierno y por las tardes en verano las damas a la moda y los petimetres, abates y enamorados, ocurriendo con estos mil lances y escenas de que nos ha dejado retrato muy vivo D. Juan del Castillo en sus sainetes urbanos, no menos graciosos y verdaderos que los populares y consagrados a la majeza.

Pero en 1811, y después que las Cortes se trasladaron a Cádiz, la calle Ancha, además de un paseo público, era, si se me permite el símil, el corazón de España. Allí se conocían, antes que en ninguna parte, los sucesos de la guerra, las batallas ganadas o perdidas, los proyectos legislativos, los decretos del gobierno legítimo y las disposiciones del intruso, la política toda, desde la más grande a la más menuda, y lo que después se ha llamado chismes políticos, marejada política, mar de fondo y cabildeos. Conocíanse asimismo los cambios de empleados y el movimiento de aquella administración que, con su enorme balumba de consejos, secretarías, contadurías, real sello, juntas superiores, superintendencias, real giro, real estampilla, renovación de vales, medios, arbitrios, etc., se refugió en Cádiz después de la invasión de las Andalucías. Cádiz reventaba de oficinas y estaba atestada de legajos.

Además, la calle Ancha obtenía la primacía en la edición y propaganda de los diferentes impresos y manuscritos con que entonces se apacentaba la opinión pública; y lo mismo las rencillas de los literatos que las discordias de los políticos, lo mismo los epigramas que las diatribas, que los vejámenes, que las caricaturas, allí salieron por primera vez a la copiosa luz de la publicidad. En la calle Ancha se recitaban, pasando de boca en boca, los malignos versos de Arriaza, y las biliosas diatribas de Capmany contra Quintana.

Allí aparecieron, arrebatados de una mano a otra mano, los primeros números de aquellos periodiquitos tan inocentes, mariposillas nacidas al tibio calor de la libertad de la imprenta, en su crepúsculo matutino; aquellos periodiquitos que se llamaron El Revisor Político, El Telégrafo Americano, El Conciso, La Gaceta de la Regencia, El Robespierre Español, El Amigo de las Leyes, El Censor General, El Diario de la Tarde, La Abeja Española, El Duende de los Cafés y El Procurador general de la Nación y del Rey; algunos, absolutistas y enemigos de las reformas; los más, liberales y defensores de las nuevas leyes.

Allí se trabaron las primeras disputas de las cuales hicieron luego escandalosa síntesis los autores respectivamente de los dos célebres libros Diccionario manual y Diccionario crítico-burlesco, ambos signo claro de la gran reyerta y cachetina que en el resto de siglo se había de armar entre los dos fanatismos que ha tiempo vienen luchando y lucharán por largo espacio todavía.

En la calle Ancha, en suma, se congregaba todo el patriotismo con todo el fanatismo de los tiempos; allí, la inocencia de aquella edad; allí, su bullicioso deseo de novedades; allí, la voluble petulancia española con el heroico espíritu, la franqueza, el donaire, la fanfarronada, y también la virtud modesta y callada. Tenía la calle Ancha mucho de lo que llamamos Salón de conferencias, de lo que hoy es Bolsa, Bolsín, Ateneo, Círculo, Tertulia, y era también un club.

Cualquiera que entonces entrase en ella por las calles de la Verónica o Novena y la atravesase en dirección a la plaza de San Antonio, habríase creído transportado a la capital de un pueblo en pleno goce del más acabado bienestar y aun de la paz más completa, si no mostrara otra cosa la multitud de uniformes militares, tan varios como alegres, que abundantemente se veían. Gastaban las damas gaditanas ostentoso lujo, no sólo por hacer alarde de tranquilidad ante las amenazas de los franceses, sino porque era Cádiz entonces ciudad de gran riqueza, guardadora de los tesoros de ambas Indias. Casi todos los petimetres y la juventud florida en masa, lo mismo de la aristocracia que del alto comercio, se habían instalado en los diferentes cuerpos de voluntarios que en Febrero de 1810 se formaron; y como en tales cuerpos ha dominado siempre, por lo común, la vanidad de lucir uniformes y arreos de gran golpe de vista, aquello fue una bendición de Dios para el lucimiento de sastres y costureras, y los milicianos de Cádiz estaban que ni pintados.

Debo advertir que se portaron bien y con verdadero espíritu militar en todo lo muy difícil y arriesgado que durante el sitio se les confió; pero su principal triunfo estaba en la calle Ancha entre muchachas solteras, casadas y viuditas.

Llamábanse unos los guacamayos, por haber elegido el color grana para su uniforme, y estos formaban cuatro batallones de línea. Menos vistoso y deslumbrador era el vestido de los dos batallones de ligeros, a quienes llamaron cananeos, por usar cananas en vez de cartucheras. Otros, por haber aplicado profusamente a sus personas el color verde, fueron designados con el nombre de lechuguinos, si bien hay quien atribuye este apodo a la circunstancia de pertenecer los tales lechuguinos a los barrios de Puerta de Tierra y extramuros, donde se crían lechugas. Con los mozos de cuerda y trabajadores formose un regimiento de artillería, y como eligieran para decorarse el morado, el rojo y el verde, en episcopal combinación, fueron llamados los obispos, y no hubo quien les quitara el nombre durante todo el transcurso de la guerra. Otros, que militaron en la infantería, y eran modestísimos en estatura y traje, fueron designados con el mote de perejiles, y a las personas graves que habían formado una milicia urbana y exornádose con un levitón negro y cuello encarnado, se les tituló los pavos. Todos llevaban nombre contrahecho, y hasta el cuerpo que se formó con los desertores polacos, no pudo llamarse nunca de los polacos, sino de las polacras.

 

Todo este inmenso, variado y pintoresco personal de guacamayos, cananeos, obispos, perejiles y pavos discurría por la calle Ancha y plaza de San Antonio, llamada entonces Golfo de las damas, en las horas que dejaba libres el servicio, menos penoso y arriesgado allí que en Zaragoza. Formaban los variados uniformes, a los cuales se añadían los nuestros y los de los ingleses, la más animada y alegre mescolanza que puede ofrecerse a la vista; y como las señoras no llevaban sus guardapiés y faldellinas de luto, sino por el contrario, de los más brillantes rasos blancos, amarillos o rosa, con mantillas quier blancas, quier negras, y cintas emblemáticas, y cucardas patrióticas a falta de flores, júzguese de cuán bonita sería aquella calle Ancha, la cual, como calle, y aun desierta y abandonada por el alegre gentío, es, con sólo el adorno de sus lindas casas, de sus balcones siempre pintados y de sus mil vidrios, lo más bonito que existe en ciudades del Mediodía.

Desde que llegué hube de encontrar muchos amigos, y comenzó el preguntar y el responder, de esta manera:

– ¿Qué dice hoy El Diario Mercantil?

– Llama ladrones a todos los amigos de las reformas, y dice que llegará día en que el obispo de Orense ponga un grillete al pie a los pícaros que le encausaron por no querer jurar.

– Pues para ser enemigo de la libertad de la imprenta, El Diario Mercantil no se muerde la lengua.

– ¡Pero qué bien le contesta hoy El Conciso! Le dice que los matacandelas de toda luz de la razón, no quisieran que alumbrase al mundo más luz que la de las hogueras inquisitoriales.

– Peor les trata El Robespierre Español, que dice: «El antiguo edificio romanesco-gótico-moruno de las preocupaciones caerá, y quedaranse a la luna de Valencia tanto vampiro, cárabo y lechuzo como…

Lámparas mata y el aceite chupa».

– Pero veamos qué dice El Concisín.

Y sacaron un diminuto papel, húmedo aún como recién salido de la prensa, el cual era una especie de suplemento, hijuela y lugarteniente de El Conciso grande, y en su lenguaje figuraba un niño que venía a contarle a su papá lo que ocurría por las Cortes.

– El Concisín dice: «Después del Sr. Argüelles, que habló con tanta elocuencia como de costumbre, antojósele a Ostolaza dar al viento el repiqueteo de su voz clueca y becerril, y entre las risas de las tribunas y el alborozo del paraíso, defendió a los uñilargos y pancirrellenos que viven del arca-boba de la Iglesia».

– Hombre, los trata con demasiada benevolencia.

– Ellos nos llaman a nosotros herejotes y calabazones.

– Si no se puede sufrir a esa canalla. Hay que poner una horca en el Golfo de las Damas para colgar serviles, empezando por los de capilla y acabando por los de faldón.

– Deje usted que nos sacudamos a Soult, y los cananeos dejaremos a España como una balsa de aceite. ¿Y qué se sabe del lord?

– Va sobre Badajoz.

– Massena viene en retirada desde Portugal.

– Los franceses han abandonado a Campomayor.

– Pronto se unirá Castaños a Wellington.

– Señora doña Flora de Cisniega, tenga usted felices días.

– Felices, señores guacamayos. Lord Gray, felices, y usted, Sr. de Araceli, téngalos muy buenos, aunque no sea sino por lo caro que se vende.

Al mismo tiempo que doña Flora, se presentó ante mí lord Gray. Hablome la dama con cierto sonsonete reprensivo que me hizo mucha gracia. Recibía al mismo tiempo plácemes y finezas de todos los del corrillo, y cortesía va, cortesía viene, la rodeamos llevándola calle adelante como en procesión, con cola de cortesanos.

– Señores – dijo doña Flora – la libertad de la imprenta es cosa que ha de darnos muchas jaquecas. ¿No han visto ustedes cómo se atreve El Revisor Político a ocuparse de mis tertulias, y de si van o no van a ellas filósofos y jacobinos? ¿Pues acaso entra en mi casa persona que no sea digna del mayor respeto? No se han atrevido esos pícaros diaristas a nombrarme, pero harto se conoce a quién va dirigido el dardo.

– Señora – dijo un guacamayo – la libertad de la imprenta, según dijo Argüelles en las Cortes, allí donde tiene el veneno tiene también la triaca. Pues ellos andan con alusioncitas, devolvámoselas, y no pequeñas como nueces, sino gordas como calabazas, y no rellenas de plomo frío cual las bombas de Villantroys, sino de fuego y metralla cual las nuestras.

– ¿Qué quiere decir eso, amiguito?

– Que a nuestra disposición tenemos El Robespierre Español, El Duende de los Cafés y al pícaro Concisín que se encargarán de poner cual no digan dueñas a los apaga-candelas.

– La alusión, señora doña Flora – dijo un obispo – ha salido sin duda de la tertulia de Paquita Larrea, la esposa del Sr. Böhl de Faber.

– ¿Qué más que escribir una sátira de la tal tertulia con mucha sal y pimienta, retratando a todos los que van a ella, y mandarla al Robespierre para que la estampe? – añadió un pavo.

– No quiero que se diga que la sátira se ha fraguado en mi casa – dijo doña Flora. – En paz con todo el mudo es mi mote, y si a mis tertulias van tantas personas honradas y discretas es por pasar el tiempo cultamente, y no para enredos e intriguillas.

– Es preciso defender la libertad hasta en las tertulias – dijo un obispo, o un lechuguino, que esto no lo recuerdo bien.

– En las trincheras es mejor – repuso doña Flora. – No quiero reñir con Paquita Larrea, que si ella recibe a los Valientes, Ostolazas, Teneyros, a los Morros y Borrulles, yo tengo el gusto de que vayan a mi casa los Argüelles, Torenos y Quintanas, y no porque los haya escogido en el haz de los que llaman liberales, sino porque casualmente concordaron en ideas.

– No nos prive usted del placer de hacer una letrilla al menos en honor de los tertulios de la Larrea – dijo un perejil.

– No, señor perejil – repuso ella – reprima usted sus bríos liberales, que ya voy viendo que la dichosa libertad de la imprenta es un azote de Dios, y un castigo de nuestros pecados, como dice el Sr. D. Pedro del Congosto.

Debo indicar, que doña Francisca Larrea, esposa del entendido y digno alemán Böhl de Faber, era mujer de mucho entendimiento, escritora, lo mismo que su marido a quien eran muy familiares los primores de la lengua castellana. De este matrimonio, nació Eliseo Böhl, a quien debemos las mejores y más bellas pinturas de las costumbres de Andalucía, novelista sin igual y de fama tan grande como merecida dentro y fuera de España.

Luego que la nube de guacamayos, cananeos y demás tropa voluntaria descargó el nublado de sus adulaciones y cortesías, doña Flora, aprovechando un claro de la conversación, me dijo:

– ¡Muy bien, Sr. D. Gabriel! Días y más días sin pasar por casa. Después de aquella tremenda y borrascosa escena con D. Pedro, pocas veces has ido por allá. Y no quedó poco comprometido mi honor…

– Señora, francamente, temo que el señor D. Pedro me ensarte con su gran espadón, porque de que está celoso como un turco no me queda duda alguna. Su señoría el gran cruzado, va a tomar una venganza terrible por el grandísimo agravio que le he hecho.

Conté a lord Gray en breves palabras lo ocurrido.

– No temas nada – dijo doña Flora. – Ahora te agradeceré que vayas a casa a llevar a la señora condesa un recadito que me importa mucho.

– Con mil amores. ¿Pero está allí D. Pedro?

– ¡Qué ha de estar!

– Respiro.

– Pues bien. Vas a casa al momento, y dices a Amaranta, que si quiere ver a Inés y aun hablarla, vaya a las Cortes. Ella tiene cédula para la tribuna.

– ¿Qué dice usted? – exclamé con asombro. – ¿Que Inés está en las Cortes?

– Sí, se han plantado en San Felipe las tres niñas beatas. ¿Qué te parece? Hace un rato volvía yo de la secretaría de Consolidación y Contaduría general, en la plazuela de San Agustín, y me las encontré con D. Paco. Díjome el buen preceptor, que las pobrecitas hacía dos semanas que estaban suplicando a la señora doña María que las dejase salir a dar un paseíllo por la muralla; y por último parece que los muchos ruegos y continuas lamentaciones ablandaron la roca de las terquedades de la condesa, que permitió a sus tres cautivas esparcirse un poco en el día de hoy, durante hora y media. Bajo la tutela de D. Paco, en quien tiene confianza sin límites la señora, dejolas esta salir, después de vestirlas a lo monjil en tales modos, que parece van pidiendo para la Archicofradía de los Clavos y Sagradas Espinas de Hermanas Siervitas con voto de pobreza.