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Episodios Nacionales: Cádiz

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Despedime de Amaranta y su amiga, prometiendo visitarlas al día siguiente, como en efecto lo hice. En un café de Cádiz juntóseme D. Diego, quien al punto renovó sus promesas de llevarme a la casa materna, en lo cual le di tanta prisa, que fijamos para el próximo día la visita. También hice una a lord Gray, al cual hallé sin variación alguna, y como le dijese que yo pensaba ir a casa de doña María, se sorprendió, asegurándome después que él iba todas las noches.

Cuando llegó el anochecer del día indicado, fuimos Rumblar y yo, previa repetición de las advertencias que el caso requería.

– Ten mucho cuidado – me dijo – de fingirte mojigato, si no quieres que te echen a la calle. Mis hermanas, a quien dije que estabas aquí, desean que vayas; pero no te la eches de galante con ellas. Mucho cuidado con aludir a mis salidas de noche, porque lo hago a escondidas de mi señora mamá. A los señores que veas allí, trátales cual si fueran lumbreras de la patria y prodigios de talento y virtudes. En fin, confío en tu buen sentido.

Llegamos a la casa, que estaba en la calle de la Amargura y era de hermosa apariencia. Vivía en el piso alto la de Leiva y en el principal la de Rumblar, quien por el reciente reumatismo de su ilustre parienta, ejercía el cargo de jefe y director supremo de la familia con toda la extensión propia de su carácter. Al entrar y subir detúvonos un lejano y solemne rumor de rezos, y D. Diego dijo:

– Aguardemos aquí; que están rezando el rosario con Ostolaza, Tenreyro y D. Paco. A este ya le conoces. Los otros son diputados, que vienen aquí todas las noches.

Mientras aguardábamos observé la casa, que era alegre y bonita como todas las de Cádiz. Espaciosas vidrieras cerraban el corredor por el patio, y en las paredes no se veía un palmo de superficie desocupado de cuadros al óleo, representando asuntos diversos, y confundidos los religiosos con los profanos. Al fin, concluido el rezo, tuve el honor de entrar en la sala, donde estaba doña María con sus dos niñas, D. Paco y tres caballeros más que yo no conocía. Recibiome la de Rumblar con cierta cortesanía ceremoniosa y un tanto finchada, pero afablemente y mostrándome benevolencia de alto a bajo, es decir, entre generosa y compasiva. Las niñas, observando el ritual a que estaban acostumbradas, me hicieron una reverencia, sin desplegar los labios; D. Paco, tan pedante en Cádiz como en Bailén, hízome grandilocuentes cumplidos y los demás personajes miráronme con recelosa prevención, sin mostrarme urbanidad más que con algunas rígidas inclinaciones de cabeza.

– Has llegado tarde al rosario – dijo doña María a D. Diego después que me indicó un asiento.

– ¿Pero no dije a usted – respondió el joven – que lo rezaba esta tarde en el Carmen Calzado? De allí vengo ahora, junto con Gabriel, que volvía de confesarse con el padre Pedro Advíncula.

– ¡Qué excelente sujeto es el padre Pedro Advíncula! – me dijo en tono sumamente ponderativo doña María.

– No existe otro en toda la redondez de Cádiz – respondí – con especialidad para lo tocante al confesonario. ¿Pues y en el púlpito? ¿Y quién le echará la zancadilla a cantar una epístola?

– Es verdad.

– A mí me cautiva oírle cantar la epístola – repitió D. Diego.

– Yo celebro mucho – me dijo doña María – los grandes adelantamientos que ha hecho usted en su carrera.

Me incliné ante la matrona con el mayor respeto.

– Toda persona de rectitud y caballerosidad, atenta al buen servicio de la religión y del rey – continuó – no puede menos de encontrar premio a su trabajo. Yo sentí mucho que mi hijo no siguiese en el ejército algún tiempo más…

– Harto trabajamos Gabriel y yo junto al puente de Herrumblar – dijo D. Diego. – Verdaderamente, señora madre, si no es por nosotros… Ello fue que hicimos un movimiento con nuestro escuadrón en tales términos que… ¿te acuerdas, Gabriel? Francamente, si no es por nosotros…

– Calla, vanidoso – dijo doña María. – Más ha hecho el señor que tú y no se alaba de ello. La propia alabanza es cosa ruin e indigna de personas bien nacidas. ¿Estará mucho en Cádiz el Sr. D. Gabriel?

– Hasta que concluya el sitio, señora. Después pienso dejar las armas y seguir en mi ardiente vocación, que me impele a la carrera de la Iglesia.

– Alabo mucho su resolución, y esclarecidos santos tiene el cielo, que primero fueron valientes soldados, como San Ignacio de Loyola, San Sebastián, San Fernando, San Luis y otros.

– ¿Ha estudiado usted teología? – me preguntó un señor de los presentes.

– Mi maleta de campaña no contiene más que libros de teología, y desde que tengo un rato de vagar, entre batalla y batalla, me harto de leer una materia que es para mí más grata que las mejores novelas. Las tristes horas de la guardia me dan espacio y tiempo para mis meditaciones.

– Asunción, Presentación – dijo doña María con entusiasmo, – aquí tenéis un ejemplo que debe sorprenderos y admiraros.

Asunción y Presentación, al oír que yo era una especie de santo, me contemplaron con admiradas. Yo las miré también. Estaban tan bonitas, más bonitas que en Bailén; pero oprimidas bajo la exagerada pesadumbre de la autoridad materna, sus hermosos ojos estaban llenos de tristeza. Sin que su madre lo advirtiera, dijéronse algunas palabras por lo bajo.

– ¿Y qué nuevas nos trae usted de la Isla? – me preguntó doña María.

– Señora, ayer se inauguró esa jaula de locos. Ya sabrá usted que el señor obispo de Orense se ha negado, con pretexto de enfermedad, a jurar ante las Cortes.

– Y ha hecho perfectamente. En verdad no se concibe que haya gente tan loca… Antes del rosario nos explicaba el Sr. Ostolaza lo que entienden ellos por la soberanía de la nación, y nos hemos horripilado. ¿Verdad, niñas?

– ¡Dios nos tenga en su mano! – exclamé yo. – Y ahora se susurra que nos van a dar lo que llaman libertad de la imprenta, que consiste en permitir a cada uno escribir todas las maldades que quiera.

– Y luego hablan de vencer al francés.

– Los excesos de nuestros políticos – dijo Ostolaza – excederán con mucho a los de la revolución francesa. Acuérdese usted de lo que le digo.

Observé entonces a aquel hombre, el mismo que tanto figuró después en la camarilla del rey, durante la segunda época constitucional, y puedo decir que era grueso, de cara redonda, coloradota y reluciente, mirar provocativo, hablar chillón y ademanes desembarazados y casi siempre descompuestos. Junto a él estaba el llamado Teneyro, diputado también, cura de Algeciras, hombre con pretensiones y fama de gracioso, aunque más que a la agudeza de los conceptos, debía esta al ceceo con que hablaba; de cuerpo mezquino, de ideas estrafalarias, tan pronto demagogo furibundo, como absolutista rabioso; sin instrucción, sin principios ni más conocimientos que los del toque del órgano, cuyo arte medianamente poseía. El tercero, D. Pablo Valiente, no era ridículo, ni en el trato ordinario se distinguía por cosa alguna chocante, en maneras o en lenguaje.

Contestando a Ostolaza, dije yo con el acento más grave que me era posible:

– ¡El cielo se apiade de nuestra infortunada nación, y nos traiga pronto a nuestro amado monarca D. Fernando el VII!

El nombre del soberano lo acompañé de una reverencia tan exagerada que casi hube de besarme las rodillas.

– Pues se dice por ahí – indicó Teneyro – que van a procesar al obispo de Orense.

– No se atreverán a ello – repuso Valiente, sacando su caja de tabaco y ofreciendo del oloroso polvo a los circunstantes.

– ¿A qué no se atreverá, señores… señores, a qué no se atreverá esta desalmada grey de filósofos y ateístas? – exclamé yo mirando al techo.

– Señor oficial – me dijo doña María, – es indudable que ustedes los militares tienen la culpa de que los cortesanos… así los llamo yo… estén tan ensoberbecidos. Dicen que la Regencia tanteó a la tropa para dar un golpe, pero la tropa no quiso ponerse de su parte.

– La tropa – dijo Ostolaza – ha cometido la falta de inclinarse al populacho.

– Lo que no se ha hecho, señores – dije yo con profético tono – se hará.

Y repetí varias veces, mirando a todos lados, el enérgico «se hará».

– Si todos fueran como tú, Gabriel – me dijo don Diego – pronto acabarían las picardías que estamos viendo.

– ¿Durarán las Cortes hasta el mes que viene, señor de Valiente? – preguntó la de Rumblar.

– Durarán algo más, señora. A no ser que los franceses envalentonados con nuestras discordias, entren en Cádiz, y hagan con todos los que aquí estamos un picadillo. Yo he dicho que la soberanía de la nación por un lado y la libertad de la imprenta por otro, son dos obuses cargados de horrorosos proyectiles que nos harán más daño que los que ha inventado Villantroys.

– Caballero – dije yo afeminadamente, – esa comparacioncita es exacta y procuraré retenerla en la memoria.

– Deploro tantos errores – dijo la dueña de la casa. – Pero aquí, Sr. D. Gabriel, no tomamos a pecho la política, y los que en casa se reúnen no hacen más que departir discretamente sobre el mal gobierno y los filosofastros. Yo no me ocupo más que del matrimonio de mi querido hijo, que se efectuará en breve, y de completar la educación religiosa de mi hija – señaló a Asunción – que debe entrar muy pronto en un convento de Recoletas, siguiendo su decidida e inquebrantable inclinación. Ocupaciones son estas que llenan alegremente mi cansada vida, y a las que me consagro con el mayor celo.

Asunción había bajado los ojos, y Presentación me miraba, queriendo leer en mi cara el efecto que me producían las palabras de su mamá.

– ¿Enviasteis recado a Inés? – preguntó doña María. – Diego, tu futura esposa estará sin duda enojada contigo, por tu mal comportamiento y desaplicación. Necesario es que varíes de conducta. Ahora, cuando baje, puedes manifestarle con palabras tiernas tu propósito de no ofenderla más, como lo has hecho saliendo a la calle por las tardes en la hora que tengo dispuesto hables con ella y le recites alguna fábula bonita o poesía instructiva. Yo, señor D. Gabriel – y se dirigió a mí de nuevo, – no gusto de tiranizar a la juventud. Conozco que es preciso ser tolerante con los muchachos, sobre todo cuando llegan a cierta edad, y sé muy bien que los tiempos presentes exigen algo más de holgura que los pasados en los lazos que atan a los jóvenes con sus familias.

 

Con estos principios, permito a mi nuera que baje a la tertulia y platique con personas finas y juiciosas sobre asuntos profanos, porque una muchacha destinada al siglo y a dar lustre a una gran casa como la suya, no debe ser criada con aquel encogimiento y estrechez que tan bien sienta en la que sólo ha de vivir en su casa, bien reducida a un decoroso celibato, bien instruyéndose para servir a Dios en el mejor y más perfecto de los estados. Mis dos niñas viven aquí gozosas sin apetecer bailes, ni paseos, ni teatros. No soy yo enemiga tampoco de que se diviertan, ni crea usted que estoy siempre con el rosario en la mano, haciéndolas rezar y aburriéndolas con un excesivo manoseo de las cosas santas, no. También aquí se habla de cosas mundanas, siempre con el debido comedimiento. A veces tengo que imponer silencio, mandando que cesen las controversias sobre teología, porque lord Gray, que viene aquí muy a menudo, gusta de tratar con desenvoltura asuntos muy delicados.

– Como que anoche – dijo D. Paco inoportunísimamente – dio en afirmar que no comprendía el misterio de la Encarnación, para que la señorita Asunción se lo explicara.

– Estoy hablando yo, Sr. D. Paco – dijo con firmeza y enojo la condesa. – Nada importa ahora lo que lord Gray hiciera o dejase de hacer anoche… Pues como decía, aquí viene lord Gray, un sujeto respetabilísimo y tan formal y circunspecto, que no hay otro que se le iguale. Ellas se entretienen oyéndole contar sus aventuras. ¿Conoce usted a lord Gray?

– Sí, señora. Es un hombre muy digno y temeroso de Dios. ¿Pero no saben ustedes que parece inclinado a convertirse al catolicismo?

– ¡Jesús y qué me dice usted! – exclamó con asombro y júbilo doña María. – Aquí se ha tratado algunas veces este punto, y las niñas y yo le hemos exhortado a que tome tan saludable determinación.

– Como suelo pasarme las horas muertas en el Carmen Calzado – dije yo – he visto entrar varias veces a lord Gray en busca del padre Florencio, que es el mejor catequizador de ingleses que hay en todo Cádiz.

– Lord Gray no ha de faltar esta noche – dijo doña María. – Y usted, Sr. D. Gabriel, ¿no nos acompañará algunos ratitos?

– Señora – respondí – de buen grado lo haría; pero mis ocupaciones militares y la necesidad que tengo de despachar de una vez todo el capítulo de prescientia, que es el más difícil de todos, me retendrán en la Isla.

– ¿Y qué opina usted de la prescientia? – me preguntó Ostolaza cuando yo estaba muy lejos de esperar semejante embestida.

– ¿Qué opino yo de la prescientia? – dije tratando de no turbarme para contestar alguna ingeniosa vulgaridad que me sacase del compromiso.

– Opinará lo mismo que San Agustín, secundum Augustinus – indicó oficiosamente D. Paco, que anhelaba mostrar su erudición.

– Ya están las niñas con cada ojo… – dijo doña María observando que sus hijas atendían a la planteada discusión con demasiado interés. – Niñas, dejad a los hombres que debatan estas cosas tan intrincadas. Ellos se sabrán lo que se dicen. No abrir tales ojazos, y miren los cuadros y las pinturas del techo, o hablen conmigo, preguntándome si se me alivia el dolor del hombro.

– Lo mismo que San Agustín – indicó don Diego. – Opinará como San Agustín y como yo.

– Según y conforme – dije recapacitando. – ¿Ustedes piensan como San Agustín?

Ostolaza, Teneyro y D. Paco se desconcertaron.

– Nosotros…

– Supongo que conocerán los nuevos tratados…

A este punto llegaba la controversia, cuando entró lord Gray a sacarme del apuro. No pudiera llegar en mejor ocasión. Recibiéronle doña María y sus tertulios con la mayor cordialidad y agasajo, y él saludó a todos con afectado encogimiento. Tal vez extrañará alguno de los que me oyen o me leen, que con tan buena amistad fuera recibido un extranjero protestante en casa donde imperaban ciertas ideas con absoluto dominio; pero a esto les contestaré que en aquel tiempo eran los ingleses objeto de cariñosas atenciones, a causa del auxilio que la nación británica nos daba en la guerra; y como era opinión o si no opinión, deseo de muchos, que los ingleses, y mayormente los hermanos Wellesley, no veían con buenos ojos la novedad de la proyectada Constitución, de aquí que los partidarios del régimen absoluto trajeran y llevaran con palio a nuestros aliados. Lord Gray además con su ingeniosísima labia, su simpático carácter, y también poniendo en práctica estudiadas artimañas y mojigaterías, como yo, había conseguido hacerse respetar y querer vivamente de doña María. Además solía ridiculizar con gran desenfado las ceremonias protestantes.

Mientras lord Gray respondía a ciertas enfadosas preguntas que le hizo Ostolaza, doña María llamó a sus hijas y dijo a Asunción, no tan por lo bajo que yo dejase de oírlo:

– Mira, Asunción, habla con lord Gray un ratito; coge con disimulo el tema de la religión y sondéale, a ver si es cierto que está dispuesto a abjurar sus errores, por abrazarse a nuestra santa doctrina.

En aquel instante sentí ruido de pasos y entró Inés. ¡Dios mío, qué guapa estaba, pero qué guapa! No recuerdo si en el libro anterior hablé a ustedes de la soltura, de la elegancia, de la armoniosa proporcionalidad que el completo desarrollo había dado a su bella figura. Además de esto, encontrábale mayor animación en el rostro, y una grata expresión de conformidad y satisfacción, no menos simpática que su antigua tristeza, resto de la miserable y ruin vida de la infancia. Observándola, consideré cuánto había ganado en encantos y atractivos aquella criatura, añadiendo a sus bellezas naturales, a su discreción e ingénito saber, la dulce cortesanía y las gracias que infunde el trato frecuente con personas distinguidas y superiores. En su cara advertí el extraño realce que da la conciencia del propio mérito, lo cual no es lo mismo que vanidad.

No parecía haber perdido la hermosa modestia que la hacía tan simpática; pero sí aquella especie de encogimiento, aquel desmedido amor a la oscuridad, que emanaban del malestar hallado en su repentino cambio de fortuna. Había adquirido lo que le faltaba cuando la vi en Córdoba y en el Pardo, el perfecto conocimiento de su posición y las mil menudencias personales, accidentes casi imperceptibles de la voz, del gesto, de la mirada con que el individuo da a entender claramente que se halla donde debe hallarse. Estaba más alta, un poco más gruesa, con el color menos pálido, la boca más risueña, los ojos no menos seductores y arrebatadores que los de su madre, célebres en toda la redondez de España, la voz más segura, sonora y grave, y el conjunto de su persona respirando firmeza, vida, soltura y nobleza. ¡Oh imagen tan perfecta vista como soñada! ¿Fue suerte o desgracia haberte conocido?

XI

Inés, no indiferente a mi presencia, según comprendí, pero tampoco sorprendida, debía saber que yo estaba allí.

– ¡Ah! – exclamé con despecho para mis adentros. – La muy pícara aunque la llamaron, no bajó hasta que vino el maldito inglés.

Doña María me presentó ceremoniosamente a ella diciendo:

– A este caballero le conocimos en nuestra casa de Bailén cuando la célebre batalla. Es amigo del que va a ser tu marido; allí pelearon juntos con tan buena suerte, que, según afirma Diego, si no es por ellos…

– Gabriel es un gran militar – dijo don Diego. – ¿Pero no le conoces tú? Es amigo de tu prima la condesa.

Doña María frunció el ceño.

– En efecto – dije yo – tuve el honor de conocer en Madrid a la señora condesa. Ambos teníamos un mismo confesor. Yo solicité de la señora condesa que me consiguiese una beca en el arzobispado de Toledo; pero después me vi obligado a servir al rey, y salí de la corte.

– Este joven – añadió doña María – nos acompañará algunas noches, robando tal cual rato a sus estudios religiosos y a las meditaciones místicas que le traen tan absorbido. Hoy el servicio de las armas le obliga a sofocar su ardiente vocación; pero cantará misa después de la guerra. ¡Noble ejemplo que debieran imitar la mayor parte de los militares! Yo me complazco, hija mía, en que se reúnan aquí personas formales y de excelentes y sólidos principios. Caballero – añadió encarando conmigo, – esta damisela es mi futura nuera, prometida esposa de este mi amado hijo don Diego.

Inés me hizo una profunda reverencia. Se sonrió al mismo tiempo, comprendiendo el astuto ardid de mi fingida religiosidad.

¿En tanto dónde estaba lord Gray? Extendí la vista y le vi tras el respaldo del monumental sillón de doña María, muy enfrascado en estrecha plática con Asunción, que sin duda le estaba convenciendo de la superioridad del catolicismo con respecto al protestantismo. A cada paso apartaba él los ojos de su interlocutora para mirar a Inés.

– Bien decía el tunante – observé para mí – que se valía de las discretas amigas. La otra con su santidad es quien les lleva y trae los recaditos.

Inés me dijo con dulce ironía:

– Celebro mucho que esté usted tan decidido a seguir la carrera eclesiástica. Hace usted bien, porque hoy no hacen falta militares, sino buenos clérigos. El mundo está tan pervertido, que no lo curarán las espadas sino las oraciones.

– Esta afición la tengo desde muy niño – repuse – y nadie puede apartarla de mí porque sobrevive a todas mis alternativas y desgracias.

Inés miraba a cada instante el grupo formado por el inglés y Asunción. También doña María volvió allá los ojos, y dijo:

– Hija, basta ya. No marees al buen lord Gray. Ven a mi lado.

La muchacha acudió al lado de su madre, y al mismo tiempo Inés, por indicación muda de la condesa, pasó al lado del inglés. Yo estaba asombrado de aquel ir y venir y del incomprensible diálogo de expresivas miradas que las muchachas tenían constantemente, trabado entre sí. Me propuse observar atentamente, para descubrir los misterios que allí pudieran existir; pero doña María distrajo mi atención, diciéndome:

– Sr. D. Gabriel, usted, como persona casi divorciada del siglo, aunque en su continente y rostro no se advierte nada que lo indique, comprenderá que en estas recatadas tertulias de mi casa no se puede tener con las muchachas la licenciosa tolerancia que madres inadvertidas y ciegas tienen con sus hijas en otras familias. Por eso verá usted que apenas permito a mis niñas hablar un poco con Ostolaza, con lord Gray o con usted, si bien ha habido noches en que les he consentido conversaciones de quince minutos en distintas horas. Comprendo que mi sistema, aunque no es riguroso, será criticado por los que dan rienda suelta a los impulsos naturales de la juventud. Pero no me importa. Usted me hace justicia sin duda y alaba la prudencia de mi proceder.

– Seguramente, señora – respondí con afectación y pedantería – ¿qué cosa más sabia, ni más prudente puede haber que prohibir en absoluto a las niñas toda conversación, diálogo, mirada o seña con hombre que no sea su confesor? ¡Oh, señora condesa, parece que ha adivinado usted mi pensamiento! Como usted, yo he observado la corrupción de las costumbres, hija de la desenvoltura francesa; como usted, he observado el descuido de las madres, la ceguera de los padres, la malicia de las tías, la complicidad de las primas y la debilidad de las abuelas; y he dicho: «orden, rigor, cautela, reclusión, tiranía, o si no dentro de poco la sociedad se precipitará en los abismos del pecado». Nada, nada, señora condesa, yo lo aconsejo a todas las madres de familia que conozco, y les digo: «mucho cuidado con las niñas mientras sean solteras. Después de casadas, allá se entiendan ellas, y si quieren tener dos docenas de cortejos, háganlo».

– En todo estamos de acuerdo – dijo doña María – menos en esto último, pues ni de solteras ni de casadas, les tolero la inmoralidad. ¡Ay, yo tengo ideas muy raras, Sr. D. Gabriel! Me asombro de ver por ahí madres muy cristianas, que celando hasta lo sumo las hijas solteras, ven con indiferencia los pecadillos de las casadas. Yo no soy así; por eso no quiero que se casen mis niñas; no, jamás, jamás. Casadas estarían libres de mi autoridad, y aunque no las creo capaces de nada malo, la idea de que pueden cometer una falta, siéndome imposible castigarla, me horripila.

– El gran sistema es el mío, señora; este sistema que no ceso de recomendar a todas las madres que conozco. Orden, rigor, silencio, encierro perpetuo y esclavitud constante. Mis lecturas y meditaciones me han inspirado estas ideas.

 

– Son también las mías. Mi hija Asunción entrará pronto en un convento, y Presentación está destinada a ser soltera, porque así lo he resuelto yo.

– Cosa justísima y naturalísima que usted haya resuelto eso.

– Siendo el destino de la una el claustro y de la otra el celibato, ¿a qué viene el consentirles conversaciones con los jóvenes?

– Es claro… a qué viene… No aprenderían más que cosas malas, pecados… ¡y qué pecados!

– Pero como es preciso transigir un poquito con las costumbres, que exigen cierta licencia, suele írseme la mano en esto del rigor. Ya ve usted, a casa suelen venir algunas personas muy distinguidas, honestas y prudentes, sí, pero de mundo. Necesito contemporizar con ellas, por no aparecer gazmoña, intolerante y extremada. Felizmente baja todas las noches a mi tertulia, Inés, a quien como muy próxima a ser mujer casada, puede permitirse que sostenga coloquios tirados con tal cual persona decente y bien nacida. Si no fuera por ella, lord Gray se aburriría grandemente en casa. ¿No cree usted, que a una muchacha que va a ser mayorazga y que ocupará posición muy encumbrada en la corte, se le debe dar cierta libertad?

– Todas las libertades, señora, todas. ¡Una mayorazga! Pues digo; si me la hacen camarista de reina, o dama de honor de emperatrices, ¿qué ha de hacer sin la desenvoltura, el desenfado, la astucia que el buen servicio y concierto de los palacios exige?

– Cierto; a cada cual se le debe educar según su destino. En posiciones elevadísimas no puede sostenerse todo el rigor de los principios, según dice la gente, aunque ciertas leyes sí deben regir en todas partes. Sin embargo, como así viene de atrás, debemos respetar la obra de nuestros mayores, quienes harto supieron lo que se hacían.

– Justamente.

– Pero me parece que se prolonga demasiado la conversación de Inés con lord Gray, y voy a hacer que hablen en corrillo donde les oigamos todos. Sr. D. Gabriel, ni un momento debe abandonarse el ejercicio de la prolija autoridad materna. ¡La autoridad! ¿Qué sería del mundo sin la autoridad?

– En efecto, ¿qué sería? ¡El caos, el abismo!

Doña María, que reglamentaba los diálogos de sus tertulias como mueve y ordena un general experto los movimientos de una batalla campal, dispuso que Inés continuase hablando con lord Gray, y que Presentación pegase la hebra con Ostolaza. En tanto Asunción charlaba en voz bastante alta con su hermano, diciéndole cosas cuyo sentido no pude entender. Ostolaza, Teneyro y D. Paco estaban muy metidos en lenguas disertando sobre los grandes males de la educación a la moderna, y forzosamente me enredaron en su coloquio, teniendo ocasión de lucir mi intolerancia, y un poco de cierta erudicioncilla trasnochada que yo tenía para el caso. Poco después volví al lado de doña María a punto que don Diego, apartándose de su hermana, hacía lo mismo, y le oí decir:

– Señora madre, a ser usted, yo no permitiría a Inés tantas intimidades con lord Gray. Francamente, señora, esto no me gusta, y menos cuando veo que la que va a ser mi mujer, se está los minutos de Dios oyéndole y contestándole sin pestañear.

– Diego – manifestó doña María con severo acento. – Me enfada la bajeza de tus conceptos, que indican la ruindad de tus juicios. Si Inés fuera tu hermana, podrías tener esos escrúpulos; pero siendo tu futura esposa, cuanto has dicho es ridículo. Una gran señora, ¿ha de ser encogida y corta de genio como una novicia de convento?

D. Diego, oído esto, se acercó de muy mal talante a sus hermanas.

– Sr. de Araceli – me dijo doña María – la juventud es así. Comprendo los celillos de mi hijo. Verdaderamente Inés se alarga demasiado con lord Gray. Aunque le supongo a usted poco aficionado a perder el tiempo conversando con muchachas frívolas, hágame el favor de departir un rato con mi futura nuera.

Doña María miró a Inés con enojo, y dirigiéndose luego a lord Gray, le llamó con afectuosa súplica.

Inés quedó sola y acudí hacia ella. Por primera vez durante la tertulia hallaba ocasión de poderle hablar lejos de los demás, y la aproveché con presteza. Ella, anticipándose al afán con que yo iba a hablarle, me dijo:

– ¿Mi prima te ha mandado aquí? ¿Me traes algún recado de ella?

– No – respondí. – No me ha mandado tu prima. No he venido por traerte recado alguno. He venido porque he querido, y por el deseo de verte y de saber por mí mismo que me has olvidado.

– Por Dios – me contestó disimulando su emoción. – Repara dónde estás. La condesa no cesa de observarme. Aquí es preciso fingir a todas horas, y disimular los pensamientos. ¿Por qué no has venido antes? Pero di: ¿mi prima no te ha dado ningún recado?

– ¿Qué me importa tu prima? – exclamé con enfado. – Tú no sospechabas que viniera a sorprenderte.

– ¿Pero estás loco?, doña María no me quita los ojos.

– Vaya al diantre doña María. Respóndeme, Inés, a lo que te pregunto, o gritaré y escandalizaré para que nos oigan hasta los sordos.

– Pero si no me has preguntado nada.

– Sí te he preguntado. Pero tú haces que no oyes, y no quieres responderme.

– No nos entendemos – repuso llena de confusiones, y mortificada por la observación tenaz de doña María. – ¿Vendrás todas las noches? Aquí es preciso mucha cautela. Para respirar necesito pedir la venia a la señora. Ten prudencia, Gabriel; también D. Diego nos mira. Haz de modo que doña María y los murciélagos crean que estamos a hablando de religión, o de los cuadros de la pared o de esa gran grieta que hay en el techo. Aquí es preciso hacerlo todo así. No te expreses con vehemencia. Ponte risueño y mira a las paredes diciendo: «¡Qué bonitas láminas! Allí están Dafne y Apolo».

– Pero ¿es preciso ser cómico para entrar aquí?

– Sí; es preciso estar siempre sobre las tablas, Gabriel; fingiendo y enredando. Esto es muy triste.

– Pues lord Gray no disimula.

– ¿Eres amigo de lord Gray?

– Sí, y me lo ha contado todo.

– Te lo ha dicho… – exclamó confusa. – ¡Qué hombre tan indiscreto! Y yo le había encargado la mayor prudencia… Por Dios, Gabriel, no pronuncies una palabra, ni un gesto que puedan dar a conocer lo que te ha contado lord Gray. ¡Qué indiscreción! Hazme el favor de olvidar lo que te ha dicho. ¿Él te ha traído aquí?

– No; he venido con D. Diego. He querido saber por ti misma que ya no me amas.

– ¿Qué estás diciendo?

– Lo que oyes. Ya lo sabía; pero a mí me hacía falta oírlo de tus propios labios.

– Pues no lo oirás.

– Ya lo he oído.

– Por Dios, disimula. Ahora, Gabriel, alza la vista y di: «¡Qué terrible grieta se ha abierto en el techo!». ¿Con que no te quiero yo? ¿Sabes que no lo había advertido? Y en tanto tiempo ¿qué has hecho tú? ¿Has estado en el sitio de Zaragoza? Aquello sería un paraíso; no estaba allí doña María.

– No he vivido más que para ti; y si alguna vez he hecho un esfuerzo para subir un peldaño en la escala del mundo, hícelo sólo con el deseo de llegar, si no a valer tanto como tú, al menos a ponerme en condición tal, que no se rieran de mí cuando te miraba.

– Mentiroso, tú también has aprendido a disimular. Ni una sola vez te has acordado de mí en tanto tiempo… Pero no te acerques tanto. Cuidado, no me tomes la mano. Parece que tienes fuego dentro de los guantes. Doña María nos observa.

– Yo no sé disimular como tú. Te he querido con toda mi alma, Inesilla, y con veinte almas más, porque una sola no basta para quererte como te quiero… Dime con la mano puesta sobre el corazón si lo mereces tú; dímelo.

– Pues no lo he de merecer – me contestó sonriendo. – Merezco eso y mucho más, porque me lo tengo ganado y pagado con interés y anticipación. ¿Pero no ve usted, Sr. D. Gabriel – añadió alzando la voz – qué hendidura tan grande es esa que hay en el techo?