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Episodios Nacionales: Cádiz

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XXXI

Narraré punto por punto. Aconteció, pues, que cerca ya del oscurecer en el siguiente día entraba yo con toda tranquilidad en casa de doña Flora, cuando esta, Amaranta y su hija saliéronme al encuentro con gran sobresalto y alarma.

– ¿No sabes lo que ocurre? – dijo doña Flora. – El bribón de lord Gray ha cargado con la santa y la limosna. La Asuncioncita ha desaparecido anoche de la casa.

– Pero ha sido violentamente – dijo Inés – porque D. Paco apareció atado al barandal de la escalera. Ella debió de resistir… A sus gritos despertose doña María, pero cuando salieron ya estaban fuera. Esta mañana, Presentación, hostigada por su madre, hizo confesión de los amores de su hermana.

– No me digan a mí que ha resistido – objetó doña Flora; – lord Gray es muy galán y muy lindo mozo… ¿A qué vienen con hipocresías?… La niña se marchó con él porque le dio la gana.

– Doña María estará satisfecha de la formalidad de las niñas… – dijo Amaranta riendo. – Ahora repetirá su muletilla: «Yo educo a mis hijas como me educaron a mí».

– ¿Pero se ha marchado lord Gray con ella? – pregunté.

– Se dispone a partir.

– Ahora acaba de estar aquí un capitán de navío, el cual me ha dicho que milord ha fletado el bergantín inglés Deucalión, que sale mañana.

– ¿Pero no corremos a impedirlo? – dijo Inés con gran zozobra. – Aún es tiempo.

– Eso será de cuenta de doña María.

– Pero será forzoso avisarle que el Deucalión sale esta noche y que lo ha fletado lord Gray.

– Sí, es preciso avisárselo – repitió Inés con energía. – Iré yo misma.

– Gabriel irá al momento.

– ¿Por qué no? Aunque doña María me arrojó ayer de su casa, no tengo inconveniente en prestarle este servicio.

– Pero no pierdas tiempo… Yo me muero de impaciencia – indicó Inés.

– Ve pronto, que la niña se impacienta.

– Allá voy… De veras no creí volver a poner los pies en aquella casa… ¿Conque el Deucalión?… Un bergantín inglés… Me parece que no les atraparán.

Corrí a la casa de Rumblar, y desde que entré todo me indicó que reinaba allí la consternación más profunda. D. Diego y D. Paco estaban sentados en el corredor, el uno frente al otro, mirándose como dos esfinges de la tristeza, y en las manos del último los verdes cardenales indicaban el suplicio de que había sido víctima. El infeliz anciano a ratos hendía los aires con la ráfaga de sus fuertes suspiros, que habrían hecho navegar de largo a un navío de línea. Cuando entré, levantáronse los dos, y el ayo dijo:

– Vamos a ver si la encontramos ahora. Es el sétimo viaje…

La condesa de Rumblar y su hija menor estaban escondiendo su dolor y vergüenza en un gabinete inmediato a la sala, y en ésta la marquesa de Leiva, atada por el reuma a un sillón portátil; Ostolaza, Calomarde y Valiente sostenían viva polémica sobre el gran suceso. Cuando oí la voz de la de Leiva, lleno de recelo, aunque sin arredrarme, dije para mí:

– Ahora va a ser la tuya, Gabriel. La marquesa te conocerá, con lo cual, hijo, has hecho tu suerte.

Entré, sin embargo, resueltamente.

– De modo – decía la marquesa – que un inglés se puede burlar impunemente de toda España…

– En la embajada – indicó Valiente – rieron mucho cuando les conté lo ocurrido, y dijeron: «Cosas de lord Gray».

– Yo he afirmado siempre – dijo Ostolaza con petulancia – que la alianza con los ingleses sería a España muy funesta.

Yo corté de súbito el coloquio, diciendo:

– Traigo noticias de lord Gray.

La marquesa examinome de pies a cabeza, y luego, señalándome impertinentemente con la muleta que sus doloridas piernas le obligaban a usar, preguntó:

– ¿Usted?… ¿Y usted quién es?

– Es el Sr. de Araceli – dijo Ostolaza con sonsonete desdeñoso.

– Ya… ya conozco a este caballero – dijo la de Leiva con malicia. – ¿Sigue usted al servicio de mi sobrina?

– Me honro en ello.

– ¿Viene usted de allá? ¿Inés está ya dispuesta a volver a su casa? Ya sabrá que el gobernador de Cádiz va esta noche misma por ella…

– No saben nada – repuse tan desconcertado como sorprendido.

– Creo que bajo el punto legal, la cosa no ofrecerá dificultad alguna, ¿no es verdad, señor de Calomarde?

– Absolutamente ninguna. La niña volverá a casa de usted, que es el jefe de la familia, y cuantas sutilezas se aleguen en contrario no tienen fuerza de derecho.

– Tal vez la señora condesa – dije – alegue algún motivo que no esté previsto.

– Todo está previsto; Sr. Calomarde, ¿no es verdad? Y agradézcame mi sobrina que no he solicitado se dicte auto de prisión contra ella… Pero a esta fecha no nos ha dicho usted lo que anunciaba con respecto a lord Gray. ¿En qué piensa usted, señor de… de qué?

– De Araceli – repitió Ostolaza con el mismo sonsonete.

Muy brevemente les dije lo que sabía.

– Pues hay que avisar a la Comandancia de Marina – replicó la de Leiva con viveza. – Plumas, papel…

En aquel instante entró en la sala un personaje grave, al cual saludaron todos con el mayor respeto. Era D. Juan María Villavicencio, gobernador de la ciudad, varón estimabilísimo, buen patriota, instruido, algo filósofo y hábil por demás en el conocimiento y trato de las gentes.

– Ya tenemos datos, Sr. Villavicencio – dijo la marquesa, contándole lo del Deucalión.

– En este negocio, señora – respondió el funcionario bajando la voz – hay que andar con prudencia… Antes de ocuparme de lord Gray voy a cumplir el acto legal, en cuya virtud la Inesita volverá esta noche a su casa.

El alma se me partió al oír esto.

– Pronto, pronto, amigo mío – dijo la reumática. – También temo que se me escapen. La gente de esta casa se marcha por el escotillón, y esto parece escenario de un teatro… Y creímos que había sido robada por lord Gray. La pícara se marchó sola…

– En cuanto a lord Gray – dijo Villavicencio en tono dubitativo y con cierto embarazo – me parece que no podemos hacer nada contra él… La Asuncioncita volverá al lado de su madre o a donde la quieran llevar; pero eso de prender y castigar a milord…

– Pero…

– Señora, no podemos chocar con la embajada… Ya conoce usted las circunstancias; Wellesley es quisquilloso… la alianza…

– ¡Maldita sea la alianza!

– ¡Y esto lo dice una dama española – exclamó Villavicencio con entusiasmo – el día en que nos llega la noticia de una gloriosa batalla, de esa gran victoria, señores, ganada por españoles, ingleses y portugueses en los campos de Albuera!

– ¡Otra batalla! – exclamó la marquesa con hastío. – Siempre batallas, y la guerra no se acaba nunca.

– Creo que ha sido muy sangrienta – dijo Calomarde.

– Como todas las que damos – repuso con orgullo Villavicencio. – Hemos perdido cinco mil hombres y matado a los franceses más de diez mil… ¡Precioso resultado!… Han muerto dos generales franceses, dos ingleses, y de los nuestros han quedado heridos D. Carlos España y el insigne Blake.

– De todo eso se deduce que no podemos hacer nada contra Gray – dijo con disgusto la de Leiva.

– Nada, señora… Se va a erigir un monumento a Jorge III… La embajada inglesa… Wellesley… ¡Oh!, esta batalla de la Albuera estrechará más aún las relaciones entre ambos países.

– ¡Gran victoria! – dijo Valiente. – En Extremadura nos envalentonamos un poco.

– Pero está muy mal de la parte del Ebro. Tortosa ha caído ya en poder del enemigo…

– Traición, pura traición del conde de Alacha.

– También se han apoderado los franceses del fuerte de San Felipe en el Coll de Balaguer.

– Pero aún resiste Tarragona.

– Y resistirá más todavía.

– Y de Manresa, ¿qué se ha dicho hoy?

– Ya es seguro que ha sido incendiada.

– Nada de eso nos importa por ahora – dijo la marquesa, interrumpiendo la chispeante conversación patriótica. – En suma, Sr. Villavicencio, si milord se escapa…

– ¡Qué le hemos de hacer! Nadie sabe dónde está.

– Creo que esta noche se le podrá ver – dijo Valiente – porque a las diez se verificará, según he oído, entre lord Gray y D. Pedro del Congosto una especie de desafío quijotesco con que espera reírse mucho la gente.

– Bobadas… En fin, señora marquesa, Wellesley me ha prometido que la muchacha volverá, pero hay que dejar en paz a lord Gray… Señora marquesa, me llama mucho la atención este extraño caso. Soy experto en ciertos asuntos, y creo que en el lance de que nos ocupamos juega alguna persona que no es lord Gray.

– ¿Lo cree usted? Yo opino que Inés se ha marchado sola.

– Pues yo creo que no.

– O con lord Gray. Ese señor inglés se propone desocupar mi casa.

– Algún otro pájaro, señora, algún otro pájaro ha enredado aquí, y no pararé hasta averiguar quién es… Los dos raptos tienen entre sí íntima conexión.

– Busque usted, pues – dijo la marquesa – a ese cómplice desconocido, y haga caer sobre él todo el peso de la ley, si es que nada puede hacerse contra lord Gray.

– Espero sacar mucho partido de mis averiguaciones esta noche.

– Verdaderamente – dijo Calomarde – si ha de haber un choque con la embajada inglesa, lo mejor es dar fuerte sobre el pobre cómplice si se descubre, y decir: «aquí que no peco».

– Así anda la justicia en España – objetó la de Leiva.

– Veremos lo que saco en limpio – dijo Villavicencio. – Vaya, señora mía, me voy a hacer una visita de cumplido a la calle de la Verónica. Creo que bastará mi autoridad…

De pronto presentose D. Paco en la sala sofocado y jadeante, y exclamó:

– ¡Ahí está, ahí está ya!… al fin la encontramos.

– ¿Quién?

– La señora doña Asuncioncita… ¡Pobre niña de mi alma!… Está en la escalera… No quiere subir… ¡parece medio muerta la pobrecita!…

XXXII

Reinó sepulcral silencio, y miramos todos a la puerta del fondo por donde apareció doña María. Con decoroso silencio, que no con lágrimas, mostraba esta señora su honda pena. El color blanco de su cara habíase convertido en una palidez pergaminosa; su frente estaba surcada de repentinas arrugas, y los secos ojos tan pronto irradiaban el fulgor de la ira como se abatían amortiguados. Pero otro incidente llamó la atención más que el grave silencio y la amarillez y las arrugas, y fue que sus cabellos, entrecanos algunos días antes, estaban enteramente blancos.

 

– ¡Está ahí! – repitió un sordo murmullo.

– ¿Te negarás a recibirla? – dijo con emoción la marquesa, adivinando los pensamientos de doña María.

– No… que venga aquí – repuso la madre con energía. – Veré a la que ha sido mi hija… ¿La encontró usted? ¿Estaba sola?

– Sola, señora – exclamó llorando D. Paco. – ¡Y en qué triste y lastimoso estado! Los vestidos están rotos, en su preciosa cabecita tiene varias heridas, y en su voz y ademanes demuestra el más grande arrepentimiento. No ha querido subir, y yace exánime y sin fuerzas en la escalera.

– Que entre – dijo la de Leiva. – La infeliz empieza a expiar su culpa. María, pasó la ocasión del rigor y ha llegado el momento de la benevolencia. Recibe a tu hija, y si acabó para el mundo, no acabe para ti.

– Retirémonos para evitarle la vergüenza de verse delante de nosotros – dijo Valiente.

– No, queden todos aquí.

– Sr. D. Francisco – dijo doña María al ayo – traiga usted a Asunción.

El ayo salió determinando fuertes corrientes atmosféricas con la violencia de sus suspiros.

Bien pronto oímos la voz de Asunción que gritaba:

– Mátenme, que me maten: no quiero que mi madre me vea.

Por D. Diego y el ayo conducida, a intervalos suavemente arrastrada, casi traída a cuestas, entró la infeliz muchacha en la sala. En la puerta arrojose al suelo, y sus cabellos en desorden sueltos, le cubrían la cara. Todos acudimos a ella, la levantamos, la consolamos con palabras cariñosas; pero ella clamaba sin cesar:

– Mátenme de una vez. No quiero vivir.

– La señora doña María la perdonará a usted – le dijimos.

– No, mi madre no me perdonará. Estoy condenada para siempre.

Doña María, por largo tiempo llena de entereza y superioridad, comenzó a declinar y su grande ánimo se abatió ante espectáculo tan lamentable. Después de mucho luchar con la sensibilidad y el cariño materno, pugnó por sobreponerse a este, y resueltamente exclamó:

– ¿He dicho que la traigan aquí? No, me equivoqué. No quiero verla, no es mi hija. Váyase a los lugares de donde ha venido. Mi hija ha muerto.

– Señora – exclamó D. Paco poniéndose de rodillas – si la señora doña Asuncioncita no se queda en la casa, usted se condenará. ¿Pues qué ha hecho? Salir a dar un paseo. ¿Verdad, niña mía?

– No; ¡mi madre no me perdona! – gritó con desesperación la muchacha. – Llévenme fuera de aquí. No merezco pisar esta casa… Mi madre no me perdona. Vale más que me maten de una vez.

– Sosiégate, hija mía – dijo la de Leiva. – Grande es tu culpa; pero si no puedes reconquistar el cariño de tu madre y la estimación de todos, no serás abandonada a tu dolor. Levántate. ¿Dónde está lord Gray?

– No sé.

– ¿Vino a buscarte con conocimiento y consentimiento tuyo?

La desgraciada se cubría el rostro con las manos.

– Habla, hija mía, es preciso saber la verdad – dijo la de Leiva. – Tal vez tu culpa no sea tan grande como parece. ¿Saliste de buen grado?

La presencia de doña María se conocía por su respiración que era como un sordo mugido. Luego oímos distintamente estas palabras que parecían salir de la cavernosa garganta de una leona:

– Sí… de grado… de grado.

– Lord Gray – dijo Asunción – me juró que al día siguiente abrazaría el catolicismo.

– Y que se casaría contigo, ¡pobrecita! – dijo con benevolencia la marquesa.

– Lo de siempre… historia vieja – balbuceó Calomarde a mi oído.

– Señores – dijo Villavicencio – retirémonos. Estamos aumentando con nuestra presencia la confusión de esta desgraciada niña.

– Repito que se queden todos – dijo la de Rumblar con fúnebre acento. – Quiero que asistan a los funerales del honor de mi casa. Asunción, si quieres, no que te perdone, sino que tolere tu presencia aquí, confiesa todo.

– Me prometió abrazar el catolicismo… me dijo que marcharía de Cádiz para siempre, si no… Yo creí…

– Basta – exclamó Villavicencio. – Que se retire a buscar algún reposo esta criatura.

– Pero ese infame hombre la ha abandonado…

– La ha arrojado de su casa – dijo D. Paco.

Múltiple exclamación de horror resonó en la sala.

– Esta mañana – añadió Asunción sacando difícilmente de su pecho el aliento necesario para hablar – lord Gray salió dejándome sola en la casa. Yo temblaba de zozobra… Entraron luego unas mujeres, unas mujerzuelas… ¡qué horrible gente!… Con sus gritos me desvanecieron y con sus manos me maltrataron. Todas se reían de mí y me desgarraron los vestidos, diciéndome palabras ignominiosas… Bebían y comían en una mesa que el criado de milord les dispuso… disputaban unas con otras sobre cuál de ellas era más amada por él… Entonces comprendí el abismo en que había caído… Lord Gray volvió… Le increpé por su vil conducta… Estaba taciturno y sombrío… Tomó una chinela y con ella les azotó la cara a aquellas viles mujeres… Me colmó de cuidados. Me dijo que me iba a llevar a Malta… Yo me negué a ello y empecé a llorar amargamente invocando el nombre de Jesús… Volvieron las mujeres acompañadas de hombres soeces; uno de ellos quiso ultrajarme. Lord Gray le rompió la cabeza con una silla… Corrió la sangre… ¡Dios mío, qué horror!…

Deteníase a cada rato, y luego con gran esfuerzo seguía:

– Lord Gray me dijo después que él no podía hacerse católico, y que se alegraba de que yo entrase en el convento para robarme. Quise salir y el criado anunció la llegada de una señora… ¡Oh! Entró una señora principal que le llamó ingrato… La señora se reía de mí… ¡Qué hora, Dios mío, qué hora!… La señora dijo que yo era la más piadosa y devota señorita de todo Cádiz, y luego me rogó que encomendase a lord Gray a Dios en mis oraciones… La vergüenza me inflamaba, y busqué un cuchillo para matarme… Después…

Estábamos todos conmovidos y aterrados con la patética relación de la desgraciada niña, digna de mejor suerte.

– Después… entraron unos hombres; ¡qué hombres! Vestían de cruzados como don Pedro del Congosto, y venían a recordar a lord Gray que este le había desafiado… Entraron los amigos de lord Gray y todos se rieron mucho del desafío con D. Pedro. Luego… milord me rogó de nuevo que partiese con él a Malta… Yo le decía que me hiciese el favor de matarme… Reíase a carcajadas y jugando con un puñal hacía como que me quería matar… Me inspiraba tal horror que huí de su lado… Yo corrí por la casa dando gritos… él se reía… un criado me dijo: «milord me ha mandado que la acompañe a usted a su casa». Salimos a la calle y en la puerta añadió: «No tengo ganas de ir tan lejos: vaya usted sola», y cerró la puerta… Di algunos pasos… una mujer frenética que dijo haber perdido por mí los favores de lord Gray, quiso castigarme… ¡Ay!, yo estaba medio muerta y me dejé castigar… Libre al fin recorrí varias calles… me perdí… yo buscaba la muralla para arrojarme al mar… al fin después de dar mil vueltas volví junto a la casa de lord Gray… Encontráronme D. Paco y mi hermano… yo no quería venir aquí… pero me trajeron al fin a mi casa de donde salí culpable, y a donde vuelvo castigada, pues las penas todas del purgatorio y el infierno no son superiores a las que yo he padecido hoy… Aun así no merezco perdón. Mi falta es grande… No merezco más que la muerte, y pido a Dios que me la conceda esta noche misma, para que ni un día más soporte la vergüenza y el deshonor que han caído sobre mí. ¡Señora madre mía, adiós! ¡Hermana mía, adiós! ¡No quiero vivir!

No dijo más y cayó desmayada en el pavimento.

Conmovidos y aterrados, contemplamos el semblante de doña María, que reclinada en el sillón, con la barba apoyada en la mano, silenciosa, ceñuda primero como una sibila de Miguel Ángel, y conmovida después, pues también las montañas se quebrantan al sacudimiento del rayo, derramó lágrimas abundantes. Parecía que su rostro se quemaba. Su llanto era metal derretido.

– Hija mía – dijo la marquesa, – retírate a descansar… Sr. D. Francisco, o tú, Diego, llévala a su cuarto.

El conmovedor espectáculo de la infeliz Asunción desapareció de nuestra vista.

– Señoras – dijo Villavicencio – tengo el alma despedazada, y me retiro.

– Siento mucho… pues… – murmuró Ostolaza, y se retiró también.

– He tenido un verdadero sentimiento… – dijo Valiente, marchándose tras el anterior.

– Por mi parte… – indicó Calomarde saludando. – Si es preciso entablar recurso…

Se fueron todos. Yo me quedé, porque una fuerza irresistible me clavaba en aquella sala, y no podía apartar el pensamiento del desolado cuadro que había visto. Delante de mí estaba la de Rumblar en la misma actitud en que antes la he descrito. El fenómeno de su llanto me llenaba de asombro. A mi lado la marquesa de Leiva lloraba también.

Pero no estábamos solos los tres. Acababa de entrar una figura estrambótica, un mamarracho de los antiguos tiempos, una caricatura de la caballería, de la nobleza, de la dignidad, del valor español de otras edades. Mirando aquella figura de sainete que se presentaba tan inoportunamente, dije para mí:

– ¿Qué vendrá a hacer aquí D. Pedro del Congosto? ¿Si creerá que sus caballerías ridículas sirven de alguna cosa en estas circunstancias?

La de Leiva abrió los ojos, vio al estafermo, y como si no diera importancia alguna a su persona, volviose a mí y me dijo:

– ¿Qué piensa usted de lord Gray?

– Que es un infame, señora.

– ¿Quedará sin castigo?

– No quedará – exclamé arrebatado por la ira.

D. Pedro del Congosto dio algunos pasos, púsose delante de doña María, y alzando el brazo, con voz y gesto que al mismo tiempo parecían trágicos y cómicos, habló así:

– Señora doña María… ¡esta noche!… ¡a las once!… ¡en la Caleta!

– ¡Oh! ¡Gracias a Dios! – exclamó la noble señora levantándose con ímpetu. – Gracias a Dios que hay en España un caballero… Cuatro personas han presenciado el lastimoso cuadro de la deshonra de mi hija, y a ninguno se le ha ocurrido tomar por su cuenta el castigo de ese miserable.

– Señora – dijo Congosto con voz hueca, que antes que risa, como otras veces, me produjo un espanto indefinible. – Señora, lord Gray morirá.

Aquellas palabras retumbaron en mi cerebro. Miré a D. Pedro y me pareció trasfigurado. Aquel espantajo, recuerdo de los heroicos tiempos, dejó de ser a mis ojos una caricatura desde el momento en que me lo representé como providencial brazo de la justicia.

– No es usted, D. Pedro – dijo con incredulidad la de Leiva – quien ha de arreglar esto.

– Señora doña María – repitió el estafermo sublimado por una alta idea de su propio papel, por la idea de la hidalguía, del honor, de la justicia – ¡esta noche!… ¡a las once!… ¡en la Caleta! Todo está dispuesto.

– ¡Oh! Bendita sea mil veces la única voz que ha sonado en mi defensa en esta sociedad indiferente. Abominables tiempos, aún hay dentro de vosotros algo noble y sublime.

Esto que en otras circunstancias hubiera sido ridículo, tratándose de D. Pedro, en aquellas me hacía estremecer.

– Bendito sea mil veces – continuó doña María – el único brazo que se ha alzado para vengar mi ultraje en esta generación corrompida, incapaz de un sentimiento elevado.

– Señora – dijo D. Pedro – adiós… voy a prepararme.

Y partió rápidamente de la sala.

– María – dijo la de Leiva a su parienta – sosiégate; debes procurar dormir…

– No puedo sosegar – repuso la dama. – No puedo dormir… ¡Oh Dios mío! Si permites que el miserable quede sin castigo… Si vieras, mujer… siento una salvaje complacencia al recordar aquellas palabras «esta noche… a las once… en la Caleta».

– No esperes de D. Pedro más que ridiculeces… Sosiégate… Han dicho aquí que el desafío de D. Pedro con lord Gray era una función quijotesca. ¿No es verdad, caballero?

– Sí, señora – repuse. – Son ya las diez… Soy amigo de lord Gray y no puedo faltar.

Respetuosamente me despedí de ellas y salí. Detúvome en la escalera D. Diego, que a toda prisa y muy sofocado subía, y me dijo:

– Gabriel, ahí me traen otra vez a la buena alhaja de doña Inesita.

– ¿Quién?

– El gobernador. Esta noche todas las ovejas descarriadas vuelven al redil… Vengo de allá… si vieras. La condesa ha llorado mucho y se ha puesto de rodillas delante de Villavicencio; pero no pudo conseguir nada. La ley y siempre la ley. Si es lo que yo digo: la ley… Por supuesto, chico, no puedo negarte que me dio lástima de la pobre condesa. Lloraba tanto… Inés estaba más serena y se conformaba. Aguárdate y la verás llegar. Sin embargo, más vale que no parezcas en tu vida por aquí. Villavicencio quiso averiguar el cómo y cuándo de la fuga de Inés, y allá le dijeron que la sacaste tú de la casa. Te anda buscando porque no te conoce. Dice que eres cómplice de lord Gray y el verdadero criminal. Calumnia, pura calumnia; pero no te metas en vindicar tu honra mancillada y echa a correr, que Villavicencio tiene malas pulgas, y aunque te escuda el fuero militar… Conque en marcha y no vuelvas a Cádiz en tres meses.

 

– Pues sí; yo fui quien la sacó de casa.

– ¡Tú! – exclamó con tanto asombro como cólera. – Ya no me acordaba que eres servidor de mi famosa parienta la condesa. ¿Conque la sacaste tú?

– Y la volveré a sacar.

– Tú bromeas… no pienses que me apuro mucho… ¿Crees que insisto en casarme con ella?… Pues ahora de mejores veras debes poner los pies en polvorosa, porque voy a contarle a mamá tu hazaña… Francamente, yo creí que era una calumnia. Ahora me explico el furor de Villavicencio contra ti. ¿Pues no dice que tú eres el autor de todo y que es preciso sentarte la mano?

– ¿A mí?

– Y disculpaba a lord Gray… Se me figura que quieren hacer justicia en tu persona sin molestar para nada al señor milord. Ándate con cuidado, pues se le ha puesto en la cabeza que tú eres cómplice del maldito inglés y le ayudaste en esta gran bribonada que nos ha hecho.

– ¿Ha visto usted a lord Gray? – le pregunté. – ¿Dónde se le podrá encontrar?

– Ahora mismo me han dicho que le acaban de ver paseando solo por la muralla. ¡Maldito inglés! Las pagará todas juntas… Hace poco la Inesita me llamó vil y cobarde por dejar sin castigo esto de anoche, y aseguraba que si ella fuera hombre… estaba furiosa la niña. Por supuesto, yo pienso buscar a lord Gray, y cuando le vea le he de decir «so tunante…», pues… conque márchate… tú también eres buena pieza. Adiós.

No me podía detener a contestar sus majaderías, porque un pensamiento fijo me atormentaba, y dirigida mi voluntad a un punto invariable con arrebatadora fuerza; nada podía apartarme de aquella corriente por donde se precipitaba impetuosamente todo mi ser.