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Episodios Nacionales: Cádiz

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XXVIII

Mientras madre e hija espaciaban a sus anchas y a solas los sentimientos y ternezas de su corazón, yo me encontraba (seis horas después de lo contado, y ya muy entrado el día) frente a frente de mi señora doña Flora, separada su persona de la mía tan sólo por la breve superficie de una mesa, donde dos regulares tazones de chocolate nos servían de almuerzo. Hablamos un rato del acontecimiento que mis lectores conocen, y después, arrimando con arte la conversación hacia asunto más de su gusto, me dijo:

– Amaranta me asegura que no miras con malos ojos a esa jovenzuela que nos trajiste anoche. ¡Bonita formalidad es la tuya! ¿Y qué dirán de un chiquillo que en vez de inclinarse a buscar apoyo para sus inexperiencias en la compañía de personas mayores, se enloquece con las niñas de su misma edad?… Vuelve en ti, hombre… oye la voz de la razón… penétrate bien de…

– Vuelvo, oigo y penetro, señora doña Flora. Estoy arrepentido de mi locura… Tentome el demonio, y… Pero siento pasos, que se me figura son los del Sr. D. Pedro del Congosto.

– Jesús, María y José… ¡Y tú ahí tan serio tomando chocolate conmigo!… Pero hombre, ¿y el pudor y la decencia?

No pudo continuar porque entró D. Pedro, todo lleno de bizmas y parches, fruto amarguísimo de la brillante campaña del Condado. Levantose azorada doña Flora, y dijo:

– Sr. D. Pedro… es una casualidad, créalo usted, que se encuentre aquí este mozuelo… Nunca está una libre de calumnias… Este chico es tan loco, tan imprudente…

Congosto me miró con ira, y tomando asiento, habló así:

– Dejemos a un lado esa cuestión. A su tiempo será tratada… Ahora vengo a decir a usted que se prepare a recibir a la señora condesa de Rumblar, que viene seguida de respetables personas para que le sirvan de testigos.

– ¡Dios mío! ¡La justicia en mi casa!

– Parece que lord Gray robó anoche a la señora doña Inesita, depositándola aquí.

– ¡Es un error! ¿Pero de veras viene doña María? Yo estoy temblando… Alguien ha entrado en la casa.

No había acabado de decirlo cuando sintiose gran ruido abajo y arriba gran conmoción. Apareció Amaranta, apareció Inés, emitiéronse distintos pareceres, pero prevaleció el de que se recibiese decorosamente a la de Rumblar, contestando a sus cargos en el terreno legal, si ella en el mismo los hacía.

Todos menos Inés nos reunimos en la sala, y a poco entró el lúgubre cortejo, presidido por doña María, con una pompa y severa majestad que le habrían envidiado reinas y emperatrices. Profundo silencio reinó en la sala por un instante, mas rompiolo al fin, sin gastar tiempo en saludos, doña María, no pudiendo contener el volcán que bramaba dentro de las cavidades de su pecho.

– Señora condesa – dijo – venimos a casa de usted en busca de una doncella puesta a mi cuidado, la cual ha sido robada esta noche de mi casa por un hombre que se supone sea lord Gray.

– Aquí está, sí, señora – repuso Amaranta. – Es Inés. Si estaba puesta al cuidado de personas extrañas, yo la reclamo porque es mi hija.

– Señora – dijo doña María temblando de cólera – ciertas supercherías no producen efecto ante la declaración categórica de la ley. La ley no la reconoce a usted por madre de esa joven.

– Pues yo me reconozco y declaro aquí delante de los que me escuchan, para que conste con arreglo a derecho. Si usted alega una ley, yo alego otra, y entretanto mi hija no saldrá de mi casa, porque a ella ha venido espontáneamente y por su propia voluntad, no seducida por un cortejo, sino con deliberado propósito de vivir a mi lado, como hija obediente y cariñosa.

– No me sorprende la conducta de lord Gray – dijo doña María. – Los nobles de Inglaterra suelen corresponder de este modo a la hospitalidad que se les da en las casas honradas… Pero no debo culpar tan sólo a él, hombre de mundo, privado de ideas religiosas y ciego ante la luz de la verdadera y única Iglesia, no. ¿Qué ha de hacer el ciego sino tropezar? A quien principalmente acuso es a ella; lo que más que nada me asombra es la liviandad de esa muchacha casquivana… Verdaderamente, señora condesa, voy creyendo que tiene usted razón en llamarla su hija. Árbol y fruto con iguales propiedades se distinguen.

– Señora doña María – replicó Amaranta con la voz tan temblorosa, a causa de la cólera, que apenas se entendían sus palabras – no vino mi hija seducida por lord Gray. Vino acompañada por él o por otro, que esto no hace al caso, y movida de propia inspiración y deseo. Me congratulo de ello, porque así la persona que más amo en el mundo estará libre de corromperse con el mal ejemplo de dos conocidas niñas mojigatas, que esconden a sus novios bajo las faldas de brocado de los santos que tienen en los altares de su casa.

Doña María se levantó como si el sillón en que estaba sentada se sacudiera repelido por subterránea explosión. Sus ojos fulminaban rayos, su curva nariz, afilándose y tiñéndose de un verde lívido, parecía el cortante pico del águila majestuosa: moviose convulsivamente su barba picuda, reliquia de la antigua casta celtíbera a que pertenecía, hizo ademán de querer hablar; mas con gesto majestuoso semejante al de las reinas de la dinastía goda cuando mandaban hacer alguna gran justicia, señaló a la otra condesa, y desdeñosamente dijo:

– Vámonos de aquí. No es este mi lugar. Me he equivocado. Señora condesa, quise que no se agriara esta cuestión; quise evitar a usted la visita de los emisarios de la ley. Pero usted no merece otra cosa, y no seré yo quien desempeñe en esta casa el papel que corresponde a alguaciles y polizontes.

– Como experta en pleitos – repuso Amaranta – y conocedora de tal laya de gente, puede usted buscar en la familia de estos una esposa para su digno hijo el señor conde, varón insigne en las tabernas y garitos de Madrid. Jugando al monte podrá restablecer el mermado patrimonio, sin verse en el caso de solicitar un enlace violento con una joven mayorazga.

– Salgamos de aquí, señores; son ustedes testigos de lo que aquí ha pasado – dijo doña María dirigiéndose a la puerta.

Y sin esperar a más, resueltamente y bramando de ira, que expresaba con olímpico fruncimiento de cejas, salió de la sala y de la casa, seguida de los mismos que le habían acompañado, a cuya cola iba D. Paco.

Por largo rato reinó profundo silencio en la sala. Amaranta, después de desahogar las antiguas cóleras de su pecho, estaba meditabunda y aun diré que arrepentida de todo lo que había dicho, doña Flora preocupada, y Congosto, con los ojos fijos en el suelo, revolvía sin duda en su cabeza altos y caballerescos pensamientos. Sacó a todos de su perplejidad una visita que nadie esperaba, y que causara general asombro. En la sala se presentó de improviso lord Gray.

Advertí en su fisonomía las huellas de la agitación de la pasada noche, y lo turbado de su hablar indicaba que aquel singular espíritu no había recobrado su asiento.

– En mal hora viene milord – le dijo secamente D. Pedro. – Ahora acaba de salir de aquí doña María, cuyo enojo por las picardías de usted es tan fuerte como justo.

– La he visto salir – repuso el inglés. – Por eso he entrado. Deseo saber… ¿Se sospecha de mí, señora condesa, se me acusa?…

– ¡Pues no se le ha de acusar, hombre de Dios!… – dijo D. Pedro. – Pues a fe que echó requiebros la señora doña María… y con mucha razón por cierto. Pues qué, robar a la señora doña Inesita, aun con consentimiento de la que se llama su madre…

– Vamos, estoy tranquilo – dijo lord Gray. – Veo que me imputan las hazañas de este pícaro Araceli, dejando en el olvido las mías propias. Desvaneceré el engaño, aunque en realidad, yo acepto todas las glorias de esta clase que me quieran adjudicar… La señora condesa estará ya contenta.

Amaranta no contestó.

– Disimule usted – dijo D. Pedro. – Eche usted sobre el prójimo sus abominables culpas.

– Veo con dolor – repuso lord Gray jovialmente – que en el rostro de usted, Sr. de Congosto, están escritas con parches y ungüentos las gloriosas páginas de la expedición al Condado.

– Milord – exclamó el héroe con ira, – no es propio de un caballero zaherir desgracias motivadas por la casualidad. Antes que hacer tal cosa examinaría yo mi conciencia por ver si está libre de faltas. La mía no me acusa de haber cometido en ningún tiempo bellaquerías como la de anoche.

– ¿Cuál?

– Ya lo sabe usted. Acabamos de oír a la señora de Rumblar – añadió la estantigua enfureciéndose gradualmente. – Digo y repito que es una gran bellaquería.

– Eso va con usted, Araceli.

– No, con usted, con usted, lord Gray. Usted es quien ha sacado a esa joven de aquella honesta casa, morada augusta de los buenos principios; usted quien la ha quitado de la protección y amparo de doña María, cuya santidad y nobleza engrandecen cuanto a su alcance se halla.

– ¿Con que es una gran bellaquería? – repitió lord Gray burlonamente. – Eso quiere decir que soy un gran bellaco.

– ¡Sí señor, un grandísimo bellaco! – repitió don Pedro, poniéndose tan encendido que las arrugas de su rostro semejaban los pliegues y abolladuras de un pimiento riojano. – Y aquí está D. Pedro del Congosto, para sostener lo que ha dicho, aquí y fuera de aquí en la forma y manera que usted lo crea conveniente.

– ¡Oh, Sr. D. Pedro! – exclamó lord Gray con júbilo. – ¡Qué gran placer me proporciona usted! Desde que por primera vez visité esta noble tierra, he buscado ansiosamente al gran D. Quijote de la Mancha; yo quería verle, yo quería hablarle, yo quería medir la fuerza de mi brazo con la del suyo, pero ¡ay!, hasta ahora lo he buscado en vano. He revuelto media península buscando a D. Quijote, y D. Quijote no parecía por ninguna parte. Yo creí que tan noble tipo se había extinguido, disipándose en la corruptora sociedad de los modernos tiempos; pero no, aquí está, al fin le encuentro con idéntico traje y rostro, un Quijote algo degenerado en verdad, pero Quijote al fin, que no se encuentra ni puede encontrarse más que en España.

 

– Si usted bromea, señor lord, yo soy hombre serio – repuso D. Pedro. – Yo tomo a mi cargo la defensa de esa ultrajada señora que acaba de salir; yo desharé su agravio y me tomo a pechos el castigar esta gran injuria que ha recibido limpiando con la sangre del traidor la infame mancha. Esto digo sin nada de quijotería. Ya se ve… en esta casa no me entienden. Es indudable que han entrado aquí las ideas filosóficas, ateas y masónicas, según las cuales ya se acabó el honor y la grandeza, lo noble y lo justo, para que no haya más que pillería, liberalismo, libertad de la imprenta, igualdad y demás corruptelas… Lo dicho, dicho. Este traje que visto prueba que he tomado a mi cargo la defensa de los principios en cuyo nombre se ha levantado la nación contra Bonaparte. ¡Oh, si todos me imitaran!… ¡Si todos empezando por el traje acabaran por las obras!… Pero basta de palabras. Elija usted hora y sitio. Acción tan aleve no puede quedar sin castigo.

– D. Quijote, sí, es él mismo – dijo el inglés. – D. Quijote degenerado y nacido de cruzamientos, pero que algo conserva de la generosa sangre del padre, como el mulo lleva en sí un poco de la dignidad y nobleza del caballo.

– ¡Cómo! ¿Llama usted mulo a un hombre como yo? – exclamó Congosto requiriendo coléricamente la espada.

– No, caballero insigne; decía que el quijotismo español de hoy se parece al antiguo, como se parece el mulo al caballo. Por lo demás acepto el reto de usted y nos batiremos a la jineta, a pie, con sable, espada, lanza, honda, ballesta, arcabuz, o como usted quiera. Pronto partiré de Cádiz, quizás mañana mismo. Disponga usted de mí cuando guste.

– ¿De verás se marcha usted? – dijo Amaranta saliendo de su atonía.

– Sí, señora, estoy decidido… Vendré a despedirme de usted… Conque Sr. D. Pedro…

– Lo dicho, dicho. Enviaré mi padrino.

– Lo dicho, dicho. Enviaré el mío.

D. Pedro salió mirándonos con altanera soberbia, que nos hizo sonreír a todos menos a doña Flora, la que reprendió al inglés su deseo de sujetar a nuevas pruebas la quebrantada osamenta del héroe del Condado. Después la condesa, que no participaba de nuestro humor festivo por la escena cómica que había seguido a la trágica, cual ordinariamente ocurre en el mundo, llevome aparte, y con aflicción me dijo:

– Temo haberme dejado arrastrar demasiado lejos por la ira que me produjo la presencia de aquella mujer. Le dije cosas demasiado duras, y cada palabra me pesa sobre la conciencia. Exasperada por lo que le dije, tomará venganza de mí, y si acude a la ley, no creo que la ley me sea favorable. Yo no tomé precaución alguna cuando se verificó el reconocimiento de Inés.

– Venceremos esas y otras dificultades, señora.

– Yo transigiría con ella y con mi tía, con tal que me dejaran a Inés. Creo que cediendo a doña María parte de mis derechos mayorazguiles, sería fácil aplacar esa furia. La de Leiva no es ni con mucho tan inconquistable.

– ¿Quiere usted que lo proponga a la señora doña María?… Nada se pierde… No sé si me recibirá; pero intentaré hablarla. Me favorece el que no sospecha nada de mí en el suceso de anoche.

– Es una buena idea. Sí… tampoco sería malo que yo me mostrase arrepentida de las atrocidades que le dije… no… ¡Oh, qué confusión, Dios mío! No sé qué hacer…

– Cualquiera de esos actos me parece aceptable.

– ¿Te parece que debo ir allá?

– Hoy no es conveniente. Se reanudaría al punto la reyerta, porque aquel volcán en erupción estará echando fuego, humo y lava por algún tiempo. Será prudente que yo me anticipe e indique a doña María esa idea de transacción que usted le propone, con tal que no la priven de su hija.

– Sí, hazlo tú primero. Yo me arriesgaré a tratar con mi tía, que es el jefe de la familia, pero antes conviene tantear a la de Rumblar, a ver qué tal se presenta.

– Ante todo debo indicar prudentemente a doña María que usted reconoce haber estado algo dura en la entrevista.

– Sí… lo encomiendo a tu habilidad, y me quedo tranquila… Si te recibe mal, no te importe. Con tal que te deje hablar, aguanta desprecios y desaires.

Hago mención de este diálogo que tuvimos la condesa y yo, para que comprenda el lector la razón de la extraña visita que hice a doña María un día después de aquel de tanto ruido en que ocurrió lo que acabo de contar.

XXIX

En efecto, traslademe a hora que me pareció oportuna a casa de doña María, recelando no ser recibido, pero con el firme propósito de no salir de allí sin intentar por todos los medios ver y hablar a la orgullosa dama. Encontré a D. Diego, quien, contra mi creencia, recibiome muy bien y me dijo:

– Ya sabrás los escándalos de esta casa. Lord Gray es un canalla. Cuando yo dormía en casa de Poenco, fue allá y me sacó las llaves del bolsillo… No podía haber sido otro. ¿Le viste tú entrar?

– Sr. D. Diego, quiero ver a la señora condesa para hablarle de un asunto que a esta familia, lo mismo que a la de Leiva, importa mucho. ¿Tendrá la señora la bondad de recibirme?

Madre e hijo conferenciaron a solas un rato allá dentro, y por fin la señora se dignó ordenar que me llevaran a su presencia. Estaba la de Rumblar en la sala acompañada de sus dos hijas. La madre tenía en el altanero semblante la huella de la gran pesadumbre y borrasca del día anterior, y la penosa impresión se traslucía en una especie de repentino envejecimiento. De las dos muchachas, Presentación revelaba al verme cierta alegría infantil, que ni aun la proximidad de su madre podía domar, y Asunción una tristeza, una decadencia, una languidez taciturna y sombría, señal propia de los muy místicos o muy apasionados.

La señora de Rumblar, después de ordenar a Presentación que se alejase, me recibió con un exordio severísimo, y luego añadió:

– No debía ocuparme de nada que se refiera a aquella casa donde ayer por mi desgracia estuve; pero la cortesía me obliga a oírle a usted, nada más que a oírle por breve tiempo.

– Señora – dije – yo me marcharé pronto. Recuerdo que usted me rogó que no volviese más a su casa. Hoy me trae un deber, un deseo vehemente de restablecer la paz y armonía entre personas de una misma familia, y…

– ¿Y a usted quién le mete en tales asuntos?

– Señora, aunque extraño a la casa, me ha afectado tan profundamente el agravio recibido por esta augusta familia, a quien respeto y admiro (aunque mis enemigos calumniadores hayan hecho creer a usted lo contrario) que me sentí vivamente inclinado a terciar de parte de usted. Señora doña María, vengo a decir a usted que la condesa se muestra hoy arrepentida de las duras palabras…

– ¿Arrepentimientos?… Yo no lo creo, caballero. Suplico a usted que no me hable de esa señora. Si es eso lo que usted quería decirme… La justicia está ya encargada de esto y de devolver a Inés al jefe de la familia.

Asunción alzó la vista y miró a su madre. Parecía deseosa de hablarle, pero con tanto miedo como deseo. Al fin, cobrando valor, se expresó de este modo con voz quejosa y tristísima, que producía en mí extraña sensación.

– Señora madre, ¿me permite usted que hable una palabra?

– Hija mía, ¿qué vas a decir? Tú no entiendes de esto.

– Señora madre, déjeme usted decirle una cosa que pienso.

– Está delante una persona extraña y no puedo negártelo. Habla.

– Pues yo pienso, señora, que Inés es inocente.

– He aquí, Sr. D. Gabriel, lo que es la limpieza de corazón. Esta tierna y piadosa criatura, a quien una celestial ignorancia de las maldades de la tierra eleva sobre el vulgo de los mortales, es incapaz de comprender que haya ruines pasiones en la sociedad. Hija mía, bendita sea tu ignorancia.

– Inés es inocente, lo repito – afirmó Asunción. – Lord Gray no puede haberla sacado de esta casa, porque lord Gray no la quiere.

– No la quiere porque no te lo ha dicho… ¿Qué sabes tú de eso, hija mía? ¿Tienes acaso idea de los ardides, de la perfidia, de los disimulos y malignas artes que usa la seducción?

– Inés es inocente – repitió cruzando las manos. – Algún otro motivo la habrá impulsado a abandonarnos, pero no el amor de lord Gray. No, lord Gray no la ama. ¿Cree usted en los Evangelios? Pues tan verdad como los Evangelios es esto que estoy diciendo.

– En otra ocasión me enfadaría – dijo la madre – al ver la exageración de tu benevolencia. Hoy mi espíritu está quebrantado: anhelo la tranquilidad y te perdono.

– ¿No me deja usted decir otra cosita que me falta?

– Acaba de una vez.

– Yo quiero ver a Inés.

– ¡Verla! – exclamó con enfado doña María. – Mis hijas no estiman sin duda su dignidad.

– Señora, yo quiero verla y hablarla – prosiguió Asunción con suplicante acento. – Si hay en ella pecado, estoy segura de que me lo confesará. Si no le hay, como creo, tendré la dicha de descubrir la verdadera causa de su fuga, y reconciliarla con la familia.

– No pienses en eso. Que cada cual se entienda con su conciencia. Si tú a fuerza de devoción y reconcentración, y gracias también al rigor de mi prudente autoridad has logrado elevar tu alma a cierto grado de beatitud, concedido a pocos, no te achiques empeñándote en disculpar a los demás. La perfecta virtud anda muy escasa por el mundo. Si en algunas honestas moradas, inaccesibles a las profanidades de hoy, se conserva encerrada como el más precioso tesoro, no debe contaminarse con el roce de la desenvoltura. En infausta hora vino Inés a mi casa. Renuncia a verla y a hablar con ella, mientras esté fuera de aquí. Tu sublimada virtud debe quedar satisfecha con perdonarla.

– No, yo quiero verla, yo quiero ir allá – exclamó la joven derramando de súbito un torrente de lágrimas. – Yo quiero verla. Inés es una buena alma. Estamos engañados. Ella no puede haber cometido ninguna mala acción. Señora, lord Gray no la ama ni puede amarla. Quien lo dijese es un infame que merece arder en el infierno por toda la eternidad, traspasada la lengua con un hierro candente.

– Asunción, sosiégate – dijo la madre con menos severidad, al notar que la infeliz muchacha padecía una febril excitación, semejante a los primeros síntomas de una enfermedad grave. – ¿A qué tanto empeño? Siempre eres lo mismo… Tus manos arden… los ojos se te quieren saltar de la cara; estás lívida… Hija, tu piedad exaltada de algún tiempo a esta parte te hace mucho daño, y es preciso no olvidar la salud del cuerpo. Tus largos insomnios cavilando en las cosas santas, tus meditaciones sin fin, la viva pasión que te consume por lo religioso, te han marchitado en pocos días.

Y luego, dirigiéndose a mí, añadió:

– Yo no quisiera que se extremara tanto en sus devociones; pero no se la puede contener. Su alma es muy vehemente, y una vez que logré dirigirla al santo fin que me proponía, hase inflamado en una piedad estupenda. Es un fuego abrasador su espíritu, no un vano soplo, y la creo capaz de grandes cosas en la esfera de la vida mística que tan celosamente ha abrazado.

– Por Dios y todos los santos, ruego a usted, señora, que me permita ver a Inés. Es mi amiga, mi hermana. Yo tengo orgullo en su virtud, yo me siento ofendida y lastimada por la mala opinión que hoy se tiene de ella en esta casa. Quiero hacer una buena obra y volverle su honor. ¿Por qué ha de intervenir en esto la justicia, si yo confío en que la traeré a casa? La justicia es el escándalo… Yo quiero ver a Inés, y conseguiré de ella con una palabra más que toda la curia con una montaña de papeles. Señora madre, esto que digo es inspiración de Dios, me salen estas palabras del fondo del alma, siento dentro de mí un blando susurro, como si la voz de un ángel me las dictara. No se oponga usted a esta divina voluntad, pues voluntad divina es en este momento la mía.

La señora de Rumblar reflexionó, miró al techo, después a mí, luego a su hija, y al fin exhalando un hondo suspiro, dijo:

– La dignidad y entereza tienen su límite, y la razón no puede a veces resistir a las súplicas del sentimiento y la piedad reunidos. Asunción, puedes ir a ver a Inés. Te llevará D. Paco.

La muchacha corrió ligera a vestirse.

– Pues como indiqué a usted, señora condesa… – dije, reanudando mi interrumpida conferencia diplomática.

– Haga usted cuenta de que no ha indicado nada, caballero. Todo es inútil. Si el objeto de su visita es traerme recados o proposiciones de la condesa, puede usted retirarse.

– La señora condesa se apresura a conceder a usted…

– No quiero que me conceda nada. El jefe de la familia es la señora marquesa de Leiva, y a estas horas ha tomado todas las providencias necesarias para que todo vuelva a su lugar. Nada me corresponde hacer.

 

– ¡La señora condesa está tan arrepentida de aquellas palabras!

– Que Dios la perdone… Mi responsabilidad está a cubierto… ¿Pero a qué estos artificios, Sr. de Araceli? ¿Cree usted que no le comprendo?

– Señora, no hay artificio en lo que digo.

– Vamos, que a mí no se me engaña fácilmente.¿Me faltará entendimiento para comprender que todos esos supuestos recados de la condesa, son pretexto que usted toma para entrar aquí y ver a mi hija Presentación, de quien está tan enamorado?

– Señora, la verdad, no había pensado…

– Un ardid amoroso… en efecto, no es ningún crimen. Pero ha de saber usted que he destinado a mi hija al celibato. Ella no quiere casarse… Además, aunque de mis repetidos informes resulta que no es usted mala persona, no basta… porque, veamos, ¿quién es usted?… ¿de dónde ha salido usted?

– Creo que del vientre de mi madre.

– Bueno será, pues, que renuncie a sus locas esperanzas.

– Señora, usted padece una equivocación.

– Yo sé lo que digo. Ruego a usted que se retire.

– Pero… si me permitiera usted que acabara de exponerle…

– Ruego a usted que se retire – repitió con grave acento.

Me retiré, pues, y en el corredor, una puerta se entreabrió para dejarme ver el lindo rostro de Presentación y una blanca manecita que me saludaba.