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Episodios Nacionales: Cádiz

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Dioles orden expresa de pasearse desde la Aduana hasta el baluarte de la Candelaria, yendo y viniendo tres veces, sin que por causa alguna infringiesen esta premática paseantil, ni traspasasen la línea indicada, ni menos se internasen en las calles de Cádiz, por donde después que están aquí las Cortes, discurren, como dice el Sr. Teneyro, todos los pecados y vicios en endemoniada procesión… Pero, ¿qué hacen mis niñas? Verás. En cuanto llegaron a la calle del Baluarte amotináronse, empeñándose en que D. Paco las había de llevar a las Cortes, porque tenían gran curiosidad, sed devoradora de ver tan bonito espectáculo; gruñó el pobre preceptor, chillaron ellas, se aferró él al programa que le trazara su ama, rebeláronse las chicas, negándose a ir a la muralla, y luego le acribillaron a pellizcos y alfilerazos. Presentación propuso a las otras dos arrojar a D. Paco al mar, y después le quitaron el sombrero para guardarlo en rehenes y privarle de tan útil prenda, si no las llevaba al Congreso Nacional.

Una de ellas tenía una papeleta de tribuna, que sin duda algún galán travieso le dio con el fin que puede suponerse. Antes los galanes, cuando no podían comunicarse con sus amadas, las citaban en las iglesias, donde la religiosa oscuridad protegía el trasiego de las cartitas, el apretón de manos u otro desahogo de peor especie, mientras los padres embobados contemplaban las llamaradas del cuadro de Ánimas del Purgatorio. Hoy cuando no puede haber reja ni correo, los amantes se suelen citar en la tribuna de las Cortes. Es esta una invención donosísima, ¿no es verdad, lord Gray? Sin duda está muy en boga en los parlamentos de Inglaterra, y ahora nos la introducen en España para mejoramiento de las costumbres.

Lord Gray, que había puesto atención a lo que doña Flora nos contaba, repuso con malicia:

– Señora mía, deme usted licencia para retirarme, porque tengo una ocupación, un quehacer imprescindible no lejos de aquí.

– Sí, vaya usted, vaya usted. Ahora deben estar en la discusión de los señoríos jurisdiccionales. Mucho ruido, mucho barullo en las tribunas. Usted entrará en la de los diplomáticos, que está mano a mano con la de señoras. Corra usted, adiós.

Dejome lord Gray en las garras de doña Flora, la cual continuó así:

– El pobre D. Paco se defendió hasta que no pudo más. ¡Pobre señor! No tuvo más remedio que bajar la cabeza ante el número y llevarlas a las Cortes. Cuando le encontré y me contó el lance, iba el pobre tan cari-entristecido, cual si lo llevaran a ajusticiar, y me dijo: «Ay de mí, si doña María llega a saber esto… ¡Malditas sean las Cortes y el perro que las inventó!».

– ¿Estarán todavía allá?

– Sí; corre a avisárselo a la condesa. La pobrecita hace tiempo que está arando la tierra por ver a Inés dentro o fuera de su cárcel, y no puede conseguirlo, pues a ella no la admiten allá, y se pasan meses y meses sin que se les permita dar un paseo con el ayo. Conque ve a decírselo y tú mismo la acompañarás a San Felipe. No tardes, hijo, y en seguida a casa derechito que tengo que hablarte. ¿Comerás hoy con nosotros?

Me despedí con gran precipitación de doña Flora, dejándola en poder de los guacamayos, y me alejé de allí; pero en vez de correr hacia la calle de la Verónica, mi curiosidad, mi pasión y un afán invencible me impulsaron hacia la plaza de San Felipe, olvidando a Amaranta y a doña Flora, fija el alma y la vida toda en las tres muchachas, en D. Paco, en lord Gray, en las Cortes, en los diputados y en la discusión sobre señoríos jurisdiccionales.

XVII

Llegué, y en la pequeña plazoleta que hay a la entrada de la iglesia, entonces convertida en Congreso, había, como de costumbre, gran gentío. Extendí con avidez la vista por la multitud de caras que allí se confundían, y no vi ninguna de las que buscaba. Pensando que estarían todos arriba, traspasé la puertecilla que conducía a la escalera de las tribunas, pero en el vestíbulo, o más bien pasadizo, la gente que bajaba, tropezando con la que quería subir, formaba remolinos y marejada. Pugnaba yo por entrar cuando vi cerca de mí a Presentación, que estrujada por espaldas y hombros muy robustos, mostraba gran aflicción y pesadumbre de haberse metido en tal fregado. Las otras dos y D. Paco no estaban allí.

Al punto acudí a sacarla de apreturas, y al reconocerme se alegró mucho y me dio las gracias.

– ¿Dónde están las otras dos y D. Paco? – le pregunté.

– ¡Ay!, no sé… – exclamó con zozobra. – Entre el gentío, Inés y Asunción se separaron de mí. Después las vimos con lord Gray en el fondo de este pasadizo. D. Paco fue tras ellas y a ninguno veo.

– Pues avancemos – dije resguardándola con mis brazos. – Ya parecerán.

Despejose algo el local con la salida de una fuerte masa de gente, cansada ya de oír discursos, y entonces vi venir a D. Paco, como que bajaba de la escalera de las tribunas reservadas.

– No están – decía el pobre viejo con la mayor ansiedad. – Asuncioncita e Inesita han desaparecido. Deben de haber salido otra vez a la calle. Lord Gray se juntó a ellas. ¡Dios mío! ¿Qué nueva tribulación es esta? Señor de Araceli, ¿las ha visto usted?

– Subamos, que arriba han de estar.

– Que no están. ¡En buena nos han metido!… El santo Ángel de la Guarda me acompañe. Estas niñas me harán condenar, señor de Araceli… ¿Se habrán metido abajo en el salón de sesiones?

– Yo no he traído papeleta para las tribunas reservadas; pero subamos a la pública y desde allí veremos si están.

– Yo me muero de pena – exclamó el buen profesor con lastimosos aspavientos. – ¿Dónde estarán esas dos niñas? El gentío las separó de nosotros por casualidad… ¿qué digo casualidad? El demonio ha andado aquí.

– Yo subiré con esta madamita a la tribuna pública, y veremos si están o no están aquí.

– Yo saldré a la calle… Yo buscaré por todo el edificio; yo volveré patas arriba Cortes y procuradores, y han de parecer, aunque se hayan metido dentro de la campanilla del presidente o en la urna donde se vota. ¡Qué aprieto, qué compromiso, qué situación!

Y el pobre viejo se echó a llorar como un chiquillo.

– Subamos, Sr. de Araceli – dijo resueltamente Presentación – que tengo mucho deseo de ver eso.

La muchacha, en su anhelo de ver las Cortes, no se cuidaba de la pérdida de sus compañeras.

– Suban ustedes a la tribuna pública – dijo D. Paco – y aguárdenme allí, que voy a preguntar a los porteros.

Presentación se aferró a mi brazo, y lejos de hacer peso en él, parecía que me impulsaba y aligeraba, según era su impaciencia y afán de subir pronto. Cuando llegamos arriba y entramos, no sin trabajo, en la tribuna, la pobre muchacha mostraba en sus asombrados ojos y en el encendido color de sus mejillas, la viva emoción que espectáculo tan nuevo para ella le produjera. Al abarcar con la vista la iglesia-salón, observé la tribuna de señoras, la de diplomáticos, y no vi a las dos muchachas ni a lord Gray. Asombrado de esto, pensé retirarme para buscar fuera; pero Presentación, arrobada y suspensa con la gravedad del Congreso y el hablar de los diputados, me dijo deteniéndome:

– D. Paco las buscará. Yo he venido aquí para ver esto, Sr. de Araceli. Acompáñeme usted un momento. Mi hermana e Inés pueden parecer cuando quieran. ¿Quién les mandó separarse?

– ¿Pero no vio usted hacia qué parte fueron con lord Gray?

– No sé – repuso sin poder apartar su atención de lo que estaba viendo. – ¿Sabe usted, Sr. de Araceli, que esto es muy bonito? Me gusta tanto como los toros.

Traté de acomodarla en un asiento, y para esto me fue forzoso molestar a algunas personas de las que se habían instalado allí desde el principio de la sesión y asistían con devotísimo recogimiento a los debates. Gruñeron unos, murmuraron otros; pero al fin Presentación obtuvo un puesto y yo otro a su lado; pero mi inquietud y ansiedad eran tales, que me levantaba con frecuencia para alargar el cuerpo fuera de las barandillas con objeto de examinar todo el ámbito del salón y las pobladas tribunas. Fáltame decir que el gentío que nos acompañaba en la pública, era compuesto, en parte, de gente de baja esfera; y en parte, de personas graves del comercio menudo, de tenderos, periodistas y también muchos vagos de la calle Ancha y algunas mozas de diferente estofa.

La iglesia, convertida en salón, no era grande. Ocupaban los diputados el pavimento, la presidencia el presbiterio y los altares estaban cubiertos con cortinones de damasco, que los escondían, lo mismo que a las imágenes, de la vista del público, como objetos que no habían de tener aplicación por el momento. El arquitecto Prast, reformador del edificio, discurrió también sin duda que a los santos no les haría mucha gracia aquello. Algunos han creído que los diputados subían al púlpito para hablar; pero no es cierto. Los diputados hablaban, como hoy, desde sus asientos; y los púlpitos no servían para nada más que para apolillarse. Tenía la iglesia sus tribunas laterales, que fueron destinadas a los diplomáticos, a las señoras y al público distinguido; y en los pies del edificio abriéronse dos nuevas con barandal de madera, que se dedicaron al pueblo en general, y que éste invadió desde las primeras sesiones, alborotando más de lo que parecía conveniente al decoro de su recién lograda soberanía.

Presentación no tenía ojos más que para observar la presidencia, los diputados, y muy principalmente al que hablaba; las tribunas, los ujieres, el dosel, el retrato del rey; ni tenía alma más que para atender a aquellos indefinibles bullicios, propios de todo cuerpo deliberante, y que son como el aliento de la pasión que allí por tan diferentes órganos habla, del noble entusiasmo, del vil egoísmo; el sordo mugir de las mil ideas, siempre desacordes, que hierven dentro de ese cerebro calenturiento que se llama salón de sesiones. Yo observé la estupefacción de la muchacha, y le dije:

 

– ¿Le gusta a usted este espectáculo?

– Muchísimo. Nos habían dicho que era muy feo, pero es bonito. ¿Quién es aquel señor que está en medio del redondel?

– Es el presidente. Es el que dirige esto.

– Ya, ya… Y cuando quiera mandar una cosa, sacará el pañuelo y lo agitará en el aire.

– No, señora doña Presentacioncita. Así pasa en los toros; pero aquí el presidente se vale de una campanilla.

– Y el diputado que va a hablar, ¿por dónde sale? ¿Por detrás de aquella cortina o por esa puertecilla?

– El diputado no sale por ninguna parte, que aquí no hay toril ni telones. El diputado está en su asiento, y cuando quiere hablar se levanta. Vea usted: todos esos que ahí están son diputados.

La muchacha, a cada nueva conquista hecha por su inteligencia en el conocimiento de las cosas parlamentarias, más sorpresa mostraba, y no distraía su atención del Congreso sino para hacerme preguntas tan originales a veces, y a veces tan inocentes, que me era muy difícil contestarle. Carecía en absoluto de toda idea exacta respecto de lo que estaba presenciando; y aquel espectáculo la conmovía hondamente, sin que las ideas políticas tuviesen ni aun parte mínima en tal emoción, hija sólo de la fuerte impresionabilidad de una criatura educada en estrechos encierros y con ligaduras y cadenas, mas con poderosas alas para volar, si alguna vez rompía su esclavitud.

Era tierna, sensible, voluble, traviesa, y por efecto de la educación, disimuladora y comedianta como pocas; pero en ocasiones tan ingenua, que no había pliegue de su corazón que ocultase, ni escondrijo de su alma que no descubriese. Por esto, que era sin duda efecto de un anhelo irresistible de libertad, aparecía a veces descomedida y desenvuelta con exceso.

Poseía en alto grado el don de la fantasía; la falta de instrucción profana unida a aquella cualidad, la hacía incurrir en desatinos encantadores. No sólo en aquella ocasión, sino en otras varias, observé que al separarse de doña María y al sentirse libre del peso de aquella gran losa de la autoridad materna, desbordábanse en ella con desenfrenada impetuosidad, fantasía, sentimiento, ideas y deseos. Presenciando la sesión, no cabía en sí misma; tan inquieta estaba, y tan sublevados sus nervios y tan impresionados sus sentidos.

– Señor de Araceli – me dijo después que por un instante meditó – ¿y esto para qué es?

– ¿El Congreso?

– Sí, eso es; quiero decir que para qué sirve el Congreso.

– Sirve para gobernar a los pueblos, juntamente con el rey.

– Comprendido, comprendido – repuso vivamente agitando su abaniquillo. – Quiere decir que todos estos caballeros vienen aquí a predicar, y así como los curas de las iglesias predican diciendo que seamos buenos, los procuradores de la nación predican otras cosas; viene la gente, los oye y nada más. Sólo que, según dicen los que van de noche a casa, los diputados predican que seamos malos, y esto es lo que no entiendo.

– Esos discursos – le contesté risueño – no son sermones, son debates.

– Efectivamente; me ha parecido que no son sermones, sino que uno dice una cosa, otro otra, y parece como que disputan.

– Justamente. Disputan; cada uno dice lo que cree más conveniente, y después…

– El disputar me gusta mucho. ¿Sabe usted que me estaría aquí las horas muertas oyendo esto? Pero me agradaría que hablaran fuerte y se insultaran, tirándose los bancos a la cabeza.

– Alguna vez…

– Pues yo quiero venir ese día. ¿Se anunciará por carteles en las esquinas?

– Nada de eso. La política no es una función de teatro.

– ¿Y qué es la política?

– Esto.

– Ahora me parece que lo entiendo menos. Pero ¿quién es ese hombre alto, moreno y de aspecto temeroso, que está hablando ahora? Le aseguro a usted que ese modo de charlar me gusta.

– Es el Sr. García Herreros, diputado por Soria.

La atención del Congreso estaba fija en el orador, uno de los más severos y elocuentes de aquella primera fecunda hornada. Profundo silencio reinaba en el salón lo mismo que en las tribunas. Callamos Presentación y yo, y atendimos también, ambos absortos y suspensos, porque la palabra de García Herreros, enérgica y sonora, era de las que imperiosamente se hacen oír y acallan todos los rumores de una Asamblea.

Combatiendo las servidumbres, exclamaba: – «¿Qué diría de su representante aquel pueblo numantino, que por no sufrir la servidumbre quiso ser pábulo de la hoguera? Los padres y tiernas madres que arrojaban a ellas a sus hijos, me juzgarían digno del honor de representarles, si no lo sacrificase todo al ídolo de la libertad? Aún conservo en mi pecho el calor de aquellas llamas, y él me inflama para asegurar que el pueblo numantino no reconocerá ya más señorío que el de la nación. Quiere ser libre y sabe el camino de serlo».

XVIII

Ruidosos aplausos de abajo, y aplausos, patadas y gritos de arriba, ahogaron las últimas palabras del orador. Presentación me miró, y sus mejillas estaban inundadas de lágrimas.

– ¡Oh, Sr. de Araceli! – me dijo. – Ese hombre me ha hecho llorar. ¡Qué hermoso es lo que ha dicho!

– Señora doña Presentacioncita, ¿no repara usted que ni su hermana, ni Inés, ni lord Gray parecen por ningún lado?

– Ya parecerán. D. Paco ha ido a buscarlas y dará con ellas… Ahora está hablando otro, y dice que aquel no tiene razón. ¿Cómo entendemos esto?

Otro orador usó de la palabra, pero por poco tiempo.

– Parece que ahora tratan de otro asunto – dijo la muchacha, observando siempre. – Y allí se ha levantado uno que saca un papel y lo lee.

– Se me figura que ese es D. Joaquín Lorenzo Villanueva, el diputado por Valencia.

– Es clérigo. Parece que lee un papel impreso.

– Es sin duda un periódico de los que ponen como chupa de dómine a las Cortes. Aquí acostumbran leer las picardías que los papeles públicos dicen de los diputados, y las contestaciones que estos se sirven dirigirles.

En efecto: Villanueva, furioso porque El Conciso se reía de sus proyectos de ley, lo denunciaba al Congreso Nacional, y luego nos regalaba la contestación. Era esta una de las anomalías y rarezas de aquella nuestra primera Asamblea, bastante inocente para detenerse en disputar con los periódicos, dictando luego severas penas que contradecían la libertad de la imprenta.

– Parece que va a haber tumulto – me dijo Presentación. – ¡Cielos divinos! Se levanta a hablar otro predicador… Pero si es Ostolaza… ¿no le ve usted?, el mismo Ostolaza. ¿No ve usted su cara redonda y encarnada?… Si su voz parece una matraca… y ¡qué gestos, qué miradas!…

Ostolaza empezó a hablar, y con su discurso las risas y burlas, arriba y abajo, sin que el presidente pudiera acallarlas, ni el orador hacerse oír con claridad. Volviose a las tribunas y con el gesto desenfadado las despreció, y crecieron tumultos y voces, sobre todo en nuestro balcón, donde varios individuos de sombrero gacho y marsellés no podían convencerse de que estaban en lugar muy distinto de la plaza de toros.

– Dice que nos desprecia – exclamó Presentación en voz muy baja. – Se ha puesto rojo como un tomate. Amenaza a las tribunas porque nos reímos de su facha. Sí, Sr. Ostolaza, nos reímos de usted… Miren el mamarracho, espantajo. ¿Por qué no le retiran las licencias? Si es un predicador de aldea… Insulta a los demás. ¿Usted qué sabe, so bruto? ¿Porque en casa le oímos con la boca abierta cuando nos sermonea, cree que le van a tolerar aquí?…

Un individuo de las tribunas gritó:

– ¡Afuera el apaga candelas!

Y el barullo y vocerío tomaron proporciones tales que los porteros nos amenazaron con echarnos a todos a la calle.

– Sr. de Araceli – me dijo Presentación, encendida y agitada por el entusiasmo – tendría un grandísimo placer… ¿en qué creerá usted? Me regocijaría muchísimo… ¿de qué pensará usted? De que ahora se levantara de su asiento el señor presidente y le diera dos palos a Ostolaza.

– Aquí no es costumbre que el presidente apalee a los diputados.

– ¿No? – exclamó con extrañeza. – Pues debiera hacerlo. Me estaría riendo hasta mañana: dos palos, sí señor, o mejor cuatro. Los merece. Aborrezco a ese hombre con todo mi corazón. Él es quien aconseja a mamá que no nos deje salir, ni hablar, ni reír, ni pestañear. Asunción dice que es un zopenco. ¿No cree usted lo mismo?

– ¡Que le den morcilla! – gritó una voz becerril en el fondo de la galería.

– Comparito – dijo otra voz dirigiéndose al orador – ¿todo ese enfao es verdá o conversasión?

– Señores – exclamó volviéndose a todos lados, un diarista almibarado, peli-crecido y amarillento – estos escándalos no son propios de un pueblo culto. Aquí se viene a oír y no a gritar.

– Camaraíta – preguntole con sorna un viejo chusco que allí cerca había – eso que osté ha dicho ¿es jabla o rebuzno?

– Sóplenme ese ojo – gritó otro.

– Señores, que el presidente nos va a echar a la calle y perderemos lo mejor de la sesión.

– Señora doña Presentacioncita – dije yo a la muchacha – bueno será que nos marchemos. La tribuna se alborota y no es prudente seguir aquí. Además los extraviados no parecen y debemos buscarlos fuera.

– Esperemos aún… En suma, Sr. D. Gabriel – me dijo con encantadora inocencia – ¿todos esos hombres para qué están aquí, para qué hablan, para qué gritan?

Le contesté lo que me parecía y no me entendió.

– Ostolaza sigue hablando. Sus brazos parecen aspas de molino… Todos se ríen de él. Veo que las Cortes, como los teatros, tienen su gracioso.

– Así es en efecto.

– Y el gracioso es Ostolaza… Pues me parece que junto a él está el Sr. Teneyro… ¡Qué par! Si querrá también hablar… Dígame usted otra cosa, ¿quién es ese señor Preopinante de quien todos hablan tan mal?

– El Preopinante es el que ha hablado antes.

– Dígame usted. Y cuando tengamos rey, ¿Su Majestad vendrá también a predicar aquí?

– No lo creo.

– ¿Y en qué consiste eso que dicen de que con Cortes hay libertad?

– Es una cosa difícil de explicar en pocas palabras.

– Pues yo lo entiendo de este modo… Pongo por caso… las Cortes dirán: ordeno y mando, que todos los españoles salgan a paseo por las tardes, y vayan una vez al mes al teatro, y se asomen al balcón después de haber hecho sus obligaciones… Prohíbo que las familias recen más de un rosario completo al día… Prohíbo que se case a nadie contra su voluntad y que se descase a quien quiere hacerlo… Todo el mundo puede estar alegre siempre que no ofenda al decoro…

– Las Cortes harán eso y mucho más.

– ¡Oh, Sr. Araceli, yo estoy muy alegre!

– ¿Por qué?

– No sé por qué. Siento deseos de reír a carcajadas. Siempre que salgo de casa, y voy a alguna parte donde puedo estar con alguna libertad, me parece que el alma quiere salírseme del cuerpo y volar bailando y saltando por el mundo; me embriaga la atmósfera y la luz me embelesa. Todo cuanto veo me parece hermoso, cuanto oigo elocuente (menos lo de Ostolaza), todos los hombres justos y buenos, todas las mujeres guapas, y me parece que las casas, la calle, el cielo, las Cortes con su presidente y su preopinante me saludan sonriendo. ¡Oh, qué bien estoy aquí! Inés y Asunción no parecen, D. Paco tampoco. Cuanto más tarde vengan mejor. Otra cosa…, ¿por qué no ha seguido usted yendo a casa por las noches? Nosotras nos hemos reído de usted.

– ¿De mí? – pregunté con turbación.

– Sí, porque se la echaba usted de devoto para agradar a mamá. ¡Qué bien hacía usted su papel! Lo mismo, lo mismito hacemos nosotras.

Me asombré de la frescura con que la infeliz niña decía claramente que engañaba a su mamá.

– Vaya usted a casa. A nosotras no nos dejaban hablar con usted, pero nos entretuvimos mirándole.

– ¡Mirándome!

– Sí, sí; a todo el que va a casa le examinamos y le medimos las facciones línea por línea. Después, cuando nos quedamos solas, decimos cómo tiene el pelo, los ojos, la boca, los dientes, las orejas, y disputamos sobre cuál de las tres se acuerda mejor.

– Bonita ocupación.

– Las tres estamos siempre juntas. La señora marquesa de Leiva está muy enferma, y como mamá dice que quiere tener a Inés bajo su vigilancia, ha mandado que viva en casa. Las tres dormimos en una misma alcoba y charlamos bajito por las noches. ¡Ah! ¿Sabe usted lo que me ha dicho Inés? Que usted está enamorado.

– ¡Qué bromazo! Tal cosa no es verdad.

– Sí, nos lo dijo, y aunque no me lo dijera… Eso se conoce.

– ¿Lo conoce usted?

– Al instante. En cuanto veo a una persona.

– ¿Dónde ha aprendido usted eso? ¿Lee usted novelas?

– Jamás. No las leo; pero las invento.

– Eso es peor.

– Todas las noches saco de mi cabeza una distinta.

 

– Las novelas inventadas son peores que las leídas, señora doña Presentacioncita.

– Vuelva usted a casa por las noches.

– Volveré. Lord Gray las entretiene a ustedes bastante.

– Lord Gray no va tampoco – dijo con pena.

– ¿Y si supiera doña María que usted ha venido aquí?

– Creo que nos mataría. Pero no lo sabrá. Inventaremos algo muy gordo. Diremos que venimos del Carmen, donde fray Pedro Advíncula nos entretuvo contándonos vidas de santos. Otras veces le hemos dicho esto, y luego fray Pedro Advíncula no nos ha desmentido. Es un santo varón y yo le quiero mucho. Tiene las manos blancas y finas, los ojos dulces, la voz suave, el habla graciosa; sabe tocar el ole en un organito muy mono, y cuando no está mamá delante, habla de cosas mundanas con tanta gracia como decencia.

– ¿Y fray Pedro Advíncula, va a casa de usted?

– Sí… es amigo de lord Gray. Es el que hace la preparación espiritual de Inés para el matrimonio, y de Asunción para el monjío… Se me figura (y esto es reservado) que él llevó la papeleta de la tribuna.

– Y a usted ¿no la prepara para algo?

– A mí – contestó la muchacha con profundo desconsuelo – a mí, para nada.

Yo estaba absorto, pasmado y lelo, contemplando la seductora ignorancia, la infantil malicia, la franqueza sin freno de aquella alma, a quien la falta de toda educación mundana presentaba en la desnudez de su inocencia. Como era linda de rostro, y había tal viveza en su hablar espontáneo y armonioso, me encantaba verla y oírla, y como vulgarmente se dice con respecto a los niños, me la hubiera comido. No hallo otra frase mejor para expresar la admiración que aquel raudal de gracia y travesura, de sentimiento y de dulce ingenuidad me producía. Nombré antes a los niños, y aquí repito, aunque Presentacioncita había dejado de serlo, a mí me hacía el efecto de uno de esos chiquillos sentenciosos, que con sus verdades como puños nos causan asombro y risa. Verdad es que la de Rumblar, aun haciéndome reír, me causaba al mismo tiempo tristeza.