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Episodios Nacionales: 7 de Julio

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XV

Dentro de Palacio, y en la reducida esfera donde imperaba la monarquía absoluta, también se repartían municiones. Pero, ¿qué municiones? Dulces y cigarros y botellas de vino. Dicen que cada soldado tenía en su bolsillo una onza de oro, y que las criadas de Palacio bajaban a repartir entre ellos cintas encarnadas con emblemas de Viva el Rey absoluto, Mueran los milicianos. Dicen que había crápula permanente arriba y abajo, en los salones y en el patio, con gran jaleo de borracheras, excesos y deslices que no son para escritos.

Los grandes palaciegos como Amarillas, Infantado, Casa-Sarriá y el duque de Castro-Terreño, a quien llamaban los zurriaguistas el general Castañuelas, rodeaban al Rey, presentándole como seguro el triunfo del despotismo. Bullía en aquellas excelsas testas cortesanas un proyecto parecido al famoso de Vinuesa, con su correspondiente secuestro de autoridades; pero los sucesos se presentaban de otra manera y los secuestradores corrían riesgo de ser secuestrados.

La diputación permanente de Cortes invitó a Su Majestad a que abandonase a los sublevados, pasándose al campo liberal, y los Ministros creían poder resolverlo todo con su veto absoluto y sus dos Cámaras. Nadie se entendía; nadie, ni aun los mismos guardias podían decir claramente su aspiración, pues algunos de los sublevados, como el ilustre Córdoba, no eran enemigos de la Constitución. Sólo los milicianos sabían a dónde iban, a aplastar el insolente despotismo, a invadir el Palacio, quizás a reproducir en España el 10 de Agosto de la revolución francesa. Sólo la Milicia sabía su papel.

En este infernal hervidero descollaba un hombre por su autoridad, su patriotismo y su energía, lo mismo que descollaba entre la multitud por su alta figura imponente. Era el general Morillo, hombre colosal, de color cetrino, adusta fisonomía. Su fama adquirida en aquellas fabulosas guerras de América, enfrente del gran Bolívar, cuadraba perfectamente a su figura, que era hasta cierto punto una figura india, un cuerpo de bronce al cual hubiera sentado bien la desnudez y un arco para atacar la sublevación a flechazos.

Por una singularidad oficial de estas a que los españoles estamos acostumbrados, Morillo mandaba a los leales y a los sediciosos. El Ministerio, en su desaforado empeño de confeccionar toda clase de artículos de pastelería, le había nombrado coronel de Guardias el mismo día 1.º de Julio, y como tal y como Capitán general del distrito, mandaba frecuentes recados al Pardo, iba él mismo, subía a Palacio, entraba en el Ayuntamiento, en la casa de Ministerios, en las Cortes, visitaba el Parque, los cuarteles, los retenes, los puestos de guardias, hasta los grupitos de impacientes milicianos que cubrían las entradas de las calles. El objeto de aquel ínclito soldado era evitar la efusión de sangre, evitar un cataclismo, siempre más funesto, cualquiera que fuese su resultado, a la causa liberal que al despotismo.

En la tarde del día 4 los guardias de Palacio hicieron fuego a los patriotas que habían tomado posiciones en la subida de los Ángeles. La batalla era inminente, porque los milicianos, locos de entusiasmo, querían jarana. Acudió precisamente Riego con cañones que sacó del Parque; acudió el batallón Sagrado, decidido a atacar a los rebeldes, y el choque hubiera sido terrible sin la interposición del Capitán general, que llegó en el momento del peligro. Riego quería marchar adelante con sus fogosos milicianos; Morillo mandaba que se retirasen. Ambos personajes se miraron frente a frente.

– ¿Y quién es usted? – dijo el conde de Cartagena con irónico desprecio.

– Soy el diputado Riego – contestó el héroe de las Cabezas, sorprendido de que hubiera un mortal que no le conociera.

– Pues si es usted el diputado Riego – añadió Morillo con mayor desprecio todavía, – váyase usted al Congreso, que aquí no tiene nada que hacer.

Cuando Morillo volvió la espalda para seguir dando órdenes, Riego pronunció en voz alta los consabidos términos de alarma, que tanto efecto han hecho siempre en el ánimo de los patriotas:

– ¡La libertad se pierde!… ¡Estamos rodeados de precipicios!

Toda la razón estaba entonces de parte del general Morillo. Los milicianos de Selles y los del batallón Sagrado no bastaban para la tercera parte de los guardias que había en Palacio. Sólo en la exaltada cabeza de aquel fanático ídolo del pueblo cabía la idea de atacar tan desventajosamente a fuerzas tan aguerridas. El mismo San Miguel lo comprendió así y atajaba el ardor impetuoso de sus sagradas tropas, diciéndoles:

– Orden, señores, moderación, por Dios; que nos perdemos.

El batallón Sagrado marchó hacia la plaza de Santo Domingo, y algún energúmeno gritaba en sus filas: «¡Estamos vendidos!».

Los milicianos no dormían. Fijos en sus guardias, con los ojos del alma puestos en un ideal de eterna gloria; impacientes, anhelantes, inflamados en amor a la libertad; ciegos con aquella noble ceguera que a veces hace dar tropezones y a veces impulsa hasta los cielos; poseídos de su papel con cierta petulancia, pero al mismo tiempo con la dignidad y firmeza propias de las circunstancias, aquellos honrados vecinos de Madrid esperaban la hora suprema. La idea de arreglo, arreglo o pastel (era la palabra de moda) les enfurecía. El mismo Morillo, que tan bien cumplía su misión, era mirado con recelo. De los ministros nadie hacia caso, ni Rey ni pueblo, ni ejército ni Milicia. No es posible concebir siete figuras más tristes que las de aquellos abogados o literatos, que contemporizaban con los guardias a condición de que estableciesen las dos Cámaras y el veto.

Frente al Parque de San Gil había en la tarde del 6 varios milicianos, paisanos del batallón Sagrado, oficiales del ejército y también algunos de los guardias leales. Formábanse allí diversos grupos de campamento, los unos sentados, en pie los otros, estos en torno a las aguadoras, aquellos paseando a lo largo de la plazoleta. Casi todos nuestros conocidos estaban allí, incluso el nunca bien ponderado Sarmiento, que no había soltado el uniforme ni explicado cosa alguna de los Gracos desde el día 30; pero su lengua no podía estar inactiva tanto tiempo y pasaban de ciento las arengas que en los primeros días de Julio había dirigido a sus compañeros en Platerías, en Santo Domingo y en otros distintos puntos. Aquella tarde del 6 estaba ronco y casi asmático, mas no por eso callaba, y como D. Primitivo Cordero se atreviese, ¡nefanda idea! a disculpar a los siete carbuncos, o sea Ministros, don Patricio hizo su apología en estos o parecidos términos:

– ¡Qué ha de pasar en una Nación donde ocupa la poltrona de Estado una Rosita la pastelera, señores, una dama… vamos, le llamaré hombre; pero qué hombre! ¿Se gobierna una Nación haciendo versos? Si al menos fueran como los de Virgilio; pero allá se va con Rabadán, y ni más ni menos, porque lo digo yo. ¿Qué importa que pronuncie discursos bonitos, pulidos y llenos de mentiras? ¡Vaya unos políticos! Empezó deprimiendo a nuestro querido ídolo Riego, y ha concluido defendiendo a la aristocracia y pretendiendo que le den un título. Sí, para él estaba… Será capaz de vender a Cristo por treinta Cámaras, (pues no se contentará con dos), y por el veto absoluto. Yo… no lo digo por crueldad, señores, le ahorcaría sin el menor escrúpulo.

¿Y qué diré del Aprendiz[13], señores, del hombre infame que ideó el Reglamento para destruir la Milicia, de ese pedantón, que mientras la patria está en peligro se ocupa en disponer que siembren lino de Irlanda en los campos de Calatayud? ¿Por qué he de ocultarlo? Yo, si estuviera en mi mano, le ahorcaría… Pues bueno va con Garelli[14], ese jesuitón, ese abogadillo sin pleitos que tan mal habla del ejército de la Isla y que ha defendido el feudalismo; sí, señores, ha defendido los señoríos… Yo… ¡chilindrón, chilindraina!… no vacilaría un momento y le ahorcaría también.

– ¿Pero a quién dejará con vida el Sr. D. Patricio? – preguntó Cordero interpretando la burla general de los oyentes.

– En rigor a todos los perdonaría, con tal que soltara la pelleja su amigo de usted, Tintín de Navarra… Pero sigamos con los Ministros: de Sierra Pambley[15] no hay que hablar. Ese entró en el Congreso por un voto. ¡Valiente patriota! Es el rey de los pasteleros, pero no para su bolsillo, pues no se cocieron en su horno los robos del empréstito de Vallejo con que tanto ha engordado mi hombre. Si he de ser franco, señores míos, también a ese le ahorcaría, también. El pobre Clemencín[16], ese literato que se ha pasado la vida haciendo notas, ese desdichado roe-libros que está en la poltrona de Ultramar y que parece un frailito motilón, merece lástima, ¿no es verdad? Pero no, basta de sentimientos y ahorcarle también. Y haremos lo mismo con Balanzat[17], que no se alzó en el gloriosísimo año 20; que en todos los mandos importantes pone a los verdugos del año 14 y es más absolutista que Tigrekan; lo mismo también con Romarate[18], aunque no sea sino por su misma oscuridad política. Ahorcarles a todos y así aprenderán los que vengan después. Aquí somos bobos: allá, en Francia, sí que lo supieron entender. Así lavaron al país de inmundicia. ¡Ah! si aquí hubiera hombres de agallas… Si aquí no tuviéramos esos respetos ñoños, esos miramientos a las altas personas, eso de la inviolabilidad ridícula, ¿y por qué? ¿por qué son esas inviolabilidades?

– ¡Prudencia, señores, prudencia! – dijo don Primitivo observando que Sarmiento alzaba demasiado la voz. – Ahora más que nunca se necesita prudencia.

– Pasteles, pasteles – exclamó D. Patricio remedando la voz del capitán de la Milicia. – Si nos guiáramos por ustedes los formalitos, esta gran canalla de los guardias quedaría sin castigo, y aun se le daría a cada uno de ellos un grado por la hazaña. Yo repito lo que ha dicho ayer aquí ese joven Narváez, ese valiente oficial a quien pongo sobre mi cabeza y cuento entre los míos, sí; yo digo como él: es preciso vengar a Landáburu y colgar de un balcón a su asesino Goiffieu.

 

– No está probado que Goiffieu hiriera a Landáburu.

– Yo, yo lo he visto – aseguró con furia Sarmiento, poniendo dos dedos de la mano derecha bajo los ojos y tirando de los párpados para descubrir más las sanguinolentas órbitas.

– Señores – dijo de improviso D. Benigno Cordero, acercándose al grupo. – Grandes noticias. Parece que al fin aceptan los guardias el convenio y van de guarnición a Talavera y Aranjuez, como han propuesto los Ministros.

– Ya, ya me dio el olor del horno – dijo D. Patricio. – ¿Calentitos, eh?

– ¿Y se confirmará?

– ¿De modo que estamos aquí de más?

– Hemos tomado las armas para nada – indicó con ira un barbero de la carrera de San Jerónimo a quien llamaban Calleja.

– He aquí, amigo, nuestros fusiles convertidos en escobas – gruñó Lucas Sarmiento.

– Mejor dicho, en palos para sacar del horno de la reacción estos fétidos bollos que llaman convenios, o arreglos para cortar la efusión de sangre.

– Y el enfermo se muere.

– Se muere el país, la libertad, el Sistema perece. En vano la medicina política propone una sangría… ¡Sangre! ¡Qué ridículo miedo a la sangre!… ¡Qué revolucionarios tenemos aquí, por vida de San Chilindrón chilindraina!…¡qué Gracos, qué Espartacos, qué Aristogitones, qué Robespierres!

– ¿Conque de veras no hay nada?

– Sí, hay los hojaldres de Rosita – repuso D. Patricio, con sonrisa de endemoniado.

– Seamos cuerdos – dijo D Benigno Cordero, que era, como verdadero patriota, hombre de mesura y prudencia. – Si se evita una lucha sangrienta, ¿por qué lo hemos de sentir?

– Nada – indicó el Marquesito que era de los más decididos, – mañana los guardias nos escupirán y tendremos que darles las gracias.

– No hay que tomarlo de ese modo, señores. Si habla el fanatismo me callo. La libertad no puede ganar gran cosa con que haya aquí una carnicería. ¡Oh! si todos fuéramos prudentes, si no hubiera fanatismo, si no hiciéramos tonterías…

D. Benigno se enrojecía más con el calor de la conversación y hasta parecía que su nariz se volvía más aguda, sus espejuelos más dorados y sus piernas más torcidas. La idea de la moderación se encarnaba en él, y no podía ver con serenidad los excesos de la gente exaltada.

– Pues no tendrán más remedio que irse a su casa y guardar el fuego para mejor ocasión los señores zurriaguistas – dijo con cierto imperio.

– Nos iremos, nos iremos. Pienso comprar un mico y ponerle mi uniforme. Este trapo no merece ya cubrir el cuerpo de un hombre.

– Ese día aprenderán algo los pobres alumnos, Sr. Sarmiento.

– No acalorarse – dijo D. Primitivo. – Narváez acaba de decirme que no hay nada decidido todavía. Unos aseguran que hay capitulación, otros que no.

– Los Ministros están en Palacio.

– ¿Dónde han de estar? ¿Dónde ha de estar el ratón más que en su agujero?

– Conferenciando.

– Ese es su oficio, conferenciar. ¡Con cien mil pares de chilindrones, esto es una infamia!

– ¿Habrá Cámaras?

– Habrá alcobas, Sr. D. Benigno; habrá vetos; pero ¡ay! no tendremos un Capeto en la guillotina.

– Hombre de Dios, ¡qué furia le ha entrado!

– ¿Con que siguen las conferencias?

– Y seguirán mientras haya sueldos. Lo de las dimisiones presentadas el día 4 es una farsa. Tigrekan tendrá que mandar a sus mozos de retrete que pongan a los Ministros en la puerta de la calle.

– San Martín acaba de entrar en Palacio, señores; le he visto.

– Es natural. No estando en presidio…

– También han entrado los embajadores, con Mr. Lagarde a la cabeza.

– ¿También esos pillos? Ya los arreglaría yo.

– Parece que está ya estipulada la reforma de la Constitución.

– Ya escampa. Así como se dice: «antes la muerte que la deshonra», yo digo: «antes quiero verla suprimida que reformada».

Esta sabia proposición política, tan propia de cabezas españolas, salió entonces de la eminente cavidad cerebral de D. Patricio.

– Esa sí que es barbaridad.

– ¿Y prefiere usted el despotismo a las dos Cámaras?

– Lo prefiero.

– ¿Y el año 14?

– ¡Que me den el año 14, chilindrón!

– ¿Y la horca?

– La horca no deshonra: los pasteles apestan y manchan… Pero allá viene el gran patriota Megía, que siempre trae buenas noticias.

– Salud, señores – dijo el periodista, llevando militarmente la mano al enorme morrión. – ¿Se van o no se van?

– Usted dirá.

– Creo que nos perdonan la vida, a lo que parece. ¿No dijeron en el Campo de Guardias que entrarían en Madrid para degollar a todos los pícaros…?

– Y al fin parece que optan por comer pepinos en Aranjuez y espárragos trigueros en Talavera.

– ¿Pero se van de seguro?

– Así dicen… pero D. Fernandito, que esta mañana estaba inclinado a transigir con las dos Cámaras, parece que ha dicho esta tarde: absoluto y nada más que absoluto.

– Porque en Palacio corren noticias – indicó el sastre Lucas Sarmiento, – de que los carabineros sublevados en Castro del Río, vienen sobre la Mancha con otras fuerzas y con paisanos armados.

– Los rusos… ahí tienen ustedes a los rusos.

– Con tanto decir que venían, al fin vienen – manifestó riendo D. Benigno Cordero.

– Lo que yo puedo asegurar – dijo D. Primitivo con cierto misterio, – es que se ha mandado que se concentren en Madrid los milicianos de toda la provincia.

– Eso se sabía… noticia vieja.

– No tan vieja, señor mío, no tan vieja… Si ustedes me prometieran no contarlo a nadie, les diría una cosa estupenda.

– ¿Qué, qué?

D. Benigno, Sarmiento, Megía, Lucas, Calleja, el Marquesito y los demás que formaban el grupo lo estrecharon, encerrando al honrado comerciante en una especie de tonel de humana carne.

– Pues San Martín ha recibido esta mañana un anónimo.

– Un anónimo; eso sí que es grave.

– Sandeces…

– Un anónimo del Pardo… pero me han de prometer ustedes no decirlo a nadie.

D. Primitivo alzaba el dedo como un predicador que exhorta a la penitencia.

– A nadie absolutamente.

– Una carta del Pardo en que se le dice que mañana, 7 de Julio, a la madrugada atacarán los Guardias a Madrid por tres puntos distintos, por la puerta del Conde-Duque, por…

Las risas no dejaron concluir al Sr. Cordero.

– Hombre de Dios, usted sueña.

– Lo más que se les puede exigir a esos cobardes es que se dejen atacar en el Pardo.

– ¡Es claro; pero venir ellos acá!…

– Bonito genio tenemos. Una cosa es seducir a ese confiado Rey y otra atacar a la Milicia.

La gente templada de aquellos días no consideraba a Fernando VII autor de la sublevación de los guardias. Suponíanle mal aconsejado, engañado, seducido por los facciosos. Sus antiguos epítetos gloriosos de Deseado y Suspirado, los trocó entonces Borbón por otro que se le aplicaba constantemente. Decían entonces: el seducido Monarca, nuestro seducido Fernando.

– Basta de engañifas y especiotas – dijo don Benigno disolviendo el grupo. – Es de noche, señores; cada cual a su puesto.

Sonó el ronco estrépito de la retreta.

– Cada mochuelo a su olivo – añadió D. Benigno. – Yo me voy a la Plaza Mayor, donde se me figura que no estaré de más si ocurre alguna cosa.

– Y yo a casa de San Martín, que me estará esperando. ¡Cómo se entretiene uno con la conversación!

D. Patricio llevó aparte a D. Primitivo, a Calleja y a otros dos que vestían de paisano.

– ¿Han hecho algo – les dijo, – en el asunto de esa endiablada gentuza de la calle de las Veneras?… Por ahí se ha de empezar. Atáquese la cabeza de la conspiración y se evitarán conflictos como este.

– San Martín lo sabe todo – repuso Cordero. – En efecto, debe atacarse la conspiración en su cabeza.

Los tres siguieron hablando en voz baja.

XVI

Desde el aciego día 30, célebre por la formación, la clausura de las Cortes, los alborotos, los contrarios vivas y el asesinato de Landáburu, en la humilde casa de la calle de las Veneras no hubo un instante de sosiego. Ambos departamentos, el de Naranjo y el de Gil de la Cuadra fueron teatro de sentimentales escenas, ora de desconsuelo y angustia, ora de mortal duda y temor. El buen Naranjo, que no era hombre de grandes hígados, no daba dos cuartos por su existencia, según estaba de medroso y aterrado. Transcurrían las horas en expectación dolorosa, y como el terrible conflicto político no se resolvía, Naranjo no podía yantar sobre manteles, ni dar lección a los muchachos. Bajaba sí a la clase, puntual como un reloj; pero no tomaba las lecciones, ni reprendía a los chicos, y la palmeta se cubría de polvo en un rincón de la mesa. El preceptor absolutista no podía apartar el pensamiento de la tremenda imagen negra de su responsabilidad y castigo, si por acaso las brillantes esperanzas de don Víctor Sáez y del conde de Moy no tenían realización cumplida. Y síntomas había ¡cielos! de que no la tuviesen.

Con los suspiros de Naranjo alternaban en patético dúo los suspiros de Gil de la Cuadra, que había tocado el cielo con las puntas de los dedos y no lo había podido coger aún. Su yerno, su hijo, la esperanza de su corazón, ideal de toda su vida, el amparo de Solita, el divino Anatolio, aquel enviado de Dios que se llamaba Gordón, había desaparecido con sus compañeros los guardias, y estaba en el Pardo dispuesto, como los demás rebeldes, a una gran batalla, en la cual podía morir. Durante los seis días de Julio, ni carta ni noticia tranquilizaron al pobre señor suegro, asegurándole la existencia de su amado yerno.

– El corazón me anuncia – decía, – que va a ocurrirme una nueva desgracia, la mayor de todas, la última, porque yo me muero… Si yo no podía ser feliz… Si era imposible… ¡Bien lo decía yo: tormentos, infierno y desesperación!

El día 4 sintió gran desfallecimiento, y una invasión de dolores agudísimos que de sus inertes extremidades avanzaban lentos y amenazadores hacia el centro de la máquina humana. No podía abandonar el lecho.

– Quién concluirá primero, ¿yo o la revolución de los guardias? – dijo estoicamente. – Ahora, querida Sola, sostén que hay Dios… El corazón, este corazón que jamás me engaña, me dice ahora que tu primo morirá, que quedarás huérfana, que…

El dolor le ahogaba y lloró como un niño.

– ¡Qué ridículas manías! – dijo Solita, llorando también. – ¡Qué agorero es usted, padre! ¿Por qué ha de pasar siempre lo peor? ¿Por qué ha de morir mi primo? No parece sino que en una batalla han de morir todos. Si dicen que no habrá nada. Anatolio vendrá tan bueno y tan flamante, me casaré con él muy contenta, y viviremos felices.

– Tú siempre estás fuera de la realidad, siempre vives entre ilusiones y fantasmagorías.

– La desgracia de usted – dijo Naranjo que se hallaba presente y no disimulaba el lastimoso estado de su espíritu, – no es comparable a la mía. No hay que pensar en la muerte de ese joven. Puede morir, pues nadie está seguro de las balas de una batalla… yo estuve en la campaña del Rosellón, y sé lo que son balas… pero puede también no morir.

– Si no muriera yo sería feliz – murmuró Cuadra, – y en eso precisamente consiste el absurdo. Me dejé fascinar por ilusiones… No, no puede ser; me lo anuncia este dócil corazón mío, que ya está esperando el reuma y le dice: «ven perro; te espero tranquilo».

– Ustedes saldrán bien – añadió Naranjo, – pero yo… Es seguro que los guardias serán derrotados. Ya me estoy viendo en la horca. ¡Maldito sea el día en que nací, y más maldita la hora en que recibí en mi casa a D. Víctor Damián Sáez! Él se quedará en Palacio tan tranquilo al lado de Su Majestad, y yo… ¡plazuela de la Cebada, huye de mi vista!

– Fruto de la conspiración, ¡cuán amargo eres! Para una vez que sales dulce y sazonado, ciento te pudres antes de madurar. Yo sé lo que es eso. Amigo Naranjo, le compadezco a usted.

– Con razón, porque… vea usted… sin comerlo ni beberlo. Después de todo, ¿qué he hecho yo? Nada más que franquear mi casa a D. Víctor Sáez, que me dijo necesitaba un lugar modesto y callado, donde pudieran avistarse cuatro o cinco personas sin infundir sospechas. Ellos lo han hecho todo: yo veía y callaba, y vigilaba la casa para que no la invadiera ningún intruso. Me han prometido villas y castillos: aquí han fraguado esa conspiración que ha salido tan mal por la impaciencia de los guardias; aquí se han puesto de acuerdo el confesor del Rey y el conde de Moy, aquí han venido Infantado y Castro Terreño; aquí se han recibido los despachos de Eguía y de la Junta de Bayona, traídos por una señora desconocida, aquí se ha hecho todo; pero yo no soy culpable de nada, de nada más que de ver y callar y ofrecer mi casa. Aborrezco el Sistema; pero amo mi vida, esta vida que no me devolverá D. Víctor Sáez, ni el mismo Rey, si el verdugo me la quita por orden de los patriotas.

 

– Paciencia, paciencia, Sr. Naranjo – dijo D. Urbano con acento solemne. – Este mundo es así, no de otro modo. ¡Bendita sea la muerte!

– Pero si yo no he hecho nada…

– Ha franqueado usted su casa.

– Porque querían un local modesto. ¿Cómo se había de creer que en una escuela de mocosos se tramaba el hundimiento del liberalismo?

– Hay espías en todas partes.

– ¡Oh, ya lo sé! Ese tunante de Sarmiento ha espiado mi casa durante un mes. Permita Dios que se quede ciego.

– Cuando me prendieron en la calle de Coloreros le pedí un buche de agua y me lo negó – dijo Cuadra. – En el infierno, si es que lo hay, y cuando se abrase, pedirá agua a los demonios…

– Y le darán fuego. Bien merecido.

– Pero mientras viva… ¡Ay! el mundo pertenece a los pillos. Puede que haya otro para nosotros, amigo Naranjo, mas este, no hay duda que es de los pillos.

De este jaez eran las lamentaciones de los dos desgraciados hombres. Pasaba el tiempo y el conflicto no se resolvía, los temores iban en aumento, y aquellas dos almas se hundían más cada vez en su abismo de negra duda y desesperación. En la noche del 6, la angustia de uno y otro debía tomar aspecto nuevo y más pavoroso. Véase cómo.

Cerca de media noche entró Naranjo despavorido, llenos de mortal espanto los ojos, jadeante y tembloroso como condenado que va al patíbulo.

– ¡Estoy perdido! – exclamó dejándose caer en una silla. – ¡Estoy perdido para siempre! Necesito huir, esconderme ahora mismo… Sr. Gil, vienen a prendernos.

– ¿A prendernos? – preguntó el ex-oidor con cierta calma. – Por fin… Ni aun morir me dejan. Está previsto; me llevarán a un hospital, y llenándome de medicinas el cuerpo, se empeñarán en que viva. Puede que esos perros lo consigan.

– Al amanecer vendrán a prendernos. Me lo avisa un amigo que anda en tratos con esa canalla. ¡Dios mío, abandonar mi casa! ¿Qué voy a hacer yo? ¿A dónde voy yo? Dígame usted, Sr. Gil, ¿a dónde iré?

– Al cementerio.

El enfermo acompañó con risa irónica su fatídico consejo. Soledad, llena de terror, oraba en silencio.

– ¿Hay iniquidad semejante? – exclamó el preceptor, enjugando sus lágrimas. – ¿Qué he hecho yo? franquear mi humilde morada.

– ¿Nos prenderán al amanecer?

– Sí, muy temprano. Me lo ha dicho Elías Orejón, que lo sabe por Calleja, barbero de la carrera de San Jerónimo[19], el cual lo sabe por Jipini, el cafetero de La Fontana. Vendrán, y echándonos una cuerda al cuello, nos arrastrarán a inmundos calabozos.

– ¡Paciencia, paciencia! – dijo Cuadra con amargo desdén. – Querida hija, ¿no sostienes que Dios ampara a los débiles?

– Yo me voy… yo me voy – manifestó con honda ansiedad Naranjo. – Huiré… traspasaré la frontera. ¿Cuánto hay de aquí a la frontera?

– Huya usted… yo…

Gil de la Cuadra probó a levantarse del lecho; pero sus miembros doloridos le negaron todo movimiento, y después de incorporarse ligeramente, cayó inerte, lanzando ardiente resoplido.

– Huya usted… – murmuró sordamente. – Yo espero.

– Voy a recoger lo que pueda… ropa, un poco de ropa. ¡Ay, si tuviera alhajas me las llevaría!

– Es justo. Solita y yo nos quedamos. ¿Qué hora es?

– Las doce y media… ¡Oh, si tendré tiempo, Dios mío, de ocultarme!… Saldré de Madrid; correré la noche y todo el día de mañana… Pronto, pronto; no hay que perder tiempo.

Naranjo corrió a sus habitaciones con la presteza de un gamo perseguido. En el breve instante que estuvieron solos, padre e hija no hablaron nada. Los dos parecían muertos.

Volvió Naranjo con un lío, que febrilmente compuso, arreglándolo todo en la brevedad de un pobre pañuelo. Por fortuna era célibe y no tenía más familia que su propia persona. La mujer que le servía, una pobre anciana sin amparo y muy religiosa, libre de todo otro temor que no fuera el de Dios, se negó a acompañarle.

– Va a ser la una. ¿A qué hora amanece? Sra. D.ª Solita de mi alma, si me diera usted un alfiler se lo agradecería.

Mientras arreglaba el paquete su lengua no podía estar en reposo.

– Parece – decía, – que la conspiración no puede ir peor. Esos necios han echado a perder un negocio tan bien tramado. Ahora se niegan a ir a Talavera, donde les destinó el Gobierno. ¡Menguados, menguadillos! La Milicia y las tropas de línea que hay en la Corte y las que han venido de Burgos y Valladolid les atacarán mañana, y una de dos: o se rinden o se dispersan.

D. Urbano echó en un suspiro la mitad de su alma.

– Va a haber una degollina de guardias… Vaya que en rigor lo tienen bien merecido por cobardes, por torpes… ¡Qué irrisoria muchachada! Han comprometido sin fruto a Su Majestad.

– Sr. de Naranjo – dijo Cuadra con acento de dolor muy vivo, – váyase usted de una vez.

– Es una infamia lo que han hecho – añadió el preceptor. —.. ¡Irse al Pardo! Si hubieran atacado el día 1.º a la Milicia, fácil habría sido desarmarla, pero ahora… Me alegraré de que los patriotas les machaquen las liendres. Si no quedara uno…

– Por favor, Sr. Naranjo, váyase usted.

Arreglado el paquete, el maestro se sentó sobre él. Estaba meditabundo y desconcertado.

– ¿Hay desgracia mayor que la mía? – murmuró sollozando.

– Se queja de vicio.

– ¡Sí, abandonar mi casa, mi profesión, mi bienestar modesto! Sabe Dios si lograré escapar de los patriotas… En situación tan aflictiva, Sr. Gil de mi alma, estoy sin recursos…

– ¿Qué?

– Que no tengo dinero.

Gil de la Cuadra miró a su hija, que supo adivinar al instante la intención de la mirada. Soledad sacó un pequeño talego escuálido, dentro del cual sonaba algo.

En los ojos de Naranjo brilló un rayo de alegría.

– Dáselo – dijo D. Urbano. – Él lo necesita más que nosotros.

Soledad puso en las manos del infeliz preceptor todo su dinero.

– Gracias, amigos míos, gracias. ¡Bendita generosidad!… Dueños son ustedes de mi casa.

– Hasta el amanecer – murmuró Gil.

– Quién sabe; ustedes son inocentes.

– Casi siempre lo he sido. Por lo mismo…

– Pueden tener esperanza. ¿Por qué no? – dijo Naranjo levantándose.

– ¡Esperanza! ¿Qué es eso?

– ¿Se me figura que debo retirarme, eh? Si se les antoja venir antes del día…

– Es probable.

– Adiós, amigo y amiga. Les daré noticias mías.

– En el otro mundo.

– Hacen mal en no tener esperanza… Quién sabe, Dios…

– Sí, ya se está ocupando de nosotros.

– Dios no abandona a las criaturas. Ánimo, amigo mío.

– Al fin lo tengo. Nunca he tenido tanto. Váyase usted, Naranjo. Es tarde, pueden venir…

– Adiós, adiós… Que Dios me ampare y nos ampare a todos.

Desapareció como ágil ratón sorprendido en sus rapiñas.

– XVII-

Largo rato estuvieron hija y padre sin pronunciar una palabra. Ambos tenían sin duda algo que decir; pero ninguno quería ser el primero en romper a hablar. Soledad tenía la cabeza inclinada, las manos en cruz. D. Urbano miraba al techo. Por fin, con voz ronca y un acento de ironía que en él no había sido nunca común, se expresó así:

– A ver, hija mía, dime dónde está nuestra Providencia, dime dónde está nuestro Dios. Que vea yo a ese Dios y esa Providencia, aunque sólo sea por un instante.

Soledad contempló con lástima profunda la deplorable figura de su padre que parecía un muerto con voz y movimiento. Compadeciole más aún por el triste estado de su alma sin fe.

– Padre, no dude usted de Dios – exclamó acercándose a la cama. – Todavía puede castigar más.

– ¿Más todavía? ¡Ah! Cuando venga el castigo, ya estaré yo en el otro mundo. De modo que… ¡ahí me las den todas!

Una carcajada de insensato siguió a estas palabras. Pero el espíritu de aquel desgraciado varón solía tener bruscas defensas y reacciones contra el escepticismo. La presencia y la voz dulce de su hija produjeron hondo sacudimiento en el espíritu del hombre enfermo.

– Ven acá – le dijo llorando, – ven y dime algo bueno. Consuélame. ¿Te parece que nuestra situación es lisonjera?