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Episodios Nacionales: 7 de Julio

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III

El duque del Parque fue uno de los generales españoles que más descollaron en la guerra de la Independencia. Después de Álvarez, el más heroico; de Alburquerque, el más inteligente; de Castaños, el más afortunado, y de Blake, el más militar, aunque el más desgraciado, es preciso colocar al duque del Parque, que, mandando el ejército de Galicia, ganó en 18 de octubre de 1809 la batalla de Tamames. En ella fue derrotado el general Marchand y sus doce mil franceses con pérdida de dos mil hombres, un cañón y una bandera. No fue igualmente afortunado Su Excelencia en la política, a la cual se dedicó con el afán propio de los ineptos para tan escabroso arte.

O el trato de ciertas personas, o lecturas revolucionarias, o quizás desaires que no creía merecer, lleváronle al partido exaltado. Grande de España, se sentó en la silla presidencial de La Fontana de Oro, desde la cual oyó apostrofar a los duques. Diputado en el Congreso de 1822, figuró en el grupo de Alcalá Galiano, de Rico, que había sido fraile y guerrillero; de Isturiz y otros. Este grupo no quería el orden, y a fuer de sostenedor de los libres, se ocupaba en asaetear constantemente al otro partidillo compuesto de Argüelles, Álava, Valdés, etc. De la misma lucha, y como transacción, salió la presidencia de Riego. Ya tendremos ocasión de ver cosas muy saladas que ocurrieron en aquellos días y en aquel sillón presidencial.

Volviendo al Duque, Su Excelencia poseía gran fortuna; era generoso, amable, ilustrado hasta donde podía serlo un duque y general y español por aquellos tiempos. Si se hubiera curado de la manía, tan común entonces como ahora, de figurar en política contra viento y marea, habría sido una persona inmejorable; pero entre las muchas debilidades que le trajo el loco afán de llegar al Gobierno, tenía la de querer ser orador, y el orador como el poeta ha de nacer, pese al refrán que dice lo contrario y que se equivoca como casi todos los refranes.

Despertó aquella mañana, después de un sueño en que le atormentaron ansiedades políticas, le conmovieron ambiciones y le embelesaron triunfos oratorios. Dormido había soñado lo que soñaba despierto, es decir, que hablaba en el Congreso; que le aplaudían; que entusiasmaba; que era Mirabeau. Luego que se despabilaron sus sentidos, tomó El Universal y El Zurriago, que, juntamente con el chocolate, le había presentado su ayuda de cámara, y leyó; pero a su alma turbada no satisfizo la desabrida lectura. Levantose, y después de las primeras abluciones y de pasarse la navaja por la cara (pues aquel grande hombre se afeitaba solo), mandó llamar al que en su casa desempeñaba las funciones de mayordomo, secretario y confidente.

– ¿Está concluido ya? – le preguntó Su Excelencia.

– Está concluido – repuso Monsalud mostrando varios pedazos de papel escritos por un lado y otro.

– ¿Tan pronto? ¿Te habrás hecho cargo de lo que yo quiero decir?

– Me parece que he interpretado bien el pensamiento de Vuecencia. Es clarísimo. Vuecencia quiere decir cuatro verdades al Ministerio, probar que Martínez de la Rosa con todas sus letras, no sirve para el caso; Vuecencia quiere que se arme gran barullo en las Cortes, en suma, pronunciar un discurso que a lo violento de la intención una la severidad y firmeza de una frase cortés.

– Eso es; y además…

– Sí, que revele sólida erudición y que abunden en él las citas de filósofos, para que se vea…

– Que mis discursos no son como los de Romero Alpuente, un fárrago de vulgaridades ramplonas para trastornar a la muchedumbre.

– ¿Quiere Vuecencia que lea? – preguntó el joven sentándose.

– Ya te escucho.

– «Señores diputados – dijo Monsalud leyendo, – cedo por fin a los ruegos de mis amigos y tomo la palabra para exponer mi opinión sobre la política del Gobierno. Hablo sin preparación alguna, apremiado por las graves circunstancias que atravesamos. No extrañéis la incorrección de mi frase…».

– Es preciso decirlo así… está muy bien.

– «Rudo militar, hablaré con franqueza y sin retórica que no son propias de mi carácter y escasas letras. Al mismo tiempo debo advertiros que al tomar la palabra para intervenir en este delicado asunto, lo hago con repugnancia, con verdadero sentimiento. Amigos míos son los señores secretarios del despacho, amigos de toda la vida. ¿Por qué ha querido la suerte que opinemos de distinta manera sobre los negocios del país? ¡Ah! en mi alma luchan los afectos de la más pura amistad con el deber que me imponen mi puesto y los poderes que he recibido. Padezco hondamente, señores, podéis creérmelo; pero mi alma se esfuerza en sobreponer a todas las consideraciones la consideración del deber, y en tal ley anuncio al Ministerio que le voy a atacar duramente, durísimamente, porque los hombres deben ser esclavos de sus convicciones, y, como dijo Rousseau: de las grandes convicciones nacen los grandes hechos».

– Muy bien, ese principio me gusta. ¿Has confrontado bien la cita? No me vayan a decir que atribuyo a Juan Jacobo lo que es de Marco Aurelio o de Erasmo.

– Descuide Vuecencia. Si por casualidad resultase una equivocación, los diputados no se romperán la cabeza en averiguarla, porque tienen demasiados quehaceres para ocuparse de esto.

Siguió leyendo hasta que el Duque dijo:

– Me parece que en ese párrafo has ido demasiado lejos. Yo no quiero que se planteen todas, absolutamente todas las reformas que piden los exaltados.

– Lo expreso de un modo vago, sin determinar…

– No, no; conste claramente que no admito la ampliación de ley de milicias, ni la supresión de escarapelas, ni estoy de acuerdo con que se devuelva al Rey la ley de señoríos que no ha querido sancionar. Poquito a poco. No todas las reformas son buenas.

– Mayormente las que atacan a la nobleza – dijo Monsalud tachando algunos renglones. – Fuera esto.

– Parto del principio – dijo el del Parque poniendo la mano sobre las cuartillas y accionando gravemente con la otra, – de que yo, al mismo tiempo que detesto ciertas reformas, no puedo decir nada contra ellas. Ten presente que si defiendo otras, es porque tengo la convicción de que no se han de plantear nunca. ¿Qué se han de plantear, si le sientan a nuestro país como a la burra las arracadas?

– Comprendido; se variará este párrafo.

Después de otro poco de lectura, el aristócrata indicó con cierta sumisión, homenaje sincero del poder al talento:

– Van tres citas seguidas de Diderot. ¿No te parece que es demasiado?

Pues esta última se la encajaremos a… a otro cualquiera… por ejemplo a Julio César Scalígero.

– Hombre, por Dios. ¿Así de ese modo cuelgas milagros?

– No importa. Ellos no revolverán bibliotecas para averiguar si la cita es exacta. Pondremos que lo dijo D’Alembert, añadiendo un «si no recuerdo mal». ¿No le parece a Vuecencia?

– Añade «si no recuerdo mal… Ya saben los señores diputados que mi memoria es desgraciadísima».

Al llegar al final, Su Excelencia meditó breve rato antes de dar su aprobación definitiva al discurso que había de pronunciar dentro de dos días. El secretario miraba a su amo con atención inquieta, cual si desconfiara del éxito de su obra. Por último, el Duque se expresó así:

– Nada tengo que decir de la forma de mi discurso. También me parece admirablemente pensado. Si no me equivoco hablaré bien. El fondo, con las correcciones que te he dicho, quedará de perlas, menos en el final, que debe ser variado por completo. ¿De dónde sacas que yo quiero llamar a Riego héroe invicto y felicitarle por su elevación a la presidencia del Congreso?

– Como Vuecencia pertenece al grupo exaltado, creí que encajaban bien esos piropos al héroe de las Cabezas.

– Te diré – repuso el prócer frunciendo el ceño. – Cuando los demás llaman a Riego héroe invicto, yo no les contradigo: también aplaudo si es preciso; pero de eso a darle yo mismo tales nombres hay mucha diferencia.

– Entonces se suavizarán las frases de elogio – dijo Monsalud pasando los ojos por el final del manuscrito.

– No, ¿a qué vienen esos sahumerios? Harto le ensalza la plebe. ¿No se ha cacareado bastante su hazaña?

– Demasiado.

– No… sino que todos los días hemos de estar con el padre de la libertad, con el adalid generoso, con el consuelo de los libres y el insoportable viva Riego, que es como un zumbido de mosquitos que nos aturde y enloquece.

– ¡Ah! todo cansa en el mundo, señor Duque, hasta el incienso que se echa a los demás; todo cansa, hasta doblar la rodilla ante un ídolo de barro.

– ¡De barro! Has dicho bien, muy bien. ¡Si yo pudiera decir eso en mi discurso!

– Pues nada más fácil.

– ¡Hombre, qué calma tienes! Estaría bueno…

– En efecto; estaría bueno llamar necio de buenas a primeras al jefe del partido a que uno pertenece – dijo Salvador riendo. – Pero todo puede hacerse en este mundo. Mire usted, señor Duque, yo lo haría.

– ¿Tú?

– Sí señor.

– Pero tú no sirves para la política. Lo malo que tiene este maldito oficio de politiquear consiste en que a menudo es preciso que adulemos y ensalcemos a más de un majadero que vale menos que nosotros y que se ha elevado por un rasgo de audacia o por su misma majadería; pues también esto se ve todos los días. Conque quítame toda esta hojarasca del héroe invicto, y arréglalo de modo que ningún señorito mimado adquiera fama con mis discursos.

– Está muy bien. Con tal que se le cargue la mano al Ministerio…

– Firme, pero firme – dijo el Duque acompañando de enérgica acción la palabra. – Haz que resalte bien nuestro lema: libertades públicas antes que nada. Todo lo bueno que sale de nuestras filas, ¡canario! no lo han de decir Alcalá Galiano, Javier Isturiz, Rivas y Bertrán de Lis. En todas partes hay tiranía, hijo. Hasta en el partido de la igualdad, de la democracia, de los hombres libres, ha de haber cuatro o cinco gallitos que quieran despuntar, imponer su voluntad, tratando a los demás como miserables polluelos.

 

– ¡Pícaro despotismo que en todas partes se mete! – dijo Monsalud con aparente distracción. – Pero yo tengo la seguridad de que Vuecencia pronunciará un gran discurso que llamará la atención de la mayoría exaltada y de la minoría moderada.

– Desconfío mucho. Verás: me pasa que llevo en la memoria un parrafillo bien dispuesto: lo veo tan claro mientras estoy mudo, que hasta las comas parece que las tengo aquí, pintadas en el entendimiento; pero me levanto, hijo, abro la boca, digo «señores», y entonces… ¡qué mareo! el Congreso empieza a dar vueltas en torno mío; parece que las tribunas son otras tantas bocas disformes que se ríen de mí… empiezo a sudar, póneseme un picorcillo en la garganta, toso, escupo, en fin, Salvador de mi alma, que no digo más que vulgaridades…¡y lo llevaba tan bien aprendido, tan claro!

– Procure Vuecencia tener serenidad, y aprenda del general Riego. Eso sí que es hablar sin ton ni son; eso sí que es decir perogrulladas huecas con apariencia de cosas graves. Todo por efecto de la serenidad. Cuando no se tiene idea del disparate, cuando no existe el temor, cuando una presunción excesiva asegura el aplauso de uno mismo, está allanada la dificultad y los apuros parlamentarios no existen.

– Dices bien: es cuestión de temperamento. Yo no sirvo para el caso; pero hay que sacar fuerzas de flaqueza. ¡Ay! ya me tiemblan las carnes pensando… ¿Irás a oírme?

– ¿Pues cómo había de faltar? Llevaré quien aplauda si es preciso.

– Eso no: si lo hago mal, no quiero palmadas. Poca burla harían de mí Alcalá Galiano e Isturiz. Así es, y siempre están con bromitas sobre nin oratoria, la oratoria Parquesiana, como dicen ellos. Ve tú, y no quites los ojos de mí: yo te miraré cuando me encuentre apurado, a ver si de este modo recobro el imperio de mí mismo y agarro las palabras que se me escapan.

– Allí estaré. Ya sabe Vuecencia mi sitio en la tribuna de orden tendremos diversión pasado mañana por ser el día fijado para que el batallón de Asturias entre en Madrid.

– ¿Pero eso va de veras?

– ¡Tan de veras!… Por ser el primero que dio el grito de libertad en las Cabezas, Su Majestad le ha concedido permiso para que entre triunfalmente en Madrid, salude la lápida de la Constitución, y desfile ante el Congreso. Dicen más…

– Que una diputación de aquella fuerza se presentará en la barra de las Cortes a recibir de manos del Presidente un ejemplar de la Constitución.

– Así parece.

– ¡Hombre, cuándo acabarán las mojigangas! Yo suprimiría la tal ceremonia; pero, ¿qué se ha de hacer? El partido lo quiere, y es preciso aplaudirla, decir que es admirable y defenderla a regañadientes de los burlones. Adelante, pues, y vengan mascaradas.

– Todo esto concluirá temprano y Vuecencia podrá empezar su discurso a eso de las cuatro. Es buena hora.

– ¿Crees que es buena hora?

– Sí, porque el público y el Congreso no están cansados ni impacientes. ¿Ya Vuecencia se ha puesto de acuerdo con el Presidente?

– Sí; me ha concedido la palabra. Soy el primero que habla en la cuestión del voto de censura al Sr. Moscoso. Como no haya altercados que retarden la discusión… A ver: dame esos papeles. Ya me parece que llega la hora fatal… Ánimo, duque del Parque, serenidad: hazte la cuenta de que no vas a decir ningún disparate, absolutamente ninguno.

– Principie Vuecencia leyendo el discurso en voz alta, figurándose que está en D.ª María. Accione, gesticule, entone bien, mire hacia la cama, haciéndose cargo de que es la Presidencia; mire a estas paredes, creyendo que son las tribunas.

– Así lo haré. Dame, dame acá pronto. Miraré esas dos sillas creyendo que son Alcalá Galiano e Isturiz y desafiaré sus miradas burlonas y sus impertinentes sonrisillas.

– Mire Vuecencia este jarrón vacío, figúrese que es el general Riego, figúrese que el consuelo de los libres le está mirando, y cobrará aliento y brío.

– Bien, bien – dijo el Duque tomando el manuscrito. – ¡A estudiar! Felizmente tengo buena memoria. ¿Te irás a trabajar? Eso es: cuando tenga mi lección regularmente sabida, te llamaré, a ver qué tal lo hago.

– Muy bien: yo me vuelvo al despacho.

– Hoy no estoy para nadie… ¿Conque subirás después?… Lo leeré cuatro o cinco veces. Cuando lo sepa regularmente tú me oirás, a ver qué te parece la acción, el gesto, los cambios de tono. Me dirás si en tal o cual pasaje conviene echar un par de toses, o estirar el brazo, o quedarme parado y en silencio mirando con altanero desdén a todos lados.

– De todo eso creo entender algo. Adiós, señor Duque; a trabajar.

– Adiós, buena alhaja.

El Duque se quedó solo, y poco después atroces gritos atronaron la casa. Comentaban con malicia los criados el rumor de apóstrofes, epifonemas y onomatopeyas que les aseguraban completa vagancia por algunas horas; pero ningún habitante de la casa se atrevió a poner su planta profana en el gabinete convertido en salón de sesiones. Mientras el Duque hablaba, la aquiescencia de su auditorio era perfecta. Ni la cama que era la Presidencia, ni las sillas que eran Galiano e Isturiz, ni las paredes que eran las tribunas, ni el jarrón vacío que era Riego hicieron objeción alguna. El orador estaba inspirado.

IV

El 16 de marzo las tribunas del salón de Cortes en D.ª María de Aragón rebosaban de gente. Decíase que el segundo batallón de Asturias iba a penetrar en la sala de sesiones, y esto era de ver. No siempre entra la tropa en las Asambleas para disolverlas.

La iglesia-congreso ofrecía entonces al espectador escasísimo valor artístico. Por algunas pinturas sagradas en el techo se conocía el templo cristiano; por una estatua de la libertad y una inscripción política se conocía la Asamblea popular. El presbiterio sin altar, era Presidencia; la sacristía sin roperos, salón de conferencias; el coro sin órgano, tribuna. Bastaba quitar y poner algunos objetos para hacer de la cátedra política lugar santo o viceversa, y así cuando los frailes echaban a los diputados o los diputados a los frailes, no era preciso clavar muchos clavos.

El Senado actual puede dar idea completa del Congreso de entonces, si la imaginación suprime el decorado artístico y los graciosos remiendos de oro y estuco que los arquitectos del Estado han puesto por todas partes. El Presidente ocupaba el mismo sitio, y los diputados se sentaban, cual los modernos senadores, en dos filas, frente a frente, contemplándose unos a otros. Había en lo alto tribunas laterales tan oscuras, estrechas e incómodas como las de hoy, con ingreso por lóbregos pasillos, los cuales tenían tortuosa comunicación con una escalera que en los tiempos frailescos servía para dar subida al campanario. Los espectadores, fuesen a la tribuna de orden o a la pública, tenían que ascender por inverosímiles antros oscuros y escurrirse luego por los corredores sin luz, hasta que la remota claridad de los medios puntos en que se abrían las tribunas y el rumor de la discusión les anunciaban el término de su arriesgado viaje.

Salvador Monsalud penetró en la tribuna cuando los padres de la patria empezaban a llenar los escaños. Su primera mirada fue para el Duque, que también recorrió con los ojos el piso alto, buscando al autor de sus discursos. Fijose luego el joven en los diputados de ambos grupos, en los de la gran montaña democrática, que eran los que daban interés a las sesiones y en los templados que con su moderación importuna procuraban quitárselo. Vio a los grandes demagogos de aquellos días, Alcalá Galiano, Escobedo, el duque de Rivas, Isturiz, Bertran de Lis, Infante, Ruiz de la Vega; vio a los doceañistas Argüelles, Álava, Valdés; a los ministros Sierra Pambley, Balanzat, Clemencín, Romarate, Moscoso, Garelly y Martínez de la Rosa, objeto de la atención general por parte del público de las tribunas.

Un hombre como de cuarenta y cinco años, de mediana estatura, presencia simpática, rostro medianamente agradable, sin barba, de ojos azules y aspecto en general pacífico y bonachón, subió a la Presidencia. Era el hombre de la época, el caudillo de la libertad, el héroe de las Cabezas, el ídolo de los hombres libres, el hijo más querido de la madre España, el padre de los descamisados, D. Rafael del Riego.

Los primeros momentos no ofrecieron interés. Murmullos insignificantes, un rumor perezoso, verdadero bostezo de la Cámara luchando con su propia desgana, marcaron el período de las preguntas. Habló un Ministro, hablaron dos o tres diputados, y aquellas palabras fugaces se perdieron, sin que nadie hiciera caso de ellas, como una conversación de visitas. Los discursos empezarían más tarde, aunque el interés de aquella sesión memorable no podía estar en los discursos. Una ceremonia ideada por los amigos y aduladores de Riego, y consentida ¡parece increíble! por Martínez de la Rosa, que no tuvo valor para oponerse a ella, debía verificarse dentro de pocos momentos.

Ya la anunciaba vivo y alegre rumor de bandas militares, cuyo lejano son entusiasmó a la gente de la tribuna pública. Agitáronse los diputados, agitose el pueblo, y el Presidente, haciendo alarde de modestia y delicadeza, dejó su asiento. Al verle bajar y oscurecerse, perdiéndose en las filas de los diputados, un grito unánime sonó arriba y abajo: «¡Viva Riego!» El héroe (pues es preciso darle este nombre) saludó con la perezosa cortesía de los ídolos populares, fatigados de hacer reverencias al pueblo al volver de cada esquina. Los Ministros querían aparentar satisfacción; pero harto se conocía que la farsa próxima a representarse no les entusiasmaba. Algunos diputados estaban fríos, cejijuntos, otros reían, y la mayor parte aguardaban impacientes un espectáculo, que por lo nuevo en los fastos constitucionales, merecía ser visto para poderlo transmitir a las generaciones futuras.

Llegó el momento. Las músicas militares cesaron en las inmediaciones de D.ª María, y vierais entrar en el salón por la puerta principal, precedidos de cuatro maceros, los oficiales comisionados para representar al batallón en acto tan solemne. Pusiéronse en pie los diputados, como si la real persona hubiera penetrado en el recinto, y un ¡Viva el batallón de Asturias! zumbó en las altas regiones de las tribunas. Los oficiales avanzaron gravemente hasta encarar con la Presidencia, ocupada por el Vicepresidente Sr. Salvato, y allí detuvieron el animoso pie.

Cualquier extraño que asistiera a recepción tan ceremoniosa y oyese los estentóreos vivas, y viera la serenidad y emoción de muchos diputados, habría creído que aquellos distinguidos tenientes y capitanes, tan bien peinados, venían de conquistar medio mundo; habría creído que cada uno era cuando menos un Bonaparte regresando de Italia con los eternos laureles de Arcola, Lodi y Montenotte. ¡Pobre Representación nacional la que de este modo abría su puerta sagrada a media docena de oficiales, cuyo único mérito había sido lo que ellos llamaban el restablecimiento de la libertad!… ¡como si la libertad pudiera ser verdaderamente establecida ni derrocada por un batallón!

Pero el comandante de Asturias no había ido allí a servir de objetivo a miradas curiosas. Era preciso que hablara, que dirigiese cuatro palabrillas de consuelo a la Representación nacional, con algún consejo si esta lo había menester. El comandante, cuyo nombre la historia no ha creído digno de ser conservado, a pesar de sus indudables hazañas, tomó la palabra, y mirando con bizarría al Presidente, dio las gracias por la distinción hecha al cuerpo, y después, mostrando generosidad a toda prueba y grandes propósitos de proteger y amparar a la desvalida madre España, prometió defender la libertad hasta el último aliento. Tanta abnegación de parte de un comandante enterneció a los demagogos.

Tocole la vez al Sr. Salvato, que era hombre de pocas palabras, algo ronquillo, y empezó su discurso, que parecía iba a ser largo como esperanza de pobre. De las tribunas no se le oía jota, lo cual fue ocasión de desasosiego y tumulto; pero Salvato, al llegar al fin de su perorata, alzó la débil voz cuanto le fue posible, y se oyeron estas palabras: «¡Batallón de Asturias! ¡El genio tutelar de la libertad acompañe tus filas, mientras que el aprecio general de los hombres libres te sigue a todas partes!».

En medio de atronadores aplausos, Salvato alargó al comandante un ejemplar de la Constitución. Al ver la entrega del librito, cualquier espectador de cabeza despejada habría creído presenciar el acto de la distribución de premios de escuela, y que el citado jefe había merecido llamar la atención del consejo profesional por sus correctas planas o sus adelantos en la gramática. Pero aquí empezó la parte más chusca de aquella ceremonia, que oficialmente y según lo acordado por el Gobierno, debía concluir con la solemne entrega del libro.

 

El comandante, que sin duda era hombre de iniciativa, no creyó suficientemente hecha la apoteosis del batallón de Asturias, y sintiéndose inspirado, abrasado en sacrosanto fuego de gratitud y patriotismo, desciñose el corvo sable y lo ofreció al Congreso, diciendo con hueca frase y triunfador gesto que era el mismo que empuñara D. Rafael del Riego al dar el grito de rebelión en las Cabezas de San Juan. Esto produjo cierto estupor, y aunque no faltaron aplausos, sordo murmullo corrió por los bancos, como un vientecillo rastrero precursor de grandes tempestades.

Vaciló el digno Sr. Salvato un momento, sin saber si admitir o rechazar la oferta, estando, por razón de su perplejidad, un buen rato con el acero levantado, como aparecen en las estatuas conmemorativas de heroicos hechos los grandes capitanes y conquistadores; pero al fin decidiose por la admisión, y poniendo el sable sobre la mesa, pronunció estas palabras: «Las Cortes admiten con singular aprecio este acero, fasto vivo del pronunciamiento de la libertad y trofeo del héroe predilecto de ella».

Más tarde el Congreso se avergonzó de su debilidad; comprendió la ridiculez de la escena que había consentido, y no sabiendo qué hacer del malhadado sable, devolviolo a su dueño para que defendiese con él la amenazada Constitución.

¡De esta manera querían establecer en España lo más serio, lo más imponente que existe, la libertad! ¡De esta manera querían infundir la dignidad de los hombres libres a un pueblo que conservaba la forma del absolutismo, como conserva el amasado yeso la figura del molde de que acaba de salir!

El Gobierno, concluido el acto, cayó en la cuenta de la mucha ridiculez de este. Era preciso borrarlo de la memoria de todos; era preciso echarle tierra encima, es decir, discursos, para que con las agitaciones de un debate fuese puesto en olvido. Abriose la discusión sobre el tema puesto a la orden del día, y Su Excelencia el duque del Parque se puso pálido. Mirando a la tribuna, vio a su fiel secretario y amigo, cuya presencia y animado semblante servíanle de consuelo. Evocó su serenidad; razonó consigo mismo durante breves minutos, considerando cuán bien y con cuánto despejo suelen hablar algunos tontos; hizo memoria de todos los consejos y recetas que su secretario le había dado, y midiendo con atrevida mirada ese abismo inmenso e imponente que separa el mutismo de la palabra, el silencio del discurso, arrojose resueltamente a la otra orilla. Empezó muy bien y era escuchado con atención.

El secretario a su vez, aunque no empezaba ningún discurso, sentía emociones muy vivas, no ciertamente por la ceremonia que acababa de presenciar. Esta no había concluido, cuando Monsalud vio en la tribuna de enfrente a una persona cuya presencia embargó de súbito sus facultades, dejándole atónito y confuso. Estupor más grande no lo tuvo en su vida. Fijó bien la atención, creyendo equivocarse; pero una observación prolija le convenció de la realidad de la imagen percibida. A un tiempo mismo llenaban su espíritu secreto alborozo y una especie de terror instintivo, al cual podía hallar de pronto justificación cumplida. Miraba a la persona y sus ojos sorprendieron la furtiva mirada de ella. Trató de sobreponerse a un dominio que era de su agrado, y a sentimientos que con pasmosa rapidez principiaban a subyugarle; pero a la medida de sus esfuerzos crecían su debilidad y la esclavitud de su ánimo. Esto y lo que pasa a los peces cuando tiran del anzuelo para librarse de él, es una misma cosa.

Y en tanto el Duque navegaba por el piélago inmenso de su discurso. Había afrontado impávido y sereno, los escollos del exordio y entrado en la exposición que le ofrecía su ancho campo cerúleo, despejado, claro y llano como un mar sin olas; pero de pronto, ¡oh perversidad de los hados que protegen la oratoria! ¡oh picardía de la maligna Palas! el Duque tropezó, equivocando una oración por otra y enredándose en una palabra. Mascó durante breve rato, tratando de salir del paso por medio de un esfuerzo de ingenio; mas para esto era necesario improvisar, y Su Excelencia no era fuerte en la improvisación. ¡Qué lástima, equivocarse precisamente cuando iba a examinar con crítica aguda la conducta del Ministerio; equivocarse cuando Alcalá Galiano e Isturiz estaban mudos de asombro ante aquel ignoto prodigio de elocuencia que tan inesperadamente aparecía!

El del Parque sintió que su frente se cubría de sudor; trató de recordar, llamó la memoria; pero el discurso había desaparecido ante los ojos de su entendimiento; se había borrado por completo y en su lugar una inmensidad negra, horrendo caos sin una línea, sin una idea, sin un rasgo se extendía ante el atribulado espíritu del orador.

Al verse perdido, miró a la tribuna, esperando que la presencia de su amigo, devolviéndole la serenidad, le devolviese el evaporado discurso, pero entonces su angustia fue más grande. El amigo, el secretario, el confidente había desaparecido.

Entonces el Duque sintió un mareo espantoso; en su garganta formose un nudo; miró al Presidente con desesperación, con angustia, como un náufrago que pide socorro.

Los diputados todos le observaban, aguardando a ver en qué pararía aquello. Su Excelencia tartamudeó excusas que nadie pudo comprender, y al fin exclamó con voz clara:

– Señores diputados, señor presidente… He dicho.