Yo fui la elegida

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Sí, quizás sospechó que era yo la que estaba al otro lado. Esas cosas se intuyen. El instinto percibe mucho más de lo que podemos llegar a imaginar. Curiosamente, me sentí algo humillada, pero no dolida, incluso podría comprender que hubiera colgado el teléfono.

Tenía razón Stephan Zweig cuando dijo: “No podré olvidar mis faltas mientras otro ser humano se acuerde de ellas”. Seguro que el escritor también vivió una situación así. Estas frases solo se te ocurren cuando algo te hace reflexionar. En cualquier caso, Zweig es un autor de culto y siempre quedas bien citándole.

No significa que no crea que pedir perdón exorciza el daño y redime la culpa. Lo creo firmemente. Por eso, además de pensar en Miguel también recordé a Olga. No me había portado bien con ella. Su amistad y su ayuda fueron vitales para mí. Quizás entonces no quise reconocer que sentí rabia o envidia porque después de haber dejado plantado a mi primo Marcos encauzara su vida con su exnovio el fiscal. Sí, tal vez esa fuera la razón. Una actitud miserable por mi parte.

Merecería que no apareciera otra “contactada” en mi vida, hasta que no me disculpara con Olga. Sospechaba que “Ellos” estaban muy hartos de mí y no iban a consentirme muchos errores más.

Dormí inquieta aquella noche. Cuando desperté mi mente estaba en blanco. No tenía el mínimo vestigio, ni el más vago recuerdo de haber soñado. Solo al final, en esa especie de duermevela cerca del despertar, llegaban a mi memoria dos imágenes. Una mujer vestida de negro, que no era mi abuela Úrsula, y unas habitaciones en una casa grande en un lugar desconocido. Que tampoco eran Izarra ni la casa de Amets. De la mujer no conseguía ver su rostro, pero se trataba de una presencia desagradable con una gran carga negativa. Como si fuera el negro presagio de que se acercaba una época difícil.

Necesitaba relajarme. Saldría a dar un paseo por la playa. Mejor pasear por la playa que comer chocolate compulsivamente intentando distraer la ansiedad. Esperaba la llamada de Demetrio Araquistain precisando la hora de la cita de la tarde. Todo lo que deseaba en aquel momento era tener en mis manos el manuscrito de Herminio Etura y descubrir la fascinante historia de Manay.

Caminé a buen paso por el paseo de Miraconcha que llega al palacio Miramar, después bajé hasta Ondarreta y me detuve en el pequeño jardín de la estatua de la reina. Siempre me pareció un lugar especial. Me senté a fumar en un banco solitario de espaldas al paseo. Encendí un cigarro disfrutando a conciencia la primera calada. Después saqué el móvil para repasar los últimos wasaps de Olga. No dejaba de pensar en ella. Fue entonces cuando vi las llamadas perdidas y los mensajes. Uno de Jaume, mi representante ¡y el otro de Carlos!

Me dio un vuelco el corazón. ¿Qué quería decirme? Mi primer impulso fue devolverle la llamada inmediatamente, pero me contuve intentando decidir cuál sería la manera más apropiada de dirigirme a él. No había vuelto a verle desde la noche que pasamos juntos en el chalé de Santander. Sin duda su llamada tenía que ver con el juicio en el que íbamos a comparecer, él como acusado y yo como testigo. Pero estaba tan impaciente por conocer más detalles de aquel asunto, que no lo pensé demasiado.

Presioné la tecla de rellamada con una inquietud creciente. Debía estar pegado al teléfono porque no tardó ni un segundo en contestar.

–¿Cómo estás, churri?

Su tono era el de siempre, chulesco y prepotente, pero no iba a conseguir amilanarme. Ni siquiera respondí a su saludo.

–Me han citado como testigo en tu juicio –dije intentando marcar distancias.

–Sí, ya lo sé, te ha citado mi abogado.

Aquello era demasiado.

–¡¡¿Tu abogado?!! ¡Pero por qué! ¿Qué coño quieres ahora?

–Ja, ja, ja... No me lo pongas tan a huevo ¿hace falta que te responda?

Ya era demasiado tarde para rectificar.

–¿Qué quieres? ¿Qué tengo que ver yo con tus mierdas?

–Tienes mucho que ver ¿o has olvidado que hiciste de intermediaria en la venta de los coches?

–¿Pero qué dices? Ese no es el tema. El tema es la querella que te han metido por la agresión que sufrió Miguel Villalba.

–¡Ah sí, tu novio! –Hizo un paréntesis para echarse a reír de nuevo. –Bueno, tu exnovio ya ¿no? Me han dicho que se enteró que le pusiste los cuernos conmigo y te ha dejado apeada.

–Eres un cabrón, tío. Te voy a colgar el teléfono.

–¿A que no lo cuelgas?

–¡A qué sí! –dije presionando la tecla de fin de llamada.

También era demasiado tarde para rectificar.

De inmediato volvió a sonar. Descolgué esperándome lo peor. Su actitud era totalmente distinta.

–No vuelvas a hacerlo –dijo entre dientes.

–Y tú no seas tan chulo.

Hizo un breve silencio.

–Te espero esta tarde en el Udaberri a las siete. No puedo explicarte nada ahora. Más vale que aparezcas.

Conocía ese tono de voz. Sentí miedo, pero necesitaba saber lo que estaba tramando. Procuraría que la cita con Demetrio Araquistaín fuera lo más pronto posible.

–No puedo a esa hora.

–¿Cuándo puedes?

–Hacia las ocho.

–Está bien. A las ocho.

Aplasté contra el suelo el cigarro a medio consumir antes de colgar.

Carlos Olaizola era un tipo altamente tóxico. Podías notar cómo te robaba energía cada vez que lo tenías cerca. Necesité tomarme un largo respiro antes de escuchar el audio que me enviaba mi representante, por wasap.

“Ascolta nena. ¿Com va tot? Tengo varias cosas para ti que no vas a poder rechazar. Llámame, ¡joder! Y a ver si coges el teléfono cuando te llamo”. De despedida, dos emoticonos: una mierda con ojos y el signo de la victoria. Ese era Jaume.

Fue una tarde frenética. Supuse que la entrevista con Demetrio Araquistain sería un trámite rápido. Intercambiaríamos los respectivos manuscritos y poco más. Pero ninguna de las dos entrevistas transcurrió según mis previsiones. En cuanto a la de Carlos, ni en el peor de los supuestos podía imaginar que aquel miserable intentara sobornarme con algo tan ruin. Pero él tampoco imaginaría que yo estuviera dispuesta a todo. Mucho antes de nuestro encuentro, comencé a perfilar una estrategia, y si para llevarla a cabo pudiera conseguir la ayuda que necesitaba, daría con sus huesos en la cárcel.

Demetrio Araquistain llegó eufórico a la cita. No podía disimular la satisfacción que le producía el negocio que estaba a punto de cerrar. El lugar elegido me pareció muy poco apropiado para un fraile tan intelectual y austero como él, pero no era el caso de poner obstáculos.

–Entonces –pregunté algo sorprendida–: ¿En la puerta del hotel de Londres... o dentro en la cafetería?

Pareció que dudaba un instante.

–Bueno, de momento quedamos en el hall del hotel. Luego ya veremos. ¿Tiene los manuscritos en su poder?

–Sí, claro.

Hablaba como si no pudiera evitar sonreír.

–Perfecto. Yo llego en cinco minutos. A las seis y media en punto estoy ahí.

Me senté a esperarle en el coqueto hall del hotel. Estaba intentando resolver qué haría con el dossier que el fraile me iba a entregar para no llevarlo a mi cita con Carlos, cuando sonó mi móvil. En el visor salió la foto sonriente de mi prima Geli. Tenía que ser algo importante para que me llamara desde Berlín.

–¡Hola, Geli, que sorpresa!

–Hola Maravi, lo siento, no te has enterado ¿verdad?

Me puse en guardia. No creo que pudiera soportar una sorpresa más.

–¿Enterarme de qué?

–Ha muerto Ascensión –dijo en un susurro.

¿Ascensión? Necesité algunos segundos para comprender lo que me decía.

–¿Qué Ascensión? ¿La de la residencia de Irún?

–Pues claro –respondió sorprendida.

No supe si debía mostrar tristeza o alegría.

–¡Ah ya! Pobre vieja ¿y cuándo se ha muerto?

No respondió a mi pregunta.

–Me han dicho los de la residencia que un par de días antes de morir les entregó una carta a tu nombre.

–¡¡¿Quééé?!!

–Sí, como no les dejaste ningún teléfono me han llamado a mí.

–¿Una carta?

–Sí, es un detalle ¿no?

Ya era hora de que Geli supiera quién era realmente Ascensión. ¡Claro! Entonces lo comprendí. Era ella la vieja que apareció en mi sueño. Una mujer sin rostro vestida de negro en una casa grande. Volvía del reino de los muertos para atormentarme.

–¿Cuándo murió? –volví a preguntar.

–Hace dos días.

–Sí, exacto, hace dos días.

–¿Qué pasa?

No tenía por qué decírselo, pero cada vez era más consciente de lo poco que me importaba lo que pensaran los demás.

–Esta noche he soñado con ella y ahora entiendo por qué... Estaba muerta y venía a intentar joderme un poco.

–¿Pero qué dices, Maravi?

–Me da igual lo que pienses. Ascensión era una bruja.

Se quedó callada esperando una explicación, cuando descubrí el orondo perfil de Demetrio Araquistain entrando en el hotel con una carpeta bajo el brazo. Me hizo el gesto de que siguiera hablando tranquila.

–¡Qué dices! –repitió Geli sin salir de su asombro.

–No puedo explicártelo ahora. Me están esperando. Ya te contaré.

Pero ella no estaba dispuesta a que la dejara así.

–No importa quién te espere, oye... dime algo.

Me levanté del asiento y saludé al fraile con la mano. Después me di la vuelta para seguir hablando en voz baja.

–No tienes ni idea de cómo era. En Goñi la odiaban, la echaron del pueblo. Ni te imaginas cómo puteó a mi madre, era malísima y todo el mundo lo sabe.

 

–¡No me lo puedo creer!

–Lo que oyes... Y más cosas que me he enterado y no puedo decirte ahora.

–¡Luego me llamas! –exclamó a la desesperada.

–No, luego no puedo, estoy súper liada. Te llamaré por Skype cuando recoja la carta. Adiós, prima, un beso.

La escuché decir.

–¡Pero oye!

Me volví hacia Demetrio Araquistain que esperaba sonriente.

–No tengo prisa, Mara, no se preocupe.

No sé por qué lo hice. Tal vez porque inconscientemente sé que nunca nos encontramos con nadie por azar. Que unas personas nos llevan a otras. Que siempre hay que estar alerta.

–Ya, muchas gracias –dudé un instante antes de continuar–. Es que me ha llamado una prima para decirme que un familiar nuestro había muerto.

El fraile asintió con expresión seria.

–¡Ah! Vaya, lo siento.

–No lo sienta, era una vieja bruja, que hizo mucho daño a mi familia... Y por cierto anoche soñé con ella. Ha sido una premonición.

Demetrio arrugó la nariz y echó los labios hacia delante.

–Muy interesante –dijo cabeceando. Después me invitó a sentarme de nuevo–. Espere un momento, por favor, ahora vuelvo. Voy a reservarme habitación para esta noche.

No pude evitar un gesto de sorpresa.

–¿Aquí, en el Londres?

–Sí, vengo a menudo –sonrió–. Tengo una cena y no quiero volver a Oñate de noche.

Vi con cuanta cordialidad le saludaban en recepción. Al momento, regresó.

–Bueno, todo arreglado –dijo sentándose frente a mí–. Cuénteme, me interesa mucho.

–¿Ah sí? ¿Por qué?

Respiró hondo y dejó la carpeta sobre la mesita central.

–Ya ve que he cumplido mi parte del trato.

–Yo también –dije señalando los manuscritos.

Comprendí que su mirada había cambiado. Ya no me observaba con suspicacia, sino con curiosidad. Probablemente había preguntado por mí en la fundación Oteiza. La respuesta, aunque contradictoria, seguro que no había sido del todo desfavorable.

Se arrellanó en el sillón.

–Claro que me interesa lo que me acaba de decir. O sea, que piensa usted que tiene alguna facultad adivinatoria.

Me eché a reír.

–Bueno, no sé qué significa esa pregunta. En todo caso es demasiado general ¿no cree?

Abrió los brazos en el vacío.

–Puede responderme lo que quiera.

Nos miramos en silencio. Un fraile dominico, capaz de alojarse en el hotel de Londres y admirador de Jorge Oteiza, tenía que ser un tipo especial.

–Sí, es posible que tenga algún tipo de intuiciones o premoniciones. No es tan extraño, mucha gente las tiene.

Asintió de nuevo. Como si quisiera demostrarme que era capaz de escuchar sin un gesto de sorpresa cualquier secreto que deseara confiarle.

–Muy bien, la creo. Entonces...

Resoplé demostrando la pereza que me producía comenzar un relato pormenorizado de mis singulares características.

Parecíamos entendernos solo con la mirada. Ojalá cualquiera de mis novios hubiera tenido su perspicacia.

–Solo necesito un relato sinóptico. Cuatro pinceladas –añadió intentando darme ánimos.

Acepté su reto.

–Está bien –me detuve observando con aparente interés un platillo art decó que adornaba la mesa–. ¿Cuatro pinceladas? Ahí van y por este orden: En ocasiones veo muertos, que diría el amiguito de Bruce Willis, a menudo oigo voces, y eso que no soy nada cotilla, “los sueños de cuarta dimensión” para mí son pan comido... y además me creo una elegida –bueno rectifiqué–, más que una elegida, una protegida. La inteligencia cósmica vela por mí.

Me miró despacio encajándose las gafas en el puente de la nariz.

–¿No es lo mismo una elegida que una protegida? –preguntó como si fuera la única precisión importante.

–No –respondí tajante–. Una elegida corre el peligro de morir en el intento, de perderse por el camino, de no encontrar la salida. Los “protegidos” tenemos un contrato blindado, un plus. “Ellos” –hice un paréntesis algo teatral–, imagino que cuando digo “Ellos” sabe que lo hago por abreviar. Pues bien “Ellos” se comprometen más con nosotros. No pueden permitirse el lujo de perdernos.

Demetrio Araquistain carraspeó y volvió a hacer aquel gesto de arrugar la nariz y echar los labios hacia delante. Era un gesto que repetía a menudo.

–¿Y qué me dice de los sueños de cuarta dimensión? ¿Por qué los llama así?

Respiré hondo.

–¡Uf! Si nunca los ha tenido, es largo de explicar.

–¿Lo intentamos otra vez con cuatro pinceladas?

–Vale –sonreí–. En realidad, son estados de conciencia que se pueden alcanzar por la ingesta de algún tipo de alucinógenos... O porque el individuo esté mentalmente adiestrado o inducido a partir de regresiones, hipnosis, etc. En mi caso no necesito nada. Solo dormir y soñar. En este caso la realidad y el sueño constituyen la misma unidad, participan de la misma experiencia vital. Dentro del sueño, sueñas y despiertas. Los sufíes dicen: “El que sueña que sueña... despierta” –le observé despacio sabiendo que me comprendería–. Es decir, despierta a otra dimensión, a una realidad superior, espiritual, trascendente.

El fraile permaneció en silencio unos instantes como si necesitara ordenar los elementos de un puzle. Después repitió de nuevo el gesto de ajustarse las gafas y echar los labios hacia adelante.

–Me han hablado de usted esta tarde –confesó.

–Ya me lo imaginaba. Su actitud conmigo es diferente a la de ayer.

–¿Ah sí? ¿En qué sentido?

–Parece que está algo desconcertado. Intenta saber que hay en mí de verdad y de mentira. Le han dicho que tengo una buena trayectoria profesional. Y, por otra parte, aunque parezca que puedo estar pirada, tengo un discurso bien estructurado y coherente y lo más importante –moví la cabeza afirmativamente– Oteiza no solo era inteligente, sino muy listo. Muy zorro, jamás hubiera dado crédito a una trepa, a una buscona o a una pirada.

Nuevo silencio breve cuajado de interrogantes.

–Es una buena respuesta.

–Ya lo sé.

–¿Cuándo podemos vernos otra vez? –preguntó sin rodeos–. Yo también estoy en posesión de alguna que otra característica singular que le puede interesar conocer.

–Estoy segura.

–Esta noche ceno con personas muy piradas y muy especiales. Un cabalista, algún exorcista, un par de médiums y otra gente de mal vivir.

–Me encanta la gente de mal vivir.

–Me alegro mucho Mara. Entonces –preguntó adelantándose en el asiento–. ¿Hacemos el trueque?

–Sí –respondí sonriendo.

Intercambiamos las carpetas.

–Yo también he hecho fotocopias del manuscrito de Manay –precisó.

–Está bien. Por cierto, creo que voy a dejar la carpeta en la caja fuerte del hotel. Ahora tengo otra cita y no quisiera perderla.

–Perfecto. Se la guardarán encantados –no pudo ocultar el brillo de su mirada detrás de las gafas. Tal vez intentando imaginar quién sería mi próximo interlocutor–. Usted me dio su tarjeta y yo ahora le doy la mía. Llámeme, me gustaría que siguiéramos en contacto.

Sabía que Carlos me haría esperar un buen rato y no me equivoqué. Llegó pasándose la mano por el pelo, demostrando que pensaba dejárselo crecer como a mí me gustaba. Por si tuviera alguna duda, en aquel momento comprendí la repugnancia que me inspiraba cada uno de sus gestos. Hacia él, por lo que era y hacia mí misma, por haber soportado tanto tiempo a un tipo tan mediocre y vulgar.

Estas certezas ocurren así, de pronto, como siguiendo el compás de un chasquido de dedos.

–Es imposible aparcar en esta puta ciudad –dijo sentándose frente a mí–, Jodé macho, jodidos gabachos, todos los parkings petaos –murmuró.

No pensaba darle tregua y siempre que pudiera evitaría mirarlo a los ojos. Yo tampoco le saludé.

–¿Qué es lo que tienes que decirme?

Sonrió echándose hacia atrás.

–¿Quieres entrar directamente a matar, o qué?

Consulté mi reloj.

–Perdona, no tengo mucho tiempo. Han convocado reunión de vecinos y ya llego tarde.

–¡Hombre! Qué tal sigue Cloti.

Me encogí de hombros.

–Muy bien, te pido por favor que esto sea un trámite rápido.

Carlos Olaizola soportaba muy mal que le marcaran los tiempos, pero al parecer se había propuesto no ser tan desagradable como de costumbre.

–Vale, como tú quieras.

–Te escucho –dije.

Me observó en silencio largos segundos.

–Necesito que testifiques en el juicio que pasaste conmigo la noche del veinticuatro de diciembre.

Me quedé paralizada. Esa fue la noche de la brutal agresión a Miguel. Eso significaba que Carlos temía que existiera alguna prueba que pudiera implicarle. Tenía que mantener la calma y pensar con rapidez. Por eso fingí no haber comprendido su propuesta.

–No sé de qué va esto, pero no te entiendo.

De pronto se levantó y se acercó a la barra. Le oí pedir: “Ponme un pelotazo de Hendrix bien cargado”. Esperó allí mismo a que se lo preparasen y volvió a la mesa.

–¿Has tenido tiempo de pensar? –preguntó bebiendo un trago largo.

–No voy a testificar eso.

Se encogió de hombros.

–Vale. Atente a las consecuencias.

Todas mis intenciones de no mirarle a los ojos se fueron al traste.

–¿Qué consecuencias?

Estaba nervioso, inquieto. Se acercó la copa a los labios.

–Tengo unas fotos tuyas –comentó. Después bebió de nuevo compulsivamente, como si quisiera emborracharse con rapidez.

–¿Qué fotos? ¿De qué me hablas?

Se adelantó en el asiento para sacar la cartera del bolsillo de su pantalón. La abrió y buscó con torpeza en el compartimento de los billetes.

–Estas –dijo mostrándomelas.

Eran tres fotos que fue pasando como las cartas de una baraja. Tendí la mano, pero él las retiró impidiendo que las cogiera. A simple vista era un montaje obsceno. Una pareja en la cama imitando posturas de un kamasutra doméstico.

Por supuesto no era yo. Era una mujer más o menos parecida a mí. Larga melena oscura y complexión delgada.

Bebí un pequeño sorbo de cerveza intentando disimular mi rabia y mi inquietud. Lo importante era demostrar aplomo y seguridad.

–No pensaba que fueras tan estúpido. El montaje es muy burdo.

Él sonrió.

–Es posible, pero mientras quieras aclarar que no eres tú, calcula la cantidad de gente que las puede ver en Internet con tu nombre debajo.

La situación era complicada y podía complicarse mucho más. No valía cualquier respuesta. Sin embargo, algo no encajaba. Sin duda el montaje era muy burdo, pero Carlos Olaizola no era ningún estúpido. Tal vez aquellas fotos no se hicieron para colgar en Internet, sino exclusivamente para amedrentarme. Lo que él esperaba era que yo le creyera capaz de hacerlo y accediese a sus pretensiones. Tal vez guardara otra amenaza en la manga.

–¿Y por qué no le pides que testifique a la tía de las fotos?

Se echó a reír pasándose de nuevo la mano por el pelo.

–Porque tú tienes más credibilidad y más caché ¿no? A ella igual no le creerían... pero a ti, sí.

Yo misma me sorprendí pensando en recurrir de nuevo a Miguel y al inspector Arroiz. El chantaje no solo era una excusa perfecta para llegar a ellos, sino para intentar acabar para siempre con el canalla miserable que tenía enfrente. Cuanto más le miraba, más decidida estaba a cargármelo. Una y otra vez volvía a sentir tanto desprecio por él como rabia hacia mí misma, por haberme sentido atraída en algún momento por un tipo tan absurdo y patético.

–Supongo que sabes que esto te puede salir de culo.

Movió la cabeza categóricamente.

–No, porque no tienen ni una puta prueba.

–Quieres decir ni una puta prueba de lo que realmente hiciste.

Su respuesta solo fue una carcajada a medias. No pudo mantenerla ni sostener mi mirada. Pero de momento, estaba dispuesta a seguir su juego.

–Eres un tipo despreciable –murmuré.

–No vayas de intelectual, yo diría un hijo de puta.

Consulté de nuevo mi reloj.

–Tengo que irme.

–¿Qué me contestas? –preguntó sin parar de moverse en el asiento.

–No sé, lo pensaré –susurré con un hilo de voz.

 

De nuevo nos miramos en silencio. Necesitaba que cada una de mis actitudes y mis palabras fueran creíbles.

–Te llamaré –dijo.

–No –exclamé con acritud–. Te llamaré yo.

Me levanté lo más dignamente que pude y avancé hacia la puerta. Escuché su voz a mi espalda.

–Queda poco tiempo. Decídete rápido.

Pero no me volví.

Dejé la carpeta sobre la cama. Ni siquiera la había abierto. Fui a la sala, me derrumbé en el sofá y puse la televisión mecánicamente. Encendí un cigarrillo mientras seguía las peripecias de la chica del anuncio de Chloé. Era un perfume demasiado floral, no me gustaba. Y la chica tampoco, resultaba tan floral y empalagosa como el perfume. Me alegré de haber depositado el manuscrito en la recepción del hotel. El propio Demetrio Araquistain se encargó de entregárselo al recepcionista: “la señorita vendrá a buscarlo”, dijo. Allí se encontraba a salvo. Todo lo que estuviera al alcance de Carlos Olaizola, corría peligro de desaparecer entre sus fauces. Pero no debía pensar más en su abyecto chantaje. Ya llegaría el momento de ocuparme de eso. Cada día, un acontecimiento, decía Napoleón. Es la única manera de no enloquecer.

En aquel momento, el único objetivo capaz de ilusionarme era comenzar mi nueva novela. Sumergirme en la extraña historia de Manay. Seguro que Demetrio Araquistain habría incluido algunos retratos suyos en el dossier. Estaba deseando tenerlo entre mis manos, pero me sentía agotada.

Me obligó a levantarme el timbre de la puerta, acompañado de apremiantes golpecitos ¡maldita sea! Era la vecina, otra vez.

Apagué el cigarrillo y fui a abrir.

–Hola Cloti, qué sorpresa.

Me miró de reojo, introduciéndose en el hall sin esperar a ser invitada.

–¡Uf! Qué cara de cansada tienes –dijo.

–Sí, tengo mucho sueño Cloti. Me voy enseguida a la cama.

Comenzó a frotarse las manos como si no hubiera escuchado mi comentario.

–Verás Mara, estoy preocupada. He consultado el tema con mi sobrino y me ha dicho que mucho cuidadito con lo que firmo.

Me sentí desfallecer. Había sido un día muy intenso. ¡Quién coño era su sobrino! ¿El fiscal general del Estado?

–¡Oh! No... Cloti... Por Dios. Le aseguro que no tiene ninguna importancia.

–¿Cómo lo sabes?

–Acabo de estar con un abogado precisamente para preguntarle eso –mentí con mi desparpajo habitual.

–¿Y qué te ha dicho?

–Que nada, que recoger una carta oficial no tiene ninguna responsabilidad. Al contrario –añadí en el colmo de la desesperación.

–¿Ah sí?

–Pues claro. Tenga en cuenta que está colaborando con la ley y la justicia.

Le gustó mi respuesta.

–¡Ah!, mira, pues eso es verdad –cabeceó satisfecha sin hacer amago de marcharse.

–No tiene de qué preocuparse –añadí enfilándola cariñosamente hacia la puerta.

De pronto se cuadró frente a mí.

–Vas a decir que soy una vieja cotilla.

–Qué va –me temí lo peor sabiendo que su comentario no era casual.

Bajó el tono de voz.

–Ya no sales con ese chico tan majo ¿verdad?

Me despejé de súbito.

–¿Qué chico?

–Ese tan guapo. El último que has tenido –el susurro era ya inaudible.

¿Se refería a Carlos o a Miguel?

–¿Se refiere al último último? –precisé dando por hecho que conocía perfectamente a los dos de verlos a través de la mirilla.

–Sí, ese –asintió–. El anterior no te creas que me gustaba mucho. Un día subí con él en el ascensor y me pareció muy chulito.

–¿Qué me quiere decir, Cloti? –sonreí por no estrangularla con mis propias manos.

–Ayer a la tarde-noche vino a verte –dijo apretando mi brazo con un gesto cómplice.

–¿Cómo? ¿Qué dice? –exclamé estupefacta.

–Sí ¿andáis enfadados, verdad?

Confiaba plenamente en su perspicacia y retentiva, pero insistí.

–¿Está segura de que era Miguel?

Hizo un gesto afirmativo con el brazo.

–¡Por supuesto! ¿Miguel se llama? –es majísimo–, añadió respondiéndose a sí misma.

–¿Y qué más?

Cloti parecía encantada y orgullosa de la importancia de su relato.

–Además hablé con él. Sea lo que sea, perdónale, oye, todos los hombres tienen algún defecto.

–¿Cómo? ¿Qué habló con él? ¿De qué?

Movió la cabeza con energía.

–Sí, abrí la puerta y le dije que me habías encargado que recogiera todo lo que llegase para ti.

No podía salir de mi asombro. Algo en ella me recordó a Ascensión. Al final de una manera u otra, todos los viejos se parecen.

–Le juro que no me lo puedo creer.

–Sí, pobrecillo. Yo creo que se sintió humillado. Ya le dije: “Tenías que haberle llamado por teléfono antes, porque Mara sale mucho... ya sabes, es joven y...”.

Seguía sin dar crédito a lo que oía.

–¿Pero por qué le dijo eso?

–¡Pues no sé! Fue lo que me salió en ese momento.

Maldije mi mala suerte. No estuve ni hora y media fuera de casa. Había quedado con Antoine para contarle lo de Oñate y hablar del viaje a París, pero volví enseguida.

–¿A qué hora vino? –pregunté resignada aceptando la inevitable deriva del Destino.

Cloti se quedó mirando al techo unos segundos.

–Hacia las nueve y pico. Ya había visto el Pasapalabra, bueno que ahora se llama El Tirón, aunque no creas que me gusta mucho, pero en fin, pues eso, serían las nueve y pico, seguro que no eran las diez.

Desquiciada o no, a pesar de todo tenía que estar agradecida a mi vecina. Que Miguel viniera a verme era una noticia muy importante para mí, un auténtico bombazo. La pregunta del millón era por qué no me había llamado por teléfono. La respuesta también creía tenerla Cloti.

–Querría darte una sorpresa. Se le ve muy enamorado, Mara.

Esa no era la razón. Quizás Miguel había adivinado que era yo la que llamó a su oficina por la mañana. Incluso el propio Arroiz se lo habría confirmado.

Volvería a contactar con él. Necesitaba verle antes del día del juicio para pedirle consejo. Hasta podría intentar conquistarle otra vez. A veces el Destino nos muestra una rendija, una fisura por la que escapar. O al menos poder dar esquinazo, momentáneamente, a la mala suerte.

Me despedí de Cloti sin demasiadas contemplaciones. Me sentía tan impactada con la información que acababa de darme, que, a pesar de mi impaciencia por conocer el contenido del manuscrito, temí no poder concentrarme en su lectura. Sin embargo, no sé muy bien si mi sentido de la profesionalidad o el puro morbo de aquella historia, me llevó directa hacia el escritorio. Abrí el cajón central y comprobé que allí estaba el cuaderno negro de tapas rugosas. Lo cogí como si deseara acariciarlo y se abrió por su exacta mitad. Dentro del manuscrito, Demetrio Araquistaín había introducido varios retratos de Manay. Los separé con cuidado y me quedé observándolos fascinada. Era cuatro rostros dibujados desde diferentes perspectivas. En el último de ellos, el quinto, solo aparecían rasgos aislados y facciones dispersas dibujadas en la superficie del papel. Eran pruebas, bosquejos, apuntes minuciosos de las características de sus ojos y labios previos al retrato final.

Volví a guardarlos y repasé el resto del cuaderno haciendo discurrir sus páginas. Cada párrafo que descubría era más desconcertante que el anterior. Se despertó en mí una curiosidad insaciable que me invitaba, casi me obligaba a seguir leyendo con avidez. Me detuve al azar en la parte final del cuaderno y leí:

“Mucho antes de que todo aquello ocurriese, supe que la niña que conocí como Manay, cambió su nombre por el de Margarita. Ya no vestía a la usanza filipina. Su ropa y sus ademanes eran los mismos que los de cualquier joven occidental de la buena sociedad de Manila. Se había cortado y rizado el cabello. De esa manera su rostro había cambiado tanto, que ya no parecía la misma persona. Lo único que no cambiaría nunca sería su corazón, donde anidaba una venenosa y temible serpiente capaz de matar y pervertir a cuantos se cruzaran en su camino. Era sin duda una enviada de Satán”.

Cerré el cuaderno sin poder evitar un escalofrío. Deseé no haberlo leído para no soñar con ella aquella noche. Sin embargo, el dato que Herminio Etura revelaba en su cuaderno, era muy importante. Si Manay consiguió llegar a pertenecer a la clase alta de Manila de su época, la abuela y la familia de Verónica Casariego habrían llegado a conocerla. Aquel mismo viernes habíamos quedado en encontrarnos. Le pediría a Vero que me llevara a casa de su abuela. Haber conocido ese detalle en un momento tan oportuno resultaba realmente providencial.

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