Yo fui la elegida

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Pensé de nuevo en la dureza de la mirada de mi madre y fue entonces cuando recordé aquella conversación con su hermana Jacinta a nuestra llegada al caserío. Estábamos en la eskaratza. Ni siquiera habíamos entrado en la cocina. Mi tía me observó sin demasiado interés.

–Cuánto ha crecido la chica –dijo.

Al besarme sentí la repugnante humedad de sus labios mutilados. Giré la cabeza con disimulo para pasarme la mano por la mejilla.

–Sí, está muy maja... ¿Qué tal vosotros?

Jacinta se encogió de hombros.

–Bueno, mal... ya sabes... –esperó unos segundos para añadir–. ¿Cuánto has traído?

Mi madre agachó la cabeza.

–Cinco mil pesetas.

Jacinta desorbitó los ojos en un gesto de estupor que distorsionó aún más su terrible rostro.

–¡Solo cinco mil pesetas! Nora goaz horrekin!

–Eliseo ha tenido una mala racha... Ya sabes lo que es trabajar por tu cuenta.

Jacinta en un gesto de desesperación cruzó las manos sobre el pecho.

–Jangoikoa, Jesus, Ama ni!!!

Mi madre subió el tono de voz.

–¡A lo mejor a quien le tienes que apretar las tuercas es a Genaro!

Jacinta se revolvió como si le hubiera picado una serpiente.

–¡No señor, hace mucho que no apuesta en el frontón!

–¡Pues yo no tengo esas noticias!

Jacinta no respondió. Volvió a entrelazar las manos cabeceando despacio como si recitara una extraña letanía.

Después de un silencio tenso, mi madre dulcificó su actitud.

–¡Somos siete hermanos, Jacinta! Y unos pueden más que otros. Yo no te pido que me devuelvas esas cinco mil pesetas, sabes que te estoy agradecida, pero no he podido conseguir más. Pídele a Salomé, ella te puede dejar y cuando terminen las obras, poco a poco le vais pagando.

Jacinta no parecía escuchar, cabeceaba sin descanso.

–¡Cinco mil pesetas! –repetía– ¡Jesssúúússs! Nora goaz horrekin!

Claro, no iban a ningún sitio. Al final las cinco mil pesetas se quemaron dentro de la maleta de mi madre. Entonces comprendí la razón de su mirada. No era despótica ni distante. Era doblemente desesperada y angustiosa. Por su hermana Jacinta y por la pérdida de aquel dinero que tanto necesitábamos. Se lo preguntaría esa noche cuando fuéramos a dormir.

A pesar de lo alejada que estaba la campa en la que me encontraba, el olor a humo lo invadía todo. Miré de nuevo hacia el punto más distante que abarcaban mis ojos. Las primeras casas del pueblo de al lado, parecían más próximas de lo que en realidad estaban. Como la inmensa mole del monte Berian, tan lejos también y tan cerca. Suspiré enredada en mis temores y ensoñaciones, cuando me envolvió de pronto aquella brisa suave, no era fría, sin embargo, me hizo estremecer. Miré hacia atrás y entonces escuché sus voces. Decían mi nombre completo, muy suave como si lo tarareasen “Maaa-raaaa-viiii-llaasss”.

Me puse en pie de un salto mirando a mi alrededor. No había nadie... ¿Quién me llamaba?

Y otra vez, y otra... Fueron tres veces “Maaa-raaa-viiii-llaassss”.

–¿Quién es? ¿Quién me llama?

Pero nadie respondió. No tuve el impulso de huir, necesitaba saber lo que estaba ocurriendo. Recorrí el seto sintiendo los arañazos de las zarzas en la palma de mi mano. Entonces descubrí que entre los arbustos había un vacío, un orificio por el que se podía penetrar. ¿Pero a dónde? Lo inspeccioné despacio con la misma sensación de automatismo que muchos años después volví a sentir en aquel callejón de Oñate después de mi entrevista con Demetrio Araquistain.

Me agaché para atravesar el seto. Cuando me incorporé y levanté la mirada, lo que no pude ver fue lo más desconcertante. Era como si flotara en el vacío. Sin que nadie me lo dijera y sin que jamás hubiera oído hablar de conceptos tan elevados como el tiempo y el espacio, con ocho años comprendí que me encontraba en un lugar en el que no existía nada... Sé que es difícil explicar que “La Nada” existe y es un lugar fuera del tiempo y del espacio, pero es así.

La respuesta más inmediata llegó a la vez que la paz y la tranquilidad a mi ánimo. Mi respiración se ralentizó. Estaba dentro de un sueño. Pues solamente dentro de un sueño se puede vivir en el presente, en el pasado y en el futuro, incluso todo al mismo tiempo. Solo dentro de un sueño podemos respirar a través de branquias como los peces, o volar como las aves. Nos limitamos a decir que es un sueño, sin embargo, ese momento para el durmiente es tan real, tan angustioso o tan feliz como el que vive despierto.

–¡Hoolaaa! –¿Quiénes sois? –pregunté.

Estaba dispuesta a esperar su respuesta todo el tiempo que fuera necesario.

–No nos conoces. Ez, ez gaituzu ezagutzen –dijeron de pronto dos voces distintas.

Escuché paralizada, temiendo que cualquier movimiento pudiera modificar aquel fascinante escenario en el que me encontraba.

–Quiero veros.

–No puedes.

–¿Por qué no puedo?

–Porque aún no hemos nacido.

–Bueno, este nació y se murió –corrigió la segunda voz.

–¿Quién es este?

Eran voces armoniosas con una sonoridad cantarina.

–Un hermano tuyo que nació y se murió. Bai hori da. Nació y se murió. Jaio eta hil egin zen –repitieron como un latiguillo monocorde–. Dile quién eres –añadió la voz que parecía de más autoridad.

–Sí, dile cómo te llamas –insistió otra voz distinta.

–No puede decir cómo se llama porque se murió enseguida. No tiene nombre. Ez du izenik –respondió de nuevo la primera.

–Mentira –yo no tengo hermanos– protesté muy alterada.

–Tu madre no te lo ha dicho, pero tu hermano se murió.

No podía ser cierto ¿por qué mi madre no iba a decirme que tuve un hermano que había muerto?

–También sabemos lo que ha hecho tu tía Jacinta.

–¿Qué ha hecho? –pregunté sin disimular mi asombro.

–Ha quemado el caserío –respondió una voz musical desconocida hasta entonces.

–Bai. Jazintak erre du. Sí, Jacinta ha sido. Aún no ha venido, pero todos los muertos pasan por aquí –exclamaron dos voces al unísono.

–Y algunos se quedan para siempre –intervino de nuevo la voz de más autoridad.

–Sobre todo los que se han muerto como ella.

Calculé que había cuatro voces distintas, pero era imposible distinguir de dónde llegaban. Parecía que estuvieran en torno a mí, rodeándome.

–¿Por qué lo sabéis?

–Porque nosotros lo vemos todo, pero desde un sitio que tú no conoces y al que no puedes venir.

–¿O quieres venir? –esta vez era la voz de un niño muy pequeño, le costaba esfuerzo pronunciar las palabras.

–Si quieres te decimos cómo puedes venir –respondieron todas las voces a la vez–. Nahi izanez gero, esango dizugu nola etor zaitezkeen –repitieron a coro.

Entonces les creí. Creí que era cierto lo que decían y comprendí que me ocurría todo aquello porque yo era una niña especial y tendrían que pasarme esas cosas y otras y tendría que aprender a vivir con ellas. Fue entonces cuando sentí un miedo irracional. ¿Dónde querían llevarme? ¿Qué iban a hacer conmigo? Apreté los ojos y los puños con fuerza “tengo que salir de aquí, tengo que salir de aquí”.

Busqué a tientas, desesperadamente, el orificio por el que había penetrado en aquel lugar. Cuando abrí los ojos de nuevo, me vi fuera del seto y ya era de noche. Había entrado a media tarde y por la oscuridad del cielo debían ser más de las diez. Sin embargo, estaba segura de haber permanecido apenas unos minutos en aquel lugar. ¿Cuánto tiempo había transcurrido en realidad?

Se oían ladridos de perros y una voz fuerte y angustiada gritó muy cerca de mí.

–Aurkitu dute Jainkoari esker! ¡Aquí está, aquí está!

Todo el pueblo estaba buscándome. Vi llegar a mi madre, despeinada con gesto extraviado y los ojos arrasados en lágrimas. Se abalanzó sobre mí para abrazarme.

–Jainkoari esker! Mi querida hija. ¡Gracias a Dios! –repetía entre sollozos.

Yo intenté decirle todo lo que me había ocurrido en aquel lugar, hablarle de las voces de los niños, de mi hermano muerto, decirle que había sido la tía Jacinta la que había quemado el caserío. Pero fue inútil. Sentí que entre todos me llevaban en volandas hasta la casa de la tía Francisca. Me dieron un tazón de leche con Cola Cao, me pusieron una camiseta blanca de hombre que me llegaba hasta los pies y me llevaron a la cama.

–No quiero quedarme sola, amá –supliqué a mi madre que se arreglaba el pelo reflejada en el cristal de la ventana. Habían ocurrido demasiados acontecimientos aquel día. Tenía el rostro demudado.

–No te preocupes voy a cenar algo con la tía Francisca y vuelvo enseguida.

–Tengo algo que decirte –insistí.

Se sentó en la cama a mi lado y me acarició la mejilla.

–¿Qué pasa, bihotza?

–No sé, pero he hablado con unos niños en un sitio muy raro que me han dicho que tuve un hermanito y se murió y que el caserío lo ha quemado la tía Jacinta.

No pareció sorprenderse, pero tampoco esperaba que hiciera lo que hizo. Respiró hondo y cogió con fuerza mi cara entre sus manos.

–Escúchame bien –dijo con los labios apretados–. No quiero que te pase lo mismo que a mí. ¿Me has oído? ¿Me entiendes?

Yo apenas podía mover la cabeza.

–Sí –balbucí.

–No me importa a quién has visto ni lo que te han dicho. Olvídate de todo. Para siempre. Nunca más recuerdes lo que ha ocurrido hoy. Nunca más –repitió. Se levantó, apagó la luz y se marchó.

Me cubrí con las sábanas hasta los ojos. Era una noche calurosa de verano. Por la ventana abierta penetraba el olor a humo y se oía un lejano concierto de cigarras. Sé que mi madre volvió enseguida para acostarse a mi lado. Medio dormida la vi quitarse la ropa y enseguida sentí su cálido abrazo.

 

–Ya estás aquí, amá –susurré.

–Bai, bihotza, venga a dormir... ondo lo egin.

Si esperas hasta el final, es probable que la vida te conceda una segunda oportunidad. Pero mi tía Jacinta prefirió no arriesgarse por si la segunda oportunidad era aún peor que la primera. Sus restos carbonizados aparecieron entre los escombros. Imposible reconocer su identidad. Tal vez esa fue su verdadera intención al elegir aquella forma de morir. Odiaba el rostro deforme que el espejo le devolvía. Por eso decidió tomarse la justicia por su mano. Creía que ya nada podía esperar de la vida ni de nadie. No la juzgo, pero mi madre no merecía el desprecio que demostró por aquellas cinco mil pesetas que tanta falta nos hacían.

Mi segunda oportunidad tardó más de treinta años en producirse. Este es el único inconveniente. Para “Ellos” no existe el tiempo ni el espacio. Por eso nunca tienen prisa.

Las voces infantiles que me hablaron de niña eran las mismas que acababa de escuchar en un callejón perdido de Oñate. Solo se disiparon en el momento en el que sentí un punzante dolor en el corazón.

En el frío todo duerme. El calor despierta al frío, pero duele. Lo mismo que duele una pierna dormida y agarrotada cuando despierta. Mi memoria revivió aquel episodio de infancia en toda su magnitud. Mi mente lo había borrado premeditadamente. Pero todo lo espectral desaparece cuando la mente reconoce, comprende y asume.

Volví al coche, desistí de buscar un bar para tomar una cerveza, se me había pasado hasta la sed. Estaba tan desubicada que me costó encontrar la salida del pueblo. Cuando por fin enfilé la autopista, respiré. No puse música en el trayecto, cosa extraña. Necesitaba el silencio para profundizar en tantas y tan variadas emociones y en aceptar las que aún estarían por venir.

Bajaría a comer un plato combinado al Orly y después haría las fotocopias de los manuscritos de Oteiza. No me importaba entregar los originales a Demetrio Araquistain. Me seguía pareciendo un buen negocio canjearlas por el dossier de Herminio Etura. Estaba deseando conocer a Manay y empezar a escribir su historia.

Fui directa al último cajón de mi viejo secreter de madera de olivo inglés. Era algo incómodo pero valioso. Me había acompañado en todos mis traslados y le tenía cariño. Allí estaba la carpeta negra con una enorme pegatina blanca con su nombre en varios colores “O T E I Z A”. La abrí para cerciorarme de que todo estaba en orden. Lo primero que apareció ante mis ojos fue aquella carta de amoroso desamor. Me parecía escuchar su voz profunda y rota: “Mi querida y circular amiga, no encontraré las palabras para expresar el malestar de no querer verte...”.

Sonreí satisfecha. Joder, el fraile Araquistain, qué potra conseguir esos manuscritos a tan bajo precio. Él nunca podría rentabilizar el dossier de Manay, sin embargo, aquellos documentos de puño y letra de Jorge Oteiza tenían un gran valor, económico y sentimental. Se podía dar con un canto en los dientes. O pedrada en un ojo, que solía decir Miguel.

¡Miguel! Sonreí al recordarle y evoqué su sonrisa con una cierta melancolía. Creí que no le echaría de menos, pero había vuelto a equivocarme. Demasiadas cosas me recordaban a él. Si al menos pudiera saber cuándo le dieron de alta en el hospital y si había vuelto a su trabajo. Tal vez dejó la comisaría y aceptó ejercer de abogado como le habían propuesto. Lo cierto era que nunca puse tanto empeño en amar a un hombre como lo intenté con él. Quise utilizarle para encauzar definitivamente mi vida. Pero es un error depositar tanta responsabilidad en “el otro”. Cada cual, primero debe encauzarse a sí mismo y solo cuando eres autosuficiente, estarás preparado para emparejarte. Así el amor sería duradero. Pero el amor, como otras tantas emociones humanas, es, sobre todo, utilitarista. Decimos que amamos, pero es solo por interés. No amamos, amar es otra cosa. Decimos “te quiero” y es lo correcto, porque solo sabemos querer y queremos porque necesitamos a esa persona, porque nos gusta, nos apetece, nos conviene o nos interesa. Interés puro y duro que se enmascara y se oculta en eso que llaman “enamoramiento”.

En varias ocasiones llamé al inspector Arroiz para preguntar por la recuperación de Miguel, en ningún caso respondió a mis llamadas. Intenté enviarle mensajes, pero me había bloqueado en su wasap.

Iba a cerrar la carpeta y a colocarla en su lugar, cuando llamaron al timbre de la puerta. Instantes después sonaron unos rítmicos golpecitos. Solo Cloti, mi vecina, llamaba así.

A pesar de todo antes de abrir tuve la precaución de preguntar.

–¿Es usted, Cloti?

–Sí... hola Mara, te he oído llegar.

Traía un sobre en la mano.

–¿Es para mí?

La sonrisa se borró de su rostro.

–Sí, es del juzgado. Lo siento, yo no quería cogerlo, pero me ha dicho el chico que si no lo cogía te citarían por el boletín oficial y que era mucho mejor que lo cogiese. Yo también he tenido que firmar en un cuaderno que traía.

Parecía agobiada. Era una mujer mayor. Seguro que le había dado muchas vueltas a la parrafada que acababa de pronunciar.

Tenía aspecto de ser una desagradable sorpresa. No esperaba nada del juzgado. Miré el sobre timbrado con los oportunos garabatos de bolígrafo, la rúbrica sin duda del agente que lo había entregado.

–No se preocupe.

–¿Será muy grave?

La miré con simpatía. Cloti necesitaba saber de qué se trataba. Probablemente ella no había recibido una carta del juzgado en toda su larga vida. No podía dejarla a medias.

–Lo vamos a ver ahora mismo –dije rasgando el sobre. Saqué una cuartilla doblada y resoplé mientras leía ávidamente su contenido. La sección Segunda de la Audiencia Provincial de San Sebastián me citaba como testigo en la querella criminal presentada por D. Miguel Villalba Garrido contra D. Carlos Olaizola Sagües y dos intervinientes más.

–¿Qué? –preguntó con los ojos muy abiertos.

–¡Qué putada! –dije.

–¡Por Dios! No me asustes ¿qué es?

Chasqué la lengua realmente contrariada.

–¡Uf...! Lo que menos me esperaba, Cloti.

–¡Y yo lo he firmado! ¡A ver si ahora me van a complicar a mí la vida! –exclamó desolada.

Tenía ganas de cerrar la puerta y bajar a comer al Orly, pero antes se imponía tranquilizar a la vecina.

–A usted no le va a complicar la vida nadie. Y espero que a mí tampoco. Es un asunto que tenía pendiente, fíjese que precisamente hace un momento me estaba acordando de esta persona. De verdad, no se preocupe, Cloti, puede estar tranquila. Le dejo que me están esperando. Y muchas gracias.

–¡Ah, bueno! Qué susto. Vale, vale, Mara.

¡Qué curioso! Una vez más las casualidades se confabulaban para hacerme dudar si aquella evocación de Miguel que acaba de tener, era mero azar o un presentimiento, la anticipación de un episodio desagradable que iba a marcar un tiempo complicado.

Volví a leer el texto de la citación. Eran formulismos legales en aquella jerga rancia y anacrónica que tanto gustaba a la administración pública y a los leguleyos. Una querella criminal promovida por mi expareja Miguel Villalba contra Carlos Olaizola, otra pareja anterior mía. Eso significaba que existían pruebas de su culpabilidad, o al menos de su participación, en la agresión de la que Miguel fue víctima. La vista era el veintisiete de junio a las diez treinta horas. La única ventaja era que el palacio de la Audiencia estaba a treinta metros mal contados desde mi casa.

Ya eran las cuatro y media de la tarde cuando entré en la cafetería del Orly. Me instalé en la mesa del fondo dispuesta a comer cualquier cosa y largarme a hacer las fotocopias para el fraile. Después llamaría a Marcos, tenía que ponerle al tanto de mi decisión de escribir la novela de nuestra familia. No le iba a hacer ninguna gracia.

Me pedí un plato combinado, croquetas, patatas fritas, merluza rebozada y ensalada. De una vez por todas, estaba dispuesta a tomarme en serio el tema de la alimentación ayurvédica y me lo proponía cada día. Otra cosa distinta era que cumpliera mis propósitos. Al parecer mi prima Lorena, siguiendo los pasos de Naomi Campbell, ya había comenzado a consumirla y aseguraba que el tratamiento costaba una pasta, pero resultaba realmente milagroso. Aunque lo cierto era que entre mi prima Lorena y Naomi Campbell, a pesar de la alimentación ayurvédica, seguían existiendo sutiles diferencias.

Estaba terminando de comer y a punto de pedirme un cortado cuando me di cuenta que alguien me hacía gestos desde la puerta. Sin las gafas no podía distinguir su rostro, así que me limité a saludarla pensando que sería una conocida. Pero ella no se conformó con eso. La vi acercarse sin poder evitar un gesto de fastidio.

–¡Mara...! ¡Eres Mara Asparren!

Su cara se me hacía familiar, pero no conseguía ubicarla.

–Espera, eres...

–Sí, soy ¡Verónica! –exclamó.

–Claro... ¡Eso! Verónica Casariego.

Me levanté y nos besamos.

–Qué alegría encontrarte –prosiguió–. No sabía a quién pedir tu teléfono. Cambié de móvil y perdí tu contacto. He llamado a tu periódico, pero no me lo han dado. Dicen que no dan teléfonos privados de los colaboradores.

–Ya, es la norma.

–Es que leí tu columna donde hablabas de un bisabuelo tuyo que emigró a Filipinas y tu bisabuela Vicky y el joyero Cartier y la novela que quieres escribir.

No entendía a dónde quería llegar.

–Ah sí, claro.

–Es que verás mis abuelos y mis padres han vivido en Manila muchos años. Mi abuelo era embajador y mi padre, que ya sabes que es filipino, tenía una empresa de barcos. Precisamente el otro día estuvimos en casa de mi abuela viendo cantidad de fotos de gente de allí. Oye, si necesitas cualquier cosa... Mara, me encantará ayudarte.

Aquel sí que era un buen augurio. Tal vez pudiera contrarrestar la putada de la citación de la Audiencia.

–No me vendría mal. Estaba a punto de tomar un café. ¿Quieres acompañarme?

Movió la cabeza enérgicamente.

–Qué pena, ahora no puedo –sacó el móvil de su bolso con rapidez– dime tu número, te hago una llamada y quedamos cuando quieras.

Al día siguiente tenía que recoger el manuscrito de Herminio Etura. Calculé que en uno o dos días podría leerlo y tendría acceso a una información de Manay, de Liu Xinjiang y de otras personas relacionadas con la clase social alta de aquella época. Sin duda la misma o parecida a la que pertenecía la familia de Verónica Casariego.

–Genial. Yo por mí esta misma semana, Vero.

–¡Ah! Es verdad, no me acordaba que me llamabas Vero. Pues encantada, qué ilusión me hace. Mira, te estoy llamando.

Después de comprobarlo, deslicé el dedo sobre la pantalla para colgar.

–¿Qué te parece el viernes por la tarde?

Lo pensó un segundo.

–Perfecto, viernes por la tarde, te lo reservo. Llámame.

Nos besamos otra vez. Cuando desapareció, me asaltó el recuerdo del inspector Matías Arroiz despidiéndose de mí, seis meses atrás, en aquel mismo lugar a solo dos mesas de distancia de donde me encontraba. Cuando le confesé que había decidido no ir al hospital a ver a Miguel ni continuar mi relación con él, me devolvió una mirada de infinito desprecio antes de decirme: “Lo siento, me había equivocado. Es usted mucho peor de lo que pensaba”.

En aquel momento sus palabras me impactaron y lloré amargamente en el baño de la cafetería. Arroiz era un tipo pétreo y desagradable con una historia de divorcio muy dura a sus espaldas. Se veía reflejado en la experiencia de Miguel y por eso jamás me perdonaría.

Volví a casa para dejar la carpeta y las fotocopias y me senté en mi sillón favorito. Una pequeña butaca frente a la ventana de mi habitación, desde la que se divisa una minúscula porción de mar y dos grandes rocas bajo el Aquarium donde rompen las olas.

Estaba demorando la llamada a mi primo. Ni siquiera había decidido qué iba a decirle. Pero en cualquier caso sería cordial con él. Nunca olvidaba que Marcos y Antoine eran socios.

–¡Hola, Marcos!

–¡Ya era hora de que me llamaras, prima!

Parecía eufórico, seguro que se había pillado nueva novia.

–No te he llamado antes porque he estado muy liada y además ya sé que Antoine te ha puesto al día de todo.

 

–Ya, bueno, pero la versión femenina siempre es más certera y detallista.

Por supuesto empezaría con París y Cartier y terminaría con Filipinas y Manay ¿o tal vez al revés?

–El viaje muy bien. Antoine es un espléndido cicerone y fíjate que hace quince días que hemos vuelto y ya quieren que vayamos otra vez.

–Ja, ja –rio encantado–. Es una magnífica idea. Además, le viene bien a Antoine, tiene negocios en París y suele ir a menudo.

–Bueno, ya se verá. Yo también estoy liada ahora –hice unos segundos de pausa–. Por fin voy a empezar a escribir el libro.

Se hizo un breve silencio.

–¿Ah, sí? ¿Y vas a hablar de los Cartier?

–Sí, claro. Aunque no serán los personajes más importantes.

No le interesaba mi comentario.

–No creo que a ellos les guste.

–¿Y qué?

–Pues no sé, ahora que hemos tomado contacto.

–Te lo he dicho, Marcos, no hay nada que rascar.

–Es posible que tengas razón. Lo que pasa es que tampoco me apetece que escribas la historia de nuestra familia.

Sabía que era eso lo que realmente le desagradaba.

–Lo siento, Marcos, también es mi familia y a mí sí me apetece.

Respiró hondo junto al teléfono. Quizás contara hasta diez antes de responder. Prefirió echar balones fuera. Ya tendríamos ocasión de profundizar.

–¡Qué increíble la historia de Vicky! Os dijeron que era bailarina y conoció a Cartier en un night club, ¿no?

–No es cierto, no era un night club público, era una sala privada, muy restringida. Vicky conoció el mismo día a Cartier y a un marajá indio. Y no fue Cartier, sino el marajá quien esa primera noche ya le regaló un broche alucinante. Tal vez por eso al principio se enrolló con él y fueron juntos a Londres.

–¿Y Cartier?

–Dejaron de verse ese mismo día. Tardaron meses en encontrarse otra vez en una fiesta de la embajada india en Londres.

Calló de pronto, no sabía cómo formular la siguiente pregunta.

–¿Y lo de que la bisabuela Victoriana era médium? ¿Tú te lo has creído?

Me fastidió el comentario. Daba por hecho que yo era una persona crédula y poco exigente.

–Igual Antoine se lo ha creído más que yo.

Forzó una risa artificial.

–Ja, ja... solo te he preguntado.

–¡Uf! Hay mucho qué hablar de eso.

–Fantástico ¿entonces cuándo vienes a comer a Zarautz?

–¿A tu casa?

–No, podemos ir a Bedua. Lorena con su marido, Antoine y tú... y yo con Leire –carraspeó antes de añadir–. Así os presento oficialmente a mi novia.

–¡Ahhh! ¿Se llama Leire?

–Sí... ja, ja.

–¿Qué tal es?

–Muy guapa.

–¿A qué se dedica?

–De momento a nada, solo a mí.

–Estoy segura que lo dices de verdad.

–Pues claro.

–No me extraña. Qué moro eres, tío. Bueno, si ella está de acuerdo. Vale, primo, me alegro.

Mi primo es mi primo y le quiero, pero eso no significa que no sea un tontolaba. Y encima se cree el “capo” de la familia. Solo me faltaba aguantar sus chorradas. Como si no tuviera ya bastantes problemas. Demasiados. El último, comparecer como testigo en un juicio. Probablemente a propuesta del inspector Arroiz. Supe que me detestaba desde el primer día que me vio. Tendría que consultar con un abogado la posibilidad de negarme a ir. No me interesaba revolver todo aquello y enfrentarme a Carlos y a Miguel ¡oh Dios! Ver otra vez a Carlos con su odiosa sonrisa de machista prepotente, como si dijera: “Al final caíste en la trampa, tía. Te pasé por la piedra sin ningún esfuerzo. ¿Lo ves? Te conozco muy bien”. Carlos siempre será un canalla. Aunque en el fondo preferiría enfrentarme a él, antes que soportar la mirada acusadora de Miguel, su decepción y su tristeza. Sí, le puse los cuernos, le engañé, tenía miedo, soy cobarde, es difícil de explicar.

Si las entidades cósmicas se apiadasen de mí, daría cualquier cosa a cambio. Hasta podría dejar de ver a Antoine y empezaría una vida tranquila y ordenada junto a Miguel, sin ambiciones ni fantasías que jamás se van a cumplir. Me casaría y tendría hijos. Seguro que con Miguel hubiera tenido al menos un hijo. Ser madre con cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años ahora es algo muy normal.

Busqué en internet el teléfono de la Ertzaintza. Tenía en mis contactos el móvil personal del inspector, pero me mantenía bloqueada. Llamaría a la centralita y pediría que me comunicaran con su despacho.

–Egun on! Ertzaintza komisaria, bai, esan?

–Egun on, ¿me pasa por favor con Matías Arroiz?

–Sí ¿de parte de quién?

Le daría de su medicina. Recordé a mi vecina Cloti entregándome la citación del juzgado.

–Mire, soy una vecina suya y viene un mensajero con un paquete para él. Quiero preguntarle si debo recogerlo.

Cuanto más absurda y estúpida sea la mentira, más te van a creer. La recepcionista no la puso en duda. Al momento escuché su voz al otro lado. Desde luego Arroiz no se la había creído.

–¿Quién llama? –preguntó con su voz agria de siempre.

–Soy Mara Asparren, por favor no me cuelgue.

Lo que no esperaba era que fuera yo. Transcurrieron varios segundos de lento y espeso silencio.

–¿Qué quiere?

–Darle las gracias por citarme como testigo en el juicio de Miguel ¿por qué lo ha hecho?

Me pareció que le sorprendía mi comentario.

–Tengo mucho trabajo para atender llamadas estúpidas.

–Le advierto que voy a testificar todo lo que pasó.

–Supongo que para eso le han citado. Y le recuerdo que será bajo apercibimiento de perjurio.

No tenía nada que hacer con él. Por lo menos intentaría informarme qué ocurriría en caso de que no acudiese.

–No podré ir, el día 27 de junio estoy en el extranjero.

Escuché una especie de sonrisa sarcástica.

–Pues tendrá que pedir a cualquiera de sus amigos macarras que le traigan. Si no acude, yo mismo me encargaré de denunciar ante la Sala su mala fe. Se le pondrá en busca y captura y podría ser conducida por la fuerza.

–Escuche inspector...

–No tengo nada más que escuchar...

–¿Está Miguel trabajando con usted?

–Déjele en paz, bastante daño le ha hecho.

Inmediatamente después sonó una señal intermitente. Había colgado el teléfono.

Podía intentar llamar a Miguel. Esa era mi divisa: no darme por vencida jamás. Sí, le llamaría. Al menos para saber si estaba incorporado en su trabajo. Tal vez ya ni siquiera vivía en San Sebastián.

Marqué de nuevo el teléfono de comisaría.

–Egun on! Ertzaintza Komisaria, bai, esan?

Seguro que no era necesario, pero imposté la voz.

–Hola, por favor, me pasa con Miguel Villalba.

Contuve la respiración.

–¿De parte de quién?

Sentí cómo se me aceleraba el pulso. No estaba segura de ser capaz de hablar con él.

–De parte de Carmen, gracias.

–Un momento, por favor.

Comencé a contar los segundos compulsivamente, solo lo hacía en situaciones límite. En qué número saltaría la banca... uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho... nueve...

¡Nueve! Era su voz y mi número de la suerte...

–Sí, dígame.

No pude responder...

–¿Quién es, dígame! –esperó unos segundos antes de añadir: ¡No conozco a ninguna Carmen! ¿Quién es usted?

No pude, no podría. Me tapé la boca con la mano para no sucumbir a la tentación.

–¿Quién es? –insistió tal vez comprendiendo que fuera yo, temiéndolo, deseándolo, ¿cuáles serían sus sentimientos hacia mí, sus emociones?

Podría decirle: “Lo siento, no tenía ninguna intención de complicarte la vida y mucho menos de hacerte daño. O que alguien te hiciera daño por mi causa. Te he querido como seguramente no he querido a ningún hombre y ahora mismo dejaría a Antoine y volvería contigo. Quiero que sepas que siento nostalgia de ti, que muchas veces me acuerdo de nuestros paseos, de tu risa contagiosa y de cuando hacíamos el amor, Miguel”.

Pero no dije nada de eso. Iba a cortar la comunicación cuando comprendí que él se me había adelantado. Miguel colgó el teléfono antes que yo. Tal vez esa era también su respuesta.