Yo fui la elegida

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–¿Se lo has dicho a tu primo Marcos?

–No, aún no.

–También tenéis que decidir qué hacemos... bueno... que hacéis –rectificó– con lo de París. Ayer por la noche me llamó la secretaria de Graciela Sorel, quieren que volvamos, se quedaron encantados con la visita.

¡Claro! Esa era la sorpresa que me ocultaba. Seguro que él estaba deseándolo, pero yo no tenía ninguna intención de acompañarle.

–¿Volver otra vez? Joder, qué aburridos deben estar. Me temo que los ricos, como no tienen que trabajar, se aburren más que los pobres.

–Ja, ja... no lo había pensado, pero es posible.

–Ahora mismo no sé qué decirte.

–Parecías muy impresionada cuando te dijeron que tu bisabuela era médium ¿no?

Quizás estaba arrepentida ya de haber mostrado tanto interés.

–Bueno, sí, es posible. De todas formas, no creo que fuera médium.

–Graciela Sorel asegura que hay pruebas de que consiguió contactar con varios espíritus... y no solo eso...

–No me lo creo –le interrumpí–. Ya te digo, seguro que mi bisabuela también estaba muy aburrida.

–Ja, ja, eres increíble.

–Sí que me gustaría acompañarte, Antoine, pero ahora estoy liada con otras cosas.

–Con la historia de esa niña filipina ¿no?

–Bueno, más o menos. Pero sobre todo porque estoy segura que no hay nada que rascar. Lo único que quieren los parientes de mi bisabuela Victoriana es darnos por saco, por eso a mí también me encantaría joderles un poco. Pero en el fondo, yo creo que esto de Cartier lo hago solo por vanidad y porque mi familia vea en qué ambientes soy capaz de moverme.

–Qué mal concepto tienes de ti misma. No te maltrates así.

–No me maltrato, es la verdad y no me importa nada quedar mal. Ni siquiera contigo. Te aseguro que voy a procurar hacer siempre lo que realmente me apetezca. He descubierto que tengo una ínfima opinión de la especie humana.

–¿No crees que eres muy joven para llegar a esa conclusión?

–No creas. La edad tiene que ver más con las experiencias vividas que con la fecha de nacimiento.

Ignoro si será una necesidad de reafirmación o una cierta amargura, pero en el fondo siempre he sentido un gran placer en demostrar lo borde que puedo resultar.

Una vez más la risa incondicional de Antoine me recordaba su manera de hacerme saber cuánto necesitaba mi compañía. Nunca se escandalizaba por ninguna de mis intemperancias, o lo disimulaba bien. En todo caso, sus emociones eran muy distintas a las que yo sentía, pero nunca le prometí otra cosa. Jamás he entendido ni entenderé el amor como una servidumbre.

–Bueno, Antoine, te dejo, luego hablamos. Estoy muerta de sed, el cura-fraile no me ha ofrecido ni un puto vaso de agua. Voy a tomarme una cerveza por el pueblo.

–Vale, cherie. Llámame. Un beso.

No solo me sentía satisfecha por el resultado de mi entrevista con Demetrio Araquistain, sino exultante. Conseguiría el relato de la historia de Manay. Y, al mismo tiempo, estaba segura que el fraile haría circular aquellos manuscritos que ponían de manifiesto los verdaderos sentimientos y las razones del afecto del viejo Oteiza hacia mí.

Vivía un momento de plenitud. Lo único que echaba de menos era conocer alguien a quien confiar mis intuiciones, mis sueños y mis experiencias extrasensoriales. Ni por supuesto Antoine, ni mis primos Marcos o Lorena. Nadie que no hubiera vivido esas experiencias en primera persona sería capaz de comprenderlo. En todo ese tiempo ningún nuevo “contactado” se había cruzado en mi camino. Llegué a creer que “Ellos”, las inteligencias cósmicas, se habían olvidado de mí. O quizás algo mucho peor, yo les había decepcionado de tal manera que ya no estaban dispuestos a “protegerme”. Cuánto echaba de menos a Olga. Llevaba varios días pensando en llamarla. Tampoco había vuelto a saber nada de ella desde que se marchó a vivir a Madrid con su exnovio, el fiscal. La última noticia que tuve fue un wasap el día de mi cumpleaños: “Felicidades Mara, nunca olvidaré tantos momentos que hemos vivido juntas”. Era más que una nostalgia lo que sentía por ella. No solo la echaba de menos, necesitaba sus certeras intuiciones y sus sabios consejos.

Tan inquieta me encontraba en mi afán de reconocer “enviados” y “mensajeros” que había llegado a provocar situaciones ridículas. La última, apenas hacía una semana en un centro comercial de San Sebastián. Tendí la Visa a la cajera para abonar la factura.

–Necesito el DNI me dijo.

–Pero si ya no lo piden en ningún sitio.

–Aquí sí –respondió tajante.

Me pareció que su mirada era más penetrante de lo habitual. Busqué el carné en mi cartera y se lo ofrecí.

La cajera comprobó el nombre y me miró de nuevo.

–¿Te llamas Maravillas?

–Sí –respondí de pronto con todos los sentidos alerta.

–Nunca lo había oído. ¿Es muy raro, no?

Era una chica joven y atractiva. Llevaba un piercing discreto en la aleta de la nariz. Volvió a comprobar el nombre, se volvió y me sonrió. Sin duda era una actitud extraña. Entonces creí reconocer en ella a la mensajera que estaba esperando, la contactada que actuaría de intermediaria entre las “entidades cósmicas” y yo. Ni por su aspecto ni por su edad me parecía una elección acertada, pero en aquel instante recordé la frase de Raimundo Lullio: “Cuando menos lo esperas puede ocurrir algo maravilloso”. No estaba muy segura de que un mega centro comercial fuera el lugar más adecuado para que ocurriera algo maravilloso, pero de “Ellos”, los seres celestiales, podía esperarme cualquier cosa.

Procuraría no dar muestras de entusiasmo, aunque estaría atenta a cualquier detalle.

–Cincuenta con cincuenta –dijo de pronto.

–¿Cómo? –Pregunté a pesar de haber comprendido perfectamente que se refería al importe a pagar.

–Cincuenta euros con cincuenta céntimos –precisó sin dejar de sonreír–. ¿Qué curiosa cantidad, verdad?

Esta fue la señal definitiva. Pero si lo era para mí, también debería serlo para ella ¿o no? Recogí el carné y la Visa que me devolvía.

–Sí, gracias, muy curiosa –respondí intentando pensar qué podía hacer para salir de dudas.

Me tendió la cuenta y los vales que salían de la caja registradora.

–Agur –dijo después por toda respuesta.

Me resistía a marcharme de allí sin hacer una intentona por burda que fuera. De pronto escuché mi propia voz preguntando compulsivamente.

–¿Y tú cómo te llamas?

La cajera se volvió sorprendida.

–¿Yo? Me llamo Argi.

–¿Argi? –repetí extrañada.

Se encogió de hombros.

–Sí, Argi.

–¡Ah!, claro... ¡Te llamas Luz! –exclamé enfática cerrando ya el círculo de las claves del misterio.

–No me llamo Luz... me llamo Argi –insistió con gesto desconcertado.

–Sí, sí, claro, en euskera, Argi y en castellano Luz.

–¿Tú eres la periodista, verdad? –Intervino de pronto la señora que esperaba su turno detrás de mí.

Esta vez la cajera me observó con curiosidad.

–¿Eres periodista?

–¡Sí! –prosiguió la señora–. Escribe en el periódico y sale en la televisión.

Su sorpresa parecía real y significaba que la joven no me conocía ni al parecer tenía ningún interés especial en conocerme.

–¿En qué televisión?

–Pues mira he salido en casi todas.

Su expresión era totalmente distinta. Me observaba con admiración.

–¿Alguna vez has ido a Gran Hermano o a Supervivientes?

–No, pero me lo han propuesto varias veces.

–¡Jo!, tía.

Mi cordialidad desapareció como por encanto al comprobar que era totalmente ajena a mis pesquisas. Introduje las bolsas en el carro. Las inteligencias cósmicas no podían haber seleccionado una intermediaria tan poco sutil. Se trataba de una falsa alarma. No tenía nada más que hacer allí.

–Bueno, agur –saludé enfilando la salida.

Caminé ensimismada en mis pensamientos. Salí a la calle. Hacía una temperatura deliciosa y el sol brillaba en el cielo. Tal vez al sentir su calor creí comprenderlo todo. Argi... ¡Luz! Lucía... ¡Lucía! Claro. Ella fue la última mensajera que llegó a mi vida y que me causó un impacto tan demoledor. Tal vez la verdadera Lucía adoptaba ahora una metamorfosis liberadora y su misión se renovaba en aquella joven cajera. Eso creí y estaba dispuesta a verificarlo (a veces las personas inteligentes son las que más estupideces cometen).

Guardé la compra en la parte trasera del coche. Estaba dispuesta a volver a la caja esgrimiendo cualquier excusa. Tal vez este aparente enredo también era una prueba, es decir, la manera de demostrar la fe que tenía en “Ellos”.

Avancé resueltamente como si me dirigiera hacia mi nuevo Destino. Era mediodía y había muy poca gente en el centro comercial. Y de nuevo una clave más. Al parecer, “casualmente”, Argi terminaba su turno y había colocado una cinta roja cerrando el acceso a su puesto.

–Hola, Argi –dije en voz baja.

–¡Ah! Hola ¿te has dejado algo?

Me pareció una idea genial ¿qué podía haberme dejado? ¿Mi cartera, el bolso, las llaves?

–Sí, creo que me he dejado por aquí las gafas de sol.

Vi su mirada de asombro.

–¿Las gafas de sol? Si las llevas en la cabeza.

–¿Ah sí? Ja, ja, fíjate qué tontería...

Señor, pensé, aparta de mí este cáliz. Aunque tal vez debía seguir intentándolo.

Ella sonrió con el gesto torcido mientras pasaba un paño húmedo sobre la cinta mecánica.

–¿Has terminado ya? –pregunté decidida a todo–. Si no tienes coche te puedo bajar al centro o a donde quieras –insistí sabiendo que pisaba un terreno resbaladizo.

 

Ella se cuadró frente a mí.

–Oye, de verdad, no sé de qué vas.

Aún sigo recordando esta escena con sonrojo.

–Entonces ¿tú no tienes nada qué decirme? –pregunté con expresión desesperada.

La tal Argi estaba a punto de llamar al servicio de seguridad.

–¿Yo, decirte? Lo único que te voy a decir es que no voy de ese rollo, tía...

–¿Nada más?

–Pues sí, que de bollera nada y que te pires ¿no?

Me aparté de la caja moviendo enérgicamente la cabeza.

–En absoluto es lo que te imaginas –después giré en redondo y caminé otra vez hacia la salida.

La rabia y la frustración se agolpaban en mi garganta. ¡Seré imbécil!, me repetía. Va a ser la última vez que haga un ridículo de este calibre. Esperaré que los hechos se produzcan, y si no se producen, mejor. No tengo ninguna necesidad de ser una protegida ni de salvar a mi abuela, a mi bisabuela y a todo su puto árbol familiar. Que se lo monten ellas como puedan y que cada palo que aguante su vela.

No conocía bien Oñate. Di varias vueltas por el centro del pueblo y al final encontré una pequeña plaza circular justo enfrente de un estrecho callejón. Salí afuera y miré alrededor buscando una cafetería o un simple bar por humilde que fuera. Pero no había ningún bar ni gente por la calle. Seguía haciendo un calor inusual para primeros de junio. Consulté mi reloj. Recuerdo perfectamente la hora. Eran las tres y cuarto de la tarde. Claro, pensé todo el mundo estará echando la siesta con las persianas bajadas. Euskadi tropical. Necesitaba una cerveza bien fría. Buscaría el centro del pueblo, no podía estar muy lejos.

De pronto, el viento movió a mi espalda una ráfaga de aire fresco. Tanto, que a pesar de los veintiocho grados y el sol cayendo a plomo, sentí un ligero escalofrío. Miré hacia atrás, la corriente venía del callejón. ¿Qué estaba ocurriendo? Sería absurdo decir que algo me arrastraba hacia aquel lugar, pero lo cierto era que me fui acercando como un autómata. Estaba a punto de atravesar el umbral y adentrarme en él, cuando escuché sus risas. Eran voces y risas de niños que jugaban. Suaves bisbiseos como si hablasen de mí a escondidas.

No pude evitarlo. Entré en el callejón y observé el lugar con una sensación extraña, como de inquietud.

–¡Holaaa! –grité.

En aquel instante se hizo el silencio.

–No os veo ¿dónde estáis? –pregunté de nuevo.

Al momento volvieron los bisbiseos y las risas suaves.

–Hemen nago... ¡Aquí estamos! –dijeron voces distintas.

–¡Hola...! Soy Maravi...

–Ya lo sabemos, eres la hija de la Brígida del caserío Irureta.

Por un momento temí ser presa de una alucinación, o de un espejismo. Aquellos niños o lo que fueran, me conocían.

–¿Quiénes sois?

No dejaban de reírse, como si jugaran a un juego excitante.

–No puedes vernos...

–Ez, ezin duzu –repitieron a coro otras voces.

–¿Pero por qué no puedo veros?

–Porque aún no hemos nacido.

–Bai, hori da –dijeron de nuevo entre risas.

Todo estaba a punto de producirse. Sentí un fuerte dolor en el corazón. Como si de pronto una garra, una mano, una fuerza invisible lo aprisionase. Casi no podía respirar.

–¿No te acuerdas de nosotros? Estuvimos contigo cuando se quemó el caserío de tu tía...

¿Qué era aquello? ¿Otro sueño fantasmal? No, no era un sueño, era un recuerdo que llegaba hasta mí desde un lugar muy remoto. Poco a poco, conforme se abría paso en mi memoria, el dolor en el corazón iba remitiendo.

Las certezas se agolpaban en mi mente. Comprendí que estaba a punto de conocer un episodio importante de aquella infancia que hacía muchos años decidí olvidar para siempre.

Tendría unos siete u ocho años y mi abuela Úrsula me llevaba de la mano. Me habían puesto la ropa de los domingos porque íbamos a recoger a mi madre que llegaba en La Estellesa. Petra, la vecina, nos advirtió que ya habían visto el autobús desde la ventana coger la curva de Susarreta y eso quería decir que llegábamos tarde.

–Adi, korrika egin! –me apremiaba.

Ninguna de las calles de Izarra estaba asfaltada. El suelo que pisábamos era una amalgama pastosa de barro y excrementos de animales. El archivo profundo de la memoria es de una perfección y una exactitud milimétrica. Soy capaz de recrear la visión de mis zapatitos blancos sorteando a cada paso las enormes cagadas de las vacas. Unas secas y endurecidas y sobre ellas otras más frescas y resbaladizas.

–Kontuz, Maravi, a ver dónde metes el pie, que luego va a decir tu madre que te llevo sucia.

–Mi amá no dice eso y además no le importa porque si voy sucia me quiere igual –contesté resoplando por la caminata.

De las pocas veces que se reía mi abuela, casi siempre era conmigo. Yo lo sabía por eso me esmeraba en resultar ingeniosa y amena.

–Madarikatua! ¡Eres un demonio! ¿A quién te pareces, eh? –decía a menudo.

–Pues no sé, siempre dices que me parezco a ti –respondía yo invariablemente. Entonces ella me cogía por los hombros y me zarandeaba cariñosamente. Mi abuela Úrsula no sabía besar.

–Vamos –dijo viendo ya a mi madre que nos saludaba a los lejos.

Entonces la escuché murmurar en voz baja frases en vasco imposibles de entender.

–¿Qué dices, amoña?

–Nada que te importe –respondió tirando de mi mano.

Pero yo sabía que ellas no se querían.

–Estás hablando de mi madre.

–Ni? Zure amarena?, qué mentirosa eres. Igual que tu tía Maravillas.

–¿Pero no dices que soy igual que tú?

Los tres meses de verano los pasaba en Izarra. Excepto alguna semana que me llevaban a Goñi, el pueblo de mi madre. Precisamente ella venía para quedarse conmigo unos días en casa de su hermana Jacinta.

Al encontrarnos recibí una catarata de abrazos y besos.

–Bihotza! ¿Qué ganas tenía de verte? ¿Qué tal te has portado?

Mi abuela asistía a la escena muy erguida.

–De todo ha habido –dijo moviendo la cabeza.

Mi madre se volvió para saludarla.

–¿Ah sí? Zer moduz, Úrsula?

–Ondo, esan beharko da...

–Os he traído unas tabletas de chocolate... y... el sostén que me pidió Maravillas.

–Sí, no sé por qué le ha dado ahora por llevar sostén. ¿Cuánto te ha costado?

–No, nada, es un regalo.

Úrsula se encogió de hombros.

–Eskerrik asko, pues.

Recuerdo que entonces no estaba muy segura de lo que era un sostén.

–¿El sostén es eso donde se meten las tetas?

–Mi madre rio con ganas.

–Bai, cariño.

–Pues a la tía Maravillas no le van a caber.

Nuestro vecino Beltza nos iba a llevar a Goñi en su furgoneta, pero al final, no sé por qué, llegamos montadas en el camión del pescatero.

Jacinta, la hermana mayor de mi madre vivía con su marido Genaro Zaldua en el caserío Irureta. Pero aquel viejo caserón de madera que ella había heredado por la ley navarra del mayorazgo, se caía a pedazos. Así que el resto de los hermanos acordaron aportar una cantidad, al menos para apuntalarlo y reformarlo parcialmente e impedir que se derrumbara.

–Que aguante al menos mientras viva Jacinta –decidieron en una secreta reunión familiar.

No parecía ir para largo a la vista de todos los achaques que padecía. Según un conocido curandero de Pamplona, la predisposición genética de mi tía Jacinta unida a una menopausia precoz, le había provocado una epilepsia que, a pesar de la medicación, se manifestaba ya con bastante regularidad. Lo más llamativo era el modo en que los ataques se anunciaban. De pronto se quedaba inmóvil y pensativa y al instante brotaba de su garganta una especie de carcajada aguda y chirriante. Después perdía el conocimiento en medio de convulsiones.

Fue a raíz de caer sobre las brasas del fuego bajo cuando Genaro, su marido, junto con el resto de los hermanos, acometieron las obras de reforma del caserío para instalar una cocina de gas.

De aquel accidente nefasto le quedaron a Jacinta graves secuelas. Al final fue necesario recortar parte del cuero cabelludo, de la piel del rostro y de los brazos. Después de varias operaciones, le había desaparecido medio labio superior y parte de la nariz. Lo que quedaba del rostro era de una blancura transparente, una superficie tensa y tirante como la piel de un tambor a punto de desgarrarse. Aquella insólita ausencia de arrugas le hacían parecer una horrible niña vieja. Recuerdo el miedo que me inspiraba cada vez que fijaba en mí su mirada.

Aquella primera noche dormí abrazada a mi madre.

–¿Amá, por qué la tía Jacinta tiene esa cara?

–Porque se le quemó, bihotza. La pobre ha sufrido mucho.

Pero la desgracia final de su vida ocurrió al día siguiente de nuestra llegada a Goñi. Mi madre y yo estábamos invitadas a disfrutar de una merienda-cena en casa de otra hermana suya que vivía en la parte baja del pueblo. El despliegue fue extraordinario, morcillas, tripochas, higadillos, jamón, queso, vino a destajo y pacharán para los dulces.

–¡Pero esto es un banquete, Francisca!

–Para una vez al año que venís, Brígida –dijo dirigiéndose a mi madre–. Mira Maravi qué mayor está.

Desde niña sentía una repugnancia terrible por aquellas vísceras malolientes. Apenas comí un trozo de queso sobre una rodaja de pan.

Pero ellas, mi madre, mis tías Francisca y Salomé, así como el resto de vecinas y comadres, devoraron en un tiempo récord con gran apetito y excelente humor todas las vituallas. De aquella exhibición gastronómica-porcina no quedaron ni las raspas.

Parecían eufóricas. Se quitaban la palabra unas a otras. No paraban de hablar y de reírse. No podía ser de otra manera después de las tres botellas vacías que había sobre la mesa.

Recuerdo que cada poco tiempo tiraba de la manga de mi madre para hacerme notar.

–¿Qué quieres? – me preguntaba sin ocultar su fastidio.

–Venga, amá, vámonos, me aburro.

Mi tía Francisca colocó en el centro de la mesa una enorme cazuela de arroz con leche.

–Deja en paz a tu madre que está contando una cosa muy interesante. ¿Cuándo viene tu prima Geli a Izarra?

–En agosto –respondí cariacontecida.

–Pues aguanta, que agosto llega enseguida... ¡Sigue lo que estabas contando, Brigida!

Mi madre me acarició la mejilla y prosiguió encantada su relato.

Yo ya me conocía la historia. La había escuchado docenas de veces en las situaciones más inverosímiles. Gregorio el padre de mi madre que era albañil y alcohólico, abría una zanja en el cementerio para enterrar a un vecino, cuando sufrió un infarto y cayó, precisamente en el agujero que había terminado de cavar. Al parecer también ese día estaba borracho.

–¡Mira, bien contento que se fue al otro barrio! ¡Ya me gustaría a mí! –gritó una vieja gorda con la cara muy roja.

–¡Pobre Gregorio, poco bien que le vendría el agujero que había hecho, seguro que diría ¡pues ya que me he tomado el trabajo, lo aprovecho yo! –apostillo otra que rebañaba su taza con deleite.

De pronto, por encima de la risotada general, se escuchó algo parecido a una sirena. Era un sonido urgente, una alarma intermitente y desafinada.

Después de unos instantes de desconcierto, mi madre se puso en pie como catapultada por una fuerza desconocida.

–¡¿Fuego?! Herrian sua dago!

Entre gritos, exclamaciones y ruidos de sillas que caían al suelo, salimos de la casa en desbandada. Fuera, un humo denso y espeso se extendía por todos los rincones. La humareda más negra provenía de las casas de arriba. Estoy segura que mi madre lo comprendió antes que nadie. Corrió en dirección al monte sin mirar atrás. Yo apenas podía seguirla.

–¡Amá, espérame! –gritaba, pero no parecía escucharme.

Llegó antes que nosotras. Era nuestra casa la que estaba ardiendo. Enormes lenguas de fuego, amarillas y naranjas ascendían por las ventanas de las habitaciones hacia el tejado, reventando los cristales y devorando sin compasión todo lo que encontraban a su paso. Era un espectáculo dantesco y fascinante al mismo tiempo.

–¡¡¡Jacinta!!! ¡¡¡Jacinta!!! –llamaba mi madre a gritos–. ¡¡Está dentro!! ¡¡Está dentro!! ¡¡Sacadla, por favor!! Mesedez! –gemía sin consuelo.

 

Ella era la única que lo sabía con certeza. Por eso lloraba con desesperación y se balanceaba hacia adelante y hacia atrás cubriéndose la cara con las manos. Los vecinos también lo sospechaban. Jacinta rara vez salía de casa. No tenía hijos. Era una mujer solitaria y depresiva que vivía aislada del resto del mundo. El caserío Irureta, situado paradójicamente muy cerca de un viejo depósito de agua en desuso, era la última casa antes de iniciar la subida al monte Beriain.

Todo el pueblo acudió al lugar formando una cadena de hombres, mujeres y niños que lanzaban cubos de agua, manejaban extintores caseros o golpeaban frenéticamente las llamas más pequeñas con mantas humedecidas. Pero todos los esfuerzos fueron inútiles. La desgracia se consumó con una rapidez inaudita. ¡Qué fácil resulta destruir lo construido! A pesar de los esfuerzos y la eficacia de los vecinos, del caserío Irureta solo quedaron cuatro muros mordidos por el fuego y un montón de escombros humeantes.

Nadie se atrevió a entrar para buscar a Jacinta. En pocos minutos las llamas habían alcanzado tal fuerza y virulencia que hubiera resultado suicida intentar rescatarla. Al día siguiente se esperaba la llegada de un Juez de Pamplona que certificara la muerte y se procediera al levantamiento del cadáver. Mi madre y yo lo dimos todo por perdido. No teníamos más ropa que la que llevábamos puesta. Ni siquiera habíamos deshecho las maletas. Aquella noche, triste y sombría, la pasaríamos en casa de mi tía Francisca.

Genaro Zaldua, el ya viudo de mi tía Jacinta acababa de entrar en la cocina lívido y demudado. Se sentó junto a mi madre y comenzó a llorar silenciosamente. No se escuchaba su llanto, solo se percibía el rítmico movimiento de su pecho.

–Es una desgracia terrible, Genaro, mi pobre hermana... morir así, después de lo que ha sufrido en la vida –dijo mi madre dando rienda suelta a sus lágrimas.

Después de un largo silencio, en el que nadie habló, Genaro, salió por fin de su letargo.

–No la creí... No la creí capaz –murmuró entre nuevos suspiros.

Todos se volvieron hacia él, pero recuerdo perfectamente la mirada de mi madre.

–¿Qué quieres decir?

Genaro levantó la cabeza, tenía los ojos enrojecidos.

–Estaba desesperada y me dijo que iba a prender fuego a la casa.

–Horrek ezin du izan! ¡Mentira! Estás loco... –gritó Francisca.

Mi madre posó con fuerza la mano sobre el brazo de su cuñado.

–¿Por qué? ¿Por qué estaba desesperada Jacinta?

–¡Por el dinero! –exclamó Genaro levantando violentamente el puño en el aire.

Mi tía Francisca se acercó sin poder contener su rabia.

–¿Dinero? ¿Qué dinero? ¡Será el que no le traías tú a casa... o el que te gastas por ahí!

–Ixo! –gritó Genaro enfrentándose a ella–. ¡Qué sabrás tú... si no haces otra cosa que hablar mal de la gente y poner guerra en las casas!

Francisca movió la cabeza enérgicamente.

–¡Sinvergüenza! Lotsagabe! –dijo entre dientes.

Genaro se levantó con el gesto desencajado.

–¡Cuidadito con lo que dices!

Había más gente en la cocina que yo no conocía. Todos comenzaron a hablar a la vez. Era una sensación extraña y asfixiante. Me acerqué a mi madre buscando su protección, pero ella me apartó.

–¡Vete a la calle! –dijo indicándome la puerta de salida–. ¡No te quedes aquí!

Yo la miré sin comprender nada de lo que estaba ocurriendo.

–¡No has oído...! ¡Vete!

Salí a la calle y eché a correr sin saber muy bien hacia dónde. Nunca había visto aquella mirada en los ojos de mi madre, ni siquiera cuando me reñía o me castigaba. Su expresión era totalmente desconocida para mí.

Cuando al final me detuve, estaba ya fuera del pueblo. Sin darme cuenta había llegado a una campa grande llena de arbustos donde algunas veces solíamos ir a coger moras.

Me senté sobre una piedra rectangular que aún conservaba el calor del sol. A pesar del olor a humo que se extendía por los alrededores, era un precioso atardecer de julio. “Pronto será agosto y ya quedan pocos días para que venga Geli al pueblo”, pensé. Era terrible lo que había ocurrido y sentía pena por la muerte de mi tía Jacinta, pero más pena me daban mis vestidos quemados y Bemba, una muñeca negra que dejé sentada sobre la cama apoyada en la almohada.