Yo fui la elegida

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Demetrio Araquistain me tendió un papel grueso forrado de plástico amarilleado por los años.

–Esta es Manay –dijo con un gesto oblicuo en los labios– la niña prostituta que Cecilio Asparren conoció en Filipinas.

Me apresuré a recogerlo.

–¡No sabía que existieran fotos suyas! –pero rectifiqué al instante. Lo que tenía entre las manos no era una foto, sino un retrato, un delicado y meticuloso dibujo al carbón levemente coloreado.

–¡Ah! ¡Es un dibujo! –exclamé sorprendida.

El fraile suspiró ordenando el contenido de la carpeta.

–Sí. Lo hizo el hermano Etura...

–No sé si el parecido le hace justicia, pero la técnica y el acabado son excelentes.

El retrato mostraba a Manay de cuerpo entero. Permanecía de pie con expresión solemne al lado de un mueble de caoba con cantos dorados. Como si en aquel instante pudiera ser consciente que posaba para la posteridad. Los pies descalzos, los brazos desnudos, extendiendo las manos abiertas en el aire, detenidas en un movimiento lleno de elegancia y sensualidad. Una leve sonrisa precisaba la belleza de unos pómulos tersos y redondeados que conferían a su gesto un rasgo de orgullo. Era indudable que se sabía hermosa. Llevaba el pelo recogido en un peinado cuajado de abalorios que desvirtuaban la inocente expresión de su rostro. Destilaba una sensualidad aniñada y andrógina, desprovista de lascivia. Su cuerpo delgado permanecía oculto bajo una falda floreada y los infinitos pliegues de una banda multicolor cruzaban su pecho adolescente.

–Parece que lleva un traje tradicional –comenté con aparente indiferencia.

–Es posible. Lo consulté en su momento. Podría ser kalinga, una tribu de la zona montañosa de la isla de Luzón.

–Era muy guapa ¿qué edad podía tener aquí?

–No lo específica, pero mire al dorso del dibujo.

Volví el papel. Había una nota escrita con tinta azul. A pesar de que los perfiles de las letras estaban desdibujados, se leía con facilidad. Decía así: “Quince de mayo de mil novecientos uno. A la muerte de Xiaomei, Manay llega a la ‘casa grande’ convertida en la primera concubina de Liu Xinjiang”.

–Supongo que esta anotación es de Herminio Etura.

–Sí.

Suspiré como queriendo apartar un recuerdo desagradable. Uno de los pocos relatos que mi abuelo Graciano escuchó de boca de su padre, fue la muerte de Zipas, el cortador de cabezas, como le llamaban en la hacienda. Manay lo degolló en el burdel al que solía acudir, aprovechando una de las borracheras del matarife.

–Le confieso que me impresionó mucho conocer su historia. Es increíble que alguien aparentemente tan frágil pudiera cometer tales atrocidades.

Demetrio Araquistain comenzó a frotarse las manos blancas y gordezuelas, parecía deseoso de entrar en materia.

–¿Y cómo han sabido ustedes todo esto?

Negué con rotundidad.

–No crea que estamos tan informados. Lo poco que sabemos es por la gente de Izarra. Según dicen, Cecilio Asparren no se relacionaba con nadie. Fue Herminio Etura quien relató sus andanzas cuando volvió a España. En cuanto a mi abuela Úrsula, probablemente las conocía, pero jamás se molestó en contarlas. Lo que sí sabemos es que Cecilio Asparren se quedó estéril por la sífilis y adoptó como hijo a mi abuelo Graciano. Suponemos que contrajo la enfermedad por... –me detuve intentando encontrar las palabras adecuadas.

–Sí, ya le entiendo –respondió satisfecho, pensando que mi visita solo pretendía saciar una curiosidad inofensiva y pueril.

Le agradecí que me ahorrara los detalles.

–Fueron los viejos de Izarra quienes me hablaron de Manay, pero no creí que todo lo que contaban pudiera ser cierto. Me sigue pareciendo demasiado novelesco.

El fraile adoptó una actitud displicente.

–¿No dicen que la realidad supera a la ficción?

Resultaba un comentario estúpido y simplón, pero asentí como si lo compartiera. Necesitaba ganarme la simpatía y la confianza de aquel hombre que no parecía dispuesto a ocultar lo incómoda que le resultaba mi presencia.

–Sí, tiene razón... Pero, es incomprensible que el hermano Etura pudiera llegar a conocer aspectos y detalles de Manay tan íntimos y personales.

Demetrio Araquistain escuchaba con gesto indiferente como si no fuera la primera vez que le planteaban aquella incógnita.

–Todos nos lo hemos preguntado alguna vez.

–¿Y no han llegado a ninguna conclusión?

Me pareció que por un instante nos miramos fijamente a los ojos.

–No –dijo al fin recogiendo el dibujo que le tendía.

Estaba mintiendo y lo sabíamos los dos. Tenía que jugármelo todo a una carta.

–Perdone, pero no le creo.

Entonces su gesto cambió. Comenzó a observarme de una manera diferente. No iba a soportar la impertinencia de una intrusa. Bastante había hecho con recibirme. A pesar de todo mantuvo la calma.

–¿Me está llamando mentiroso?

Su voz sonaba hostil. Ni un solo momento de aquella entrevista olvidé los consejos de Maritxu Guller. Pero me sentía muy segura de mí misma. Caminé unos pasos hasta la biblioteca, no sabía muy bien lo que buscaba, pero sin buscarlo, lo encontré. Era exactamente lo que necesitaba. Colocado en el lugar más visible del anaquel central aparecía una cuidada edición en tapas de piel del Quousque Tandem. El título escrito en relieve ocupaba la mitad de la portada, debajo, en caracteres más pequeños, el nombre de su autor, Jorge Oteiza.

–¡Cuántos y qué agradables recuerdos me trae este libro! –intenté sonreír para diluir la tensión que flotaba en el aire.

Pero no respondió. Fue hacia su mesa, guardó el dibujo de Manay en la carpeta y la cerró. Después consultó su reloj con una evidente intención de librarse de mi presencia.

–Le he contado todo lo que sé de este asunto.

Moví la cabeza de un lado a otro.

–No puedo irme así.

–¿Qué quiere decir?

Hablábamos en voz baja como si temiéramos que alguien pudiera escucharnos.

–Créame que no es un capricho. Al contrario. Para nuestra familia es vital conocer la verdadera historia de Cecilio Asparren.

El fraile abrió los brazos en el vacío como si quisiera eximirse de cualquier responsabilidad. Aquellos hechos no eran de su incumbencia. Había aceptado recibirme obligado por las circunstancias y estaba decidido a terminar con aquel trámite lo antes posible.

–Es todo lo que puedo hacer por usted.

–¿Y no habría en el convento alguna persona capaz de ayudarme? –provoqué un silencio antes de añadir–. Estoy dispuesta a negociar.

La sorpresa apareció en su rostro, pero de inmediato la hizo desaparecer. No entendió mi oferta o no la quiso entender. No parecía interesado en ninguna clase de negociación.

–El convento de Lecároz ya no existe. Lo han derribado.

–¿Dónde están ahora el resto de los curas?

–Frailes –corrigió con gesto despectivo.

–Perdón, frailes quería decir.

Tamborileaba los dedos con impaciencia sobre la mesa de madera.

–No creo que nadie pueda ayudarla... Incluso desconozco el destino que han tenido los hermanos que se quedaron en el convento hasta el final. Algunos han regresado a Manila siguiendo los pasos del fundador... Y otros... No lo sé.

–¿Y usted piensa quedarse?

No iba a darme por vencida. Si había llegado hasta allí no era para abandonar la escena ante el primer obstáculo.

Demetrio Araquistain pareció asumir que estaba dispuesta a todo.

–No sé a dónde quiere llegar. Ese es un tema personal que me afecta solo a mí.

–Se equivoca, ya se lo he dicho. También afecta a mi familia.

Me observó detenidamente poniendo en acción toda su perspicacia. Iba a responderme, pero no le permití intervenir.

–Nos afecta, porque tengo entendido que es usted el único depositario de unos documentos que resuelven el enigma relativo a la filiación de mi abuelo y que darían respuesta a cuestiones muy importantes para nosotros –me detuve antes de añadir–. ¿Quién se los entregó a usted?

El fraile palideció intentando contener su desagrado. Nunca hubiera imaginado que me atreviera a tanto, por eso tardó unos segundos en reaccionar.

–No tengo por qué darle esa información.

–Está bien –imposté un gesto indiferente–. Entonces se lo preguntaré al Superior General de la Orden. Él conoce la historia y está dispuesto a colaborar con nosotros.

–Acuda usted a quien quiera –respondió con un inocultable temblor en los labios.

En ningún caso pensaba darme por vencida, pero supuse que a él menos que a nadie le interesaba que el asunto anduviera en boca de todos. Aquella historia gracias a la eficaz intervención de mi primo Marcos y otros familiares, había llegado hasta el obispado de Pamplona, y fue el propio obispo quien puso en antecedentes de las circunstancias de Cecilio Asparren y de mi abuelo Graciano al Prior de los Dominicos solicitando su ayuda. Le miré de nuevo –de acuerdo– dije con falsa resignación. Fue entonces al ver su creciente desasosiego, cuando comprendí la verdad. Estaba segura que en aquella carpeta había mucho más que un retrato de Manay o unos documentos inconexos y aislados de las vicisitudes del padre de mi abuelo en Manila. Demetrio Araquistain tenía algo más importante en su poder: Aquel diario escrito por el propio Herminio Etura del que hablaban los viejos del pueblo y que fue también el causante de su desgracia. De la suya y de la de todos quienes se cruzaban en el camino de aquella mujer. Era como si el mero hecho de pronunciar el nombre de Manay fuera capaz de desencadenar una energía extraña y fatal.

 

–De acuerdo –repetí–. Hablaré con el abogado que está llevando el caso, él sabrá a quién dirigirse–. Gracias por todo.

Comencé a caminar hacia la puerta cuando escuché su voz.

–¡Espere!

Me volví intentando disimular una sonrisa de alivio.

–¿Sí? ¡Dígame!

Había ocultado las manos dentro de los innumerables pliegues de su impoluto hábito.

–¿A qué se refería cuando ha dicho que estaba dispuesta a negociar?

Era más de lo que esperaba. Me acerqué despacio hasta su mesa.

–Tendría que extenderme un poco... pero me ha parecido que tenía usted prisa.

Se encogió de hombros.

–Sí, tengo que atender mi agenda de trabajo, pero puedo hacer una excepción –me indicó frente a él una silla oscura de respaldo alto.

Tomamos asiento a la vez.

–Gracias, Demetrio –le llamé por su nombre buscando su complicidad–. Procuraré ser clara y concisa. He sabido que es usted un gran admirador de Jorge Oteiza, por eso le he mencionado el Quousque Tandem.

El fraile no esperaba un comentario de esa naturaleza, ni escuchar una referencia tan ajena a la cuestión que nos ocupaba. Esta vez abrió los ojos sin poder disimular su asombro. Así que aproveché para añadir:

–... Y yo puedo serle de mucha utilidad.

Se dejó caer sobre el respaldo del sillón para observarme con detenimiento.

–¿Quién le ha dicho que soy admirador de Oteiza y cómo cree que puede ayudarme?

Cada vez estaba más convencida que llegaríamos a un acuerdo sin demasiadas complicaciones.

–Lo sé y sé también que está usted alojado en el santuario de Aránzazu temporalmente para estudiar el Friso de los apóstoles. ¿Quién me lo ha dicho? Es lo de menos. ¿Y cómo puedo ayudarle? De muchas maneras –miré hacia la ventana como si necesitara ordenar mis pensamientos. La belleza salvaje de los montes de Oñate se recortaba en la lejanía. El Santuario de Aránzazu, está rodeado por un paisaje tan agreste como singular–. Tengo cartas y manuscritos personales de Oteiza –añadí enumerando con los dedos– dibujos, cintas grabadas, proyectos que iba a desarrollar... Incluso poemas y relatos que yo le dediqué. Forjamos una gran amistad, a raíz de una entrevista que le hice para mi periódico.

Demetrio Araquistaín apenas parpadeaba sumido en un asombro creciente.

–Y algo más –continué–. Si lo prefiere, incluso puedo ofrecerle a cambio una pequeña escultura suya.

No sé el tiempo que tardó en reaccionar. Al fin tomó aire ruidosamente.

–No entiendo absolutamente nada. ¿A cambio de qué me ofrece usted todo eso?

–Ya se lo he dicho. –Señalé con indiferencia la carpeta sobre la mesa que él mismo había manipulado unos minutos antes. En su interior, debajo de algunos folios sueltos y el retrato de Manay, creí haber visto un cuaderno grueso y tosco. No sabía con seguridad si podía tratarse del manuscrito. Lo prudente sería que el fraile no lo guardara en aquella simple carpeta, sino que lo tuviera oculto en un lugar más seguro. Pero de nuevo tenía que arriesgarme.

–Se lo ofrezco a cambio del diario que Herminio Etura escribió en Filipinas.

Esta vez no pudo evitar un respingo. Aquella afirmación resultaba del todo inesperada. Nadie podía conocer y menos afirmar que él fuera el poseedor de aquel manuscrito. De la misma forma que si fuera cierto que lo poseía y el superior de la Orden llegara a saberlo, podría exigirle su devolución. Demetrio Araquistain no conoció en vida a Herminio Etura, luego este no pudo habérselo entregado. Después de largos segundos de silencio, su voz parecía más débil e insegura.

–Le pregunto una vez más ¿quién le ha dicho a usted que yo lo tenga?

Sonreí solo para intentar desdramatizar.

–¿No hemos quedado en que no íbamos a revelar nuestras fuentes?

Se adelantó hacia mí como si necesitara acumular autoridad.

–Sepa usted que yo no tengo ningún diario –dijo al fin.

–Llámelo como quiera. Creo que me entiende perfectamente. Me refiero a ese manuscrito que, según la información que manejo, le costó a Etura no solo la expulsión del convento, sino su exclaustración de por vida.

De nuevo se dejó caer pesadamente en el respaldo del sillón. Las conjeturas y las hipótesis discurrían por su mente a velocidad de vértigo. Parecía realmente desconcertado. Tal vez estaba siendo demasiado directa. Se imponía una tregua.

–Piénselo, Demetrio. La historia de Manay que relata Herminio Etura no tiene ningún valor para usted ni tampoco le puede sacar ningún provecho. Es más, poseer ese manuscrito le podría acarrear muchas complicaciones –adopté una posición más cómoda en el asiento–. A cambio le ofrezco documentos originales de puño y letra de alguien a quien admira tanto. Seguro que usted sabe mejor que yo el valor que tienen. Mañana mismo puedo volver aquí para mostrárselos.

El fraile no había dejado de observarme ni un segundo. Sin embargo, parecía absorto y ajeno al lugar en el que se encontraba. Temí que mi oferta le pareciera insuficiente y esperara algo más ¿Tal vez la escultura que le había mencionado? De inmediato me arrepentí de habérsela ofrecido.

Al fin reaccionó. Desvió un instante la mirada hacia la puerta, atendiendo un sonido que no se había producido. Después ahuecó los labios y resopló débilmente, como quien regresa de una profunda meditación.

–O sea que usted es Maravillas Asparren –me observó despacio, haciéndome saber que estaba siendo observada.

–Sí.

–¿La periodista, verdad? –puntualizó cerciorándose de no cometer ningún error.

Asentí sorprendida.

–Sí, la periodista, pero todos me llaman Mara.

–Sí, ya lo sé –cabeceó–. Mara Asparren –repitió despacio–. ¿Y puedo preguntarle a Mara Asparren si esos documentos que me ofrece incluyen alguna carta de amor?

Había dicho “alguna carta de amor”. Al instante lo comprendí todo. Tuve que hacer un gran esfuerzo para contener la carcajada, sin embargo, no pude evitar sonreír. Era su manera de vengarse de mi osadía. Quería hacerme saber que estaba al tanto de lo que se comentaba en los mentideros culturales de la ciudad. Algo turbio e inconfesable tenía que existir entre Jorge Oteiza y Mara Asparren para que alguien tan inteligente y pudoroso como él –que lo era– me mostrara tanto afecto. El viejo rico y famoso y la periodista trepa y atractiva. Al fin y al cabo, era un clásico de la literatura universal. Tan real como la vida misma y tan común como la envidia en el corazón humano.

–Claro que puede preguntármelo, Demetrio, pero no se preocupe, no me ofende en absoluto, al contrario, me halaga.

El fraile elevó las cejas en un gesto de asombro.

–¿Ah sí?

–Sí, claro, como dicen en mi profesión “me encanta que me hagas esa pregunta” –seguí sonriendo ampliamente–. Por supuesto que tengo cartas de amor de Jorge Oteiza, aunque quizás no tan vulgares y previsibles como puedan imaginar los que le han hablado de mí. Sepa, por cierto, que también irían incluidas en el “pack”. Usted se quedaría con los originales y yo con las copias. No soy nada fetichista ni mitómana.

Mi respuesta era más atrevida y desconcertante de lo que Demetrio Araquistain hubiera podido imaginar. Y por supuesto, se sentía ya definitivamente concernido en aquel extraño asunto. Mi sinceridad y aplomo habían conseguido despertarle de su letargo. Cogió un bolígrafo a su alcance y comenzó a juguetear con él entre los dedos.

–¿Se atreve con todo, verdad?

–¿Se refiere a Oteiza o a mí?

Parecía ya más relajado como si habláramos de igual a igual. No respondió a mi pregunta, pero formuló otra.

–¿Y qué me dice de la escultura?

–¡Humm! Retiro la oferta. Es excesiva –me crucé de brazos–. Además, usted no podría justificar delante de su comunidad la posesión de un objeto de tanto valor ni podría mostrársela a nadie. ¿No le parece? Sin embargo, sería sencillo sustituir el diario de Herminio Etura por los manuscritos de Jorge Oteiza. Y yo no tendría ningún inconveniente en que los exhibiera. Ya le he dicho que sería muy halagador para mí y una magnífica excusa para que se conociera, no solo el afecto, sino también el respeto intelectual que Oteiza me profesaba.

De nuevo un espeso y largo silencio.

–Tengo que pensarlo –dijo al fin.

–De acuerdo. Y yo tengo que ver el diario antes de traer los manuscritos.

Su gesto cambió bruscamente.

–¿Cómo dice?

–Entiéndame, para formalizar el intercambio, tengo que comprobar si me interesa.

–Seguro que le interesa –respondió con rapidez–. Es un relato detallado de la estancia de Herminio Etura en Filipinas.

–¿Y de mi bisabuelo?

–Por supuesto –cabeceó– de su bisabuelo, también.

–Enséñemelo –exclamé como si no estuviera dispuesta a hacer concesiones.

Dudó unos segundos, pero algo debió intuir en mi expresión que no admitía dudas. Se cubrió la boca con la mano como si necesitara reflexionar. Después, con una actitud algo teatral abrió de nuevo la carpeta frente a mí. Separó con cuidado algunos folios y cuartillas de varios tamaños. Había dibujos, docenas de dibujos que yo apenas podía entrever.

–¿Hay más retratos de Manay?

–Sí –dijo escuetamente.

–Supongo que los dibujos también están incluidos en el change.

–No –dijo sin vacilar.

–Perdone, Demetrio, pero me gustaría llevarme algunos. Sobre todo, el que me ha enseñado.

Tampoco respondió en esta ocasión. El hermano Araquistain necesitaba su tiempo para tomar decisiones. Después de ordenar un aparente caos de papeles, había conseguido alinear los folios sueltos en un pequeño montón. Al instante, apareció un grueso tomo negro de encuadernación rudimentaria. Puso la mano abierta sobre la tapa envejecida. Me miró y dijo:

–Aquí está.

No supe qué decir, por eso asentí en silencio.

–¿Cuándo puedo ver los manuscritos de Oteiza? –preguntó sin preámbulos.

Tendí mi mano hacia él.

–Déjeme ver el diario, por favor.

Después de unos segundos de incertidumbre, me lo ofreció con extraordinario cuidado, como si temiera que con mi contacto pudiera desintegrarse.

–Está en perfecto estado. Pero es un papel muy antiguo, tiene que mantenerlo a salvo del polvo y de la luz. Yo lo guardo habitualmente dentro de una caja metálica –precisó.

Lo recogí casi con devoción. Lo abrí despacio y dejé discurrir unas páginas al azar. La letra de Herminio Etura era clara y regular, como si supiera que debía esforzarse en facilitar su lectura.

En casi todas las páginas aparecía una fecha en el margen superior izquierdo. Me detuve al azar en el 21 de marzo de 1902. Decía:

“La situación es insostenible. Han traído otro médico nuevo a la hacienda, pero Liu Xinjiang ha empeorado. Apenas pesa cuarenta kilos y deambula por las estancias como un fantasma. Yo acudo cada día a consolar a su madre, Tzu tzie, devota y fiel cristiana, que sufre en silencio terriblemente. Ella también sospecha que Manay está envenenando a su hijo como hizo con Xiaomei y el pequeño Kuan Yi, pero Xinjiang no quiere escucharla, está poseído por esa mujer. He prometido a Tzu Tzie que esta noche me acercaré hasta la casa con la excusa de visitar a Kumaki. Una de las sirvientas de Manay que también está bautizada en la fe cristiana”.

Tan absorta estaba en la lectura que no pude evitar un sobresalto al escuchar la voz del fraile.

–¿Qué le parece?

–¡Uf! Muy impactante. ¿No? Supongo que usted lo ha leído.

–Sí –dijo al tiempo que extendía el brazo obligándome a devolverle el manuscrito. Se lo entregué y volvió a dejarlo en la carpeta, colocando de nuevo sobre él las cuartillas y dibujos. Parecía satisfecho.

–¿Cuándo podré ver los documentos de Oteiza? –preguntó.

–Mañana mismo.

–Humm... –revisó una pequeña agenda junto al teléfono– precisamente mañana voy a visitar la Fundación Oteiza, en Pamplona.

–¡Ah!, sí, la conozco bien.

No iba a preguntarme por qué. Solo intentó disimular su suspicacia.

–Pero podemos encontrarnos por la tarde. Calculo que volveré, más o menos sobre las seis. Quedamos a mitad de camino, si le parece.

Busqué en mi bolso, saqué de la cartera una pequeña tarjeta de visita y se la tendí.

–Me parece perfecto. Llámeme cuando llegue y fijamos el lugar.

 

El acceso al santuario de Aránzazu discurre a través de una carretera estrecha llena de curvas. Pero esta circunstancia me resulta especialmente estimulante. Me obliga a estar alerta y pendiente del recorrido, me permite reflexionar en profundidad, me abstrae y me relaja.

Las citas y los compromisos se iban acumulando. Al igual que el hermano Araquistain, yo también tendría que perfilar una minuciosa agenda de trabajo. Cuando tuve el diario de Herminio Etura en mis manos, calculé que el texto no sobrepasaría las sesenta o setenta páginas. Pero no solo debería leerlas sino familiarizarme en manejarlas con la suficiente soltura como para cribar y elegir los episodios más descriptivos de la vida de Cecilio Asparren en la hacienda de Liu Xinjiang.

Creía tener muy claro que esta era la arteria más importante del cuerpo de la novela que estaba a punto de abordar. Sería un comienzo tan impactante como difícil, por el trabajo de investigación que requería un pasado y un mundo tan desconocidos para mí.

Todo ello, por supuesto, sin olvidar otro personaje no menos impactante en la historia de los hijos de Amets como fue Victoriana Lizarralde, conocida como Vicky, madre biológica de mi abuela Úrsula, a la que abandonó en un orfanato para vivir su historia de amor con el joyero Jacques Cartier en los escenarios más lujosos del mundo. Precisamente, solo las anotaciones que había realizado de mi reciente viaje a París con mi amigo Antoine, siguiendo los pasos de Victoriana, ocupaban ya más de treinta folios. Relatar que la tal Vicky, una mujer de la buena burguesía pamplonesa se quedara embarazada de mi abuela con dieciocho años, también resultaba una labor complicada. Sobre todo, por la falta de información. Sus descendientes se habían negado a proporcionarnos todo tipo de datos, una vez que comprendieron que las intenciones de nuestra familia eran las de llegar al fondo del asunto emocional, sentimental e incluso patrimonial. Digamos en su descargo que su distanciamiento y negativa a colaborar resultaba bastante comprensible.

Sin embargo, antes de que esta negativa se produjera, habíamos conseguido acumular documentación y fotografías suficientes como para iniciar cualquier reclamación legal.

Consulté la hora en el reloj del coche. Eran las tres en punto de la tarde. Qué extraño que no tuviera noticias de Antoine desde la tarde anterior. Ni un wasap ni una llamada perdida. Nunca se había demorado tanto en sus exquisitas atenciones conmigo.

No estaba enamorada de él, pero habíamos llegado a un interesante acuerdo: Estaríamos juntos mientras los dos nos sintiéramos satisfechos y mutuamente recompensados. Eso sí, sin obligaciones ni compromisos de ningún tipo.

Pero una cosa es el pensamiento teórico y otra muy distinta son las emociones y los sentimientos. Los dos procurábamos cumplir escrupulosamente las condiciones del pacto, pero conforme pasaba el tiempo, la falta de ilusión, el tedio y la sensación de vacío habían comenzado a hacer mella en mí.

Había transcurrido medio año desde que rompí mi relación con Miguel y aunque me esforzaba en decirlo, no era cierto que le hubiese olvidado. Desaparecí de su vida durante su estancia en el hospital sin ni siquiera despedirme de él. Me limité a saber que había salido de la gravedad y su curación estaba próxima. Entonces creía estar segura que no podía prometerle mi amor incondicional, que una vida a su lado nunca saciaría mis necesidades.

Tenía otras inquietudes, quizás deba decir, otras ambiciones. Por eso volví con Antoine, su compañía me garantizaba esa clase de vida que yo siempre había anhelado. Un hombre maduro, rico, muy bien relacionado y pendiente de mis caprichos y necesidades. Acepté viajar con él a París. Allí nos esperaba Graciela Sorel, la anciana aristócrata amiga de los joyeros Cartier, que, según aseguraban a Antoine todos sus contactos, era muy previsible que en su juventud hubiera conocido a mi bisabuela Vicky. Y así fue, pero lo que resultó más sorprendente, fue descubrir las “aficiones” que cultivaban la tal Vicky y su ociosa y adinerada troupe de amigos.

Al parecer Victoriana Lizarralde frecuentaba en París a un grupo esotérico con nombre propio, muy conocido en su época, que se reunía secretamente en un chateau de la Provenza, cercano a Saint Rèmy, para practicar todo tipo de rituales más o menos “mágicos”. El espiritismo y este tipo de veleidades fantasmales constituían un entretenimiento muy común en la época y una práctica compartida por una alta clase social aburrida y sin estímulos. Reconozco que ese dato fue el único detalle que consiguió despertar mi curiosidad.

El resto de aquella historia de pobres y ricos, orfandades ilustres y niños abandonados, no solo resultaba un melodrama del Novecento, sino que hería mi orgullo, me humillaba y me producía un rechazo absoluto.

Y, sin embargo, llegar a conocer el origen de nuestra estirpe, era el cometido más importante que mi núcleo familiar me había encomendado. El misterio que todos mis primos, con Marcos y Lorena a la cabeza, esperaban que yo resolviera. Por supuesto con la ayuda de los excelentes contactos de Antoine y mis artes mundanas y cosmopolitas.

Pero no podía engañarme a mí misma. Realmente, los Cartier me importaban una mierda. De los ilustres joyeros parisinos y de aquella rancia y estirada familia de la burguesía navarra –venida a menos– a la que pertenecía mi bisabuela, no quedaba ya nada que rascar. Y si hubiera habido algo, los parientes de Victoriana Lizarralde ya se habrían repartido el pastel. Los Asparren de Izarra siempre seríamos la cenicienta de un cuento de hadas. Afortunadamente para ellos, ni mis primos ni yo, estábamos dispuestos a gastarnos el dinero en cuentos de hadas.

Estaba llegando a Oñate con el retrato de Manay grabado en la retina. Aquella niña perversa me parecía la heroína maldita de una historia fascinante. Y a mí me gusta relatar historias fascinantes. Es verdad que siempre he sido algo morbosa y retorcida. Tal vez no más que el resto de los mortales, lo que ocurre es que, a pesar de los inconvenientes que esto acarrea, soy capaz de reconocer mis debilidades. Detrás de Manay, de Herminio Etura, de mi abuelo Graciano, de mi abuela Úrsula, de mi madre incluso. Detrás de todos ellos, estaba yo y mis orígenes, yo y mis raíces, yo y mis veleidades, mis necesidades y mis apetencias. Pero también, yo y mi infancia perdida y repentinamente recuperada. No sabía nada de mi vida anterior, lo había olvidado todo. Como si de una amnesia premeditada se tratara, en mi cerebro no quedaban vestigios de mi remota niñez. Y de pronto, por una serie de circunstancias extrañas y azarosas (o no tan azarosas) aparecían los recuerdos blancos y resplandecientes de aquel tiempo, como en un impoluto lienzo recién comprado. Poco a poco llegaban hasta mí, irreconocibles algunos, distorsionados otros, mutilados a veces, esperando ser consolados y curados. Recuperar la infancia es la manera más completa de conocernos en profundidad a nosotros mismos, desenterrar misterios, desentrañar interrogantes, desterrar miedos. Encontrar el tesoro que ocultamos en algún viejo arcón de la memoria. Nunca seremos más bellos, ni más perfectos que en la niñez. Salir en busca del tiempo perdido, del Arca Perdida. Esto es todo lo que tenemos que hacer en esta vida.

Entraba en el pueblo en el momento que sonó mi móvil. Era Antoine, conecté el manos libres.

–Te echaba de menos, qué raro que no me hayas llamado antes.

–No quería molestar, tenías la entrevista ¿no?

Estaba segura que algo más ocurría, pero no le di importancia.

–Sí, acabo de bajar de Aránzazu.

–¿Qué tal el cura?

–No es cura, es fraile.

–Bueno, qué más da.

–Claro que da... un día te cuento la historia de los Dominicos. Es alucinante –le oí resoplar–. Vale –proseguí–. Todo muy bien, lo he conseguido. El cura-fraile acepta el change.

A pesar de la excelente opinión que Antoine tiene de mis aptitudes para todo lo protocolario y lo paranormal, creo que no lo esperaba.

–¡Ah!, estupendo, me alegro mucho.

–Sí, estoy contenta. Mañana hacemos el intercambio. He visto el diario, es acojonante, Antoine. Tienes que presentarme algún director de cine, o productor o algo. Esta es la historia del siglo.