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EL MONTE DE LAS ÁNIMAS

La noche de difuntos me despertó á no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo á las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí á escribirla, como en efecto lo hice.

Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.

Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

I

– Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reunan los cazadores, y demos la vuelta á la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.

– ¡Tan pronto!

– Á ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán á tañer su campana en la capilla del monte.

– ¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

– No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido á él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron á sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva á bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

– Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía á los Templarios, cuyo convento ves allí, á la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos á la vez. Conquistada Soria á los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio á sus nobles de Castilla, que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.

Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir á sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, á pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban á sus enemigos.

Cundió la voz del reto, y nada fué parte á detener á los unos en su manía de cazar y á los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó á cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fué una cacería, fué una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos á quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó á arruinarse.

Desde entonces dicen, que cuando llega la noche de difuntos, se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en girones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso á la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Solas dos personas parecían ajenas á la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, á propósito de la noche de difuntos, cuentos temerosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel, y las campanas de las iglesias de Soria doblaban á lo lejos con un tañido monótono v triste.

– Hermosa prima – exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban: – pronto vamos á separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

– Tal vez por la pompa de la corte francesa, donde hasta aquí has vivido – se apresuró á añadir el joven. – De un modo ó de otro, presiento que no tardaré en perderte… al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía… ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo á dar gracias á Dios por haberte devuelto la salud que viniste á buscar á esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló á la que me dió el ser, y ella lo llevó al altar… ¿Lo quieres?

– No sé en el tuyo – contestó la hermosa, – pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo… que aun puede ir á Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:

– Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios, y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron á quedarse en silencio, y volvióse á oir la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó á anudarse de este modo:

– Y antes que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? – dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.

– ¿Por qué no? – exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro… Después, con una infantil expresión de sentimiento añadió:

– ¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy á la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

– Sí.

– Pues… ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

– ¡Se ha perdido! ¿y dónde? – preguntó Alonso incorporándose de su asiento, y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.

– No sé… en el monte acaso.

– ¡En el Monte de las Ánimas – murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial; – en el Monte de las Ánimas!

Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:

– Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado á esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; yo he combatido con ellas de día y de noche, á pie y á caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como á una fiesta; y sin embargo, esta noche… esta noche, ¿á qué ocultártelo? tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora á levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas… ¡las ánimas! cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos ó arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluído exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:

– ¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza, y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose á la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:

 

– Adiós, Beatriz, adiós. Hasta… pronto.

– ¡Alonso! ¡Alonso! – dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso ó aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído á aquel rumor, que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban á lo lejos.

III

Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba á punto de sonar, y Beatriz se retiró á su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

– ¡Habrá tenido miedo! – exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose á su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la Iglesia consagra en el día de difuntos á los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído á par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

– Será el viento – dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes con un chirrido agudo, prolongado y estridente.

Primero unas, y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso á su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante, lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles, ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve, y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba á escuchar: nada, silencio.

Veía con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.

– ¡Bah! – exclamó, volviendo á recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho; – ¿soy yo tan miedosa como estas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oir una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir… pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió á incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y á su compás se oía crujir una cosa como madera ó hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba á la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna á Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos á los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía á reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fué á buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron despavoridos á noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que á la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos á una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!

IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vió á los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla, levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como á una fiera á una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

EL GNOMO

I

Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la cabeza; volvían cantando y riendo con un ruido y una algazara que sólo pudieran compararse á la alegre algarabía de una banda de golondrinas cuando revolotean espesas como el granizo alrededor de la veleta de un campanario.

En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar: tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fué pastor, de joven soldado; después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por último, le faltaron las fuerzas y se sentó tranquilo á esperar la muerte, que ni temía ni deseaba. Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estupendas, ni traía á cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia ó un adagio.

Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle á hablar, y cuando estuvieron en el pórtico, todas comenzaron á suplicarle que les contase una historia con que entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la tierra, y las sombras de los montes se dilataban por momentos á lo largo de la llanura.

El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez obtenida la promesa de que les referiría alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y sentándose á su alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que comenzó á hablarles de esta manera:

– No os contaré una historia, porque aunque recuerdo algunas en este momento, atañen á cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención para escucharlas, ni á mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas. Os daré en su lugar un consejo.

– ¡Un consejo! – exclamaron las muchachas con aire visible de mal humor. – ¡Bah! no es para oir consejos para lo que nos hemos detenido; cuando nos hagan falta ya nos los dará el señor cura.

– Es – prosiguió el anciano con su habitual sonrisa y su voz cascada y temblona – que el señor cura acaso no sabría dárosle en esta ocasión tan oportuno como os lo puede dar el tío Gregorio; porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de ver que cada día vais por agua á la fuente más temprano y volvéis más tarde.

Las muchachas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa de burla, no faltando algunas de las que estaban colocadas á sus espaldas que se tocasen la frente con el dedo, acompañando su acción con un gesto significativo.

– ¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente charlando un rato con las amigas y vecinas?.. – dijo una de ellas. – ¿Andan acaso chismes en el lugar, porque los mozos salen al camino á echarnos flores ó vienen á brindarse para traer nuestros cántaros hasta la entrada del pueblo?

– De todo hay – contestó el viejo á la moza que le había dirigido la palabra en nombre de sus compañeras. – Las viejas del lugar murmuran de que hoy vayan las muchachas á loquear y entretenerse á un sitio, al cual ellas llegaban de prisa y temblando á tomar el agua, pues sólo de allí puede traerse; y yo encuentro mal que perdáis poco á poco el temor que á todos inspira el sitio donde se halla la fuente, porque podría acontecer que alguna vez os sorprendiese en él la noche.

El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio, que las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle, y con mezcla de curiosidad y burla tornaron á insistir:

– ¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con tan temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que allí podría acontecernos? ¿Se nos comerán acaso los lobos?

– Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos arrojados de sus guaridas bajan en rebaños por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no sólo en los alrededores de la fuente, sino en las mismas calles del lugar; pero no son los lobos los huéspedes más terribles del Moncayo: en sus profundas simas, en sus cumbres solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan por sus vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío, y hormiguean en la llanura, y saltan de roca en roca, juegan entre las aguas ó se mecen en las desnudas ramas de los árboles. Ellos son los que aúllan en las grietas de las peñas; ellos los que forman y empujan esas inmensas bolas de nieve que bajan rodando desde los altos picos, y arrollan y aplastan cuanto encuentran á su paso; ellos los que llaman con el granizo á nuestros cristales en las noches de lluvia, y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos. Entre estos espíritus, que arrojados de las llanuras por las bendiciones y los exorcismos de la Iglesia, han ido á refugiarse á las crestas inaccesibles de las montañas, los hay de diferente naturaleza, y que al parecer á nuestros ojos se revisten de formas variadas. Los más peligrosos, sin embargo, los que se insinúan con dulces palabras en el corazón de las jóvenes y las deslumbran con promesas magníficas, son los gnomos. Los gnomos viven en las entrañas de los montes; conocen sus caminos subterráneos, y, eternos guardadores de los tesoros que encierran, velan día y noche junto á los veneros de los metales y las piedras preciosas. ¿Veis? – prosiguió el viejo señalando con el palo que le servía de apoyo la cumbre del Moncayo, que se levantaba á su derecha, destacándose oscuro y gigantesco sobre el cielo violado y brumoso del crepúsculo; – ¿veis esa inmensa mole coronada aún de nieve? pues en su seno tienen sus moradas esos diabólicos espíritus. El palacio que habitan es horroroso y magnífico á la vez.

Hace muchos años que un pastor, siguiendo á una res extraviada, penetró por la boca de una de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos matorrales, y cuyo fin no ha visto ninguno. Cuando volvió al lugar, estaba pálido como la muerte; había sorprendido el secreto de los gnomos; había respirado su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento con la vida; pero antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella caverna adelante, había encontrado al fin unas galerías subterráneas é inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso y fantástico, producido por la fosforescencia de las rocas, semejantes allí á grandes pedazos de cristal cuajado en mil formas caprichosas y extrañas. El suelo, la bóveda y las paredes de aquellos extensos salones, obra de la naturaleza, parecían jaspeados como los mármoles más ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y plata, y entre aquellas vetas brillantes se veían, como incrustadas, multitud de piedras preciosas de todos colores y tamaños. Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y diamantes, y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras muchas piedras desconocidas que él no supo nombrar; pero tan grandes y tan hermosas, que sus ojos se deslumbraron al contemplarlas. Ningún ruido exterior llegaba al fondo de la fantástica caverna; sólo se percibían á intervalos unos gemidos largos y lastimosos del aire que discurría por aquel laberinto encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo que hervía comprimido, y murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dónde.

 

El pastor, solo y perdido en aquella inmensidad, anduvo no sé cuántas horas sin hallar la salida, hasta que por último tropezó con el nacimiento del manantial cuyo murmullo había oído. Éste brotaba del suelo como una fuente maravillosa, con un salto de agua coronado de espuma, que caía formando una vistosa cascada y produciendo un murmullo sonoro al alejarse resbalando por entre las quebraduras de las peñas. A su alrededor crecían unas plantas nunca vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y largas como cintas flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella húmeda frondosidad discurrían unos seres extraños, en parte hombres, en parte reptiles, ó ambas cosas á la vez, pues transformándose continuamente, ora parecían criaturas humanas, deformes y pequeñuelas, ora salamandras luminosas ó llamas fugaces que danzaban en círculos sobre la cúspide del surtidor. Allí, agitándose en todas direcciones, corriendo por el suelo en forma de enanos repugnantes y contrahechos, encaramándose por las paredes, babeando y retorciéndose en figura de reptiles, ó bailando con apariencia de fuegos fatuos sobre el haz del agua, andaban los gnomos, señores de aquellos lugares, contando y removiendo sus fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los avaros esos tesoros que en vano buscan después los herederos; ellos conocen el lugar donde los moros, antes de huir, ocultaron sus joyas; y las alhajas que se pierden, las monedas que se extravían, todo lo que tiene algún valor y desaparece, ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban, para esconderlo en sus guaridas, porque ellos saben andar todo el mundo por debajo de la tierra y por caminos secretos é ignorados. Allí tenían, pues, hacinados en montón toda clase de objetos raros y preciosos. Había joyas de un valor inestimable, collares y gargantillas de perlas y piedras finas; ánforas de oro, de forma antiquísima, llenas de rubíes; copas cinceladas, armas ricas, monedas con bustos y leyendas imposibles de conocer ó descifrar; tesoros, en fin, tan fabulosos é inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos. Y todo brillaba á la vez lanzando unas chispas de colores y unos reflejos tan vivos, que parecía como que todo estaba ardiendo y se movía y temblaba. Al menos, el pastor refirió que así le había parecido. Al llegar aquí el anciano se detuvo un momento: las muchachas, que comenzaron por oir la relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla, guardaban entonces un profundo silencio, esperando á que continuase, con los ojos espantados, los labios ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el interés pintados en el rostro, una de ellas rompió al fin el silencio y exclamó sin poderse contener, entusiasmada al oir la descripción de las fabulosas riquezas que se habían ofrecido á la vista del pastor.

– Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?

– Nada – contestó el tío Gregorio.

– ¡Qué tonto! – exclamaron en coro las muchachas.

– El cielo le ayudó en aquel trance – prosiguió el anciano, – pues en el momento en que la avaricia, que á todo se sobrepone, comenzaba á disipar su miedo, y alucinado á la vista de aquellas joyas, de las cuales una sola bastaría á hacerle poderoso, el pastor iba á apoderarse de algunas, dice que oyó, ¡maravillaos del suceso! oyó claro y distinto en aquellas profundidades, y á pesar de las carcajadas y las voces de los gnomos, del hervidero del fuego subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de los lamentos del aire, oyó, digo, como si estuviese al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de la campana que hay en la ermita de Nuestra Señora del Moncayo.

Al oir la campana que tocaba el Ave-María, el pastor cayó al suelo invocando á la Madre de Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por dónde se encontró fuera de aquellos lugares, y en el camino que conduce al pueblo, echado en una senda y presa de un gran estupor, como si hubiera salido de un sueño.

Desde entonces se explicó todo el mundo por qué la fuente del lugar trae á veces entre sus aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando llega la noche, en el rumor que produce, se oyen palabras confusas, palabras engañosas con que los gnomos que la inficionan desde su nacimiento procuran seducir á los incautos que les prestan oídos, prometiéndoles riquezas y tesoros que han de ser su condenación.

Cuando el tío Gregorio llegaba á este punto de su historia, ya la noche había entrado y la campana de la iglesia comenzó á tocar las oraciones. Las muchachas se persignaron devotamente, murmurando un Ave-María en voz baja, y después de despedirse del tío Gregorio, que les tornó á aconsejar que no perdieran el tiempo en la fuente, cada cual tomó su cántaro, y todas juntas salieron silenciosas y preocupadas del atrio de la iglesia. Ya lejos del sitio en que se encontraron al viejecito, y cuando estuvieron en la plaza del lugar donde habían de separarse, exclamó la más resuelta y decidora de ellas:

– ¿Vosotras creéis algo de las tonterías que nos ha contado el tío Gregorio?

– ¡Yo no! – dijo una.

– ¡Yo tampoco! – exclamó otra.

– ¡Ni yo! ¡ni yo! – repitieron las demás, burlándose con risas de su credulidad de un momento.

El grupo de las mozuelas se disolvió, alejándose cada cual hacia uno de los extremos de la plaza. Luego que doblaron las esquinas de las diferentes calles que venían á desembocar á aquel sitio, dos muchachas, las únicas que no habían desplegado aún los labios para protestar con sus burlas de la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas con la maravillosa relación, parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas y con esa lentitud propia de las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa.

De aquellas dos muchachas, la mayor, que parecía tener unos veinte años, se llamaba Marta; y la más pequeña, que aún no había cumplido los dieciséis, Magdalena.

El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo silencio; pero cuando llegaron á los umbrales de su casa y dejaron los cántaros en el asiento de piedra del portal, Marta dijo á Magdalena: – ¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en los espíritus de la fuente?.. – Yo – contestó Magdalena con sencillez, – yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso? – ¡Oh, no! – se apresuró á interrumpir Marta; – yo también creo en todo, en todo… lo que deseo creer.

II

Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez, vivían miserablemente á la sombra de una parienta de su madre que las había recogido por caridad, y que á cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo parecía contribuir á que se estrechasen los lazos del cariño entre aquellas dos almas hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre sino por los de la miseria y el sufrimiento; y sin embargo, entre Marta y Magdalena existía una sorda emulación, una secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta contraposición como sus tipos.

Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la expresión de sus afectos: no sabía ni reir ni llorar, y por eso no había llorado ni reído nunca. Magdalena, por el contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en más de una ocasión se la vió llorar y reir á la vez como los niños.