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Por último, después de terminar este minucioso reconocimiento del lugar en que se encontraba, agazapóse en un ribazo junto á unos chopos de copas elevadas y oscuras, á cuyo pie crecían unas matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar á un hombre echado en tierra.

El río, que desde las musgosas rocas donde tenía su nacimiento venía, siguiendo las sinuosidades del Moncayo, á entrar en la cañada por una vertiente, deslizábase desde allí bañando el pie de los sauces que sombreaban su orilla, ó jugueteando con alegre murmullo entre las piedras rodadas del monte, hasta caer en una hondura próxima al lugar que servía de escondrijo al montero.

Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor dulcísimo, los sauces que inclinados sobre la limpia corriente humedecían en ella las puntas de sus desmayadas ramas, y los apretados carrascales por cuyos troncos subían y se enredaban las madreselvas y las campanillas azules, formaban un espeso muro de follaje alrededor del remanso del río.

El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que derramaban en torno su flotante sombra, dejaba penetrar á intervalos un furtivo rayo de luz, que brillaba como un relámpago de plata sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.

Oculto tras los matojos, con el oído atento al más leve rumor y la vista clavada en el punto en donde según sus cálculos debían aparecer las corzas, Garcés esperó inútilmente un gran espacio de tiempo.

Todo permanecía á su alrededor sumido en una profunda calma.

Poco á poco, y bien fuese que el peso de la noche, que ya había pasado de la mitad, comenzara á dejarse sentir, bien que el lejano murmullo del agua, el penetrante aroma de las flores silvestres y las caricias del viento comunicasen á sus sentidos el dulce sopor en que parecía estar impregnada la naturaleza toda, el enamorado mozo que hasta aquel punto había estado entretenido revolviendo en su mente las más halagüeñas imaginaciones, comenzó á sentir que sus ideas se elaboraban con más lentitud y sus pensamientos tomaban formas más leves é indecisas.

Después de mecerse un instante en ese vago espacio que media entre la vigilia y el sueño, entornó al fin los ojos, dejó escapar la ballesta de sus manos y se quedó profundamente dormido.

Cosa de dos horas ó tres haría ya que el joven montero roncaba á pierna suelta, disfrutando á todo sabor de uno de los sueños más apacibles de su vida, cuando de repente entreabrió los ojos sobresaltado, é incorporóse á medias lleno aún de ese estupor del que se vuelve en sí de improviso después de un sueño profundo.

En las ráfagas del aire y confundido con los leves rumores de la noche, creyó percibir un extraño rumor de voces delgadas, dulces y misteriosas que hablaban entre sí, reían ó cantaban cada cual por su parte y una cosa diferente, formando una algarabía tan ruidosa y confusa como la de los pájaros que despiertan al primer rayo del sol entre las frondas de una alameda.

Este extraño rumor sólo se dejó oir un instante, y después todo volvió á quedar en silencio.

– Sin duda soñaba con las majaderías que nos refirió el zagal – exclamó Garcés restregándose los ojos con mucha calma, y en la firme persuasión de que cuanto había creído oir no era más que esa vaga huella del ensueño que queda, al despertar, en la imaginación, como queda en el oído la última cadencia de una melodía después que ha expirado temblando la última nota. Y dominado por la invencible languidez que embargaba sus miembros, iba á reclinar de nuevo la cabeza sobre el césped, cuando tornó á oir el eco distante de aquellas misteriosas voces, que acompañándose del rumor del aire, del agua y de las hojas cantaban así:

CORO

«El arquero que velaba en lo alto de la torre ha reclinado su pesada cabeza en el muro.

»Al cazador furtivo que esperaba sorprender la res, lo ha sorprendido el sueño.

»El pastor que aguarda el día consultando las estrellas, duerme ahora y dormirá hasta el amanecer.

»Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.

»Ven á mecerte en las ramas de los sauces sobre el haz del agua.

»Ven á embriagarte con el perfume de las violetas que se abren entre las sombras.

»Ven á gozar de la noche, que es el día de los espíritus.»

Mientras flotaban en el aire las suaves notas de aquella deliciosa música, Garcés se mantuvo inmóvil. Después que se hubo desvanecido, con mucha precaución apartó un poco las ramas, y no sin experimentar algún sobresalto vió aparecer las corzas que en tropel y salvando los matorrales con ligereza increíble unas veces, deteniéndose como á escuchar otras, jugueteando entre sí, ya escondiéndose entre la espesura, ya saliendo nuevamente á la senda, bajaban del monte con dirección al remanso del río.

Delante de sus compañeras, más ágil, más linda, más juguetona y alegre que todas, saltando, corriendo, parándose y tornando á correr, de modo que parecía no tocar el suelo con los pies, iba la corza blanca, cuyo extraño color destacaba como una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles.

Aunque el joven se sentía dispuesto á ver en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y maravilloso, la verdad del caso era, que prescindiendo de la momentánea alucinación que turbó un instante sus sentidos, fingiéndole músicas, rumores y palabras, ni en la forma de las corzas ni en sus movimientos, ni en los cortos bramidos con que parecían llamarse, había nada con que no debiese estar ya muy familiarizado un cazador práctico en esta clase de expediciones nocturnas.

A medida que desechaba la primera impresión, Garcés comenzó á comprenderlo así, y riéndose interiormente de su incredulidad y su miedo, desde aquel instante sólo se ocupó en averiguar, teniendo en cuenta la dirección que seguían, el punto donde se hallaban las corzas.

Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los dientes, y arrastrándose como una culebra por detrás de los lentiscos, fué á situarse obra de unos cuarenta pasos más lejos del lugar en que antes se encontraba. Una vez acomodado en su nuevo escondite, esperó el tiempo suficiente para que las corzas estuvieran ya dentro del río, á fin de hacer el tiro más seguro. Apenas empezó á escucharse ese ruido particular que produce el agua que se bate á golpes ó se agita con violencia, Garcés comenzó á levantarse poquito á poco y con las mayores precauciones, apoyándose en la tierra primero sobre la punta de los dedos, y después con una de las rodillas.

Ya de pie, y cerciorándose á tientas de que el arma estaba preparada, dió un paso hacia adelante, alargó el cuello por cima de los arbustos para dominar el remanso, y tendió la ballesta; pero en el mismo punto en que, á par de la ballesta, tendió la vista buscando el objeto que había de herir, se escapó de sus labios un imperceptible é involuntario grito de asombro.

La luna, que había ido remontándose con lentitud por el ancho horizonte, estaba inmóvil y como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce claridad inundaba el soto, abrillantaba la intranquila superficie del río y hacía ver los objetos como á través de una gasa azul.

Las corzas habían desaparecido.

En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo, vió Garcés un grupo de bellísimas mujeres, de las cuales, unas entraban en el agua jugueteando, mientras las otras acababan de despojarse de las ligeras túnicas que aún ocultaban á la codiciosa vista el tesoro de sus formas.

En esos ligeros y cortados sueños de la mañana, ricos en imágenes risueñas y voluptuosas, sueños diáfanos y celestes como la luz que entonces comienza á transparentarse á través de las blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginación de veinte años que bosquejase con los colores de la fantasía una escena semejante á la que se ofrecía en aquel punto á los ojos del atónito Garcés.

Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores, que destacaban sobre el fondo suspendidos de los árboles ó arrojados con descuido sobre la alfombra del césped, las muchachas discurrían á su placer por el soto, formando grupos pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola saltar en chispas luminosas sobre las flores de la margen como una menuda lluvia de rocío.

Aquí una de ellas, blanca como el vellón de un cordero, sacaba su cabeza rubia entre las verdes y flotantes hojas de una planta acuática, de la cual parecía una flor á medio abrir, cuyo flexible tallo más bien se adivinaba que se veía temblar debajo de los infinitos círculos de luz de las ondas.

Otra allá, con el cabello suelto sobre los hombros, mecíase suspendida de la rama de un sauce sobre la corriente del río, y sus pequeños pies color de rosa, hacían una raya de plata al pasar rozando la tersa superficie. En tanto que éstas permanecían recostadas aún al borde del agua con los azules ojos adormidos, aspirando con voluptuosidad el perfume de las flores y estremeciéndose ligeramente al contacto de la fresca brisa, aquéllas danzaban en vertiginosa ronda, entrelazando caprichosamente sus manos, dejando caer atrás la cabeza con delicioso abandono, é hiriendo el suelo con el pie en alternada cadencia.

Era imposible seguirlas en sus ágiles movimientos, imposible abarcar con una mirada los infinitos detalles del cuadro que formaban, unas corriendo, jugando y persiguiéndose con alegres risas por entre el laberinto de los árboles; otras surcando el agua como un cisne, y rompiendo la corriente con el levantado seno; otras, en fin, sumergiéndose en el fondo, donde permanecían largo rato para volver á la superficie, trayendo una de esas flores extrañas que nacen escondidas en el lecho de las aguas profundas.

La mirada del atónito montero vagaba absorta de un lado á otro, sin saber dónde fijarse, hasta que sentado bajo un pabellón de verdura que parecía servirle de dosel, y rodeado de un grupo de mujeres todas á cual más bellas, que la ayudaban á despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver el objeto de sus ocultas adoraciones, la hija del noble don Dionís, la incomparable Constanza.

 

Marchando de sorpresa en sorpresa, el enamorado joven no se atrevía ya á dar crédito ni al testimonio de sus sentidos, y creíase bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso.

No obstante, pugnaba en vano por persuadirse de que todo cuanto veía era efecto del desarreglo de su imaginación; porque mientras más la miraba, y más despacio, más se convencía de que aquella mujer era Constanza.

No podía caber duda, no: suyos eran aquellos ojos oscuros y sombreados de largas pestañas, que apenas bastaban á amortiguar la luz de sus pupilas; suya aquella rubia y abundante cabellera, que después de coronar su frente, se derramaba por su blanco seno y sus redondas espaldas como una cascada de oro; suyos, en fin, aquel cuello airoso, que sostenía su lánguida cabeza, ligeramente inclinada como una flor que se rinde al peso de las gotas de rocío, y aquellas voluptuosas formas que él había soñado tal vez, y aquellas manos semejantes á manojos de jazmines, y aquellos pies diminutos, comparables sólo con dos pedazos de nieve que el sol no ha podido derretir, y que á la mañana blanquean entre la verdura.

En el momento en que Constanza salió del bosquecillo, sin velo alguno que ocultase á los ojos de su amante los escondidos tesoros de su hermosura, sus compañeras comenzaron nuevamente á cantar estas palabras con una melodía dulcísima:

CORO

«Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un girón de niebla plateada.

»Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios, y venid en vuestros carros de nácar á los que vuelan uncidas las mariposas.

»Larvas de las fuentes, abandonad el lecho de musgo y caed sobre nosotras en menuda lluvia de perlas.

»Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras, ¡venid!

»Y venid vosotros todos, espíritus de la noche, venid zumbando como un enjambre de insectos de luz y de oro.

»Venid, que ya el astro protector de los misterios brilla en la plenitud de su hermosura.

»Venid, que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas.

»Venid, que las que os aman os esperan impacientes.»

Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al oir aquellos cantares misteriosos que el áspid de los celos le mordía el corazón, y obedeciendo á un impulso más poderoso que su voluntad, deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos, separó con mano trémula y convulsa el ramaje que le ocultaba, y de un solo salto se puso en la margen del río. El encanto se rompió, desvanecióse todo como el humo, y al tender en torno suyo la vista, no vió ni oyó más que el bullicioso tropel con que las tímidas corzas, sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas de su presencia, una por aquí, otra por allá, cuál salvando de un salto los matorrales, cuál ganando á todo correr la trocha del monte.

– ¡Oh! bien dije yo que todas estas cosas no eran más que fantasmagorías del diablo – exclamó entonces el montero; – pero por fortuna esta vez ha andado un poco torpe dejándome entre las manos la mejor presa.

Y en efecto, era así: la corza blanca, deseando escapar por el soto, se había lanzado entre el laberinto de sus árboles, y enredándose en una red de madreselvas, pugnaba en vano por desasirse. Garcés le encaró la ballesta; pero en el mismo punto en que iba á herirla, la corza se volvió hacia el montero, y con voz clara y aguda detuvo su acción con un grito, diciéndole: – Garcés, ¿qué haces? – El joven vaciló, y después de un instante de duda, dejó caer al suelo el arma, espantado á la sola idea de haber podido herir á su amante. Una sonora y estridente carcajada vino á sacarle al fin de su estupor; la corza blanca había aprovechado aquellos cortos instantes para acabarse de desenredar y huir ligera como un relámpago, riéndose de la burla hecha al montero.

– ¡Ah! condenado engendro de Satanás – dijo éste con voz espantosa, recogiendo la ballesta con una rapidez indecible; – pronto has cantado la victoria, pronto te has creído fuera de mi alcance; – y esto diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando y fué á perderse en la oscuridad del soto, en el fondo del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después unos gemidos sofocados.

– ¡Dios mío! – exclamó Garcés al percibir aquellos lamentos angustiosos. – ¡Dios mío, si será verdad! Y fuera de sí, como loco, sin darse cuenta apenas de lo que le pasaba, corrió en la dirección en que había disparado la saeta, que era la misma en que sonaban los gemidos. Llegó al fin; pero al llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras se anudaron en su garganta, y tuvo que agarrarse al tronco de un árbol para no caer á tierra.

Constanza, herida por su mano, expiraba allí á su vista, revolcándose en su propia sangre, entre las agudas zarzas del monte.

LA ROSA DE PASIÓN

Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una muchacha muy buena y muy bonita.

Mientras me explicaba el misterio de su forma especial besaba las hojas y los pistilos que iba arrancando uno á uno de la flor que da su nombre á esta leyenda.

Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez que tenía en su boca, os conmovería como á mí me conmovió la historia de la infeliz Sara.

Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa tradición se me acuerda en este instante.

I

En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial, empotrada y casi escondida entre la alta torre morisca de una antigua parroquia muzárabe y los sombríos y blasonados muros de una casa solariega, tenía hace muchos años su habitación, raquítica, tenebrosa y miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.

Era este judío rencoroso y vengativo como todos los de su raza, pero más que ninguno engañador é hipócrita.

Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos ó guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truanes del Zocodover, las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.

Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto á ellos pudiera pertenecer, jamás pasó junto á un caballero principal ó un canónigo de la Primada, sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento bonetillo que cubría su cabeza calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho á uno de sus habituales parroquianos sin agobiarle á fuerza de humildes salutaciones acompañadas de aduladoras sonrisas.

La sonrisa de Daniel había llegado á hacerse proverbial en toda Toledo, y su mansedumbre, á prueba de las jugarretas más pesadas y las burlas y rechiflas de sus vecinos, no conocía límites.

Inútilmente los muchachos, para desesperarle, tiraban piedras á su tugurio; en vano los pajecillos y hasta los hombres de armas del próximo palacio pretendían aburrirle con los nombres más injuriosos, ó las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el dintel de su puerta como si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía eternamente con una sonrisa extraña é indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban á la sombra de su nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho; y aunque de sus ojos pequeños, verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas, brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y al parecer sin aplicación alguna de que se componía su tráfico.

Sobre la puerta de la casucha del judío y dentro de un marco de azulejos de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las caladas franjas del ajimez, y enredándose por la columnilla de mármol que lo partía en dos huecos iguales, subía desde el interior de la vivienda una de esas plantas trepadoras que se mecen verdes y llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos.

En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos vanos de aquel ajimez, único abierto en el musgoso y grieteado paredón de la calleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.

Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del judío y veían por casualidad á Sara tras de las celosías de su ajimez morisco y á Daniel acurrucado junto á su yunque, exclamaban en alta voz admirados de las perfecciones de la hebrea: – ¡Parece mentira que tan ruín tronco haya dado de sí tan hermoso vástago!

Porque, en efecto, Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo brillaba el punto de luz de su ardiente pupila, como una estrella en el cielo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos, parecían recortados hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles manos de una hada. Su tez era blanca, pálida y transparente como el alabastro de la estatua de un sepulcro. Contaba apenas diez y seis años, y ya se veía grabada en su rostro esa dulce tristeza de las inteligencias precoces, y ya hinchaban su seno y se escapaban de su boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo.

Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de su maravillosa hermosura, la habían solicitado para esposa; pero la hebrea, insensible á los homenajes de sus adoradores y á los consejos de su padre, que la instaba para que eligiese un compañero antes de quedar sola en el mundo, se mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar más razón de su extraña conducta que el capricho de permanecer libre. Al fin un día, cansado de sufrir los desdenes de Sara y sospechando que su eterna tristeza era indicio cierto de que su corazón abrigaba algún secreto importante, uno de sus adoradores se acercó á Daniel y le dijo:

– ¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?

El judío levantó un instante los ojos de su yunque, suspendió su continuo martilleo, y sin mostrar la menor emoción, preguntó á su interpelante:

– ¿Y qué dicen de ella?

– Dicen – prosiguió su interlocutor, – dicen… qué sé yo… muchas cosas… Entre otras, que tu hija está enamorada de un cristiano… Al llegar á este punto, el desdeñado amante de Sara se detuvo para ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel.

Daniel levantó de nuevo sus ojos, le miró un rato fijamente sin decir palabra, y bajando otra vez la vista para seguir su interrumpida tarea, exclamó:

– ¿Y quién dice que eso no es una calumnia?

– Quien los ha visto conversar más de una vez en esta misma calle, mientras tú asistes al oculto sanedrín de nuestros rabinos – insistió el joven hebreo admirado de que sus sospechas primero y después sus afirmaciones no hiciesen mella en el ánimo de Daniel.

Éste, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en el yunque, sobre el que después de dejar á un lado el martillo se ocupaba en bruñir el broche de metal de una guarnición con una pequeña lima, comenzó á hablar en voz baja y entrecortada, como si maquinalmente fuese repitiendo su labio las ideas que cruzaban por su mente.

– ¡Je! ¡je! ¡je! – decía riéndose de una manera extraña y diabólica. – ¿Conque á mi Sara, al orgullo de la tribu, al báculo en que se apoya mi vejez, piensa arrebatármela un perro cristiano?.. ¿Y vosotros creéis que lo hará? ¡Je! ¡je! – continuaba siempre hablando para sí y siempre riéndose, mientras la lima chirriaba cada vez con más fuerza mordiendo el metal con sus dientes de acero. – ¡Je! ¡je! Pobre Daniel, dirán los míos, ¡ya chochea! ¿Para qué quiere ese viejo moribundo y decrépito esa hija tan hermosa y tan joven, si no sabe guardarla de los codiciosos ojos de nuestros enemigos?.. ¡Je! ¡je! ¡je! ¿Crees tú por ventura que Daniel duerme? ¿Crees tú por ventura que si mi hija tiene un amante… que bien puede ser, y ese amante es cristiano y procura seducirla, y la seduce, que todo es posible, y proyecta huir con ella, que también es fácil, y huye mañana por ejemplo, lo cual cabe dentro de lo humano, crees tú que Daniel se dejará así arrebatar su tesoro, crees tú que no sabrá vengarse?

– Pero – exclamó interrumpiéndole el joven, – ¿sabéis acaso?..

– Sé – dijo Daniel levantándose y dándole un golpecito en la espalda, – sé más que tú, que nada sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora de decirlo todo… Adiós; avisa á nuestros hermanos para que cuanto antes se reunan. Esta noche, dentro de una ó dos horas, yo estaré con ellos. ¡Adiós!

 

Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente á su interlocutor hacia la calle, recogió sus trebejos muy despacio, y comenzó á cerrar con dobles cerrojos y aldabas la puerta de la tiendecilla.

El ruido que produjo ésta al encajarse rechinando sobre sus premiosos goznes, impidió al que se alejaba oir el rumor de las celosías del ajimez, que en aquel punto cayeron de golpe, como si la judía acabara de retirarse de su alféizar.

II

Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de haber asistido á las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño, ó referían al amor de la lumbre consejas parecidas á la del Cristo de la Luz, que robado por unos judíos, dejó un rastro de sangre por el cual se descubrió el crimen, ó la historia del Santo Niño de la Guarda, en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión de Jesús. Reinaba en la ciudad un silencio profundo, interrumpido á intervalos ya por las lejanas voces de los guardias nocturnos que en aquella época velaban en derredor del alcázar, ya por los gemidos del viento que hacía girar las veletas de las torres, ó zumbaba entre las torcidas revueltas de las calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se mecía amarrado á un poste cerca de los molinos, que parecen como incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo y sobre las que se asienta la ciudad, vió aproximarse á la orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de los muros conducen al río, á una persona á quien al parecer aguardaba con impaciencia.

– ¡Ella es! – murmuró entre dientes el barquero. – ¡No parece sino que esta noche anda revuelta toda esa endiablada raza de judíos!.. ¿Dónde diantres se tendrán dada cita con Satanás, que todos acuden á mi barca teniendo tan cerca el puente?.. No, no irán á nada bueno, cuando así evitan toparse de manos á boca con los hombres de armas de San Servando… pero, en fin, ello es que me dan buenos dineros á ganar, y á su alma su palma, que yo en nada entro ni salgo.

Esto diciendo el buen hombre, sentándose en su barca aparejó los remos, y cuando Sara, que no era otra la persona á quien al parecer había aguardado hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo, soltó la amarra que lo sujetaba y comenzó á bogar en dirección á la orilla opuesta.

– ¿Cuántos han pasado esta noche? – preguntó Sara al barquero apenas se hubieron alejado de los molinos y como refiriéndose á algo de que ya habían tratado anteriormente.

– Ni los he podido contar – respondió el interpelado; – ¡un enjambre!.. Parece que esta noche será la última que se reunen.

– ¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad á estas horas?

– Lo ignoro… pero ello es que aguardan á alguien que debe de llegar esta noche… Yo no sé para qué le aguardarán, aunque presumo que para nada bueno.

Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos instantes sumida en un profundo silencio y como tratando de coordinar sus ideas. – No hay duda – pensaba entre sí; – mi padre ha sorprendido nuestro amor, y prepara alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa adónde van, qué hacen, qué intentan. Un momento de vacilación podría perderle.

Cuando Sara se puso un instante de pie, y como para alejar las horribles dudas que la preocupaban se pasó la mano por la frente, que la angustia había cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba á la orilla opuesta.

– Buen hombre – exclamó la hermosa hebrea arrojando algunas monedas á su conductor y señalando un camino estrecho y tortuoso que subía serpenteando por entre las rocas, – ¿es ese el camino que siguen?

– Ese es, y cuando llegan á la Cabeza del Moro, desaparecen por la izquierda. Después el diablo y ellos sabrán adónde se dirigen – respondió el barquero.

Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado. Durante algunos minutos se la vió aparecer y desaparecer alternativamente entre aquel oscuro laberinto de rocas oscuras y cortadas á pico; después, y cuando hubo llegado á la cima llamada la Cabeza del Moro, su negra silueta se dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo, y por último desapareció entre las sombras de la noche.

III

Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la Virgen del Valle, y como á dos tiros de ballesta del picacho que el vulgo conoce en Toledo por la Cabeza del Moro, existían aún en aquella época los ruinosos restos de una iglesia bizantina, anterior á la conquista de los árabes.

En el atrio que dibujaban algunos pedruscos diseminados por el suelo, crecían zarzales y hierbas parásitas, entre los que yacían medio ocultos, ya el destrozado capitel de una columna, ya un sillar groseramente esculpido con hojas entrelazadas, endriagos horribles ó grotescos, é informes figuras humanas. Del templo sólo quedaban en pie los muros laterales y algunos arcos rotos y cubiertos de hiedra.

Sara, á quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento, al llegar al punto que le había señalado su conductor, vaciló algunos instantes, indecisa acerca del camino que debía seguir; pero por último, se dirigió con paso firme y resuelto hacia las abandonadas ruinas de la iglesia.

En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no sonreía, Daniel, que no era ya el viejo débil y humilde, sino que antes bien, despidiendo cólera de sus pequeños y redondos ojos parecía animado del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud, como él, ávida de saciar su sed de odio en uno de los enemigos de su religión, estaba allí y parecía multiplicarse dando órdenes á los unos, animando en el trabajo á los otros, disponiendo, en fin, con una horrible solicitud los aprestos necesarios para la consumación de la espantosa obra que había estado meditando días y días mientras golpeaba impasible el yunque en su covacha de Toledo.

Sara, que á favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo que hacer un esfuerzo supremo para no arrojar un grito de horror al penetrar en su interior con la mirada. Al rojizo resplandor de una fogata que proyectaba la forma de aquel círculo infernal en los muros del templo, había creído ver que algunos hacían esfuerzos por levantar en alto una pesada cruz, mientras otros tejían una corona con las ramas de los zarzales, ó aplastaban sobre una piedra las puntas de enormes clavos de hierro. Una idea espantosa cruzó por su mente; recordó que á los de su raza los habían acusado más de una vez de misteriosos crímenes; recordó vagamente la aterradora historia del Niño Crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia, inventada por el vulgo para apostrofar y zaherir á los hebreos.

Pero ya no le cabía duda alguna: allí, delante de sus ojos, estaban aquellos horribles instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo aguardaban la víctima.

Sara, llena de una santa indignación, rebosando en generosa ira y animada de esa fe inquebrantable en el verdadero Dios que su amante le había revelado, no pudo contenerse á la vista de aquel espectáculo, y rompiendo por entre la maleza que la ocultaba, presentóse de improviso en el dintel del templo.

Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa; y Daniel, dando un paso hacia su hija en ademán amenazante, le preguntó con voz ronca: – ¿Qué buscas aquí, desdichada?

– Vengo á arrojar sobre vuestras frentes – dijo Sara con voz firme y resuelta, – todo el baldón de vuestra infame obra, y vengo á deciros que en vano esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre; porque el cristiano á quien aguardáis no vendrá, porque yo le he prevenido de vuestras asechanzas.

– ¡Sara! – exclamó el judío rugiendo de cólera: – Sara, eso no es verdad; tú no puedes habernos hecho traición hasta el punto de revelar nuestros misteriosos ritos; y si es verdad que los has revelado, tú no eres mi hija…