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Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:

In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.

Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado á la humanidad entera por la conciencia de sus maldades; un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad, concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.

Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante á un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder á un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta que merced á una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y á través de ella se vió el cielo como un océano de lumbre abierto á la mirada de los justos.

Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las jerarquías acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso:

Auditui meo dabis gaudium et lætitiam: et exultabunt ossa humiliata.

En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos, y cayó sin conocimiento por tierra, y nada más oyó.

III

Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, á quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.

– ¿Oísteis al cabo el Miserere? – le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando á hurtadillas una mirada de inteligencia á sus superiores.

– Sí – respondió el músico.

– ¿Y qué tal os ha parecido?

– Lo voy á escribir. Dadme un asilo en vuestra casa – prosiguió dirigiéndose al abad; – un asilo y pan por algunos meses, y voy á dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas á los ojos de Dios, eternice mi memoria, y eternice con ella la de esta abadía.

Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese á su demanda; el abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin á ella, y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.

Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba, y parecía como escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento, y exclamaba: – ¡Eso es; así, así, no hay duda… así! Y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dió en más de una ocasión que admirar á los que le observaban sin ser vistos.

Escribió los primeros versículos, y los siguientes, y hasta la mitad del Salmo; pero al llegar al último que había oído en la montaña, le fué imposible proseguir.

Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores: todo inútil. Su música no se parecía á aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes á su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.

Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.

In peccatis concepit me mater mea.

Estas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en la música.

Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.

¿Quién sabe si no serán una locura?

LAS HOJAS SECAS

El sol se había puesto: las nubes, que cruzaban hechas girones sobre mi cabeza, iban á amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano. El viento frío de las tardes de otoño arremolinaba las hojas secas á mis pies.

Yo estaba sentado al borde de un camino, por donde siempre vuelven menos de los que van.

No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en alguna cosa. Mi alma temblaba á punto de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla y agita ligeramente las alas antes de levantar el vuelo.

Hay momentos en que, merced á una serie de abstracciones, el espíritu se sustrae á cuanto le rodea, y replegándose en sí mismo analiza y comprende todos los misteriosos fenómenos de la vida interna del hombre.

Hay otros en que se desliga de la carne, pierde su personalidad y se confunde con los elementos de la naturaleza, se relaciona con su modo de ser, y traduce su incomprensible lenguaje.

Yo me hallaba en uno de estos últimos momentos, cuando solo y en medio de la escueta llanura oí hablar cerca de mí.

Eran dos hojas secas las que hablaban, y éste, poco más ó menos, su extraño diálogo:

– ¿De dónde vienes, hermana?

– Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube del polvo y de las hojas secas nuestras compañeras, á lo largo de la interminable llanura. ¿Y tú?

– Yo he seguido algún tiempo la corriente del río, hasta que el vendaval me arrancó de entre el légamo y los juncos de la orilla.

– ¿Y adónde vas?

– No lo sé: ¿lo sabe acaso el viento que me empuja?

– ¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y secas arrastrándonos por la tierra, nosotras que vivimos vestidas de color y de luz meciéndonos en el aire?

– ¿Te acuerdas de los hermosos días en que brotamos; de aquella apacible mañana en que, roto el hinchado botón que nos servía de cuna, nos desplegamos al templado beso del sol como un abanico de esmeraldas?

– ¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada por la brisa á aquella altura, bebiendo por todos los poros el aire y la luz!

– ¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua del río que lamía las retorcidas raíces del añoso tronco que nos sustentaba, aquel agua limpia y transparente que copiaba como un espejo el azul del cielo, de modo que creíamos vivir suspendidas entre dos abismos azules!

– ¡Con qué placer nos asomábamos por cima de las verdes frondas para vernos retratadas en la temblorosa corriente!

– ¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor de la brisa y siguiendo el ritmo de las ondas!

– Los insectos brillantes revoloteaban desplegando sus alas de gasa á nuestro alrededor.

– Y las mariposas blancas y las libélulas azules, que giran por el aire en extraños círculos, se paraban un momento en nuestros dentellados bordes á contarse los secretos de ese misterioso amor que dura un instante y les consume la vida.

– Cada cual de nosotras era una nota en el concierto de los bosques.

– Cada cual de nosotras era un tono en la armonía de su color.

– En las noches de luna, cuando su plateada luz resbalaba sobre la cima de los montes, ¿te acuerdas cómo charlábamos en voz baja entre las diáfanas sombras?

– Y referíamos con un blando susurro las historias de los silfos que se columpian en los hilos de oro que cuelgan las arañas entre los árboles.

– Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oir embebecidas las quejas del ruiseñor, que había escogido nuestro tronco por escabel.

– Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos que, aunque llenas de gozo al oirle, nos amanecía llorando.

– ¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas que nos prestaba el rocío de la noche y que resplandecían con todos los colores del iris á la primera luz de la aurora!

– Después vino la alegre banda de jilgueros á llenar de vida y de ruidos el bosque con la alborozada y confusa algarabía de sus cantos.

– Y una enamorada pareja colgó junto á nosotras su redondo nido de aristas y de plumas.

– Nosotras servíamos de abrigo á los pequeñuelos contra las molestas gotas de la lluvia en las tempestades de verano.

– Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos de los importunos rayos del sol.

– Nuestra vida pasaba como un sueño de oro, del que no sospechábamos que se podría despertar.

– Una hermosa tarde en que todo parecía sonreir á nuestro alrededor, en que el sol poniente encendía el ocaso y arrebolaba las nubes, y de la tierra ligeramente húmeda se levantaban efluvios de vida y perfumes de flores, dos amantes se detuvieron á la orilla del agua y al pie del tronco que nos sostenía.

– ¡Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria! Ella era joven, casi una niña, hermosa y pálida. Él le decía con ternura: – ¿Por qué lloras? – Perdona este involuntario sentimiento de egoísmo – le respondió ella enjugándose una lágrima; – lloro por mí. Lloro la vida que me huye: cuando el cielo se corona de rayos de luz, y la tierra se viste de verdura y de flores, y el viento trae perfumes y cantos de pájaros y armonías distantes, y se ama y se siente una amada, ¡la vida es buena! – ¿Y por qué no has de vivir? – insistió él estrechándole las manos conmovido. – Porque es imposible. Cuando caigan secas esas hojas que murmuran armoniosas sobre nuestras cabezas, yo moriré también, y el viento llevará algún día su polvo y el mío ¿quién sabe adónde?

– Yo lo oí y tú lo oiste, y nos estremecimos y callamos. ¡Debíamos secarnos! ¡Debíamos morir y girar arrastradas por los remolinos del viento! Mudas y llenas de terror permanecíamos aún cuando llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!

– Por la primera vez faltó á su cita el enamorado ruiseñor que la encantaba con sus quejas.

 

– Á poco volaron los pájaros, y con ellos sus pequeñuelos ya vestidos de plumas; y quedó el nido solo, columpiándose lentamente, y triste como la cuna vacía de un niño muerto.

– Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas azules, dejando su lugar á los insectos oscuros que venían á roer nuestras fibras y á depositar en nuestro seno sus asquerosas larvas.

– ¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas al helado contacto de las escarchas de la noche!

– Perdimos el color y la frescura.

– Perdimos la suavidad y la forma, y lo que antes al tocarnos era como rumor de besos, como murmullo de palabras de enamorados, luego se convirtió en áspero ruido, seco, desagradable y triste.

– ¡Y al fin volamos desprendidas!

– Hollada bajo el pie del indiferente pasajero, sin cesar arrastrada de un punto á otro entre el polvo y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía reposar un instante en el profundo surco de un camino.

– Yo he dado vueltas sin cesar, arrastrada por la turbia corriente, y en mi larga peregrinación vi, solo, enlutado y sombrío, contemplando con una mirada distraída las aguas que pasaban y las hojas secas que marcaban su movimiento, á uno de los dos amantes cuyas palabras nos hicieron presentir la muerte.

– ¡Ella también se desprendió de la vida y acaso dormirá en una fosa reciente, sobre la que yo me detuve un momento!

– ¡Ay! Ella duerme y reposa al fin; pero nosotras, ¿cuándo acabaremos este largo viaje?..

– ¡Nunca!.. Ya el viento que nos dejó reposar un punto vuelve á soplar, y ya me siento estremecida para levantarme de la tierra y seguir con él. ¡Adiós, hermana!

– ¡Adiós!

Silbó el aire que había permanecido un momento callado, y las hojas se levantaron en confuso remolino, perdiéndose á lo lejos entre las tinieblas de la noche.

Y yo pensé entonces algo que no puedo recordar, y que, aunque lo recordase, no encontraría palabras para decirlo.

¿Quién sabe si no serán una locura?

LA VENTA DE LOS GATOS

I

En Sevilla y en mitad del camino que se dirige al convento de San Jerónimo desde la puerta de la Macarena, hay, entre otros ventorrillos célebres, uno que, por el lugar en que está colocado y las circunstancias especiales que en él concurren, puede decirse que era, si ya no lo es, el más neto y característico de todos los ventorrillos andaluces.

Figuraos una casita blanca como el ampo de la nieve, con su cubierta de tejas rojizas las unas, verdinegras las otras, entre las cuales crecen un sin fin de jaramagos y matas de reseda. Un cobertizo de madera baña en sombra el dintel de la puerta, á cuyos lados hay dos poyos de ladrillos y argamasa. Empotradas en el muro, que rompen varios ventanillos abiertos á capricho para dar luz al interior, y de los cuales unos son más bajos y otros más altos, éste en forma cuadrangular, aquél imitando un ajimez ó una claraboya, se ven de trecho en trecho algunas estacas y anillas de hierro, que sirven para atar las caballerías. Una parra añosísima que retuerce sus negruzcos troncos por entre la armazón de maderas que la sostienen, vistiéndolos de pámpanos y hojas verdes y anchas, cubre como un dosel el estrado, el cual lo componen tres bancos de pino, media docena de sillas de anea desvencijadas, y hasta seis ó siete mesas cojas y hechas de tablas mal unidas. Por uno de los costados de la casa sube una madreselva, agarrándose á las grietas de las paredes, hasta llegar al tejado, de cuyo alero penden algunas guías que se mecen con el aire, semejando flotantes pabellones de verdura. Al pie del otro corre una cerca de cañizo, señalando los límites de un pequeño jardín que parece una canastilla de juncos rebosando flores. Las copas de dos corpulentos árboles que se levantan á espaldas del ventorrillo, forman el fondo oscuro, sobre el cual se destacan sus blancas chimeneas, completando la decoración los vallados de las huertas llenos de pitas y zarzamoras, los retamares que crecen á la orilla del agua, y el Guadalquivir, que se aleja arrastrando con lentitud su torcida corriente por entre aquellas agrestes márgenes, hasta llegar al pie del antiguo convento de San Jerónimo, el cual se asoma por cima de los espesos olivares que lo rodean, y dibuja por oscuro la negra silueta de sus torres sobre un cielo azul transparente.

Imaginaos este paisaje animado por una multitud de figuras, de hombres, mujeres, chiquillos y animales, formando grupos á cual más pintoresco y característico: aquí el ventero, rechoncho y coloradote, sentado al sol en una silleta baja, deshaciendo entre las manos el tabaco para liar un cigarrillo y con el papel en la boca; allí un regatón de la Macarena, que canta entornando los ojos y acompañándose con una guitarrilla, mientras otros le llevan el compás con las palmas, ó golpeando las mesas con los vasos; más allá una turba de muchachas, con su pañuelo de espumilla de mil colores, y toda una maceta de claveles en el pelo, que tocan la pandereta, y chillan, y ríen, y hablan á voces en tanto que impulsan como locas el columpio colgado entre dos árboles; y los mozos del ventorrillo que van y vienen con bateas de manzanilla y platos de aceitunas; y las bandas de gentes del pueblo que hormiguean en el camino; dos borrachos que disputan con un majo que requiebra al pasar á una buena moza; un gallo que cacarea esponjándose orgulloso sobre las bardas del corral; un perro que ladra á los chiquillos que le hostigan con palos y piedras; el aceite que hierve y salta en la sartén donde fríen el pescado; el chasquear de los látigos de los caleseros que llegan levantando una nube de polvo; ruido de cantares, de castañuelas, de risas, de voces, de silbidos y de guitarras, y golpes en las mesas y palmadas, y estallidos de jarros que se rompen, y mil y mil rumores extraños y discordes que forman una alegre algarabía imposible de describir. Figuraos todo esto en una tarde templada y serena, en la tarde de uno de los días más hermosos de Andalucía, donde tan hermosos son siempre, y tendréis una idea del espectáculo que se ofreció á mis ojos la primera vez que, guiado por su fama, fuí á visitar aquel célebre ventorrillo.

De esto hace ya muchos años: diez ó doce lo menos. Yo estaba allí como fuera de mi centro natural: comenzando por mi traje, y acabando por la asombrada expresión de mi rostro, todo en mi persona disonaba en aquel cuadro de franca y bulliciosa alegría. Parecióme que las gentes, al pasar, volvían la cara á mirarme con el desagrado que se mira á un importuno.

No queriendo llamar la atención ni que mi presencia se hiciese objeto de burlas más ó menos embozadas, me senté á un lado de la puerta del ventorrillo, pedí algo de beber, que no bebí, y, cuando todos se olvidaron de mi extraña aparición, saqué un papel de la cartera de dibujo, que llevaba conmigo, afilé un lápiz, y comencé á buscar con la vista un tipo característico para copiarlo y conservarlo como un recuerdo de aquella escena y de aquel día.

Desde luego mis ojos se fijaron en una de las muchachas que formaban alegre corro alrededor del columpio. Era alta, delgada, levemente morena, con unos ojos adormidos, grandes y negros, y un pelo más negro que los ojos. Mientras yo hacía el dibujo, un grupo de hombres, entre los cuales había uno que rasgueaba la guitarra con mucho aire, entonaban á coro cantares alusivos á las prendas personales, los secretillos de amor, las inclinaciones ó las historias de celos y desdenes de las muchachas que se entretenían alrededor del columpio, cantares á los que á su vez respondían éstas con otros no menos graciosos, picantes y ligeros.

La muchacha morena, esbelta y decidora que había escogido por modelo, llevaba la voz entre las mujeres, y componía las coplas y las decía, acompañada del ruido de las palmas y las risas de sus compañeras, mientras el tocador parecía ser el jefe de los mozos y el que entre todos ellos despuntaba por su gracia y su desenfadado ingenio.

Por mi parte, no necesité mucho tiempo para conocer que entre ambos existía algún sentimiento de afección que se revelaba en sus cantares, llenos de alusiones transparentes y frases enamoradas.

Cuando terminé mi obra, comenzaba á hacerse de noche. Ya en la torre de la catedral se habían encendido los dos faroles del retablo de las campanas, y sus luces parecían los ojos de fuego de aquel gigante de argamasa y ladrillo que domina toda la ciudad. Los grupos se iban disolviendo poco á poco y perdiéndose á lo largo del camino entre la bruma del crepúsculo, plateada por la luna, que empezaba á dibujarse sobre el fondo violado y oscuro del cielo. Las muchachas se alejaban juntas y cantando, y sus voces argentinas se debilitaban gradualmente hasta confundirse con los otros rumores indistintos y lejanos que temblaban en el aire. Todo acababa á la vez: el día, el bullicio, la animación y la fiesta; y de todo no quedaba sino un eco en el oído y en el alma, como una vibración suavísima, como un dulce sopor parecido al que se experimenta al despertar de un sueño agradable.

Luego que hubieron desaparecido las últimas personas, doblé mi dibujo, lo guardé en la cartera, llamé con una palmada al mozo, pagué el pequeño gasto que había hecho, y ya me disponía á alejarme, cuando sentí que me detenían suavemente por el brazo. Era el muchacho de la guitarra que ya noté antes, y que mientras dibujaba me miraba mucho y con cierto aire de curiosidad. Yo no había reparado que, después de concluída la broma, se acercó disimuladamente hasta el sitio en que me encontraba, con objeto de ver qué hacía yo mirando con tanta insistencia á la mujer por quien él parecía interesarse.

– Señorito – me dijo con un acento que él procuró suavizar todo lo posible: – voy á pedirle á usted un favor.

– ¡Un favor! – exclamé yo, sin comprender cuáles podrían ser sus pretensiones. – Diga usted, que si está en mi mano, es cosa hecha.

– ¿Me quiere usted dar esa pintura que ha hecho?

Al oir sus últimas palabras, no pude menos de quedarme un rato perplejo; extrañaba por una parte la petición, que no dejaba de ser bastante rara, y por otra el tono, que no podía decirse á punto fijo si era de amenaza ó de súplica. Él hubo de comprender mi duda, y se apresuró en el momento á añadir:

– Se lo pido á usted por la salud de su madre, por la mujer que más quiera en este mundo, si quiere á alguna; pídame usted en cambio todo lo que yo pueda hacer en mi pobreza.

No supe qué contestar para eludir el compromiso. Casi casi hubiera preferido que viniese en son de quimera, á trueque de conservar el bosquejo de aquella mujer, que tanto me había impresionado; pero sea sorpresa del momento, sea que yo á nada sé decir que no, ello es que abrí mi cartera, saqué el papel y se lo alargué sin decir una palabra.

Referir las frases de agradecimiento del muchacho, sus exclamaciones al mirar nuevamente el dibujo á la luz del reverbero de la venta, el cuidado con que lo dobló para guardárselo en la faja, los ofrecimientos que me hizo y las alabanzas hiperbólicas con que ponderó la suerte de haber encontrado lo que él llamaba un señorito templao y neto, sería tarea dificilísima, por no decir imposible. Sólo diré que como entre unas y otras se había hecho completamente de noche, que quise que no, se empeñó en acompañarme hasta la puerta de la Macarena; y tanto dió en ello, que por fin me determiné á que emprendiésemos el camino juntos. El camino es bien corto, pero mientras duró encontró forma de contarme de pe á pa toda la historia de sus amores.

La venta donde se había celebrado la función era de su padre, quien le tenía prometido, para cuando se casase, una huerta que lindaba con la casa y que también le pertenecía. En cuanto á la muchacha, objeto de su cariño, que me describió con los más vivos colores y las frases más pintorescas, me dijo que se llamaba Amparo, que se había criado en su casa desde muy pequeñita, y se ignoraba quiénes fuesen sus padres. Todo esto y cien otros detalles de más escaso interés me refirió durante el camino. Cuando llegamos á las puertas de la ciudad, me dió un fuerte apretón de manos, tornó á ofrecérseme, y se marchó entonando un cantar cuyos ecos se dilataban á lo lejos en el silencio de la noche. Yo permanecí un rato viéndolo ir. Su felicidad parecía contagiosa, y me sentía alegre, con una alegría extraña y sin nombre, con una alegría, por decirlo así, de reflejo.

Él siguió cantando á más no poder; uno de sus cantares decía así:

 
Compañerillo del alma,
mira qué bonita era:
se parecía á la Virgen
de Consolación de Utrera.
 

Cuando su voz comenzaba á perderse, oí en las ráfagas de la brisa otra delgada y vibrante que sonaba más lejos aún. Era ella, ella que lo aguardaba impaciente…

 

Pocos días después abandoné á Sevilla, y pasaron muchos años sin que volviese á ella, y olvidé muchas cosas que allí me habían sucedido; pero el recuerdo de tanta y tan ignorada y tranquila felicidad, no se me borró nunca de la memoria.

II

Como he dicho, transcurrieron muchos años después que abandoné á Sevilla, sin que olvidase del todo aquella tarde, cuyo recuerdo pasaba algunas veces por mi imaginación como una brisa bienhechora que refresca el ardor de la frente.

Cuando el azar me condujo de nuevo á la gran ciudad que con tanta razón es llamada reina de Andalucía, una de las cosas que más llamaron mi atención, fué el notable cambio verificado durante mi ausencia. Edificios, manzanas de casas y barrios enteros habían surgido al contacto mágico de la industria y el capital: por todas partes fábricas, jardines, posesiones de recreo, frondosas alamedas; pero, por desgracia, muchas venerables antiguallas habían desaparecido.

Visité nuevamente muchos soberbios edificios, llenos de recuerdos históricos y artísticos; torné á vagar y á perderme entre las mil y mil revueltas del curioso barrio de Santa Cruz; extrañé en el curso de mis paseos muchas cosas nuevas que se han levantado no sé cómo; eché de menos muchas cosas viejas que han desaparecido no sé por qué, y por último me dirigí á la orilla del río. La orilla del río ha sido siempre en Sevilla el lugar predilecto de mis excursiones.

Después que hube admirado el magnífico panorama que ofrece en el punto por donde une sus opuestas márgenes el puente de hierro; después que hube recorrido, con la mirada absorta, los mil detalles, palacios y blancos caseríos; después que pasé revista á los innumerables buques surtos en sus aguas, que desplegaban al aire los ligeros gallardetes de mil colores, y oí el confuso hervidero del muelle, donde todo respira actividad y movimiento, remontando con la imaginación la corriente del río, me trasladé hasta San Jerónimo.

Me acordaba de aquel paisaje tranquilo, reposado y luminoso en que la rica vegetación de Andalucía despliega sin aliño sus galas naturales. Como si hubiera ido en un bote corriente arriba, vi desfilar otra vez, con ayuda de la memoria, por un lado la Cartuja con sus arboledas y sus altas y delgadas torres; por otro el barrio de los Humeros, los antiguos murallones de la ciudad, mitad árabes, mitad romanos, las huertas con sus vallados cubiertos de zarzas, y las norias que sombrean algunos árboles aislados y corpulentos, y por último, San Jerónimo… Al llegar aquí con la imaginación, se me representaron con más viveza que nunca los recuerdos que aún conservaba de la famosa venta, y me figuré que asistía de nuevo á aquellas fiestas populares, y oía cantar á las muchachas, meciéndose en el columpio, y veía los corrillos de gentes del pueblo vagar por los prados, merendar unos, disputar los otros, reir éstos, bailar aquéllos, y todos agitarse, rebosando juventud, animación ó alegría. Allí estaba ella, rodeada de sus hijos, lejos ya del grupo de las mozuelas, que reían y cantaban, y allí estaba él, tranquilo y satisfecho de su felicidad, mirando con ternura, reunidas á su alrededor y felices, á todas las personas que más amaba en el mundo: su mujer, sus hijos, su padre, que estaba entonces como hacía diez años, sentado á la puerta de su venta, liando impasible su cigarro de papel, sin más variación que tener blanca como la nieve la cabeza, que era gris.

Un amigo que me acompañaba en el paseo, notando la especie de éxtasis en que estuve abstraído con esas ideas durante algunos minutos, me sacudió al fin del brazo, preguntándome:

– ¿En qué piensas?

– Pensaba – le contesté – en la Venta de los Gatos, y revolvía aquí, dentro de la imaginación, todos los agradables recuerdos que guardo de una tarde que estuve en San Jerónimo… En este instante concluía una historia que dejé empezada allí, y la concluía tan á mi gusto, que creo no puede tener otro final que el que yo le he hecho. Y á propósito de la Venta de los Gatos– proseguí, dirigiéndome á mi amigo, – ¿cuándo nos vamos allí una tarde á merendar y á tener un rato de jarana?

– ¡Un rato de jarana! – exclamó mi interlocutor, con una expresión de asombro que yo no acertaba á explicarme entonces; – ¡un rato de jarana! Pues digo que el sitio es aparente para el caso.

– ¿Y por qué no? – le repliqué admirándome á mi vez de sus admiraciones.

– La razón es muy sencilla – me dijo por último; – porque á cien pasos de la venta han hecho el nuevo cementerio.

Entonces fuí yo el que lo miré con ojos asombrados, y permanecí algunos instantes en silencio antes de añadir una sola palabra.

Volvimos á la ciudad, y pasó aquel día, y pasaron algunos otros más, sin que yo pudiese desechar del todo la impresión que me había causado una noticia tan inesperada. Por más vueltas que le daba, mi historia de la muchacha morena no tenía ya fin, pues el inventado no podía concebirlo, antojándoseme inverosímil un cuadro de felicidad y alegría con un cementerio por fondo.

Una tarde, resuelto á salir de dudas, pretexté una ligera indisposición para no acompañar á mi amigo en nuestros acostumbrados paseos, y emprendí solo el camino de la venta. Cuando dejé á mis espaldas la Macarena y su pintoresco arrabal, y comencé á cruzar por un estrecho sendero aquel laberinto de huertas, ya me parecía advertir algo extraño en cuanto me rodeaba.

Bien fuese que la tarde estaba un poco encapotada, bien que la disposición de mi ánimo me inclinaba á las ideas melancólicas, lo cierto es que sentí frío y tristeza, y noté un silencio que me recordaba la completa soledad, como el sueño recuerda la muerte.

Anduve un rato sin detenerme, acabé de cruzar las huertas para abreviar la distancia, y entré en el camino de San Lázaro, desde donde ya se divisa en lontananza el convento de San Jerónimo.

Tal vez será una ilusión; pero á mí me parece que por el camino que pasan los muertos, hasta los árboles y las hierbas toman al cabo un color diferente. Por lo menos allí se me antojó que faltaban tonos calurosos y armónicos, frescura en la arboleda, ambiente en el espacio y luz en el terreno. El paisaje era monótono, las figuras negras y aisladas.

Por aquí un carro que marchaba pausadamente cubierto de luto, sin levantar polvo, sin chasquido de látigo, sin algazara, sin movimiento casi; más allá un hombre de mala catadura con un azadón en el hombro, ó un sacerdote con su hábito talar y oscuro, ó un grupo de ancianos mal vestidos ó de aspecto repugnante, con cirios apagados en las manos, que volvían silenciosos, con la cabeza baja y los ojos fijos en la tierra. Yo me creía transportado no sé adónde; pues todo lo que veía me recordaba un paisaje cuyos contornos eran los mismos de siempre, pero cuyos colores se habían borrado, por decirlo así, no quedando de ellos sino una media tinta dudosa. La impresión que experimentaba, sólo puede compararse á la que sentimos en esos sueños en que por un fenómeno inexplicable, las cosas son y no son á la vez, y los sitios en que creemos hallarnos se transforman en parte de una manera estrambótica é imposible.

Por último, llegué al ventorrillo: lo recordé, más por el rótulo, que aún conservaba escrito con grandes letras en una de sus paredes, que por nada; pues en cuanto al caserío, se me figuró que hasta había cambiado de forma y proporciones. Desde luego puedo asegurar que estaba mucho más ruinoso, abandonado y triste. La sombra del cementerio, que se alzaba en el fondo, parecía extenderse hacia él, envolviéndolo en una oscura proyección como en un sudario. El ventero estaba solo, completamente solo. Conocí que era el mismo de hacía diez años; y lo conocí no sé por qué, pues en este tiempo había envejecido hasta el punto de aparentar un viejo decrépito y moribundo, mientras que cuando lo vi no representaba apenas cincuenta años, y rebosaba salud, satisfacción y vida.

Sentéme en una de las desiertas mesas; pedí algo de beber, que me sirvió el ventero, y de una en otra palabra suelta vinimos al cabo á entrar en una conversación tirada acerca de la historia de amores, cuyo último capítulo ignoraba todavía, á pesar de haber intentado adivinarlo varias veces.