La vida de los Maestros

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XV

Marchamos del pueblo al día siguiente por la mañana, acompañados de dos habitantes que parecían haber emprendido el trabajo espiritual. La tercera tarde llegamos a un pueblo situado a una veintena de aquel de Juan Bautista. Deseaba vivamente que mis compañeros pudieran comprobar a su turno los documentos que yo había visto. Decidimos entonces quedarnos en el segundo pueblo, y Jast nos acompañó. Los escritos los impresionaron profundamente y nos sirvieron para dibujar un mapa, en el cual trazamos los viajes de Juan Bautista.

Esa tarde, el Maestro que acompañaba a la cuarta sección vino a pasar la noche con nosotros. Nos trajo mensajes de la primera y de la tercera sección. Había nacido y crecido en ese pueblo. Fueron sus ancestros quienes habían redactado los documentos, los cuales habían sido conservados siempre en la familia. Él pertenecía a la quinta generación de descendientes del autor, y ningún miembro de la familia había sufrido la experiencia de la muerte. Habían llevado su cuerpo consigo y podían regresar a voluntad. Preguntamos si no le importaría mucho al autor de los escritos venir a conversar con nosotros. El Maestro respondió que no, y convinimos que la charla tendría lugar esa misma tarde.

Estábamos sentados hacía un rato, cuando un hombre que parecía tener unos treinta y cinco años apareció repentinamente en la habitación. Nos lo presentaron y todos le estrechamos la mano. Su aspecto nos dejó mudos de sorpresa, ya que esperábamos alguien mucho mayor. Era de talla mediana, con rasgos marcados, pero su rostro estaba impregnado de la más profunda expresión de bondad que yo haya encontrado jamás. Cada uno de sus movimientos descubría su fuerza de carácter. Una luz incomprensible emanaba de todo su cuerpo.

Antes de volver a sentarse, Emilio Jast, el Maestro y el extraño se quedaron un momento con las manos unidas en perfecto silencio. Nos volvimos a sentar todos, después el extraño que había aparecido de repente en la habitación tomó la palabra y dijo: «Vosotros habéis pedido esta entrevista para comprender mejor los documentos que han sido leídos e interpretados. Yo soy quien los ha redactado y conservado. En lo que concierne a la gran alma de Juan Bautista y que según parece os ha sorprendido tanto, relatan los acontecimientos reales de su estancia aquí con nosotros. Como se sabe era un hombre de gran saber y poderosa inteligencia, que percibió la verdad de nuestra doctrina, pero aparentemente no pudo nunca asimilarla completamente ya que si lo hubiera hecho no hubiera conocido jamás la muerte. Muy a menudo yo me encontraba en este cuarto escuchando hablar a Juan y a mi padre. Aquí fue donde Juan Bautista recibió una gran parte de su enseñanza. Fue aquí donde mi padre murió llevando su cuerpo, de lo cual Juan fue testigo. Todos los miembros de la familia paterna y materna han llevado su cuerpo al morir. Esa muerte, ese pasaje significa que el cuerpo es espiritualmente perfecto. Uno se vuelve consciente del sentido espiritual de la vida, del sentido de Dios hasta el punto que percibe la vida de la misma manera que Dios. Entonces uno se beneficia del privilegio de recibir las más altas enseñanzas y puede ayudar a todo el mundo.

»Nosotros no descendemos nunca de ese reino, ya que aquellos que lo han alcanzado no tienen el deseo de decaer. Todos saben que la vida es un progreso, un avanzar. No se puede retroceder y nadie desea volver atrás. Todos tienden la mano para ayudar a aquellos que buscan la luz. Envían continuamente mensajes del Universal. En todas las partes del mundo hay ahora receptivos hijos de Dios que los interpretan. Es esencialmente para prestar ese género de servicios por lo que nosotros deseamos alcanzar ese reino, ese estado de conciencia. Somos capaces y estamos deseosos de ayudar de alguna manera. Podemos hablar a los espíritus receptivos e instruirlos, y elevar su conciencia ya sea directamente, o por algún intermediario. Hacemos todo eso, pero un intermediario no puede hacer el trabajo por los otros, ni arrastrarlos indefinidamente. Es necesario decidir hacer el trabajo uno mismo y pasar a la ejecución. Entonces se es libre y uno cuenta consigo mismo.

»Jesús tenía conciencia de que el cuerpo es espiritual e indestructible. Cuando alcancemos ese estado de conciencia y lo mantengamos, podremos comunicarnos con todos y derramar en la masa la enseñanza que hemos recibido. Gozamos del privilegio de saber que cada uno puede cumplir las mismas obras que nosotros y resolver todos los problemas de la vida. Todas las dificultades y complicaciones aparecerán en su simplicidad. Mi aspecto no es diferente del vuestro ni del de las gentes que encontráis todos los días. Y no veo ninguna diferencia entre vosotros y yo».

Nosotros le asegurábamos que percibíamos en él algo infinitamente más bello. Respondió: «Es lo mortal comparado con lo inmortal. Mirad entonces la cualidad divina de cada hombre sin compararla con los otros, y le encontraréis un parecido a mí. Buscad al Cristo en todos los rostros y haréis aparecer esa cualidad divina. Nosotros evitamos las comparaciones. No vemos más que al Cristo en todo y en cada instante. Haciendo eso somos invisibles para vosotros. Gracias a nuestra visión perfecta, vemos la perfección, en tanto que con la vuestra imperfecta veis la imperfección.

»Nuestra doctrina os parecerá de naturaleza inspirada hasta que toméis contacto con un Maestro capaz de instruiros, y hayáis podido elevar vuestra conciencia al punto de vernos y hablarnos como ahora. No hay ninguna inspiración en el hecho de hablar o probar a hablar con alguien. Nuestra enseñanza conduce al punto donde se puede recibir una verdadera inspiración. Pero proviene exclusivamente de Dios. Dejando a Dios expresarse por vosotros, viviréis con nosotros.

»La imagen ideal de la flor en sus más íntimos detalles existe en el grano. Es necesario un proceso continuo de preparación para que el grano crezca, se multiplique, se expanda y se transforme en una flor perfecta. Cuando la imagen interior está acabada en sus últimos detalles, la flor aparece en toda su magnificencia Dios tiene en su pensamiento la imagen ideal de cada hijo, la imagen perfecta por la cual desea expresarse.

»En ese modo ideal de expresión, aventajamos en mucho a la flor cuando dejamos a Dios expresarse a través de nosotros según su propia idea. Cuando tomamos las cosas en nuestras manos es cuando estas comienzan a estropearse. Esta doctrina se aplica a todos y no a una minoría. Se nos ha demostrado que no somos diferentes de vosotros por naturaleza, sino solamente por grados de comprensión.

»Todos los cultos, todos los “ismos”, credos y puntos de vista dogmáticos están bien, ya que conducirán finalmente a sus adeptos a la conclusión de que existe un factor subyacente común, real y mal conocido, algo profundo, que ellos no han alcanzado. Entonces comprenderán que han tomado contacto con los bienes que les pertenecen por derecho y de los cuales podrían y deberían ser los legítimos propietarios. Es esto lo que empujará al hombre hacia adelante. Sabe que hay alguna cosa que poseer. No la tiene, pero podría poseerla. Esto lo estimulará hasta que consiga sus fines.

»He aquí cómo se efectúan los progresos en todos los dominios. Primero, la idea de progreso se tiene fuera de Dios y se introduce en la conciencia humana. El hombre percibe un fin susceptible de ser alcanzado por sus esfuerzos. Entonces, generalmente comienza sus equivocaciones. En lugar de reconocer la fuente de donde emana la idea, se figura que la idea proviene enteramente de él. Se aleja de Dios, en lugar de dejar a Dios expresarse por él, la perfección que Dios ha concebido para él. Se expresa a su manera y produce imperfectamente lo que habría debido ser manifestado con perfección.

»El hombre debería tener conciencia de que toda idea es una expresión directa y perfecta de Dios. Tan pronto como esta llega a su espíritu, debería hacer su ideal expresando a Dios, no aportar más su grano de sal mortal y dejar a Dios exteriorizarse a través de él de una forma perfecta. Entonces el ideal aparecerá bajo una forma perfecta. Dios está por encima del dominio mortal. El materialismo no puede aportar ninguna idea a Dios. Si el hombre tuviera conciencia de todo esto y actuara en consecuencia, no tardaría en expresar la perfección. Es absolutamente necesario que la humanidad franquee el estadio en que se apoya sobre sus fuerzas psíquicas y mentales. Es necesario que se exprese directamente a partir de Dios. Las fuerzas psíquicas están creadas únicamente por el hombre y de tal modo que le pueden alejar del camino recto».

XVI

A la mañana siguiente nos levantamos temprano, y estuvimos preparados para el desayuno a las seis y media. En el momento en que atravesábamos la calle que separaba nuestro alojamiento del local donde desayunamos, encontramos a nuestros amigos los Maestros que tomaban el mismo camino. Caminaban y conversaban entre ellos como simples mortales. Nos saludaron y nosotros expresamos nuestra sorpresa de encontrarlos de ese modo.

Ellos respondieron: «Somos hombres similares a vosotros. ¿Por qué os obstináis en considerarnos como seres diferentes? No nos diferenciamos de vosotros en nada. Hemos desarrollado simplemente más los poderes que Dios nos da a todos».

Preguntamos entonces: «¿Por qué somos incapaces de realizar las mismas obras que vosotros?». La respuesta fue: «Y todos aquellos con quien entramos en contacto, ¿por qué no nos siguen y cumplen las obras? No podemos, ni deseamos imponer nuestros métodos. Cada cual es libre de vivir y hacer su camino como le parezca. No buscamos más que mostrar el camino fácil y simple que hemos probado y encontrado satisfactorio».

Nos sentamos a la mesa y la conversación giró sobre los acontecimientos de la vida corriente. Yo estaba lleno de admiración, ante los cuatro hombres que estaban sentados frente a nosotros. Uno de ellos había acabado casi después de dos mil años la perfección de su cuerpo y podía llevarlo donde quisiera. Había vivido un millar de años en la tierra y conservaba la actividad y la juventud de un hombre de treinta y cinco años.

 

Al lado de él estaba un hombre de la misma familia, pero más joven en cinco generaciones. A pesar de haber vivido setecientos años sobre la tierra, no parecía haber alcanzado los cuarenta. Su ancestro y él podían pasar por dos hombres ordinarios y no se privaban de ello.

Después venía Emilio, que había vivido ya más de quinientos años y parecía tener sesenta. Y al final Jast, que tenía cuarenta años y lo parecía. Los cuatro conversaban como hermanos, sin el menor sentimiento de superioridad. A pesar de su amable simplicidad, cada una de sus palabras denotaba una lógica perfecta y mostraba que conocían el tema a fondo. No presentaban traza ni de mito ni de misterio. Se presentaban como hombres ordinarios en asuntos corrientes. Me costaba creer que no se trataba de un sueño.

Después de la comida, uno de mis compañeros se levantó para pagar la cuenta. Emilio dijo: «Vosotros sois aquí mis huéspedes». Y le tendió a la posadera una mano que nosotros creíamos vacía. Al mirarla vimos que contenía el importe exacto de la cuenta. Los Maestros no llevan consigo dinero, y no tienen necesidad de que nadie se los suministre. En caso de necesidad, el dinero aparece en sus manos sacado directamente de la Sustancia Universal.

Al salir del albergue, el Maestro que acompañaba a la quinta sección nos estrechó la mano diciendo que era necesario que volviera a su grupo, después de lo cual desapareció. Anotamos la hora exacta de su desaparición y pudimos comprobar más tarde que se había reunido con su sección unos diez minutos después de habernos dejado.

Pasamos el día con Emilio, Jast y nuestro «amigo de los archivos», como lo llamábamos, y paseamos por el pueblo y los alrededores. Nuestro amigo contó con verismo detalles de la estancia de doce años de Juan Bautista en el pueblo. En efecto, esas historias nos fueron presentadas de una manera tan nítida que tuvimos la impresión de revivir un oscuro pasado, hablando y marchando con Juan. Hasta entonces nosotros habíamos considerado siempre a esta gran alma como un carácter mítico evocado mágicamente por los mistificadores. A partir de ese día, Juan se volvió para mí un verdadero carácter viviente. Lo imagino como si pudiera verlo, paseándose como nosotros en el pueblo y sus alrededores y recibiendo de esas grandes almas una enseñanza tal que lo llevó a captar completamente las verdades fundamentales.

Durante toda la jornada, anduvimos de acá para allá, escuchando interesantes relatos históricos, oímos la lectura y traducción de documentos sobre el mismo lugar donde los hechos relatados habían pasado hace miles de años. Después volvimos al pueblo, antes de la caída del sol, muy fatigados.

Nuestros tres amigos no habían dado un paso menos que nosotros, pero no mostraban el menor signo de lasitud. En tanto que nosotros estábamos cubiertos de barro, de polvo, de sudor, ellos estaban frescos y dispuestos, y sus vestimentas blancas estaban inmaculadas como a la partida. Ya habíamos notado que las vestimentas de los Maestros no se ensuciaban jamás, y les habíamos preguntado sobre ello, pero sin obtener respuesta.

Esa noche la pregunta fue renovada y nuestro amigo de los archivos replicó: «Esto os sorprende, pero nosotros nos sorprendemos más todavía del hecho de que un grano de sustancia creada por Dios pueda adherirse a otra creación de Dios a la cual no pertenece, a un lugar donde no es deseada. Con una concepción justa esto no sucedería, ya que ninguna parcela de la sustancia de Dios puede encontrarse colocada en mal lugar».

Un segundo más tarde constatábamos que nuestros vestidos y cuerpos estaban limpios como los de los Maestros. La transformación tuvo lugar instantáneamente en mis compañeros y en mí. Todo indicio de fatiga desapareció y nos sentimos descansados como si acabáramos de levantarnos y tomar un baño. Tal fue la respuesta a todas nuestras preguntas.

Creo que nos retiramos esta noche con el sentimiento de paz más profundo que habíamos tenido desde el principio de nuestra estancia con los Maestros. Nuestro temor respetuoso se transformaba rápidamente en un profundo amor por esos corazones buenos y simples que hacían tanto bien a la humanidad. Ellos llamaban a todos los hombres hermanos y nosotros empezamos a considerarlos como tales. No se atribuían ningún mérito, diciendo siempre que era Dios que se expresaba a través suyo.

«Por mí mismo no puedo hacer nada. El Padre que mora en mí es el que hace las obras».

XVII

A la mañana siguiente, todas nuestras facultades estaban alerta esperando la revelación que ese día nos iba a aportar. Comenzamos a considerar cada jornada en sí misma como el desarrollo de una revelación, y teníamos el sentimiento de rozar solamente el sentido más profundo de nuestras experiencias. Durante el desayuno nos informaron que iríamos a un pueblo situado más arriba, en la montaña. Desde allí iríamos a visitar el templo situado sobre una de las montañas que yo había percibido desde el templo, anteriormente descrito. No sería posible hacer más de veinticinco kilómetros a caballo. Se convino que dos habitantes nos acompañarían esta distancia, para después conducir los caballos hasta un pequeño pueblo, donde los guardarían esperando nuestro regreso. Las cosas ocurrieron como estaban previstas. Confiamos los caballos a los del pueblo y comenzamos la ascensión del estrecho sendero de montaña que conducía a nuestro pueblo de destino. Ciertas partes del terreno eran peldaños tallados en la roca.

Acampamos esa noche cerca de un albergue situado sobre una cresta a mitad de camino entre el pueblo donde habíamos dejado los caballos y el pueblo de destino. El posadero era un anciano grueso y jovial. En efecto, era de tal manera grueso y regordete que tenía más bien un aire de rodar que de caminar, y era difícil afirmar que tuviera ojos. Desde el momento en que reconoció a Emilio, le pidió que lo curara, diciendo que si no seguramente iba a morir. Supimos que ese albergue era atendido por padres e hijos desde hacía cientos de años. Este posadero estaba en su puesto desde hacía unos setenta años.

En sus principios había sido sanado de una tara congénita, incurable, y se había dedicado al trabajo espiritual durante dos años. Seguidamente había empezado a desinteresarse poco a poco y a contar con los otros para sacarlo de sus dificultades. Habían transcurrido veinte años, durante los cuales pareció gozar de una salud impecable. Súbitamente cayó en sus viejos errores, sin querer hacer el esfuerzo de salir de su letargo. No era más que un caso típico entre miles de otros congéneres que vivían sin preocuparse. Todo esfuerzo se vuelve como un fardo insoportable para ellos. Se desinteresan y sus plegarias de ayuda se vuelven mecánicas en lugar de estar formuladas con un sentimiento profundo e íntimo.

Partimos muy temprano a la mañana siguiente y a las cuatro de la tarde habíamos llegado a nuestro destino. El templo estaba colocado sobre una cima rocosa casi en la vertical del pueblo. La pared rocosa era tan abrupta que la única vía de acceso consistía en una canasta, atada a una cuerda. La canasta descendía gracias a una polea sobre un poste de madera fijado a las rocas. Una extremidad de la cuerda se enrollaba en un torno, la otra pasaba sobre una polea y sostenía a la canasta. Esta canasta servía tanto para subir como para descender. El torno estaba ubicado en un pequeño cuarto tallado en la roca que caía en plomada. El poste que tenía la polea estaba fuera del borde, de manera que la canasta pudiera descender sin la dificultad de golpear el desplome. Al subir, cuando la canasta había franqueado el desplome, se le imprimía un balanceo que permitía llegar con seguridad sobre el mismo y entrar en la pequeña habitación tallada en la roca. El desplome era tan acusado que la canasta se paseaba en el aire a una veintena de metros de la pared.

A una señal dada, se hizo descender la canasta y fuimos izados uno por uno hasta el desplome, a unos ciento treinta metros de altura. Una vez allí buscamos un sendero para poder subir hasta el templo situado a ciento setenta y cinco metros más arriba, y cuyos muros seguían a la pared rocosa. Se nos informó que haríamos la segunda ascensión igual que la primera. En efecto, vimos emerger del templo una viga similar a la del desplome. Se nos envió una cuerda que fue atada a la misma canasta y fuimos de nuevo izados uno por uno hasta la terraza del templo.

Tuve una vez más la impresión de encontrarme sobre el techo del mundo. La cima rocosa que sostenía el templo dominaba en trescientos metros a todas las montañas de los alrededores. El pueblo de donde habíamos partido se encontraba trescientos metros más abajo en la cima de un puerto por donde se pasaba para atravesar los Himalayas. El nivel del templo era inferior en trescientos cincuenta metros a aquel que yo había visitado con Emilio y Jast, pero desde aquí la vista se extendía más. Nos parecía que podíamos ver en el espacio infinito.

Se nos instaló confortablemente para la noche. Nuestros tres amigos nos informaron que irían a visitar a algunos de sus compañeros y que estaban dispuestos a llevar nuestros mensajes. Escribimos entonces a nuestros compañeros, indicándoles cuidadosamente nuestra posición, fecha, hora y localidad. Guardamos copias de nuestros mensajes y tuvimos la oportunidad de comprobar más tarde que habían sido remitidos a los destinatarios en menos de veinte segundos después de haber dejado nuestras manos. Cuando les dimos los mensajes a nuestros amigos nos estrecharon la mano diciendo «hasta luego», hasta mañana y luego desaparecieron uno después de otro.

Después de una buena comida servida por los guardianes, nos retiramos, pero sin dormir, ya que nuestras experiencias comenzaban a impresionarnos profundamente. Estábamos a tres mil metros de altitud, sin un alma cerca, excepto los sacerdotes, y sin otro ruido que el sonido de nuestras propias voces. El aire estaba completamente inmóvil. Uno de nuestros compañeros dijo: «No hay nada de sorprendente en que se haya elegido el emplazamiento de estos templos como lugar de meditación. El silencio es de tal modo intenso, que parece tangible. Este templo es ciertamente un buen lugar de retiro. Voy a salir a echar un vistazo por los alrededores».

Salió, pero volvió para entrar diciendo que había una espesa niebla y no se veía nada. Mis dos compañeros se durmieron pronto, pero yo tenía insomnio. Entonces me levanté, me vestí y subí al techo del templo y me senté con las piernas colgadas fuera de la muralla. Había suficiente claro de luna filtrándose a través de la niebla cuyas ondulaciones se extendían en la proximidad. Esto me recordaba que uno no estaba suspendido en el espacio, que había algo más abajo, que el suelo existía, que el lugar en el que yo estaba sentado permanecía ligado a la tierra.

De repente tuve una visión. Vi un gran haz luminoso cuyos rayos se extendían en abanico. El rayo central era el más brillante. Cada rayo continuaba su trayectoria hasta que iluminaba una parte bien determinada de la tierra. Después todos los rayos se fundían en un gran rayo blanco. Convergían en un gran rayo central de luz blanca, tan intensa que parecía transparente como cristal. Tuve entonces la impresión de planear en el espacio sobre el espectáculo. Mirando hacia la lejana fuente del rayo blanco, percibí espectros de un pasado inmensamente remoto. Avanzaban en un número creciente y en filas estrechas hasta un lugar en donde se separaban. Se alejaban más y más los unos de los otros hasta llenar el rayo luminoso y cubrir la tierra. Parecían emanar todos del punto blanco central, después cuatro pares, después dieciséis pares, y así hasta el punto de divergencia, donde llegaron a ser más de cien, uno junto a otro y desplegados en forma de abanico apretado. En el punto de divergencia, se desparramaban y ocupaban todos los rayos, marchando sin orden cada uno a su gusto. El momento en que los espectros cubrieron toda la tierra coincidía con el máximo de divergencia de los rayos. Después las formas espectrales se aproximaron progresivamente las unas a las otras. Los rayos convergieron hacia su punto de partida, donde las formas entraron una a una, habiendo así completado su ciclo. Antes de entrar se habían reagrupado, lado con lado, en una fila cerrada de una centena de almas. A medida que avanzaban su número disminuía hasta que todas se unieron en una sola, y esta entró en la luz.

 

Me levanté bruscamente con la sensación de que el lugar era poco seguro para soñar y me retiré a mi lecho, donde no tardé en dormirme.