Cosmopolitismo y nacionalismo

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Sobre materiales de reflexión ya propuestos en

Persanes

, pues, y enriquecidos con lecturas y experiencias directas, como documentan los restos de apuntes manuscritos que ha dejado, Montesquieu continuará trabajando mucho, alimentando los términos de los problemas a los que en

Lois

buscará dar traducción en la forma sistemática de una obra global sobre la razón de ser (el espíritu) de los sistemas políticos, traduciendo aquello que en

Persanes

queda como un mensaje sustancialmente inquieto y más veteado de pesimismo que de esperanza constructiva, en una tentativa de explicación compleja y articulada de la aparente incoherencia que predomina en la vida de los hombres en sociedad.



Pero en

Lois

hay también algo más y diferente. Y para poner el acento sobre este aspecto, con referencia al tema que nos hemos propuesto estudiar, viene al caso una consideración de carácter general sobre el texto y el estilo argumentativo propio de

Esprit des Lois

, a saber, el hecho de proceder no sólo por afirmaciones de tesis y por ilustraciones documentales que respaldan estas tesis, sino también por no esconder jamás incertezas, interrogantes, problemas que el autor propone explícitamente –muy a menudo en forma interrogativa y dubitativa– y a los cuales él mismo busca responder, no siempre llegando a soluciones efectivamente concluyentes y convincentes, sino dejando márgenes de duda que a menudo se traducen en la formulación de excepciones; son una excepción, por ejemplo, los tártaros, un pueblo de pastores que, a diferencia de los bárbaros invasores del Imperio romano, no son portadores de instituciones libres, sino de despotismo y se definen como «le peuple le plus singulier de la terre» («el pueblo más singular de la tierra») (

EL

, XVIII, 19, t. I, p. 313);

19

 es una suerte de excepción igualmente Japón, por poner otro ejemplo, donde el despotismo no es el resultado de una anulación de las leyes, sino de su exceso, que asume la forma de «tiranía de las leyes», extraordinariamente severas y opresivas.

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Creo que poner el acento sobre estos aspectos, ciertamente menos evidentes o clamorosos que las formulaciones célebres de

Esprit des Lois

–la naturaleza y principio de los gobiernos, la noción de libertad, los caracteres distintivos de la constitución inglesa, etc.–, resulta útil no sólo para poner en mayor evidencia la gran riqueza y complejidad de las reflexiones de Montesquieu, sino, sobre todo, para valorar con mayor precisión los términos de su influencia y de las lecturas de Montesquieu, también por parte de aquellos que lo criticaron. Ello vale en particular para nuestro tema, o sea, para la geografía política del despotismo, sobre el cual llamaré la atención con algunos ejemplos que me parecen particularmente significativos.



Sabemos, por ejemplo, que China se propone en

Esprit des Lois

como ejemplificación de Estado despótico

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 –«la Chine est donc un état despotique, dont le principe est la crainte» («China es por consiguiente un estado despótico, cuyo principio es el miedo»), escribe perentoriamente Montesquieu en

EL

, VIII, 21, t. I, p. 140–, y que los juicios negativos sobre el despotismo chino se exponen con una explícita denegación de cuanto, sobre todo por parte de la propaganda jesuítica, se había expresado en términos de admiración por la sabiduría del Gobierno chino, receptivo a la estrategia de penetración misionera y a la lógica de la

accomodatio

. No obstante, justo en referencia a la relación entre ambiente natural (que parece constituir la base fundamental de las «razones naturales» que explican la existencia del despotismo en China) y legislación (que debiera siempre funcionar, en una consideración general de los fines de la política y de la legislación, como elemento correctivo de los defectos y de los obstáculos presentados por el ambiente natural), emergen juicios y observaciones que se separan en modo sensible, hasta la contradicción, de esta representación. La orientación práctica del sistema civil y religioso chino emerge, de hecho, como referencia positiva, reivindicando (

EL

, XIV, 5) la «sabiduría» de los emperadores chinos, que han sabido establecer un sistema armónico de normas civiles y religiosas funcionales para estimular la actividad y el mantenimiento del orden social. En otros términos, emerge con referencia a los emperadores chinos una imagen de soberanos dispuestos a utilizar las formas del culto y las ceremonias colectivas en función de un constante estímulo a la industria y la actividad agrícola; una representación que, por lo que hace a China, proviene de Jean Baptiste Du Halde, pero que se extiende igualmente a Siam –sobre la base del relato de Simon de La Loubère–

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 y a Persia, como Montes podía sostener respecto a la lectura de

De religione veterum Persarum

de Thomas Hyde.

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 En

EL

, XVIII, 6, Montesquieu va más allá y establece una cercanía –ciertamente singular si tenemos presente la rigidez de la tipología de los estados despóticos– entre China, Egipto y Holanda:



Les pays que l’industrie des hommes a rendus habitables –escribe Montesquieu–, et qui ont besoin, pour exister, de la même industrie, appellent à eux le gouvernement modéré. Il y en a principalement trois de cette espèce; les deux belles provinces de Kiang-nan et Tche-kiang à la Chine, l’Égypte et la Hollande (Los países que la industria de los hombres ha hecho habitables, y que tienen necesidad, para existir, de la misma industria, requieren el gobierno moderado. Hay principalmente tres de esta especie; las dos bellas provincias de Kiang-nan y Tche-kiang en China, Egipto y Holanda) (

EL

, t. I, p. 306).



Aquí se había desplegado en el modo más evidente aquella capacidad del hombre de plasmar el mundo que lo circunda y de conformarlo a sus propias exigencias. Los primeros emperadores chinos hacen plenamente efectiva esta potencialidad arrancando la tierra a las aguas, trasformando el ambiente y convirtiendo en tierras fértiles las ciénagas; lo contrario de una subordinación de la sociedad al ambiente natural, pues, y la ilustración más bien de un cuadro dinámico y progresivo del control del hombre sobre la naturaleza. Afirmación ciertamente sorprendente si tenemos en cuenta cuán poco antes, en

EL

, XVIII, 3, Montesquieu había afirmado, a propósito de la relación entre la fertilidad del terreno y la libertad, en un pasaje célebre:



Les pays ne sont pas cultivé en raison de leur fertilité, mais en raison de leur liberté; et si l’on divise la terre par la pensée, on sera étonné de voir la plupart du temps des déserts dans ses parties les plus fertiles, et de grands peuples dans celles où le terrain semble refuser tout (Los países no son cultivados en razón de su fertilidad, sino en razón de su libertad; y si se divide la tierra con el pensamiento, sorprenderá el ver la mayor parte del tiempo desiertos en sus partes más fértiles, y grandes pueblos en aquellas donde el terreno parece rechazar todo) (

EL

, t. I, p. 304).



En China, por consiguiente, el cuidado necesario para el mantenimiento de obras hidráulicas complejas y el control de un ambiente natural artificial, que hacía fértiles y productivos territorios conquistados a la naturaleza por la industria, hubieran requerido «plutôt les moeurs d’un peuple sage que celles d’un peuple voluptueux, plutôt le pouvoir légitime d’un monarque que la puissance tyrannique d’un despote» (más bien las costumbres de un pueblo sabio que no las de un pueblo voluptuoso, antes el poder legítimo de un monarca que la potencia tiránica de un déspota) (

EL

, XVIII, 6, t. I, p. 306), como en el caso de Holanda o, con un paralelismo singular, del antiguo Egipto, un gobierno moderado: «Il fallait que le pouvoir y fut modéré, comme il était autrefois en Égypte» (se precisaba que el poder fuera moderado, como lo fue en otro tiempo en Egipto) (ibíd.). Pero ya sabemos –Montesquieu lo había dejado escrito en

EL

, VIII, 21– que el Gobierno chino no era en absoluto, como querían los misioneros, «un gouvernement admirable, qui mêle ensemble dans son principe la crainte, l’honneur et la vertu» (un gobierno admirable, que combina en su principio el temor, el honor y la virtud) (

EL

, t. I, p. 138) y que el malentendido acerca de la naturaleza efectiva del despotismo chino era sólo el resultado de la propagación intencionada de una imagen falsa por parte de los jesuitas; sobre la justa definición del despotismo chino, Montesquieu no pretendía, pues, volver. Seguramente, no obstante, este problema se le había presentado como un problema de no fácil e inmediata solución, y frente a él, en

Pensées

, Montesquieu había mostrado oscilar hacia conclusiones notoriamente diversas. En

P

 1880, de hecho, todavía está en primer plano la constatación de que China, «malgré sa vaste étendue, a été obligée de temperer quelques fois son despotisme» (a pesar de su vasta extensión, se ha visto obligada algunas veces a temperar su despotismo), y el éxito era la constatación de



un gouvernement mêlé, qui tient beaucoup du despotisme, par le pouvoir immense du Prince; un peu de la république, par la censure et une certaine vertu fondée sur l’amour et le respect paternel; de la monarchie, par des lois fixes et des tribunaux réglés, par un certain honneur attaché à la fermeté et au péril de dire la vérité (un gobierno mixto, que tiene mucho de despotismo, debido al poder inmenso del príncipe; un poco de república, por la censura y una cierta virtud fundada sobre el amor y el respeto paternal; de la monarquía, por las leyes fijas y los tribunales regulares, por un cierto honor añadido a la firmeza y al peligro de decir la verdad) (

P

: 560).

 



Si por lo tanto debía tratarse de despotismo, era «peut-être le meilleur de tous» (quizá el mejor de todos) (ibíd.). En otros términos, y para resumir, en

Esprit des Lois

, frente a una posible y claramente percibida quiebra del modelo elaborado, Montesquieu no demuestra querer desarrollar líneas de reflexión que probablemente hubieran comportado una revisión de la propia definición del despotismo oriental y, aun registrando algunos aspectos de una aparente dificultad para sostener su proprio esquema, se limita a un nivel de concesiones parciales –con referencia a la historia china más antigua– que no habrían debido alterar la solidez:



Ainsi, malgré le climat de la Chine, où l’on est naturellement porté à l’obéissance servile, malgré les horreurs qui suivent la trop grande étendue d’un empire, les premiers législateurs de la Chine furent obligés de faire de très bonnes lois, et le gouvernement fut souvent obligé de les suivre (Así, a pesar del clima de China, que lleva naturalmente a la obediencia servil, y a pesar de los horrores que se siguen de la excesivamente grande extensión de un imperio, los primeros legisladores de China se vieron obligados a hacer muy buenas leyes, y el Gobierno fue a menudo obligado a seguirlas) (

EL

, XVIII, 6, t. I, p. 306).



Era éste, pues, el grado máximo de concesión que Montesquieu pretendía admitir, sin esconder o negar resueltamente elementos problemáticos que en el examen de las formas de gobierno en el extremo oriente se le habían presentado, particularmente a propósito de China, pero que no mostraba querer traducir en conceptos corrosivos de una noción ya definida y sostenida con vigor; la imagen fundamental a la cual Montesquieu permanece adherido en

Esprit des Lois

es, por lo tanto, la de una división del mundo entre el área caracterizada por una dinámica de la libertad y la industria y aquella otra caracterizada por la inmovilidad, a la cual todo el mundo asiático viene sustancial e inexorablemente confinado.



Se trata de una imagen destinada a tener una fortuna perdurable y a constituir seguramente el sostén de una ideología

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 dirigida a la afirmación progresiva del rol de Occidente en el contexto internacional. Hacia fines del siglo XVIII, un protagonista fundamental de la última fase de las Luces, Condorcet, la retomaba enérgicamente, proponiendo una separación neta entre un Oriente que el despotismo –complementado con la teocracia– había reducido a un estado de parálisis del proceso de

civilisation

, y un Occidente que, no obstante las crisis, pausas y aparentes recaídas, no había jamás visto la anulación de aquellos elementos dinámicos que constituían su nota distintiva esencial. Elementos que, a partir de la época del renacimiento de las letras y de la afirmación de la ciencia y de la tecnología en Europa occidental, habían sellado un movimiento progresivo y continuo que las revoluciones de América y Francia habían sancionado en términos absolutos. De aquí derivaba no sólo una relectura global del camino universal de la

civilisation

, sino la reivindicación de una misión civilizadora cuyo objetivo era también el rescate de aquella «honteuse immobilité» (vergonzosa inmovilidad) a cuya «ignorance» y «préjugés» habían condenado «ces vastes empires qui occupent le Continent de l’Asie» (estos vastos imperios que ocupan el continente asiático) (

TH

: 274). El éxito habría estado, por lo tanto, en el vigoroso escenario diseñado por Condorcet en la X época del

Esquisse

, en un rápido proceso de expansión de la civilización en el que «cessant de leur montrer que des corrupteurs ou des tyrans, nous deviendrons pour eux des instructeurs utiles, ou de généraux libérateurs» (sin dejar de mostrarles más que corruptores o tiranos, nosotros seremos para ellos instructores útiles, o generosos liberadores) (

TH

, p. 432). En términos que reclamaban no sólo la evidencia de la necesaria e inevitable expansión de los principios sancionados por el proceso revolucionario, sino el ejercicio concreto y directo de la fuerza y de la autoridad, Condorcet podía por consiguiente afirmar que «bientôt la liberté, s’élançant avec elle des asiles assurés que la France et l’Amérique lui ont offerts, subjuguera tous les peuples dont les enfin dessillés ne pourront plus les méconnaître» (bien pronto la libertad, elevando consigo los asilos bien seguros que Francia y América le han ofrecido, subyugará a todos los pueblos cuyos (ojos) al fin abiertos no podrán más ignorarla) (

TH

, «Fragment 12», p. 944).



El destino del despotismo y el fin de la escisión en el camino global de la

civilisation

, que correspondía a una geografía política en la que se sancionaba la alteridad de todo el universo oriental, le parecían por lo tanto señalados en modo tal como para no temer más «qu’il restât sur globe des espaces innaccessibles à la lumière ou que l’orgueil du despotisme pût opposer la vérité des barrières longtemps insurmontables» (que quedaran sobre (el) globo espacios inaccesibles a la luz o que el orgullo del despotismo pudiera oponer (a) la verdad barreras duraderas insuperables) (

TH

: 435).



Se trata de un éxito al cual Montesquieu, perteneciente a una fase diferente de la cultura y de la política europea, seguramente no alcanza, en la medida en que permanece distante de la arquitectura lógica y argumentativa de

Esprit des Lois

la proposición de una dinámica global que comporte la individuación de los actores y responsables de un recorrido dirigido a la recomposición de una unidad armónica de la

civilisation

; aquello que en cambio Condorcet, que traduce ideas e instancias propias de la cultura ilustrada en el nuevo cuadro de referencia determinado por la Revolución, pretende sostener con vigor, poniendo en el centro la necesidad y el deber, por parte de las naciones «civilizadas», de una extensión universal de los principios asentados por los grandes procesos revolucionarios a ambos lados del Atlántico.



No obstante, la separación entre Europa y Oriente resulta neta e inexorable en la obra de Montesquieu, y en ésta el despotismo expresaba un dato claro e indiscutible que en los desarrollos sucesivos de la cultura política e ideológica europea tuvo seguramente un rol relevante.



Paralelamente, quedan en sus páginas elementos de incertidumbre, de atenuación, o para decirlo mejor, de articulación interna del esquema general del despotismo oriental, como habíamos precedentemente observado, que no quedan radicalmente cancelados y a los cuales es oportuno prestar atención. También estos aspectos, de hecho, debido a los muchos lectores que

Esprit des Lois

logró, tuvieron seguramente un peso en valoración atenta de su incidencia sobre la reflexión histórico-filosófica, pero también políticoeconómica sucesiva, ofreciendo a los propios críticos de la teoría del despotismo oriental, o, por ejemplo, a los admiradores del modelo chino –como en particular lo fueron los fisiócratas–, materiales no secundarios de reflexión.



Lo que sumariamente hemos reclamado por lo que respecta a la China emerge también, por poner otro ejemplo que me parece significativo, por referencia a aquello que para Montesquieu, al menos desde los tiempos de

Persanes

, constituye el ejemplo más neto de despotismo oriental, debido a la integración plena de religión y política, esto es, el mundo musulmán.



Sobre el islam en el pensamiento de Montesquieu se ha escrito mucho

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 y todavía, creo, es un tema sobre el que nos debiéramos preguntar, más allá de la liquidación neta, que emerge de todos los escritos de Montesquieu, de un sistema que vincula la servidumbre política a la doctrina religiosa y que no consintiendo la separación entre los dos ámbitos expresa el despotismo en su forma más límpida.



Ciertamente es difícil, por no decir imposible, encontrar para Montesquieu un lugar en el cuadro de un orientalismo intelectual que en la cultura europea, entre los siglos XVII y XVIII, había intentado ir más allá de una representación estereotipada en sentido negativo del islam, heredada de una larga tradición de hostilidad que tenía obvias y fuertes raíces religiosas y que como tal había entrado enérgicamente, como instrumento de la controversia religiosa y política, en el pensamiento europeo de la Edad Moderna. De una orientación diferente –vuelto, por un lado, hacia una lectura más atenta de los documentos, y, por otro, hacia un cambio del centro de atención de los contenidos estrechamente religiosos a temas de carácter social y político, que comportaban un nivel diferente de observación de la historia de Mahoma y de la sociedad islámica– había, por hacer sólo alguna referencia, muchos testimonios: desde

De religione mohammedica

de Adriaan Reeland (1705) hasta la provocativa revalorización de la imagen del profeta en

Vie de Mahomet

, de Henri de Boulainvilliers (1730), o hasta la nueva edición del

Corán

de George Sale (1734), o hasta el propio Voltaire, en fin, quien cambia significativamente su juicio sobre el islam en

Le Fanatisme, ou Mahomet

(1736) por otro en

Essai sur les moeurs

(1756). Orientación diferente que Edward Gibbon, en los importantes capítulos sobre el islam de

Decline and Fall of the Roman Empire

(1776-1789), tendrá en cuenta en páginas de un equilibrio ejemplar.



Montesquieu, desde este punto de vista, permanece fuertemente ligado a una representación que, como hemos visto, resulta ya netamente definida en las

Lettres Persanes

, y que ve en la religión musulmana el complemento esencial y la sanción de un espíritu de servidumbre que es proprio de todos los estados islámicos.



Sin embargo, también a este respecto, y en el momento en el que Montesquieu se detiene a considerar el complejo problema de la utilidad social de la religión y de la relación entre religión y política, emergen juicios sobre los cuales no parece inútil detenerse.



Si es verdad que la naturaleza despótica de los estados musulmanes estaba ligada de modo sustancial a la ausencia de una separación entre «leyes humanas» y «leyes divinas», también era verdad, y reconocido explícitamente por Montesquieu, que justo en los estados despóticos los códigos religiosos despliegan una fundamental acción regulativa en confrontación con el mismo poder, cuya arbitrariedad y sujeción a la voluntad caprichosa e incontrolada del príncipe resultan atenuadas



Il convient –escribe en

EL

, XII, 29– qu’il y ait quelque livre sacré qui serve de règle, comme l’Alcoran chez les Arabes, les livres de Zoroastre chez les Perses, le édam chez les Indiens, les livres classiques chez les Chinois. Le code religieux supplée au code civil, et fixe l’arbitraire (

C

onviene que haya algún libro sagrado que sirva de regla, como El Corán entre los árabes, los libros de Zoroastro entre los persas, los Vedas entre los Indios, los libros clásicos de los chinos. El código religioso suple al civil y fija lo arbitrario) (

EL

, t. I, p. 227).



La importancia de los códigos religiosos en los estados despóticos es revalidada en

EL

, XXV, 8, a propósito de la separación entre autoridad religiosa y autoridad política, cuya ausencia, en los estados despóticos, impone que haya textos religiosos que constituyen un contrapeso al poder de otro modo sin límites:



(...) dans ce cas , il pourrait arriver que le prince regarderait la religion comme ses lois mêmes, et comme des effets de sa volonté. Pour prévenir cet inconvénient, il faut qu’il y ait des monuments de la religion; par exemple, des livres sacrés qui la fixent et qui l’établissent. Le roi de Perse est le chef de la religion; mais l’Alcoran règle la religion: l’empereur de la Chine est le souverain pontife; mais il y a des livres, qui sont entre les mains de tout le monde, auxquels il doit lui-même se conformer. En vain un empereur voulut-il les abolir, ils triomphèrent de la tyrannie ((...) en este caso, podría ocurrir que el príncipe contemplara la religión como sus mismas leyes, y como efectos de su voluntad. Para prevenir este inconveniente, se precisa que haya monumentos religiosos, por ejemplo libros sagrados que la fijen y establezcan. El rey de Persia es el jefe religioso, pero El Corán regula la religión, el soberano chino es el sumo pontífice, pero hay libros, que están en las manos de todos, a los que él mismo debe conformarse, en vano quiso un emperador abolirlos, triunfaron sobre la tiranía) (

EL

, t. II, p. 160).

 



Y todo esto tenía como marco problemático general la necesidad fundamental de establecer «quel est le moindre mal, que l’on abuse quelquefois de la religion, ou qu’il n’y en ait point du tout parmi les hommes» (

EL

, XXIV, 2, t. II, p. 133), y toda la argumentación de los libros XXIV y XXV estaba dirigida a demostrar que era universalmente verdadera la primera hipótesis.

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Función moderadora y estabilizadora de la religión, pues, de los códigos religiosos de los estados despóticos, en particular y sobre todo del

Corán

. Reclamar este punto, que todavía otra vez emerge entre las líneas de la teoría política del despotismo oriental, creo que es importante porque justamente muchos críticos de Montesquieu, que atacaron directamente su representación del despotismo oriental, entendido como sistema sin leyes y sin formas del derecho y únicamente vinculado a la autoridad arbitraria del príncipe, apuntaron precisamente a la existencia de reglas en los estados islámicos, reglas fuertes y vinculantes para los propios príncipes en tanto que basadas sobre una ley superior a su autoridad.



Tanto Claude Dupin, en

Observations sur un livre intitulé: Esprit des Lois

(1757-1758), como Voltaire, sobre todo en

Commentaire sur l’Esprit des Lois

(1777), que seguramente se sirvió de la obra de Dupin, y Simon Nicolas Henri Linguet en

Théorie des Lois civiles

(1767), atacaron duramente la teoría del despotismo oriental de Montesquieu, desde diferentes puntos de vista sobre los cuales no pretendemos aquí detenernos, denunciando su falta de fundamento y su sustancial insostenibilidad. En 1778 fue Abraham Hyacinthe Anquetil Duperron, orientalista prestigioso y erudito célebre, quien en una obra polémica desde su título,

Legislation orientale

, intentó contestar de raíz la representación, que la obra de Montesquieu había contribuido potentemente a difundir, de un Oriente cuyo denominador común era dado por la ausencia o la extrema debilidad de las leyes y por el prevalecer del arbitrio. Pese a que la obra de Anquetil se extendía a otras áreas del mundo asiático, como el Imperio de Gengis Khan, era sobre todo el mundo islámico el que constituía el centro de su atención. Sobre la base de un examen atento de las instituciones islámicas, desplegado con los instrumentos proporcionados por una robusta erudición, Anquetil miraba directamente a la deconstrucción del núcleo central de la teoría montesquieuiana del despotismo, negando que éste fuera un auténtico «sistema» y no una degeneración, un abuso de las leyes, completamente semejante –como ya había sostenido Voltaire– a las formas degenerativas de la autoridad soberana de las que la historia de Occidente había ofrecido muchos testimonios. En conclusión, contra Montesquieu, era posible afirmar que «il n’y a pas au monde de peuple, chez qui, de droit, par la nature du gouvernement, un seul, sans lois, sans regle, entraîne tout par ses caprices» (no hay en el mundo pueblo en el que, de derecho, por la naturaleza del gobierno, sin ley, sin regla, decida todo a su capricho) (

Législation orientale

: 2) y que, en realidad, «un systême de Despotisme (...) n’existe réellement nulle part» (un sistema de despotismo (...) no existe realmente en ninguna parte) (ibíd: 14). Esta artificiosa construcción perseguía fundamentalmente para Anquetil, por lo demás –que desde este punto de vista evidencia objetivos sustancialmente diversos de la inspiración teórica que había sostenido la crítica voltairiana del despotismo oriental–, la eliminación de un instrumento importante del arsenal ideológico occidental que sostenía el poder de los estados europeos en Asia y sobre todo en la India. «Les idées fausses que M. de M* donne sur cet objet –escribía de hecho Anquetil– peuvent faire commettre dans ces contrées des fautes irréparables» (Las ideas falsas que el Señor M* da sobre este asunto, pueden llevar a cometer en estas comarcas faltas irreparables») (

Législation orientale

: 8), y la suya era por lo tanto una crítica al modelo de despotismo oriental de inspiración anticolonialista –con una atención particular a los desarrollos de las pretensiones británicas sobre la India– que muestra connotaciones e implicaciones importantes.



No obstante, justamente un punto de particular importancia en la compl

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