Política y geopolítica para rebeldes, irreverentes y escépticos

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Z serii: Investigación #160
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Ratzel también había sido discípulo del historiador Heinrich von Treitschke, uno de los más influyentes miembros de la Escuela Prusiana de Historia en el siglo xix y primer tercio del xx. Treitschke, nacido en Dresde en 1834, fue ferviente partidario de la uni­ficación de Alemania, demandando en 1866 –año de la guerra austro-prusiana–, la anexión a Prusia de Hanover, Hesse y Sajonia. Se convierte en un ferviente defensor del poder estatal, de la guerra y del expansionismo alemán, propugnando la creación de un imperio que situara a Alemania como un igual entre las grandes potencias. Eran los años de la euforia imperialista y colonialista en Europa, y geógrafos e historiadores alemanes se sentían en desventaja ante las potencias europeas, pues Alemania llegaba tarde al festín del reparto del mundo. Para Treitschke, «la guerra es la ciencia política por excelencia. Una y otra vez se ha demostrado que únicamente en la guerra un pueblo se convierte propiamente en un pueblo». «El Estado es el poder de la raza más fuerte que consigue establecerse.»


«A cada quien su parte.» El reparto de África en1885 marca el

apogeo del imperialismo y del colonialismo europeo, y da

un impulso poderoso a la geopolítica.

Rudolf Kjellen era un politólogo e investigador sueco, nacido en la isla de Torsoe en 1864. A Kjellen se le recuerda, sobre todo, por haber acuñado el término «geopolítica» (Geopolitik, en alemán), que definió como «la influencia de los factores geográficos, en la más amplia acepción de la palabra, sobre el desarrollo político en la vida de los pueblos y Estados». Su obra más importante es El Estado como forma de vida, publicada en 1916, en plena Primera Guerra Mundial. Kjellen sostenía que solamente el Estado que poseyera libertad de movimiento, cohesión interna y espacio, podía ser considerado gran potencia. Para él, «los Estados vitalmente fuertes que posean sólo un espacio limitado, se deben a sí mismos agrandar este espacio por colonización, amalgamación o conquista». En 1914 propugnó una carrera armamentista que diera a Alemania un poder formidable. «La guerra –dijo– es el laboratorio de la geopolítica, y los Estados Mayores deben ser academias de ciencias.» La naturaleza del Estado era, esencialmente, poder, y la ley debía subordinarse al poder del Estado. La Geo­politik debía determinar el área natural del Estado, pues de ésta depen­dería que el Estado pudiera alcanzar su forma óptima de vida.

Los geopolíticos alemanes desarrollaron sus teorías principalmente en el periodo de entreguerras, abarcando casi todos los ámbitos, incluida la economía. Para ellos, una estructura económica con finalidades estratégicas entrañaba, por sí misma, la nece­sidad de una política de fuerza (desde criterios de esta naturaleza se han sustentado por siglos todos los imperialismos). Para Arthur Dix, economista y geopolítico alemán –nacido en 1875 y muerto en Berlín en 1935–, «la guerra económica se libra incluso en tiempos de paz» (Dix escribió en 1934 un artículo elogioso sobre Hitler, a quien comparó con el Fausto de Goethe). Para Kjellen, la economía «es la capacidad de un Estado para alimentarse». Como Alemania no podía satisfacer sus necesidades vitales dentro de las fronteras del Reich, tenía derecho a la expansión. Cualquier acto que se opusiera a estos designios debía considerarse hostil, de la misma forma que Inglaterra consideraría hostil todo intento de cortar las «líneas vitales» del imperio. Dix parecía beber del modelo británico, cuyo poder mundial se sustentaba en el hecho de que la Armada británica abría el camino a comerciantes y colonos, modelo que, después, seguirá EEUU. Es, en realidad, un modelo antiguo. Desde tiempos inmemoriales, los ejércitos han sido usados para saquear riquezas, asegurar rutas y apoderarse de recursos estratégicos.


Caricatura de Hitler sobre la tesis de Haushofer.

Pero la gran figura de la geopolítica germana fue el militar y doctor Karl Haushofer, autor de numerosas obras y defensor del Lebensraum. La idea del «espacio vital» tiene tal arraigo en la obra de Haushofer que llega a considerar que, a lo largo de la historia, el motivo de la mayor parte de las guerras y rivalidades políticas, hasta el presente, obedecían a la búsqueda de adquirir los territorios necesarios (el «espacio vital») para los «pueblos sin espacio». Por tanto, la conquista del «espacio vital» debía ser la guía de la política exterior de cualquier Estado dinámico. Para Haushofer, el «espacio vital» alemán no era el establecido por las fronteras internacionales, sino que abarcaba el ocupado por la etnia o lengua alemana, sin importar qué países habitaran.

Para él, la Doctrina Monroe –América para los americanos– era ejemplo conspicuo de geopolítica, de la misma forma que la teoría de Halford Mackinder –expuesta en 1904 en una conferencia titulada El Eje Geográfico de la Historia–, resumía el dilema medular de la política mundial. Según Mackinder, el poder marítimo era elemento esencial para alcanzar el dominio mundial, pero necesitaba, en el siglo xx, de «cabezas de puente» en las que pudieran apoyarse los ejércitos de la potencia marítima en su lucha contra la potencia terrestre. En contraposición al marítimo, el poder terrestre dependía del control de lo que Mackinder llamó «el corazón continental» o «región pivote» –Asia Central–, que estaba rodeado por la «isla mundial», formada por Eurasia y África. La región pivote era inaccesible a la potencia marítima, pero no a la potencia terrestre, el Imperio ruso. Mackinder temía que Alemania pudiera acceder al «corazón continental» aliándose con Rusia, por lo que creía primordial para Inglaterra impedir una alianza germano-rusa. Para evitarlo había que crear «Estados-tapón» en la Europa Oriental, que era la puerta al pivote continental. Resumía Mackinder: «quien domine Europa Oriental dominará el corazón continental; quien domine el corazón continental dominará la isla mundial; quien domine la isla mundial dominará el mundo». Según Walters, «la teoría del corazón continental sigue siendo la primera premisa del pensamiento militar occidental».

Haushofer adaptó la teoría de Mackinder a su idea de Alemania. Criticó duramente la creación de una serie de pequeños Estados tras la Primera Guerra Mundial, por obstaculizar el acceso alemán al «corazón continental». Defendió la autodeterminación que, según él, debía aplicarse a los alemanes que vivían fuera de los límites de Alemania, incluyendo a los de la URSS. La Unión Soviética, que amenazaba a Alemania y Europa, debía ser rota en sus partes, sustituyéndola por una serie de pequeños Estados nacionales y un único Estado ruso. Los pequeños Estados debían ser incorporados al territorio imperial de la Gran Alemania, «desde el Elba hasta el Amur». Para Haushofer, «corazón continental» y poder marítimo eran un todo, y juzgaba a EEUU como el único país, fuera de Europa, que aspiraba al poder mundial y que poseía todos los atributos geopolíticos para lograrlo. De ahí su admiración por la Doctrina Monroe. Un discípulo de Haushofer, Colin Ross, después de visitar EEUU en 1938, expresó que EEUU era una potencia «predestinada a dominar el mundo una vez abrace con fervor la política de fuerza». La teoría de Haushofer apuntaba a una dirección: los Estados nacionales serían cosa del pasado y el futuro pertenecía al Estado gigante. Países seguirían existiendo, pero quien dominara la isla mundial dominaría el mundo.

El pacto germano-soviético de 1939 concitó la atención de la prensa mundial sobre Haushofer, al verse dicho pacto como un resultado de la visión geopolítica del militar y profesor alemán, entonces consejero de Hitler. De igual forma, la agresión nazi contra la URSS se consideró su caída en desgracia y un error fatal desde la perspectiva geopolítica. Clausewitz había afirmado que la derrota de Napoleón se debió a su imposibilidad de dominar la in­mensidad rusa. Spengler, en 1933, expresó que «la distancia es todavía una fuerza política y militarmente no dominada». Haushofer respetaba a Rusia, que, a su juicio, conocía «la estrategia del espacio». Sostuvo que derrotar a la URSS requería una victoria fulminante que impidiera su repliegue al interior. Otros, como el doctor nazi Vowinkel, confiaron en el dominio tecnológico: «la superioridad tecnológica del Ejército alemán puede superar fácilmente la vastedad de Rusia». Alemania no logró lo uno ni lo otro. Fue derrotada por una suma de vastedad geográfica, climatología y avalancha militar soviética.

No pudieron las tropas nazis dibujar el mapa geopolítico elaborado por Haushofer. Ese papel corresponderá, paradójicamente, a la clase dirigente de la URSS. La demolición del Estado soviético, equivalente a una derrota militar, permitió la emancipación de los países del Pacto de Varsovia, muralla amortiguadora que separaba, como glacis, el territorio soviético de sus potenciales enemigos. Como deseaban los geopolíticos del III Reich, la URSS quedó rota en sus partes, siendo sustituida por una pléyade de pequeños Estados nacionales, quedando un único Estado ruso. Los pequeños Estados nacionales no fueron incorporados a ninguna Gran Alemania –como había soñado Haushofer–, sino a una entidad aún más peligrosa, la OTAN. Pero rara vez los planes salen como se quiere y una pieza quedó suelta, Ucrania, elemento geopolítico clave para arrinconar a Rusia y sacarla del tablero europeo. La idea de usar Ucrania contra Rusia, presente en los adversa­rios de este último país desde la Primera Guerra Mundial, da cuenta de que la OTAN hace depender sus relaciones con Rusia a que ésta renuncie a Ucrania y admita su inclusión en la Alianza Atlántica, que es una forma indirecta de requerir la rendición de Rusia como potencia europea. De cómo se resuelva este conflicto depen­derá en buena medida la paz mundial.

 

La agresión contra Yugoslavia en 1999 permitió ajustar las piezas del nuevo mapa europeo. Los «Estados tapón» se alinearon presurosamente con la OTAN (es decir, con EEUU), que establecía así una nueva frontera, que es extendida luego a los Estados bálticos. La caída del último aliado de Rusia, el gobierno de la reducida Yugoslavia de Serbia y Montenegro, gobernada por Slovodan Milosevic, devolvió a la devaluada potencia a la situación que existía en 1923, cuando el cordón sanitario impuesto por Occidente intentaba aislar la revolución bolchevique del resto de Europa. La guerra y ocupación de Afganistán por EEUU será un intento fallido de cerrar el círculo en torno a Rusia, sueño acariciado desde el inicio de la Guerra Fría, en 1947. La triunfante potencia marítima controlará efímeramente el corazón continental y tendrá, también efímeramente, bases militares propias en Asia Central. La presencia militar estadounidense intentará proyectarse sobre las repúblicas exsoviéticas de Georgia, Tayikistán y Azerbaiyán. EEUU, como pedía Treitschke, logrará tener, por unos pocos años, posesiones en todos los lugares estratégicos del mundo.

El sentimiento de poder se verá reforzado por ciertas características propias de EEUU. Por una parte, es un Estado-isla, situado en un continente-isla, separado por dos océanos del resto del mundo, una característica que lo asemeja –mutatis mutandis– a la Inglaterra imperial, cuya insularidad fue la base material de su conversión en imperio. El aislamiento geográfico ha sustentado en EEUU ideas aislacionistas, todavía vigentes en sectores relevantes, pero también ha estado en la base de sus agresivas estrategias de expansión. La condición de Estado-isla se completa con la inexistencia de rivales o adversarios continentales (nunca ha sido invadido ni sufrido guerras externas, excepción hecha de la guerra con Inglaterra en 1814) y por la extrema debilidad de sus vecinos. Tanto es así que los planes militares de EEUU consideran a Canadá y México como parte del territorio norteamericano, como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) expresa la dependencia económica y política de esos dos países respecto de EEUU (paso que EEUU intenta dar con la Unión Europea a través del TTIP).

La economía no podía escapar del esquema. La agudización del proteccionismo y la entrega de subsidios y generosos fondos, sobre todo al complejo militar-industrial, hacen recordar que la guerra económica se libra también, como decía Arthur Dix, en tiempos de paz. Las guerras contra Iraq se situarían en este ámbito, pues implicaban, para EEUU, ampliar su dominio en la región del petróleo por excelencia, es decir, su dominio sobre las mayores reservas de energía del mundo, desde el criterio cierto de que el poder lo determina el control de la energía y, al controlar Oriente Medio, controla los flujos y precios del petróleo a nivel mundial.

No quedaban ahí las coincidencias. Tras el 11-S, el gobierno Bush situará a EEUU en la condición de Estado doliente, que pa­recía hallar en la guerra su único remedio, para decirlo en palabras de Treitschke. Las soflamas políticas, saturadas de belicismo, cris­talizaron en la doctrina de la guerra preventiva, un argumento invocado por Mussolini para justificar la agresión contra Etiopía en 1935. La nueva doctrina militar apostaba, según el gobierno Bush, por la supremacía total de EEUU, para lo cual lanzó al país a una nueva carrera armamentista que recuerda la planteada por Kjellen para garantizar la hegemonía mundial alemana. Asimismo, la fe estadounidense en su dominio de la tecnología hace recordar al doctor Vowinkel. El desprecio mal disimulado a la sociedad internacional, de la que se continúa diciendo su representante, llevaba al escenario pensado por Haushofer de un mundo sometido a un único súper-Estado. Las advertencias del presidente Bush Jr., respecto a que se debía estar a favor o en contra de EEUU, recordaban las tesis de Kjellen de que cualquier acto que se opusiera a los designios de Alemania debía llevar a considerar como hostil y enemigo a su promotor.

En tiempos de Bismarck, las fuerzas moderadas fueron desbordadas por militaristas e imperialistas convencidos del poder y el destino manifiesto de Alemania. Tal ocurrió en EEUU, donde ocupó el poder un sector extremista que pretendía imponer un imperio mundial bajo égida estadounidense, sin medir cabalmente, como no midieron teóricos e imperialistas alemanes, que, en un mundo interdependiente, de actores múltiples y complejos, los afanes imperiales de dominio continental o mundial han desembocado siempre en desastre, incluyendo en primer término al propio país. Fracasaron Carlos V y Felipe II en su sueño imperial y arruinaron a España. Fracasó Napoleón y arrastró a Francia con él. Hitler fue una tragedia, sobre todo para Alemania. Los costos de cada intento han sido cada vez mayores para la humanidad. De esa realidad pocos sacan cuentas. Del fascismo que asoma en países como Ucrania, tampoco. Está dicho. Lo único que enseña la historia es que la historia no enseña nada.

Los geopolíticos europeos de los siglos xix y xx sirvieron, en primer lugar, a sus países y, no obstante servir a intereses tan contrapuestos, participaron de un error general: actuaron como si el resto del mundo, excepción hecha de EEUU y Japón, potencias imperialistas como las europeas, no existiera, salvo para su expolio. En ese aspecto sustantivo, todos los teóricos de la geopolítica imperial fracasaron invariablemente. Ni siquiera geopolíticos clásicos de la escuela más tardía, como Nicholas Spykman, o más recientes, como Zbigniew Brzezinski, imaginaron un mundo donde países como China, India o Irán pudieran desempeñar un papel determinante en las estructuras del poder mundial. Todos eran, sobre todas las cosas, eurocentristas, racistas, imperialistas y colonialistas. En su esquema mental no cabía un mundo que no estuviera gobernado por países europeos o por descendientes de europeos, con la única excepción de Japón, país que ganó, a base de guerras imperialistas, un lugar en el concierto mundial de la primera mitad del siglo xx. Ni siquiera los promotores del «Nuevo Siglo Americano», en los años finales del pasado siglo, imaginaron un mundo cuyo ombligo estaba trasladándose aceleradamente al llamado Extremo Oriente. La idea de la preeminencia blanca era tan honda que, en la Sudáfrica racista y del apartheid, los japoneses recibían un título que les permitía compartir honores con los blancos europeos o de origen europeo. Les consideraban «blancos de honor». Generosos que eran aquellos sudafricanos.

Halford Mackinder

Geógrafo y politólogo británico, nacido en Gainsborough, en 1861 y fallecido en Dorset en 1947. Fue profesor de geografía en Oxford, donde había estudiado, cargo que mantuvo hasta 1905. Como promotor entusiasta del estudio de la geografía, en 1899 fun­da la Oxford School of Geography, logrando además, junto con otros geógrafos, que esta materia fuera incorporada como asignatura escolar. Alcanzó celebridad con una conferencia pronunciada en 1904 en la Royal Geographical Society. En ella, Mackinder sos­tuvo que el corazón de Eurasia era una vasta región de estepas que dominaba casi todos los bordes del continente eurasiático. De esta extensa estepa habían salido las hordas que, en el siglo xiv, cayeron sobre Europa; otra horda había ocupado Irán y Mesopotamia; una tercera había alcanzado China septentrional. Finalmente, una última horda había logrado franquear «la incomparable barrera del Tíbet» para penetrar en la India. «De este modo –dice Mackinder– fue como todos los bordes del Viejo Mundo llegaron a experimentar, antes o después, la fuerza expansiva del poder móvil originado en la estepa.»

La «concepción de Eurasia» mackinderiana «es la de una tierra continua», favorable «para la movilidad de los hombres que montan en caballos o en camellos. En el este, sur y oeste de este corazón terrestre se hallan las tierras marginales, en forma de amplios semicírculos, que son accesibles a los navegantes». Las «regiones marginales» que rodean el «corazón terrestre» (heartland) son cuatro. «Las dos primeras regiones comprenden los países monzónicos, volcada una de ellas hacia el Pacífico y la otra hacia el océano Índico.» La tercera región es el Cercano Oriente. La cuarta, Europa.

Para Mackinder, «la movilidad sobre el océano es el rival natural de la movilidad sobre el caballo y el camello en el corazón del continente». Los descubrimientos de nuevas rutas marítimas, especialmente la «que unió las navegaciones costaneras oriental y occidental de Eurasia […] en cierta medida neutralizaron las ventajas estratégicas de la posición central que mantenían los nómadas de la estepa, presionando sobre ellos por su retaguardia». «El océano, único y continuo, que envuelve las tierras divididas e insulares es, por supuesto, la condición geográfica fundamental para el comando del mar.» Era el dominio del mar lo que había provocado «la modificación radical de las relaciones entre Europa y Asia» en beneficio de Europa. Las «regiones marginales», con el desarrollo de la navegación y las nuevas rutas marítimas, constituían «ahora un anillo de bases exteriores e insulares para el poder marítimo y el comercio, que son inaccesibles para el poder terrestre de Eurasia». Pero ese «poder terrestre» todavía existía y lo constituía Rusia, que, «surgiendo de los bosques septentrionales, ha controlado la estepa», es decir, el «corazón terrestre» de Eurasia. De esa guisa se enfrentaban «el poder marítimo», entonces representado por el Imperio británico, con el «poder terrestre», constituido por el Imperio ruso. Reformulaba Mackinder el enfrentamiento que se había dado –y que entonces continuaba– entre Rusia y Gran Bretaña por el control de Persia y Asia Central, en lo que se llamó «el Gran Juego». Éste había concluido con el reparto de zonas de influencia, dejando a Rusia el control de Asia Central y a Inglaterra todo el Indostán.

(Admitiendo la indudable originalidad de la tesis de Mackinder, quien primero escribió sobre el enfrentamiento entre una potencia marítima y una terrestre fue Tucídides, en su célebre Historia de la guerra del Peloponeso, escrita con posterioridad al año 404 a.C. Casi al inicio de su portentosa obra escribe que, en esa guerra, los grie­gos se habían dividido en dos bandos, «unos en torno a los atenienses, otros en torno a los lacedemonios, pues claramente eran estos los dos Estados más poderosos, ya que los primeros eran una potencia naval y los segundos, terrestre». Pericles diseña la estrategia de Atenas sobre su supremacía naval, proponiendo defender sus intereses «con nuestra flota, que es donde radica nuestra fuerza. Pues, a pesar de todo, nosotros obtenemos mayor experiencia para la guerra terrestre a partir de nuestra experiencia en la guerra naval, que aquellos de la terrestre para la naval. Y hacerse expertos en las cosas del mar no les será fácil». «Gran cosa es, en efecto, el dominio del mar», exclama el propio Pericles. En otro pasaje, Tucídides recoge que «los lacedemonios eran esencialmente continentales y superiores por su infantería, mientras que los atenienses eran gente de mar, cuya superioridad radicaba sobre todo en su flota». La pérdida del dominio marítimo, tras el fracaso de la expedición ateniense sobre las ciudades aliadas de Esparta en Sicilia, es antesala de la derrota final de Atenas a manos de los peloponesios, que logran crear su propia flota y acorralan a Atenas por tierra y mar. La expedición ateniense a Sicilia es casi un manual sobre las ventajas de la potencia terrestre sobre la potencia naval, a partir de la inferioridad numérica de la fuerza invasora y la dificultad de abastecerlas cuando la invasión es por mar.)

Volviendo a Mackinder, su tesis iba más allá. Afirmó que, en décadas anteriores, «el vapor y el canal de Suez parecían haber aumentado la movilidad del poder marítimo con relación al poder terrestre», pero, en el presente, «los ferrocarriles transcontinentales están ahora modificando las condiciones del poder terrestre y en ninguna parte pueden ejercer tanto efecto como en el cerrado corazón terrestre de Eurasia». Los ferrocarriles, afirmó, «tienen un papel muy destacado en la estepa, porque reemplazan directamente a la movilidad del caballo y el camello». El nuevo medio de comunicación vendría, con el tiempo, a modificar ampliamente la situación en beneficio del «poder terrestre», pues «no habrá transcurrido una gran parte del siglo antes de que Asia esté cubierta de ferrocarriles. Los espacios comprendidos por el Imperio ruso y Mongolia son tan extensos […] que resulta inevitable que allí se desarrolle un gran mundo económico, más o menos aislado, que será inaccesible al comercio oceánico».

 

Para Mackinder era evidente que el «corazón terrestre» era la «la región pivote de la política mundial», inaccesible a los buques (es decir, al «poder marítimo»), pero que, merced a los ferrocarriles, poseía «condiciones de una movilidad de poder militar y económico que tiene un carácter trascendente y, sin embargo, limitado». Rusia reemplazaba al Imperio mongol y ocupaba en el mundo «la misma posición estratégica central que ocupa Alemania en Europa. Puede atacar por todos lados y ser atacada por todos lados». Fuera de la «región pivote», formando «un gran cinturón interior (inner crescent) se hallan Alemania, Austria, Turquía, la India y la China». Es pertinente recordar aquí que Mackinder se refería a los tres grandes imperios centrales europeos: el alemán, el austrohúngaro y el otomano. India pertenecía al Imperio británico y China estaba bajo control de cinco potencias extranjeras, es decir, no eran sujetos autónomos de la política mun­dial. El «cinturón exterior» (outer crescent) lo formaban Inglaterra, Sudáfrica, Australia, Estados Unidos, Canadá y Japón –en 1904, Sudáfrica, Australia y Canadá formaban parte del Imperio británico (Mapa 1).


Mapa 1.

Un cambio en el equilibrio de poder a favor del «Estado pivote» se sucedería con su expansión por las «tierras marginales de Eurasia», lo que le «permitiría la utilización de los amplios recursos continentales para la construcción de una flota y el imperio del mundo estaría a la vista. Esto podría ocurrir si Alemania se aliara con Rusia». En ese caso, Francia se aliaría con las potencias marítimas y éstas deberían establecer «otras tantas cabezas de puente donde las armadas exteriores podrían apoyar a sus ejércitos, para obligar a los aliados de las zonas pivotes a desplegar sus ejércitos terrestres», evitando así que la potencia terrestre concen­trara «en las flotas todo su poder». Así, «el frente militar inglés se extiende desde El Cabo hasta Japón, pasando por la India». En suma, concluía Mackinder, las combinaciones de poder, «desde un punto de vista geográfico, probablemente han de girar alrededor del Estado pivote, que probablemente ha de ser siempre grande, pero con una movilidad limitada si se compara con la de las potencias marginales e insulares que lo rodean».

La concepción de Mackinder ha pasado a la posteridad como la más exitosa e influyente teoría geopolítica de la historia, que aún marca pautas en este siglo xxi. Con la teoría del «pivote» o del «corazón continental», Mackinder divide el mundo en dos campos: el ascendente «corazón» de Eurasia y las tierras marítimas subordinadas. En 1919, Mackinder hace una actualización de su teoría, en un escrito titulado Ideales democráticos y realidad, donde define Asia Central como el «corazón continental», rodeado de una vasta región periférica (rimland), y afirma que Europa Oriental es la «llave» del corazón continental. Según su teoría, «quien gobierne la Europa Oriental dominará el corazón continental; quien domine el corazón continental dominará la isla mundial; quien domine la isla mundial dominará el mundo». La isla mundial la forman Eurasia y África, que suman dos terceras partes del territorio del planeta (Mapa 2).


Mapa 2.

Mackinder dotó de base teórica la política del Imperio británico, haciendo ver, del modo más explícito posible, que la única forma de hacer frente con éxito a la potencia terrestre –Rusia– era manteniendo una red de bases y puertos marítimos que, actuando como un cerco en torno al «corazón continental», impediría, por una parte, el acceso al mar del «poder terrestre» y, por otra, serviría de base de operaciones para los ejércitos de la potencia marítima. La emergencia de Japón como primera potencia mundial asiática de la historia moderna llevará a Inglaterra, en 1902, a establecer una alianza con él, para «imponer ese círculo forzoso a Rusia», como lo describe el geopolítico estadounidense Nicholas Spykman en su obra America’s Strategy in World Politics, the United States and the Balance of Power, publicada en 1942. A partir de ese acuerdo, resume Spykman, «los dos imperios insulares comparten la tarea, operando desde los flancos opuestos del continente euroasiático. Japón emprendió guardar la salida al Pacífico, y Gran Bretaña, las que dan acceso a los océanos Atlántico e Índico».

Otro punto medular de la teoría de Mackinder era la amenaza que representaba para la potencia marítima una alianza entre las dos mayores potencias terrestres, Rusia y Alemania. Mackinder creía imprescindible impedir una alianza entre Alemania y Rusia, porque ambas potencias, unidas, podían dominar el pivote continental y vencer a Gran Bretaña, a la que no le bastaría el poder marítimo para mantener su hegemonía mundial. Para Mackinder, Europa Oriental era el acceso al «corazón continental», lo que llevó a la idea de crear «Estados tapón» que mantuvieran separadas Alemania y Rusia (Mapa 3).


Mapa 3. Los «Estados tapón».

En EEUU, la teoría de Mackinder encontró fuerte apoyo en las tesis del almirante Alfred Mahan, quien, desde 1890, había defendido la conversión de EEUU en potencia marítima. Mahan, nacido en 1840, en West Point, había publicado la obra The Influence of Sea Power Upon History en 1890, en la que hacía una apología del poder marítimo, tomando como modelo el Imperio británico. Para él, ningún país podía reclamarse potencia mundial sin poseer una fuerza naval y mercante poderosa. Sus ideas tuvieron un gran impacto en las esferas gubernamentales estadounidenses, especialmente en el presidente Teodoro Roosevelt, quien asumió esa tesis y convirtió a EEUU en el tercer poder naval de su época, sentando las bases de la futura expansión marítima norteamericana. Tanto Mahan como Roosevelt creían imperiosa una alianza con Gran Bretaña para hacer frente a los imperios ruso y alemán. Los mackinderianos, en EEUU, con Spykman a la cabeza, consideraban que el control de Asia Central haría inevitable el conflicto entre la potencia del «corazón continental», la Unión Soviética, y la potencia marítima, EEUU. Ahora bien, Spykman, a diferencia de Mackinder, consideraba que la zona clave era, no el «corazón continental» (heartland), sino el «cinturón exterior» (rimland), al que llamó «margen continental». En consecuencia, como recoge Peter J. Taylor, en su Geografía política, «quien tuviera el control del margen continental podría neutralizar el poder del corazón continental».

La tesis de Spykman –que no dejaba de ser una leve variación de la de Mackinder– fue asumida como verdad absoluta en EEUU y, dice Taylor, «la tesis del corazón continental-margen continental se llegó a convertir en un instrumento ideológico de los encargados de la política exterior norteamericana». Según R. E. Walters, «la teoría del corazón continental sigue siendo la primera premisa del pensamiento militar occidental». Para Taylor, la vigencia de las ideas de Mackinder «tantos años después de que fueran formuladas no es debido a que este autor fuera algo parecido a un genio de la profecía, sino que se debe al hecho de que ideó una estructura espacial simple que encajaba a la perfección con las necesidades de la política exterior norteamericana a partir de 1945». Con la Guerra Fría, el mundo queda dividido entre dos superpotencias. La URSS poseía el dominio del «corazón continental» y EEUU el del «margen continental». La política exterior estadounidense será diseñada desde esta concepción.