Novelistas Imprescindibles - León Tolstoi

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XXV

–Sí, ya ves... –murmuró Nicolás con esfuerzo, arrugando la frente y con movimientos convulsivos.

Se notaba que no sabía qué hacer ni qué decir.

–¿Ves? –siguió, señalando unas vigas de hierro atadas con cordeles que había en un rincón–. Éste es el principio de una nueva empresa que vamos a realizar, una cooperativa obrera de producción...

Constantino, contemplando el rostro tuberculoso de Nicolás, no conseguía prestar atención a sus palabras. Comprendía que su hermano buscaba en aquella empresa un áncora de salvación contra el desprecio que sentía hacia sí mismo.

Nicolás Levin continuaba hablando:

–Ya sabes que el capital oprime al trabajador. Los obreros y campesinos llevan todo el peso del trabajo y no logran salir, por mucho que se esfuercen, de su situación de bestias de carga. Todas las ganancias, todo aquello con que pudieran mejorar su estado, descansar a instruirse, lo devoran los dividendos de los capitalistas. La sociedad está organizada de tal modo que, cuanto más trabaja el obrero, más ganan los comerciantes y los propietarios, y el proletario sigue siendo siempre una bestia de carga. Es preciso cambiar este orden de cosas –terminó, mirando inquisitivamente a su hermano.

–Claro, claro –dijo Constantino, contemplando con atención las hundidas mejillas de Nicolás.

–Así vamos a formar una cooperativa de cerrajeros en la que la producción y las ganancias, y, sobre todo, las herramientas, que es lo esencial, sean comunes.

–¿Dónde la instalaréis?

–En Vosdrema, provincia de Kazán.

–¿Por qué en un pueblo? No parece que el trabajo falte en los pueblos. No sé para qué puede necesitar un pueblo una cooperativa de cerrajeros.

–Es preciso hacerlo porque los aldeanos son ahora tan esclavos como antes, y lo que os desagrada a ti y a Sergio es que quiera sacárseles de esa esclavitud –gruñó Nicolás, irritado por la réplica.

Constantino Levin suspiró mientras miraba la sucia y destartalada habitación. Aquel suspiro irritó más aún a Nicolás.

–Conozco las ideas aristocráticas de usted y de Sergio. Sé que él emplea toda la capacidad de su cerebro en justificar la organización existente.

–No es cierto... ¿Por qué me hablas de Sergio? –preguntó, sonriendo, Levin.

–¿Por qué? Ahora lo verás –exclamó Nicolás al oír el nombre de su hermano–. Pero ¿para qué perder tiempo? Dime: ¿a qué has venido? Tú desprecias todo esto. Pues bien: ¡vete con Dios! ¡Vete, vete! –gritó, levantándose de la silla.

–No lo desprecio en lo más mínimo ––dijo Constantino tímidamente–. Preferiría no tratar de esas cosas.

María Nicolaevna entró en aquel momento. Nicolás la miró con irritación. Ella se le acercó y le dijo unas palabras.

–Me encuentro mal y me he vuelto muy excitable –pronunció Nicolás, calmándose y respirando con dificultad–. ¡Y vienes hablándome de Sergio y de sus artículos! Todo en ellos son falsedades, deseos de engañarse a sí mismo. ¿Qué puede decir de la justicia un hombre que no la conoce? ¿Ha leído usted su último artículo? –preguntó a Krizky, sentándose otra vez a la mesa y separando los cigarrillos esparcidos sobre ella para dejar un espacio libre.

–No lo he leído –repuso sombríamente Krizky, que, al parecer, no deseaba intervenir en la conversación.

–¿Por qué? –preguntó Nicolás, irritado ahora contra Krizky.

–Porque me parece perder el tiempo.

–Perdón, ¿por qué cree usted que es perder el tiempo?

–Para mucha gente ese artículo está por encima de su comprensión.

–Pero yo no estoy en ese caso. Yo sé leer entre líneas y descubrir sus puntos flacos.

Todos callaron. Krizky se levantó lentamente y cogió la gorra.

–¿No quiere cenar? Bien. Venga mañana con el cerrajero,

Cuando Krizky hubo salido, Nicolás sonrió, guiñando el ojo.

–Tampoco él es muy fuerte; lo veo bien.

En aquel momento, Krizky le llamó desde la puerta.

–¿Qué quiere? –dijo Nicolás saliendo al corredor. Constantino, al quedarse solo con María Nicolaevna, le preguntó:

–¿Hace mucho que está con mi hermano?

–Más de un año. El señor está muy mal de salud: bebe mucho –––contestó ella.

–¿Qué bebe?

–Mucho vodka. Y le sienta muy mal.

–¿Bebe con exceso?

–Sí –repuso ella, mirando atemorizada hacia la puerta por la que ya entraba Nicolás.

–¿De qué hablabais? –preguntó éste con severidad y pasando su mirada asustada de uno a otro, Decídmelo.

–De nada –repuso turbado Constantino.

–Si no lo queréis decir, no lo digáis. Pero no tienes por qué hablar con ella de nada. Es una ramera, y tú un señor –exclamó haciendo un movimiento convulsivo con el cuello–. Ya veo que te haces cargo de mi situación y comprendes mis extravíos y me los perdonas. Te lo agradezco –añadió levantando la voz.

–¡Nicolás Dmitrievich, Nicolás Dmitrievich! –murmuró María Nicolaevna, acercándose a él.

–¡Está bien, está bien!... ¿Y la cena? ¡Ah, ahí viene! –exclamó, viendo subir al camarero con la bandeja, ¡Póngala aquí! –añadió con irritación. Y llenándose un vaso de vodka, lo vació de un trago.

–¿Quieres beber? –preguntó a su hermano, animándose al punto–. Bueno, dejémosle correr a Sergio Ivanovich; sea como sea, estoy contento de verte. Quieras o no, somos de la misma sangre –prosiguió, mascando con avidez una corteza de pan y bebiendo otra copa–. ¿Qué es de tu vida? Vamos, bebe. Y dime lo que haces.

–Vivo solo en el pueblo, como antes, y me ocupo de las tierras –repuso Constantino, mirando disimuladamente, con horror, la avidez con que comía y bebía su hermano.

–¿Por qué no te casas?

–No se ha presentado aún la ocasión –respondió Constantino poniéndose rojo.

–¿Por qué no? Tú no eres como yo, que estoy acabado y con la vida perdida. He dicho y diré siempre que si se me hubiese dado mi parte de la herencia cuando la necesitaba, mi existencia habría sido diferente.

Constantino se apresuró a cambiar de tema.

–¿Sabes que a tu Vaniuchka lo tengo en Pokrovskoe de tenedor de libros?

Nicolás movió el cuello y quedó pensativo.

–¿Sí? Y dime: ¿qué hay de nuevo en Pokrovskoe? ¿Y la casa? ¿Sigue como antes? ¿Y los abedules, y el cuarto donde estudiábamos? ¿Es posible que viva aún Felipe, el jardinero? ¡Cómo me acuerdo del pabellón y el diván! Mira: no cambies nada en la casa, cásate y déjalo todo como estaba. Y si tu mujer es buena, iré a verte... Ya habría ido, pero me contuvo siempre el temor de encontrarme con Sergio.

–No le encontrarías. Vivo independiente de él.

–Bien: sea como sea has de escoger entre Sergio y yo –murmuró Nicolás, mirándole tímidamente.

Aquella timidez conmovió a Constantino.

–Si quieres que te sea franco, no deseo intervenir en vuestra querella. Tú tienes la culpa en la forma y él la tiene en el fondo.

–¡Has comprendido! –exclamó jovialmente Nicolás.

–Yo, personalmente, aprecio más tu amistad, porque...

–¿Por qué?

Constantino no osó decirle que era porque le veía desgraciado y necesitaba más su amistad que Sergio. Pero Nicolás comprendió y cogió en silencio la botella de vodka.

–Basta ya, Nicolás Dmitrievich –dijo María Nicolaevna, alargando su redondo brazo desnudo hacia la botella.

–¡Déjame o te pego! –gritó Nicolás.

María Nicolaevna sonrió bondadosamente, de un modo suave, que se contagió a Nicolás, y cogió la botella.

–¿Te figuras que Macha no es inteligente? –dijo Nicolás–. Lo comprende todo mejor que nosotros. ¿Verdad que parece buena y simpática?

–¿Nunca había estado usted antes en Moscú? –le preguntó Constantino, por decir algo.

–No la trates de usted. Se asusta. Nadie le ha hablado de usted jamás, excepto el juez que la juzgó cuando la llevaron al Tribunal porque trató de huir de aquella casa... ¡Dios mío! –exclamó Nicolás–. ¡Cuánta falta de sentido hay en el mundo! ¿Para qué sirven tantas nuevas instituciones, tantos jueces de paz, tantos zemstvos! ¡Qué estupideces!

Y comenzó a relatar sus luchas con aquellas nuevas instituciones.

Constantino Levin le escuchaba, y las mismas censuras que había expresado él tantas veces le desagradaba oírlas ahora de labios de su hermano.

–Todo eso lo veremos claro en el otro mundo –dijo bromeando.

–¿El otro mundo? Ni me interesa ni lo deseo –dijo Nicolás, posando en el semblante de su hermano sus ojos salvajes y asustados–. Parece que habría de ser motivo de alegría salir de toda la vileza y maldad que nos rodea, de la nuestra y de la de los demás; y, sin embargo, tengo miedo de la muerte, un miedo terrible –y se estremeció–. Anda, bebe algo. ¿Quieres champaña? ¿Quieres acaso que salgamos? Podríamos ir a oír a los zíngaros. ¿Sabes? Ahora me gustan mucho los zíngaros y las canciones populares rusas.

La lengua no le obedecía y su conversación saltaba de un tema a otro. Constantino, ayudado por Macha, le convenció de no ir a sitio alguno y entre los dos le acostaron completamente bebido. Macha prometió escribir a Constantino en caso necesario a intentar convencer a Nicolás de que fuera a vivir con su hermano.

––––––––


XXVI

Constantino Levin salió de Moscú por la mañana y llegó a su casa por la tarde. En el vagón trabó conversación con sus compañeros de viaje y se habló de política, de los nuevos ferrocarriles y, de cómo en Moscú, le desanimaba la confusión de sus ideas, se sentía descontento de sí mismo y avergonzado no sabía de qué. Pero cuando se apeó en la estación y reconoció a Ignacio, su cochero tuerto, con el cuello del caftán levantado, cuando a la débil luz que salía de las ventanas de la estación vio el trineo cubierto de pieles y los caballos con las colas atadas, cuando Ignacio le contó las novedades del pueblo, la llegada de un comprador y que la vaca «Pava» tenía cría, le parecía a Levin que salía del caos de sus ideas y que poco a poco desaparecían de él su vergüenza y su descontento.

 

La sola vista de Ignacio y de sus caballos le había supuesto ya un alivio, y, cuando se puso el tulup que le trajeron, cuando se vio acomodado en el trineo, y los caballos comenzaron a trotar, pensó en las órdenes que debía dar a su llegada, examinó a uno de los corceles, muy veloz, pero que comenzaba ya a perder fuerzas y que había sido en otro tiempo caballo de carreras en el Don, y las cosas comenzaron a manifestarse a sus ojos bajo una nueva luz.

Cesó entonces de desear ser otro. Y, satisfecho de sí mismo, sólo deseó ser mejor, Decidió no pensar en la felicidad inasequible que le ofrecía su imposible matrimonio y contentarse con la que le deparaba la realidad presente; resistiría a las malas pasiones, como aquella que se apoderó de él el día en que se decidió a pedir la mano de Kitty.

Se acordó, después, de Nicolás, y resolvió velar por él y estar pronto a ayudarle cuando lo necesitara, cosa que presentía para muy pronto.

La conversación sobre el comunismo sostenida con su hermano, del que Constantino había tratado muy ligeramente, ahora le hacía reflexionar. El cambio de las condiciones económicas presentes le parecía absurdo, pero comparando la pobreza del pueblo con su abundancia personal, resolvió trabajar más para sentirse más justo y permitirse todavía menos gustos superfluos, aunque ya antes trabajaba bastante y vivía con gran sencillez.

Y todo ello se le figuraba ahora tan fácil de hacer que todo el camino se lo pasó sumido en las más gratas meditaciones. Eran las nueve de la noche cuando llegó a su casa, y se sentía animado por un sentimiento nuevo: de la esperanza de una vida mejor.

Una débil claridad salía de las ventanas de la habitación de Agafia Mijailovna, la vieja aya que desempeñaba ahora el cargo de ama de llaves, y caía sobre la nieve de la explanada que se abría frente a la casa. Agafia, que no dormía aún, despertó a Kusmá y éste, medio dormido y descalzo, corrió a la puerta. « Laska», la perra, salió también, derribando casi a Kusmá, y se precipitó hacia Levin, frotándose contra sus piernas y con deseos de poner la patas sobre su pecho sin atreverse a hacerlo.

–¡Qué pronto ha vuelto, padrecito! –dijo Agafia Mijailovna.

–Me aburría, Agafia Mijailovna. Se está bien en casa ajena, pero mejor en la propia –contestó Levin, pasando a su despacho.

En el cuarto, y a la débil luz de una bujía traída por la servidumbre, fueron surgiendo los detalles familiares: las astas de ciervo, las estanterías llenas de libros, el espejo, la estufa con el ventilador hacía tiempo necesitado de arreglo, el diván del padre de Levin, la inmensa mesa y sobre ella un libro abierto, el cenicero roto, un cuaderno escrito con notas de su mano.

Al ver lo que le era tan conocido, Levin dudó un momento de poder organizar su nueva vida como deseara mientras iba por el camino. Todo aquello parecía rodearle y decirle:

«No te alejarás de nosotros, seguirás siendo lo que eres, con tus dudas, con tu eterno descontento de ti mismo, con tus inútiles intentos de modificarte y tus caídas, con tu constante deseo de una imposible felicidad...» .

Pero, si así le hablaban aquellos objetos, en su alma otra voz le decía que no hay por qué encadenarse al pasado y que le era imposible cambiar. Obedeciendo a esta voz Levin se acercó a un rincón donde tenía dos pesas de un pud cada una y comenzó a levantarlas, tratando de animarse con aquel ejercicio gimnástico.

Tras la puerta sonaron pasos y Levin dejó las pesas en el suelo precipitadamente.

Entró el encargado y le dijo que, gracias a Dios, todo marchaba bien; pero que el alforfón se había quemado algo en la secadora nueva. La noticia le llenó de enojo. La nueva secadora había sido construida por él mismo. El encargado era enemigo de aquella innovación y ahora anunciaba con cierto aire de triunfo que el alforfón se había quemado. Mas Levin estaba seguro de que el quemarse se debía a no haber tomado las precauciones que cien veces recomendara. Molesto, pues, reprendió con severidad al encargado.

En cambio, había una buena noticia: la de la cría de la «Pava», la magnífica vaca comprada en la feria.

–Dame el tulup, Kusmá –pidió Levin y dijo al encargado–: traiga una linterna; quiero ver la cría.

El establo de las vacas de selección estaba detrás de la casa. Levin se dirigió a través del patio por delante de un montón de nieve que se levantaba junto a unas lilas. Al abrir la puerta se sintió el caliente vaho del estiércol, y las vacas, sorprendidas por la luz de la linterna, se agitaron sobre la paja fresca. Destacó en seguida el lomo liso y ancho, negro con manchas blancas, de la vaca holandesa. «Berkut» , el semental, con el anillo en el belfo, estaba tumbado y pareció ir a incorporarse, pero cambió de opinión y se limitó a mugir profundamente dos veces cuando pasaron junto a él. La magnífica «Pava», grande como un hipopótamo, estaba vuelta de ancas, impidiendo ver la becerra, a la que olfateaba.

Levin examinó a la «Pava» y enderezó a la ternera que tenía la piel con manchas blancas, sobre sus débiles patas. La vaca, inquieta, mugió, pero, calmándose cuando Levin le acercó la cría, comenzó a lamerla con su áspera lengua. La becerra metía la cabeza bajo las ingles de la vaca, agitando la minúscula cola.

–Alumbra, Fedor, acerca la linterna –decía Levin contemplando a la ternera–. Es parecida a su madre, aunque con los colores del padre. ¡Es hermosa! Es grande y ancha de ancas. ¿Verdad que es muy hermosa, Basilio Fedorich? –dijo Levin al encargado, olvidándose, con la alegría que le causaba el buen aspecto de la ternera, del asunto del alforfón.

–¿Cómo podía ser de otro modo? –repuso el hombre–. ¡Oh!, he de decirle también que Semen, el mercader, vino al día siguiente de marchar usted. Tendré que discutir mucho con él, Constantino Dmitrievich. Le decía el otro día, a propósito de la máquina...

Aquella alusión introdujo a Levin en los pormenores de su economía, que era vasta y complicada. Pasó con el encargado al despacho y, tras discutir con él y con Semen, se fue al salón.

––––––––


XXVII

La casa era grande y antigua, y aunque Levin vivía solo la hacía calentar y la ocupaba toda. Era una casa absurda y errónea que estaba en pugna con sus nuevos planes de vida, lo veía bien; pero en aquella casa se encerraba para él todo un mundo: el mundo donde vivieron y murieron sus padres. Ellos habían llevado una existencia que a Levin le parecía la ideal y que él anhelaba renovar con su mujer y su familia.

Apenas recordaba a su madre. La evocaba como algo sagrado, y en sus sueños su esposa había de ser la continuación de aquel ideal de santa mujer que fuera su madre.

No sólo le era imposible concebir el amor sin el matrimonio, sino que incluso en sus pensamientos imaginaba primero la familia y luego la mujer que le permitiera crear aquella familia. De aquí que sus opiniones sobre el matrimonio fueran tan diferentes de las de sus conocidos, para quienes el casarse no es sino uno de los asuntos corrientes de la vida. Para Levin, al contrario, era el asunto principal y del que dependía toda su dicha. ¡Y ahora debía renunciar a ello!

Se sentó en el saloncito donde tomaba el té. Cuando se acomodó en su butaca con un libro en la mano y Agafia Mijailovna le dijo, como siempre: «Voy a sentarme un rato, padrecito» y se instaló en la silla próxima a la ventana, Levin sintió que, por extraño que pareciera, no podía desprenderse de sus ilusiones ni vivir sin ellas. Ya que no con Kitty, había de casarse con otra mujer. Leía, pensaba en lo que leía, escuchaba la voz del ama de llaves charlando sin parar, y en el fondo de todo esto, los cuadros de su vida familiar futura desfilaban por su pensamiento sin conexión. Comprendía que en lo más profundo de su espíritu se condensaba, se posaba y se formaba algo.

Oía decir a Agafia Mijailovna que Prójor, con el dinero que le regalara Levin para comprar un caballo, se dedicaba a beber, y que había pegado a su mujer casi hasta matarla. Levin escuchaba y leía, y la lectura reavivaba todos sus pensamientos. Era una obra de Tindall sobre el calor. Se acordaba de haber censurado a Tindall por la satisfacción con que hablaba del éxito de sus experimentos y por su falta de profundidad filosófica. Y de repente le acudió al pensamiento una idea agradable:

«Dentro de dos años tendré ya dos vacas holandesas. La misma "Pava" vivirá acaso todavía; y si a las doce crías de "Berkut" se añaden estas tres, ¡será magnífico!».

Volvió a coger el libro.

«Aceptemos que la electricidad y el calor sean lo mismo; pero ¿es posible que baste una ecuación para resolver el problema de sustituir un elemento por otro? No. ¿Entonces? La unidad de origen de todas las fuerzas de la naturaleza se siente siempre por instinto... Será muy agradable ver la cría de "Pava" convertida en una vaca pinta. Luego, cuando se les añadan esas tres, formarán una hermosa vacada. Entonces saldremos mi mujer y yo con los convidados para verlas entrar. Mi mujer dirá: "Kostia y yo hemos cuidado a esa ternera como a una niña". "¿Es posible que le interesen estos asuntos?", preguntará el visitante. "Sí; me interesa todo lo que le interesa a Constantino..." Pero, ¿quién será esa mujer?»

Y Levin recordó lo ocurrido en Moscú.

«¿Qué hacer? Yo no tengo la culpa. De aquí en adelante las cosas irán de otro modo. Es una estupidez dejarse dominar por el pasado; es preciso luchar para vivir mejor, mucho mejor»

Levantó la cabeza, pensativo. La vieja «Laska», aún emocionada por el regreso de su dueño, tras recorrer el patio ladrando, volvió, meneando la cola, introdujo la cabeza bajo la mano de Levin y, aullando lastimeramente, insistió en que la acariciase.

–No le falta más que hablar –dijo Agafia Mijailovna–. Es sólo una perra y sin embargo comprende que el dueño ha vuelto y que está triste.

–¿Triste?

–¿Piensa que no lo veo, padrecito? He tenido tiempo de aprender a conocer a los señores. ¿No me he criado acaso entre ellos? Pero ya pasará, padrecito. Con tal que haya salud y la conciencia esté sin mancha, todo lo demás nada importa.

Levin la miraba con fijeza, asombrado de que pudiera adivinar de aquel modo sus pensamientos.

–¿Traigo otra taza de té? –dijo la mujer.

Cogió el cacharro vacío y salió.

Levin acarició a «Laska», que persistía en querer colocar la cabeza bajo su mano. El animal se enroscó a sus pies, con el hocico apoyado en la pata delantera. Y, como en señal de que ahora todo iba bien, abrió la boca ligeramente, movió las fauces y, poniendo sus viejos dientes y sus húmedos labios lo más cómodamente posible, se adormeció en un beatífico reposo.

Levin había seguido con interés sus últimos movimientos.

–Debo imitarla –murmuró–. Haré lo mismo. Todo esto no es nada... Las cosas marchan como deben...

––––––––