Novelistas Imprescindibles - León Tolstoi

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XIX

Cuando Ana entró en el saloncito, halló a Dolly con un niño rubio y regordete, muy parecido a su padre, a quien tomaba la lección de francés. El chico leía volviéndose con frecuencia y tratando de arrancar de su vestido un botón a medio caer. La madre le había detenido la mano repetidas veces, pero él persistía en su intento. Al fin Dolly le arrancó el botón y se lo puso en el bolsillo.

–Ten las manos quietas, Gricha –dijo.

Y se entregó a su labor de nuevo. Hacía mucho tiempo que la había iniciado y sólo se ocupaba de ella en momentos de disgusto. Ahora hacía punto nerviosa, levantando los dedos y contando maquinalmente.

Aunque hubiera dicho el día antes a su marido que la llegada de su hermana nada le importaba, lo había preparado todo para recibirla y la esperaba con verdadera impaciencia.

Dolly estaba abatida, anonadada por el dolor. Recordaba, no obstante, que Ana, su cuñada, era la esposa de uno de los personajes más importantes de San Petersburgo, una grande dame de capital. A esta circunstancia se debió que Dolly no cumpliera lo que había dicho a su esposo y no se hubiera olvidado de la llegada de su cuñada.

«Al fin y al cabo, Ana no tiene la culpa», se dijo. «De ella no he oído decir nunca nada malo y, por lo que a mí toca, no he hallado nunca en ella más que cariño y atenciones.»

Era verdad que la casa de los Karenin, durante su estancia en ella, no le había producido buena impresión; en su manera de vivir le había parecido descubrir alguna cosa de falsedad. «Pero ¿por qué no recibirla?» , se decía. «¡Que no pretenda, al menos consolarme!» , pensaba Dolly. «En consuelos, seguridades para el futuro y perdones cristianos he pensado ya mil veces y no me sirven para nada.»

Durante todos esos días, Dolly había permanecido sola con los niños. No quería confiar a nadie su dolor y, sin embargo, con aquel dolor en el alma, no podía ocuparse de otra cosa. Sabía que no hablaría con Ana más que de aquello, y si por un lado le satisfacía la idea, por el otro le disgustaba tener que confesar su humillación y escuchar frases vulgares de tranquilidad y consuelo.

Dolly, que esperaba a su cuñada mirando a cada momento el reloj, dejó de mirarlo, como suele suceder, precisamente en el momento en que Ana llegó. No oyó, pues, el timbre, y cuando, percibiendo pasos ligeros y roce de faldas en la puerta del salón, se levantó, su atormentado semblante no expresaba alegría, sino sorpresa.

–¿Cómo? ¿Ya estás aquí? –dijo, besando y abrazando a su cuñada.

–Me alegro mucho de verte, Dolly.

–Y yo de verte a ti –repuso Dolly, con débil sonrisa, tratando de averiguar por el rostro de la Karenina si estaba o no informada de todo.

«Seguramente lo sabe» , pensó, viendo la expresión compasiva del semblante de su cuñada.

–Vamos, vamos; te acompañaré a tu cuarto –continuó, procurando retrasar el momento de las explicaciones.

–¿Es Gricha éste? ¡Dios mío, cómo ha crecido! –exclamó Ana, besando al niño, sin dejar de mirar a Dolly y ruborizándose. Y añadió–: Permíteme quedarme un rato aquí.

Se quitó la manteleta; luego el sombrero. Un mechón de sus negros y rizados cabellos quedó prendido en él y Ana los desprendió con un movimiento de cabeza.

–¡Estás rebosante de dicha y de salud! –dijo Dolly, casi con envidia.

–¿Yo? Sí... ¡Dios mío, ésa es Tania! Tiene la edad de mi Sergio, ¿no? –exclamó Ana, dirigiéndose a la niña, que entraba corriendo. Y, tomándola en brazos, la besó también–. ¡Qué niña tan linda! ¡Es un encanto! Anda, enséñame a todos los niños.

Le hablaba de los cinco, recordando no sólo sus nombres, sino su edad, sus caracteres y hasta las enfermedades que habían sufrido. Dolly no podía dejar de sentirse conmovida.

–Bien; vayamos a verles –dijo–. Pero Vasia está durmiendo; es una lástima.

Después de ver a los pequeños se sentaron, ya solas, en el salón, ante una taza de café. Ana cogió la bandeja y luego la separó.

–Dolly –empezó–, mi hermano me ha hablado ya.

Dolly, que esperaba oír frases de falsa compasión, miró a Ana con frialdad. Pero Ana no dijo nada en aquel sentido.

–¡Querida Dolly! –exclamó–. No quiero defenderle ni consolarte. Es imposible. Sólo deseo decir que te compadezco con toda mi alma.

Y tras sus largas pestañas brillaron las lágrimas. Se sentó más cerca de su cuñada y le tomó la mano entre las suyas, pequeñas y enérgicas. Dolly no se apartó, pero continuó con su actitud severa. Sólo dijo:

–Es inútil tratar de consolarme. Después de lo pasado, todo está perdido; nada se puede hacer.

Mientras hablaba así, la expresión de su rostro se suavizó. Ana besó la seca y flaca mano de Dolly y repuso:

–Pero ¿qué podemos hacer, Dolly?, ¿qué podemos hacer? Hay que pensar en lo mejor que pueda hacerse para solucionar esta terrible situación.

–Todo ha concluido y nada más –contestó Dolly–. Y lo peor del caso, compréndelo, es que no puedo dejarle; están los niños, las obligaciones, pero no puedo vivir con él. El simple hecho de verle constituye para mí una tortura.

–Querida Dolly, él me lo ha contado todo, pero quisiera que me lo explicases tú, tal como fue.

Dolly la miró inquisitiva. En el rostro de Ana se pintaba un sincero afecto, una verdadera compasión.

–Bien, te lo contaré desde el principio –decidió Dolly–. Ya sabes cómo me casé: con una educación que me hizo llegar al altar, no sólo inocente, sino también estúpida. No sabía nada. Dicen, ya lo sé, que los hombres suelen contar a las mujeres la vida que han llevado antes de casarse, pero Stiva... –y se interrumpió, rectificando–, pero Esteban Arkadievich no me contó nada. Aunque no me creas, yo imaginaba ser la única mujer que él había conocido... Así viví ocho años. No sólo no sospechaba que pudiera serme infiel, sino que lo consideraba imposible. Y, figúrate que en esta fe mía, me entero de pronto de este horror, de esta villanía... Compréndeme... ¡Estar completamente segura de la propia felicidad, para de repente... –continuaba Dolly, reprimiendo los sollozos–, para de repente recibir una carta de él dirigida a su amante, a la institutriz de mis niños! ¡Oh, no; es demasiado horrible!

Sacó el pañuelo, ocultó el rostro en él y prosiguió, tras un breve silencio:

–Aun sería justificable un arrebato de pasión. Pero engañarme arteramente, continuar siendo esposo mío y amante de ella. ¡Oh, tú no puedes comprenderlo!

–Lo comprendo, querida Dolly, lo comprendo... –dijo Ana, apretándole la mano.

–¿Y crees que él se hace cargo de todo el horror de mi situación? –siguió Dolly–. ¡Nada de eso! Él vive contento y feliz.

–Eso no –la interrumpió Ana vivamente–. Es digno también de compasión; el arrepentimiento le tiene abatido.

–Pero ¿crees que es capaz siquiera de arrepentimiento? –interrumpió Dolly, mirando fijamente a su cuñada.

–Sí. Le conozco bien y no pude menos de sentir piedad al verle. Las dos le conocemos. Él es bueno, pero orgulloso. ¡Y ahora se siente tan humillado! Lo que más me conmueve de él (Ana sabía que aquello había de impresionar a Dolly más que nada) es que hay dos cosas que le atormentan: primero, la vergüenza que siente ante sus hijos, y después que, amándote como te ama... Sí, sí, te ama más que a nada en el mundo –dijo Ana precipitadamente, impidiendo que Dolly replicase–. Pues bien, que amándote como te ama, te haya causado tanto daño. «¡No, Dolly no me perdonará!», me decía.

Dolly, pensativa, no miraba ya a su cuñada y sólo escuchaba sus palabras.

–Comprendo –dijo– que su situación es también terrible. Soportar esto es más penoso para el culpable que para el que no lo es, si se da cuenta de que es él el causante de todo el daño. Pero ¿cómo perdonarle? ¿Cómo seguir siendo su mujer, después que ella ...? Vivir con él sería un tormento para mí, precisamente porque le he amado.

Los sollozos ahogaron su voz.

No obstante, cada vez que se enternecía, y como si lo hiciera intencionadamente, la idea que la atormentaba volvía de nuevo a sus palabras:

–Ella es joven y guapa –continuó–. ¿No comprendes Ana? Mi juventud se ha disipado... ¿Y cómo? En servicio de él y de sus hijos. Le he servido, consumiéndome en ello, y ahora a él le es más agradable una mujer joven, aunque sea una cualquiera. Seguramente que ellos hablarían de mí; o tal vez no, y en este caso es todavía peor. ¿Comprendes?

Y el odio animó de nuevo su mirada.

–Después de eso, ¿qué puede decirme? Jamás le creeré. Todo ha concluido, todo lo que me servía de recompensa de mi trabajo, de mis sufrimientos... ¿Creerás que dar la lección a Gricha, que antes era un placer para mí, es ahora una tortura? ¿Para qué esforzarme, para qué trabajar? ¡Qué lástima que tengamos hijos! Es horrible, pero te aseguro que ahora, en vez de ternura y de amor, sólo siento hacia él aversión, sí, aversión, y hasta, de poder, te aseguro que llegaría a matarle.

–Todo lo comprendo, querida Dolly. Pero no te pongas así. Te encuentras tan ofendida, tan excitada, que no ves las cosas con claridad.

Dolly se calmó. Las dos permanecieron en silencio unos instantes.

–¿Qué haré, Ana? Ayúdame a resolverlo. Yo he pensado en todo y no veo solución.

Ana no podía encontrarla tampoco, pero su corazón respondía francamente a cada palabra, a cada expresión del rostro de su cuñada.

–Soy su hermana –empezó– y conozco bien su carácter: la facilidad con que lo olvida todo –e hizo un ademán señalando la frente–, la facilidad con que se entrega y con que luego se arrepiente. Ahora no imagina, no acierta a comprender cómo pudo hacer lo que hizo.

 

–Ya, ya me hago cargo –interrumpió Dolly–. Pero ¿y yo? ¿Te olvidas de mí? ¿Acaso sufro menos que él?

–Espera. Confieso, Dolly, que cuando él me explicó las cosas no comprendí aún del todo, el horror de tu situación. Le vi sólo a él, comprendí que la familia estaba deshecha y le compadecí. Pero después de hablar contigo, yo, como mujer, veo lo demás, siento tus sufrimientos y no podría expresarte la piedad que me inspiras. Pero, querida Dolly, por mucho que comprenda tus sufrimientos, ignoro, en cambio, el amor que puedas albergar por él en el fondo de tu alma. Si le amas lo bastante para perdonarle, perdónale.

–¡No...! –exclamó Dolly. Pero Ana la interrumpió cogiéndole la mano y volviendo a besársela.

–Conozco el mundo más que tú –dijo– y sé cómo ven estas cosas las gentes como Esteban. Tú crees que ellos hablarían de ti. Nada de eso. Los hombres así pecan contra su fidelidad, pero su mujer y su hogar son sagrados para ellos. Mujeres como esa institutriz son a sus ojos una cosa distinta, compatible con el amor a la familia. Ponen entre ellas y el hogar una línea de separación que nunca se pasa. No comprendo bien cómo puede ser eso, pero es así.

–Sí, sí, pero él la besaría y...

–Cálmate, Dolly. Recuerdo cuando Stiva estaba enamorado de ti, cómo lloraba recordándote, cómo hablaba de ti continuamente, cuánta poesía ponía en tu amor. Y sé que, a medida que pasa el tiempo, sentía por ti mayor respeto. Siempre nos reíamos cuando decía a cada momento: «Dolly es una mujer extraordinaria» . Tú eras para él una divinidad y sigues siéndolo. Esta pasión de ahora no ha afectado el fondo de su alma.

–¿Y si se repitiera?

–No lo creo posible.

–¿Le habrías perdonado tú?

–No sé, no puedo juzgar...

Ana reflexionó un momento y añadió:

–Sí, sí puedo, sí puedo. ¡Le habría perdonado! Cierto que yo me habría transformado en otra mujer, sí; pero le perdonaría, como si no hubiese pasado nada, absolutamente nada...

–Sí, así habría de ser –interrumpió Dolly, como si ya hubiera pensado en ello antes–; de otro modo, no fuera perdón. Si se perdona, ha de ser por completo... En fin, voy a acompañarte a tu cuarto –añadió, levantándose y abrazando a Ana–. ¡Cuánto me alegro de que hayas venido, querida! Siento el alma mucho más aliviada, mucho más aliviada.

––––––––


XX

Ana pasó el día en casa de los Oblonsky y no recibió a nadie, aunque algunos de sus conocidos, informados de su llegada, acudieron a verla.

Estuvo toda la mañana con Dolly y con los niños y envió aviso a su hermano para que fuera a comer a casa sin falta. «Ven –le escribió–. Dios es misericordioso.»

Oblonsky comió en casa, la conversación fue general y su esposa le habló de tú, lo que últimamente no sucedía nunca. Cierto que persistía la frialdad entre los esposos, pero ya no se hablaba de separación y Oblonsky empezaba a entrever la posibilidad de reconciliarse.

Después de comer llegó Kitty. Apenas conocía a Ana Karenina y llegaba algo inquieta ante la idea de enfrentarse con aquella gran dama de San Petersburgo de la que todos hablaban con tanto encomio. Pero en seguida comprendió que la había agradado. Ana se sintió agradablemente impresionada por la juventud y lozanía de la joven, y Kitty se sintió, en seguida, prendada de ella, como suelen prenderse las muchachas de las señoras de más edad. En nada parecía una gran dama, ni que fuese madre de un niño de ocho años. Cualquiera, al ver la agilidad de sus movimientos, su vivacidad y la tersura de su cutis, la habría tomado por una muchacha de veinte, de no haber sido por una expresión severa y hasta triste, que impresionaba y subyugaba a Kitty, que ensombrecía a veces un poco sus ojos.

Adivinaba que Ana era de una sencillez absoluta y que no ocultaba nada, pero adivinaba también que habitaba en su alma un mundo superior, un mundo complicado y poético que Kitty no podía comprender.

Después de comer, Dolly marchó a su cuarto y Ana se acercó a su hermano, que estaba encendiendo un cigarrillo.

–Stiva –le dijo jovialmente, persignándole y mostrándole la puerta con los ojos–. Ve y que Dios te ayude.

Él la comprendió, tiró el cigarro y desapareció detrás de la puerta.

Ana volvió al diván donde antes se hallara sentada, rodeada de los niños. Ya fuera porque viesen que la mamá apreciaba a aquella tía o porque sintieran hacia ella un afecto espontáneo, primero los dos mayores y luego los más pequeños, como sucede siempre con los niños, ya después de la comida se pegaron a sus faldas y no se separaban de ella. Entre los chiquillos surgió una especie de competencia para ver quién se sentaba más cerca de la tía, quién cogía primero su manita, jugaba con su anillo o, al menos, tocaba el borde de su vestido.

–Coloquémonos como estábamos antes –dijo Ana Karenina sentándose en su sitio.

Y de nuevo Gricha, radiante de satisfacción y de orgullo, pasó la cabeza bajo su brazo y apoyó el rostro en su vestido.

–¿Cuándo se celebra el próximo baile? –preguntó Ana a Kitty.

–La semana próxima. Será un baile magnífico y muy animado, uno de esos bailes en los que se está siempre alegre.

–¿Hay verdaderamente bailes en que se esté siempre alegre? –preguntó Ana con suave ironía.

–Aunque parezca raro, es así. En casa de los Bobrischev son siempre alegres y en la de los Nigitin también. En cambio, en la de los Mechkov son aburridos. ¿No lo ha notado usted?

–No, querida. Para mí ya no hay bailes donde uno esté siempre alegre –dijo Ana, y Kitty observó en los ojos de la Karenina un relámpago de aquel mundo particular que le había sido revelado–. Para mí sólo hay bailes en los que me siento menos aburrida que en otros.

–¿Es posible que usted se aburra en un baile?

–¿Por qué no había yo de aburrirme en un baile?

Kitty comprendió que Ana adivinaba la respuesta.

–Porque será usted siempre la más admirada de todas.

Ana, que tenía la virtud de ruborizarse, se ruborizó y dijo:

–En primer lugar, no es así, y aunque lo fuera, ¿de qué habría de servirme?

–¿Irá usted a este baile que le digo?

–Pienso que no podré dejar de asistir. Tómalo –dijo Ana, entregando a Tania el anillo que ésta procuraba sacar de si dedo blanco y afilado, en el que se movía fácilmente.

–Me gustaría mucho verla allí.

–Entonces, si no tengo más remedio que ir, me consolaré pensando que eso la satisface. Gricha, no me tires del pelo: ya estoy bastante despeinada –dijo, arreglándose el mechón de cabellos con el que Gricha jugaba.

–Me la figuro en el baile con un vestido lila...

–¿Y por qué precisamente lila? –preguntó Ana sonriendo–. Ea, niños: a tomar el té. ¿No oís que os llama miss Hull? –dijo, apartándolos y dirigiéndolos al comedor–. Ya sé por qué le gustaría verme en el baile: usted espera mucho de esa noche y quisiera que todos participaran de su felicidad ––concluyó Ana, dirigiéndose a Kitty.

–Es cierto. ¿Cómo lo sabe?

–¡Qué dichoso es uno a la edad de usted! –continuó Ana–. Recuerdo y conozco esa bruma azul como la de las montañas suizas, esa bruma que lo rodea todo en la época feliz en que se termina la infancia. Desde ese enorme círculo feliz y alegre parte un camino que va haciéndose estrecho, cada vez más estrecho. ¡Cómo palpita el corazón cuando se inicia esa senda que al principio parece tan clara y hermosa! ¿Quién no ha pasado por ello?

Kitty sonreía sin decir nada. «¿Cómo habría pasado ella por todo aquello? ¡Cómo me gustaría conocer la novela de su vida!», pensaba al evocar la presencia poco romántica de Alexis Alejandrovich, el marido de Ana.

–Sé algo de sus cosas –siguió la Karenina–. Stiva me lo dijo. La felicito. «Él» me gusta mucho. ¿No sabe usted que Vronsky estaba en la estación?

–¿Estaba allí? –dijo Kitty, ruborizándose–. ¿Y qué le dijo Stiva?

–Me lo dijo todo... Y yo me alegré mucho. Realicé el viaje en compañía de la madre de Vronsky. No hizo más que hablarme de él: es su favorito. Ya sé que las madres son apasionadas, pero...

–¿Qué le contó?

–Muchas cosas. Y desde luego, aparte de la predilección que tiene por él su madre, se ve que es un caballero. Por ejemplo, parece que quiso ceder todos sus bienes a su hermano. Siendo niño, salvó a una mujer que se ahogaba... En fin, es un héroe –terminó Ana, sonriendo y recordando los doscientos rublos que Vronsky entregara en la estación.

Pero Ana no aludió a aquel rasgo, pues su recuerdo le producía un cierto malestar; adivinaba en él una intención que la tocaba muy de cerca.

–Su madre me rogó que la visitara –dijo luego– y me placerá ver a la viejecita. Mañana pienso ir. Gracias a Dios Stiva lleva un buen rato con Dolly en el gabinete –murmuró, cambiando de conversación y levantándose algo contrariada, según le pareció a Kitty.

–¡Me toca a mi primero, a mí, a mí! –gritaban los niños que, concluido el té, se precipitaban de nuevo hacia la tía Ana.

–¡Todos a la vez! –respondió Ana, sonriendo.

Y, corriendo a su encuentro, los abrazó. Los niños se apiñaron en tomo a ella, gritando alegremente.

––––––––


XXI

A la hora de tomar el té las personas mayores, Dolly salió de su cuarto. Esteban Arkadievich no apareció. Seguramente se había ido de la habitación de su mujer por la puerta falsa.

–Temo que tengas frío en la habitación de arriba –dijo Dolly a Ana–. Quiero pasarte abajo; así estaré más cerca de ti.

–¡No te preocupes por mí! –repuso Ana, procurando leer en el rostro de su cuñada si se había producido o no la reconciliación.

–Quizá aquí tengas demasiada luz –volvió Dolly.

–Te he dicho ya que duermo en todas partes como un tronco, sea donde sea.

–¿Qué pasa? –preguntó Esteban Arkadievich, saliendo del despacho dirigiéndose a su mujer.

Ana y Kitty comprendieron por su acento que la reconciliación estaba ya realizada.

–Quiero instalar a Ana aquí abajo, pero hay que poner unas cortinas –respondió Dolly–. Tendré que hacerlo yo misma. Si no, nadie lo hará.

«¡Dios sabe si se habrán reconciliado por completo!», se dijo Ana, al oír el frío y tranquilo acento de su cuñada.

–¡No compliques las cosas sin necesidad, Dolly! –repuso su marido–. Si quieres, lo haré yo mismo.

« Sí, se han reconciliado» , pensó Ana.

–Sí: ya sé cómo –respondió Dolly–. Ordenarás a Mateo que lo arregle, te marcharás y él lo hará todo al revés.

Y una sonrisa irónica plegó, como de costumbre, las comisuras de sus labios.

«La reconciliación es completa» , pensó ahora Ana. «¡Loado sea Dios!»

Y, feliz por haber promovido la paz conyugal, se acercó a Dolly y la besó.

–¡Nada de eso! ¡No sé por qué nos desprecias tanto a Mateo y a mí! –dijo Esteban Arkadievich a su mujer, sonriendo casi imperceptiblemente.

Durante toda la tarde, Dolly trató a su marido con cierta leve ironía. Esteban Arkadievich se hallaba contento y alegre, pero sin exceso, y pareciendo querer indicar que, aunque perdonado, sentía el peso de su culpa.

A las nueve y media la agradable conversación familiar que se desarrollaba ante la mesa de té de los Oblonsky fue interrumpida por un hecho trivial y corriente, pero que extrañó a todos. Se hablaba de uno de los amigos comunes, cuando Ana se levantó rápida a inesperadamente.

–Voy a enseñaros la fotografía de mi Sergio ––dijo con orgullosa sonrisa maternal–. La tengo en mi álbum.

Las diez era la hora en que generalmente se despedía de su hijo y hasta solía acostarle ella misma antes de ir al baile. Y de repente se había entristecido al pensar que se hallaba tan lejos de él, y hablasen de lo que hablasen su pensamiento volaba hacia su Sergio y a su rizada cabeza, y el deseo de contemplar su retrato y hablar de él la acometió de repente. Por eso se levantó y, con paso ligero y seguro, fue a buscar el álbum donde tenía su retrato.

 

La escalera que conducía a su cuarto partía del descansillo de la amplia escalera principal en la que reinaba una atmósfera agradable.

Al salir del salón se oyó sonar el timbre en el recibidor.

–¿Quién será? –dijo Dolly.

–Para venir a buscarme es muy pronto, y para que venga gente de fuera, es muy tarde –comentó Kitty. .

–Será que me traen algún documento ––dijo Esteban Arkadievich.

Mientras Ana pasaba ante la escalera principal, el criado subía para anunciar al recién llegado, que estaba en el vestíbulo, bajo la luz de la lámpara. Ana miró abajo y, al reconocer a Vronsky, un extraño sentimiento de alegría y temor invadió su corazón. El permanecía con el abrigo puesto, buscándose algo en el bolsillo.

Al llegar Ana a la mitad de la escalera, Vronsky miró hacia arriba, la vio y una expresión de vergüenza y de confusión se retrató en su semblante. Ana siguió su camino, inclinando ligeramente la cabeza.

En seguida, sonó la voz de Esteban Arkadievich invitando a Vronsky a que pasara, y la del joven, baja, suave y tranquila, rehusando.

Cuando volvió Ana con el álbum, Vronsky ya no estaba allí, y Esteban Arkadievich contaba que su amigo había venido sólo para informarse de los detalles de una comida que se daba al día siguiente en honor de una celebridad extranjera.

–Por más que le he rogado, no ha querido entrar –dijo Oblonsky–. ¡Cosa rara!

Kitty se ruborizó, creyendo haber comprendido los motivos de la llegada de Vronsky y su negativa a pasar.

«Ha ido a casa y no me ha encontrado», pensó, «y ha venido a ver si me hallaba aquí. Pero no ha querido entrar por lo tarde que es y también por hallarse Ana, que es una extraña para él».

Todos se miraron en silencio. Luego comenzaron a hojear el álbum.

Nada había de extraordinario en que un amigo visitase a otro a las nueve y media de la noche para informarse sobre un banquete que había de celebrarse al día siguiente; pero a todos les pareció muy extraño, y a Ana se lo pareció más que a nadie, y aun le pareció que el proceder de Vronsky no era del todo correcto.

––––––––