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El Campesino Puertorriqueño

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MEDIOS DE MEJORAR SUS CONDICIONES INTELECTUALES

Cultivar las facultades intelectuales, instruir: hé aquí el gran afán de los pensadores modernos; hé aquí el único medio de mejorar, mejor aun, de cambiar favorablemente las condiciones intelectuales de la familia rural borinqueña.

La enseñanza: esa es la palanca que ha de remover la ignorancia del campesino. El maestro de escuela: ese es el que ha de aplicar el remedio al mal que lamentamos. El gobierno es el llamado á interesarse sinceramente en el progreso de la educación. Le debe esta reparación al pueblo puertorriqueño; tiene con él contraída una deuda intelectual, y sólo puede pagársela favoreciendo por todos los medios la enseñanza; factor el más poderoso de la educación individual y social de nuestra época.

"Si la enseñanza primaria es necesaria á la niñez, si es un hecho indiscutible que un pueblo se encontrará más próximo á su perfeccionamiento cuanto mayor sea el número de sus indivíduos que adquieran los rudimentos del saber, es indudable que por esta sóla circunstancia el nuestro se encuentra todavía muy distante del término deseado."9

El mal está terminantemente expresado. El remedio lo precisa otro autor en las siguientes líneas:

"Abandonemos la indiferencia que nos consume. Hora est jam nos de somno surgere. Pidamos luz, pero pidámosla ámplia como la del sol que ilumina con sus rayos todo el organismo universal. Procuremos que luzca sus facetas el diamante pulimentado, mas sin despreciar por eso el cuarzo modestísimo. La suntuosidad del mármol no aminora la utilidad de la arcilla. Rindamos culto á la ciencia en sus más supremas manifestaciones, pero no olvidemos que las escuelas elementales son aun una palabra hueca para la mayoría de nuestra población. Solicitemos que esas escuelas extiendan su regenerador influjo hasta el predio rústico: caiga el refrigerante rocío de la instrucción en la agotada inteligencia de la mujer campesina."10

Cierto; ese es el remedio: la escuela elemental prodigada y la escuela elemental para la mujer con preferente cuidado. Hora es ya de salir de nuestro sueño, hora es de que administración y administrados coadyuvemos á plantear la educación elemental; hora es ya de que padres del pueblo y padres de familia nos amparemos en brazos de la educación, como refugio de salvación para un pueblo que yace en la oscuridad; que si la administración dispone de amplios elementos para derrotar la ignorancia, el más modesto esfuerzo individual puede, por su parte, disminuirla, llevando el pan del saber lo mismo á los hijos que á los sirvientes y braceros. Cada criado que en los ratos de ocio aprende á leer es un sér que se eleva y elevará á su familia.

¿Cómo debe ser esta educación? "Es más complicado – pero mucho más – de lo que parece, organizar un sistema de enseñanza que aspire á dirigir la educación nacional," ha dicho uno de los pensadores modernos que con mayor lucidez han tratado esta cuestión en nuestros tiempos, D. Francisco Giner, el cual se expresa en los siguientes términos: "Sigue nuestra enseñanza el impulso de las ideas reinantes. Según esta se halla concedida, organizada y desempeñada como una mera función intelectual, ó sea que atienda á la inteligencia del alumno tan sólo, no á la integridad de la naturaleza ni á despertar las energías radicales de su sér, ni á corregir la formación de sus sentimientos, de su voluntad, de su ideal, de sus aspiraciones, de su moralidad y de su carácter." La clase de educación que nosotros desearíamos es precisamente la opuesta. Nosotros querríamos pedagogos que tuviesen una idea exacta de la naturaleza humana para no perturbarla inútilmente, pedagogos que despertaran en el alma del alumno todas sus energías, y dirigiesen sus sentimientos, su voluntad, su ideal, sus aspiraciones, su moralidad, su carácter; así nos satisface la educación elemental.

Esta es la que solicitamos para nuestros campesinos precisamente, porque nadie está más necesitado que él de que se mejoren todas esas facultades que la educación debe cultivar.

Por fortuna los ilustrados profesores de la Isla lo comprenden también así, y es probable que dentro de plazo breve notemos los resultados de sus trabajos.

¿Á cuál de los dos sexos convendría educar ántes? Suponiendo que por este concepto – el del sexo – pudieran existir preferencias, desde luego nos decidiríamos por la enseñanza de las niñas; pero como creemos que ambos sexos tienen igual derecho á la instrucción, y en los distritos rurales de Puerto Rico ambos sexos están igualmente necesitados de ella, se nos ocurre que, á imitación de los Estados Unidos del Norte – como ya ha demostrado el ántes citado autor de La Campesina – podrían las escuelas mixtas salvar todas las dificultades. Agrupemos los niños de ambos sexos bajo la dirección de la mujer "teniendo confianza en la naturaleza humana;" demos á esta educación un carácter racional y práctico, y la base de nuestro perfeccionamiento será sólida.

La mujer es la llamada á salvar á la sociedad educándose y sirviendo á la vez de preceptora; "los profesores más escogidos fracasan frecuentemente, donde una yankee realiza prodigios. La infancia pertenece á la mujer," ha dicho Laboulaye. Apliquemos el conocimiento de esta verdad y nos habremos salvado.

Desearíamos ver la educación en manos de la mujer. Como Juan Jacobo Rousseau, creemos que "la primera educación es la más importante y esta pertenece indudablemente á las mujeres. Eduquemos mujeres y hagamos que esa educación sea tan ámplia que le permita desempeñar cumplidamente las sagradas obligaciones de la maternidad que no se limitan á cuidar y alimentar á sus hijos, sino que tienen por principal objeto la educación de los mismos."11

Cuando este ideal se realice, cuando la madre esté bastante instruida para cumplir con el noble encargo de alimentar la inteligencia de su hijo como le alimenta el estómago con el blanco y nutritivo néctar de sus pechos, entónces, como ha dicho Emilio de Gerardín, el maestro de instrucción primaria desaparecerá y será felizmente reemplazado por la madre.

Además de la instrucción general de que tan necesitado está el campesino, urge la enseñanza elemental agrícola en las escuelas primarias. No se puede prescindir de ella, tratándose de establecimientos de enseñanza para las clases rurales, so pena de que la educación sea deficiente. Esto aparte de la escuela de agricultura más ó ménos modesta, pero en donde se instruya á la juventud con arreglo á los modernos adelantos de la ciencia agronómica, á fin de que sea capaz de comprender las ventajas que reportaría á la explotación de la tierra el abandono de las prácticas rutinarias. La educación de peritos agrónomos, de capataces de cultivo, etc., es tan necesaria como la de obreros agrícolas. De poco valdrían los rudimentos de agricultura enseñados al obrero en las escuelas elementales, si dejamos en la ignorancia de aquella ciencia á las personas llamadas á dirigirlos.

Sólo llevando á los campos gente capaz de comprender el adelantamiento de la agricultura á beneficio de la Ciencia, lograremos sacar á las industrias y demás manifestaciones agrícolas del atraso en que se encuentran.

Escuelas, escuelas para niñas, profesoras instruidas, madres educadas, agricultores inteligentes, hé aquí los medios de mejorar las condiciones intelectuales del campesino y su familia.

Una dificultad que no podemos ocultar ofrece la propagación de la enseñanza en nuestro suelo, y consiste en la diseminación en que viven nuestros campesinos. Alemania, acaso sin tener en grado tan alto este inconveniente, tiene los profesores ambulantes que llenan, en la medida de lo posible, su misión civilizadora.

Nos parece que oimos decir á alguien: "Los presupuestos están muy recargados á causa de las escuelas que se han creado, y aun se pide más; esto sería la ruina." Desengáñense los espíritus timoratos que ven las cosas por ese lado: lo que no se emplea en escuelas se gasta en cárceles y en presidios; y cuanto dinero se emplea en propagar la instrucción es como si se diese con interés usurario á la sociedad, que, educada, renumera espléndidamente, desarrollando todas sus fuentes de producción, dormidas mientras reina la ignorancia.

Como todo cuanto tienda á facilitar la instrucción ha de ser beneficioso al mejoramiento del campesino, el procurar por medios racionales su agrupamiento en aldeas es una idea feliz, de la cual trataremos más adelante: el cumplimiento de los preceptos de la enseñanza obligatoria por parte de las autoridades locales, es una necesidad con cuya falta no se debería transigir, pues para algo se han dictado. Si las escuelas públicas no pueden admitir mayor número de alumnos del que hoy asiste á ellas, no hay más remedio que multiplicar las escuelas; eso sí, que se emplée el dinero bien, es decir, que cada maestro cumpla con las obligaciones de su grandioso ministerio, y todo lo demás es secundario.

 

CONDICIONES MORALES

Llegamos á la parte más escabrosa, para nosotros, del tema que venimos desarrollando. Como hombres imparciales tenemos que exponer nuestras observaciones tales como nos impresionan; como puertorriqueños sentiremos, más de una vez, abordar las delicadas cuestiones de moral relacionadas con nuestros campesinos, pues si en lo que respecta á condiciones físicas é intelectuales hemos encontrado deficiencias lamentables, no son menores las que hallamos respecto de moralidad.

Entremos, sin embargo, en el asunto. Reviste de por sí sobrada importancia el cumplimiento del deber y el ejercicio del derecho, actos que compendian la vida moral del hombre, para excusarnos de estudiar el jíbaro en cuanto se relaciona con tan interesante materia.

Empezaremos por el análisis de los deberes para con Dios.

La creencia en Dios es general entre los campesinos; puede asegurarse que en nuestros campos no es conocido el ateísmo; pero por desgracia abundan los errores en lo referente á los atributos del Sér Supremo. Existe confusión en el modo de apreciar sus cualidades, á causa, sin duda, del poco desarrollo intelectual que hemos reconocido en nuestra gente de campo. La naturaleza divina del Omnipotente no es concebida con bastante pureza. Reconocen, es cierto, la existencia de un Sér Superior, pero suelen atribuirle cualidades humanas que desdicen de la majestuosa grandeza con que debieran comprenderle, concepción hasta la cual no es extraño que no se eleve la gente ruda, cuando vemos á menudo que personas algo más educadas atribuyen al Hacedor caractéres que tienen más de humanos que de divinos.

En los asuntos del culto, hemos de decir que el campesino, aunque católico, se muestra indiferente hacia ciertas prácticas, reconocidas como esenciales dentro del catolicismo, mientras dedica escrupulosa atención á otras que no lo son tanto. Así, por ejemplo, quizá se apresure á ofrecer un ex voto á alguna imagen de su devoción, mientras deje de cumplir con algunos de los sacramentos; apréndese de memoria oraciones que pueden calificarse de ridículas, y quizás no sabe el sencillo Padre Nuestro.

Algunos de sus actos piadosos revisten formas supersticiosas, y en sus oraciones suele pedir á Dios ó á los santos mercedes que sólo pueden disculparse por la ignorancia del peticionario. Quién guarda cuidadoso una oración, á guisa de amuleto, contra las enfermedades ó el mal de ojo; quién pide con fervor al cielo que Santa Lucía ciegue á tal ó cual persona, ó bien alguna otra majadería indigna de la atención Suprema. Que el necesitado dirija sus plegarias á lo alto es tan natural, como absurdo es pretender cambiar las leyes de la naturaleza en provecho propio. Orar es útil y consolador para el creyente: útil, porque es un tributo dirigido á Dios; consolador, porque aviva la esperanza en la adversidad; pero la oración y su objeto deben estar purificados de todo lo que no sea racional y digno.

Se vé que el jíbaro es católico, pero carece de una instrucción religiosa que le ayude á dar cumplimiento debido á sus obligaciones de tal, y á esto se debe lo poco diligente que se muestra para el matrimonio, la manera con que celebra las fiestas, el carácter profano que revisten sus fiestas de cruz, su creencia en hechizos, mal de ojo, brujerías, la veneración y confianza algo gentílica que profesa á tal imagen, medalla, escapulario ú otras cosas, más ó ménos absurdas, formas de culto que la sana razón rechaza, pero que prosperan entre los infelices á quienes no ha llegado hasta la fecha el pan intelectual.

Cuando se advierte esta falta, y se considera que el campesino ha vivido casi aislado y en roce con una raza, como la africana, portadora de ciertas creencias, no extraña esta confusión en materia religiosa. Añádase á esto una imaginación fantaseadora, y nos explicaremos perfectamente cómo el espiritismo (cuyo valor no discutimos, pero que bajo la forma algo quimérica en que se propaga entre el vulgo nos parece que no resiste un exámen sério), encuentre adeptos entre esas masas que por su orígen, leyes y costumbres debieran ser depositarias escrupulosas de la doctrina católica, única legal durante largos años en este territorio, pero en la cual están indudablemente poco ó nada instruidos nuestros jíbaros.

En la crísis actual que atraviesan todos los pueblos cultos, en cuanto á las creencias religiosas, es más que nunca necesario que el que se llame católico, así pertenezca á la clase ménos acomodada, pueda ostentar su fé despojada de todo error ó absurdo que la debilite ante los ojos de los que no profesan el mismo culto y ante el propio exámen; pues aun para el hombre ménos instruido llega un dia en que desea encontrar el fundamento de ciertas cosas, y entónces corren igual riesgo las creencias verdaderas y las falsas, por estar acompañadas las primeras de superfluidades que á nada conducen ni aportan un ápice al mejoramiento moral del indivíduo.

Después de los deberes para con Dios vienen, en el órden natural, los deberes del hombre para consigo mismo, y como primordial el perfeccionamiento de sus facultades; pero como no es dable exigir el cumplimiento de un deber cuando se desconoce, y desconocida tiene que ser para el jíbaro semejante prescripción, toda vez que su incultura es notoria, de aquí que no hagamos sino señalar el hecho, sin inculpar al campesino por su indiferencia hacia todo cuanto se relaciona con su mejoramiento.

Su inteligencia inculta, su voluntad, educada en un medio más apropiado para debilitarla que para favorecerla; en una palabra, el cultivo de sus facultades todas, abandonado ó mal dirigido, han debido conducir al campesino á esa falta de emulación, á ese abatimiento moral que en él se advierte.

El deber de conservar la vida es universalmente reconocido: el suicidio es un acto reprobado que no tiene explicación más satisfactoria que un profundo trastorno de las facultades humanas, un desorden patológico durante el cual el raciocinio perturbado deja al hombre inerme contra el vértigo que lo impulsa hacia la sima de su aniquilamiento. No nos dice la estadística que exista entre los campesinos puertorriqueños mayor número de suicidas que entre los demás grupos sociales.

Es innegable que el hombre de campo de Puerto Rico no atiende á sus necesidades corporales como es debido. No es á él á quien hay que predicar la templanza en las comidas, sino que, por el contrario, será preciso convencerle de la necesidad en que está de alimentarse mejor; pero no hay que atribuir esto á una tendencia contraria á la conservación de la vida, sino á las ventajas que encuentra en ser sóbrio y al abuso, posible en este clima, de una sobriedad á que le predispone la raza, las condiciones climatológicas y las circunstancias que le rodean; pues no cabe duda que cuando el trabajo no produce al hombre lo suficiente y no puede forzar la cantidad de labor más allá de ciertos límites, si vé que la vida se le sostiene con una alimentación escasa, á ella se atiene, exagerando esta ventaja en perjuicio de la economía, y haciendo de la alimentación defectuosa regla ó costumbre invariable.

Reconocen todos los moralistas el derecho del hombre á repeler las agresiones injustas, á defenderse contra los obstáculos dañosos á su persona, en virtud de la potestad indiscutible que á todos nos asiste de mirar por nuestro bien y de conservar la vida; el ejercicio de este derecho no es indiferente al jíbaro: él sabe y tiene brios para rechazar los ataques injustificados, pero por lo general se muestra prudente contra los agresores, si son estos de los privilegiados por la fortuna ó la posición oficial; frente á otro campesino ó convencido de que por la justicia le será reconocido el derecho que tuvo de atender á su propia defensa, procederá con valentía y resolución.

Frecuentes son entre los jíbaros los combates singulares y privados, á los que dan á menudo cierta forma caballeresca, puesto que hasta precede á la lucha la designación de hora y sitio. Tienen estas luchas algo del duelo, adoptado aun en nuestro siglo por la gente culta; que en medio de los campos como en las ciudades, el hombre, ante ciertas deficiencias jurídicas, prefiere confiar á su propio esfuerzo ántes que á la autoridad pública el castigo de las injurias, sometiéndose á una costumbre inmoral á todas luces y de la cual resultan muchísimas desgracias sin satisfacer casi nunca al ofendido.

Pasemos al tercer grupo de los que constituyen la vida moral del hombre; á los deberes para con sus semejantes. Suele el jíbaro no mostrarse muy escrupuloso en cuanto se relaciona con algunos deberes nacidos del amor al prójimo; creemos que no tiene una idea clara del valor de ciertos actos, dado el poco respeto que aparenta profesar á la propiedad ajena cuando se trata de cosas de poco precio. Sin que esto quiera decir que el robo no sea un acto repulsivo para la generalidad de los campesinos, reconocemos que el concepto del dominio estable privado no parece que lo extiendan á aquellas cosas que por causa de la facilidad con que se producen valen poco; así, entendemos que un jíbaro no cree violar ningún derecho cuando se apropia un ave de corral, un racimo de plátanos ú otra pequeñez, que no por serlo deja, sin embargo, de ser propiedad ajena y por lo tanto nos está vedado utilizarla sin consentimiento de su dueño, ó si lo cree, no es porque esté convencido de que practica un acto reprobado, sino porque sabe que si le sorprenden le castigan. Seguramente no todos los jíbaros profesan este comunismo, pero sí hay muchos que no muestran escrúpulo en practicarlo, ya en esta forma, ya tomando á préstamo dinero sin intención de pagar la deuda ó bien comprando algo cuyo importe no satisfacen. Digamos de paso que estos defectos morales, en lo que se refiere á la falta de formalidad en los tratos principalmente, no son del todo exclusivos del campesino, sino que se encuentran harto generalizados en todo el país.

Esta falta de respeto á los bienes ajenos la manifiesta el campesino también cuando se quiere vengar de alguna ofensa; entónces suele mutilar algún animal de la propiedad de su enemigo; si bien en este caso la intención del hecho no es obtener un beneficio, sino la satisfacción del pesar que ha de producir á su enemigo perjudicándole en sus bienes.

Los homicidios, las heridas, las lesiones corporales son delitos que se encuentran en la familia rural como en todas partes, pero no hay en el jíbaro inclinación hacia estos actos reprobados; al contrario, el carácter general del campesino es dulce, inofensivo, y muéstrase ántes inclinado al perdón de la ofensa que al asesinato para vengarla.

En cuanto á sus costumbres, principalmente en lo que afecta á la familia, de la cual trataremos más adelante, existen vicios que nada tienen de la sencillez bucólica, cantada por los poetas de otro tiempo.

Los deberes de humanidad, en cambio, son perfectamente cumplidos por nuestro campesino. En este particular llega hasta lo sublime; el jíbaro no tiene nada suyo cuando se trata de ejercer la caridad. El forastero hallará la hospitalidad más ámplia en el humilde bohío, aun cuando se trate de un desconocido y á veces de un enemigo; la familia del campesino puertorriqueño obsequiará con cuanto tiene al huesped que llama á su puerta, sin interés alguno; cuando se trata de remediar una necesidad, de salvar de un peligro á alguien, de servirle en casos de enfermedad, ninguna consideración detiene á nuestros jíbaros, ni aún los perjuicios que de ello puedan resultarles. ¡Ojalá que su moralidad pudiera medirse en todas ocasiones por la expresión de estos generosos sentimientos tan desarrollados en su corazón!

Al examinar en sus bases constitutivas la familia rural borinqueña, nos vienen, desde luego, á la memoria las frases que con motivo de este delicado asunto dijo el señor conde de Caspe, siendo Gobernador de esta Provincia:

"Completamente diseminada la población rural en chozas aisladas, falta de toda instrucción religiosa y de freno moral, sin que la eficacia del Sacramento ni la sanción de la ley vengan á legitimar muchas uniones, más ó ménos duraderas, creadas sobre la sóla y deleznable base del apetito sensual, puede decirse en verdad que la familia de los campos de Puerto Rico no está moralmente constituida."

Triste es tener que confesar que la aserción del gobernante no carece de exactitud. Si la sociedad conyugal se ha de fundar en la unión, legitimada en alguna forma, del hombre y la mujer; si el matrimonio es el lazo que resulta del contrato legítimo que une por vida á los cónyuges; si ha de representar la perfecta fusión en uno sólo de dos séres que se complementan física y moralmente, la familia, en tésis general, no está constituida en los campos puertorriqueños.

 

¡Y á cuán tristes consideraciones se presta semejante estado de cosas!

Como dice Samuel Smiles, tratando de la familia, "de esa fuente, pura ó impura, emanan los principios y las máximas que gobiernan en la sociedad. La familia es la primera y la más importante escuela del carácter; y en el seno de ella es donde todo sér humano recibe su mejor ó su peor educación moral."

Véase, pues, cuánto importa que la familia esté constituida sobre bases regulares; que reine en ella estricta moralidad; que el hogar doméstico sea arca de los puros afectos, que despierta esa necesidad ineludible de amar que solicita á todos los séres creados, y no templo del brutal sensualismo que enerva y envilece los caractéres.

Sin negar que el amor se rebela, en determinados casos, contra todas las conveniencias sociales, instituir la excepción en regla general de conducta sería una aberración; por otra parte, es sabido que el sentimiento amoroso regulado y sostenido por principios morales, no sólo ejerce influencia benéfica sobre la sociedad, sino también sobre el indivíduo; y no ya en la esfera de la moralidad, sino que su acción se extiende hasta lo físico. En ambos conceptos hay que convenir en que el Cristianismo ha trazado admirablemente las condiciones que debe reunir la familia; condenando la poligámia, el concubinato y el adultério, execrando la sensualidad, ha hecho respetable el hogar cristiano; declarando á la mujer la compañera y no la hembra del hombre, la ha restituido al rango que sociedades ménos perfectas le habían negado.

Ahora bien, desde el momento en que por uno ú otro motivo el hombre menosprecia esas condiciones, incurre en un error moral que redunda en su desprestigio; cuando el error se encuentra generalizado, hasta perturba el progreso social. Á esa trasgresión en la moral de la familia, hay que atribuir algunos de los males físicos, intelectuales y morales que mantienen en una languidez sensible á una parte importante de la sociedad á que nos referimos; porque no es exagerado decir que en nuestros campos, principalmente, existe gran despreocupación en ese particular. Colocado el jíbaro en medio de una naturaleza exuberante de vida, aislado, ignorante, una vez que su instinto genésico despierta satisface su afectividad con la misma llaneza que los séres que le rodean entonan de contínuo esos himnos de amor que renuevan la vida por doquiera.

Tal despreocupación no es siempre hija del desenfreno; no es el descaro del vicio quien la produce en todas las ocasiones, sino más bien el desconocimiento del valor moral que el acto de la reproducción tiene, según se llene dentro ó fuera de las reglas que la sociedad actual acata. Hay un cierto infantilismo, sobre todo en la mujer, semejante al que debió reinar en los primeros tiempos de la vida humana, cuando el deseo de la propagación de la especie era lo único que regía en los impulsos amatorios. Sin pasarnos por la mente el disminuir la gravedad del mal que estudiamos y somos los primeros en deplorar, creemos que en justicia puede interpretarse del modo expresado la corruptela que sobre este punto existe en nuestro país, país que, sin duda alguna, por sus condiciones climatológicas, predispone al desarrollo temprano y fogoso de las pasiones.

No, no es impudencia lo que en la mujer jíbara hace que sea madre sin ser esposa, pues la gran mayoría de estas madres solteras jamás llega á prostituirse, sino que lleva una vida marital que en nada mejora sus condiciones de pobreza. Por mucha que sea su miseria tampoco abandona al hijo, y esto es también una prueba de que su corazón no está viciado por la impudicia, como podría deducirse de la facilidad con que se rinde á los galanteos. Conviene dejar sentados estos particulares, que en concepto nuestro establecen alguna diferencia entre el concubinado de algunas jíbaras y el amancebamiento vulgar.

En el hombre hay que reconocer que el sensualismo juega no escaso papel en estas uniones libres, pues á menudo le vemos, casado ó soltero, sosteniendo una ó más concubinas, y hay quien mantiene bajo el mismo techo esposa y querida: que á tal extremo ha llegado el espantoso desbarajuste moral que reina en esta sociedad tan minada por la falta de educación como por la sobra de influencias depresivas en que ha venido desarrollándose. Es cosa que á nadie que haya meditado un poco acerca de este asunto puede ocultarse: muchos son los elementos que han determinado en el jíbaro de ambos sexos este desquiciamiento que á fuerza de generalizarse ya no sorprende sino á los forasteros; todo el que no habita en el país, tiene por necesidad que impresionarse ante el espectáculo de un amor libre que aquí, por la fuerza de la costumbre, miramos sin que nos alarme.

Un observador que no sea superficial podrá no obstante distinguir en el fondo de este cuadro poco halagüeño, algo que le diga: no estoy viendo sacerdotisas de una prostitución vil é interesada, sino á mujeres sin cultura moral ni intelectual, que aceptan, sin escrúpulos ni preocupaciones, el papel que la naturaleza les ha asignado en la perpetuación de la especie; que obedecen á esa ley poderosa que aproxima los sexos, ley cuyo cumplimiento sólo la educación podría regular debidamente: que como ha dicho con su acierto acostumbrado, nuestro aplaudido escritor D. Salvador Brau, "en estas uniones ilícitas, si bien una parte corresponde al vicio, entra por mucho en ellas la ignorancia."

Volviendo ahora á los matrimonios legítimos, que sin duda existen en el campo, y á los deberes mútuos de los esposos, diremos que la fidelidad conyugal es respetada, hablando en tésis general, por la mujer; ella sabe guardar la fé jurada, someterse á la voluntad del marido y cumplir, hasta el sacrificio, con las obligaciones domésticas. No así el hombre, más despreocupado de ordinario tanto en lo de ser fiel á su compañera como en procurarla lo necesario para la vida; pues por desgracia, ya porque mantiene más de una casa, ya porque el vicio del juego suele dominarle, es harto común que en muchos bohíos reine escasez y hasta miseria.

Unida á la sociedad conyugal está la sociedad paterna, cuyo objeto es la educación de los hijos. Entre nuestros campesinos, el cumplimiento de este deber se resiente de las deficiencias paternas de que venimos dando cuenta. Los padres cuidan de sus hijos, los alimentan y visten aunque imperfectamente, como lo hacen consigo mismo; pero respecto á instrucción, ni siquiera piensan que sus criaturas la necesiten: es un deber que nadie cumplió con ellos y que desconocen por completo.

Cuando el vínculo del matrimonio se halla relajado ó está sustituido por el concubinato, hay que lamentar además de la carencia del pan intelectual, el ejemplo de inmoralidad dado por los padres á tiernos séres necesitados, más que de otra cosa, de ver en el hogar costumbres puras que le preparen convenientemente para su entrada en la vida social, á donde no podrán ménos de llevar las mismas ideas que por el ejemplo adquirieron en la casa paterna.

En general las madres puertorriqueñas suelen mostrarse algo débiles en la dirección de sus hijos, pero en las campesinas esta debilidad raya en abandono ante los caprichos infantiles; y es que el carácter del amor materno tiene en ellas mucho de instintivo, y tal cariño no es suficiente para llenar los deberes de la maternidad, pues para algo le ha sido dada al hombre la inteligencia. Una mujer inculta querrá á sus hijos tanto como otra cuya inteligencia haya sido cultivada, pero esta le aventajará en conocer las leyes por que debe guiarse para dirigir el desarrollo físico y moral de su familia, y por virtud de sus aptitudes librará de una muerte temprana á su hijo y le preparará para que en su espíritu se vayan infiltrando las virtudes que cuando hombre le han de valer la consideración de sus semejantes.

En cuanto se refiere á los deberes de los hijos para con sus padres, hemos de decir que los casos de ingratitud hacia los beneficios y el amor paternos son raros. Los hijos de los campesinos son de ordinario de buena índole y profesan á sus padres el respeto y cariño que les es debido.

Réstanos apuntar algo acerca de las relaciones del jíbaro con las personas á quienes sirve. Cuando el campesino se decide á prestar sus servicios, lo hace con buena voluntad; pero en honor de la verdad no se impone la obligación de ser estricto cumplidor de lo convenido, ni se afana por los objetos confiados á su custodia; trabaja y lo hace como pocos obreros, si se tiene en cuenta su insuficiente alimentación, pero mantiene una cierta independencia que á veces se traduce en falta de asistencia al trabajo á que se comprometió, y esto sin más razón que los impulsos de su voluntad. Mucho se ha hablado de la holgazanería del jíbaro, pero nadie ha demostrado que tal vicio sea tan general como se ha pretendido injustamente, siendo por el contrario fácil de probar que la generalidad ama el trabajo mucho más de lo que sería de esperar, dadas las condiciones en que ha vivido ese pobre hombre abandonado durante siglos á sus instintos en un clima enervante, como lo es el de nuestro país, y sin tener acerca del trabajo más que el desfavorable concepto de que es un castigo impuesto al hombre para llenar sus necesidades personales; idea poco apropiada para despertar por sí sóla el amor hacia una ley natural, cuyo cumplimiento procura tantos beneficios al hombre.

9Memoria sobre instrucción pública premiada por el Ateneo, escrita por el Dr. Don Gabriel Ferrer.
10La Campesina. – Disquisiciones sociológicas por Don Salvador Brau.
11Memoria sobre instrucción pública, premiada por el Ateneo y escrita por el Dr. Don M. Travieso.