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El Campesino Puertorriqueño

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Réstanos para completar esta ligera reseña moral del campesino puertorriqueño, considerarle en sus relaciones con la sociedad civil.

Desde luego conviene repetir que la familia rural vive aquí desparramada por los campos de la Isla con grave perjuicio para su propio bienestar; vive en estado poco ménos que antisocial, pues algunas conglomeraciones de bohíos que se encuentran en determinados barrios apénas pueden servir de excepción á la regla general. No hemos de esforzarnos en demostrar la conveniencia de que el hombre viva en sociedad con sus semejantes; muchos son los grandes pensadores que han demostrado la utilidad de ello, y las razones en que apoyan su decisión son harto conocidas para que las reproduzcamos. Filósofos de las más opuestas ideas convienen, salvo raras excepciones, en declarar al hombre un sér sociable, por necesidad: "Un solo hombre, dice Santo Tomás, no puede por sí solo llegar al conocimiento de todas las cosas; luego al hombre le es necesario vivir con otros muchos, para que los unos sean ayudados por los otros." Por su parte Spinosa, á quien podría suponérsele predispuesto contra la vida social, dado su voluntario encierro en su gabinete de la Haya, dice: "No solamente es útil la sociedad á los hombres para la seguridad de la vida; proporciónales otras muchas ventajas y la necesitan todos por otras muchas razones… Así vemos á los hombres que viven en la barbárie arrastrar una vida miserable y casi brutal." Es indudable que ese aislamiento, aun cuando no sea absoluto, como no lo es el del jíbaro, perjudica á su desarrollo moral entorpeciendo y retardando la acción de los elementos civilizadores que, á pesar de todo, van actuando sobre nuestra sociedad. Quien vive separado del trato y compañía de los otros, se priva del ejemplo, del estímulo y de las relaciones de los buenos, y necesita mayor fuerza de voluntad para no infringir las leyes morales; toda vez que no tiene que preocuparse de las censuras de sus convecinos.

De la precisión de vivir en sociedad y de la dificultad de conseguir que los deseos de todos los hombres estén regulados siempre por la razón, surge la necesidad de que existan leyes y personas encargadas de su cumplimiento, á las cuales debemos acatar. Es el jíbaro naturalmente inclinado á reconocer y prestar obediencia á la autoridad; cierto es que suele temerla más que amarla, pero esto depende de que, á causa del sistema político colonial adoptado, por lo común se ha entendido que gobernar es hacer sentir el peso del poder hasta el extremo de no desautorizar en ningún caso los actos del gobernante, en vez de levantar el prestigio de la autoridad sustentando la justicia, la rectitud, el imperio sobre sí mismo; en una palabra, sosteniendo al que gobierna rectamente procurándose el cariño de los gobernados por medio de las virtudes que dignifican el carácter del hombre, y al modo que persona tan poco sospechosa como don Juan Ortiz y Lara, lo explica en el siguiente párrafo:

"Los príncipes (léase cualquier autoridad) deben mirar la autoridad que ejercen, con relación al bien de la sociedad, para la cual les ha sido otorgada; y por lo mismo reputarse obligados á respetar y hacer que se cumplan todos los derechos; á proveer á la prosperidad pública, y atender particularmente á la honestidad de las costumbres, á que reinen por todas partes la verdad y la justicia." ¿Se ha practicado siempre, especialmente tratándose de pobres campesinos, esta sana doctrina? Respondan á esta pregunta esa desconfianza y ese temor invencibles que tiene el jíbaro de verse en relaciones con cualquier autoridad administrativa ó judicial; desconfianza y temor que no han podido tomar cuerpo en su espíritu sino cuando la experiencia de sus antepasados y la suya propia le han llevado al convencimiento de que en numerosos casos el último ministril puede más por sólo su carácter oficial que él con la asistencia de toda la razón.

Respecto á formas de gobierno poco ó nada se preocupa de ellas el campesino; muestra, sin embargo, cierta natural inclinación á la democracia; pero sin que pueda decirse que tiene conciencia clara, noción completa de la superioridad del régimen democrático sobre los otros.

Ni el comunismo, ni el socialismo han hecho prosélitos en nuestros campos; á lo ménos el comunismo en el sentido en que se toma de ordinario la palabra; pues esa especie de comunidad que parece practicar el jíbaro en cuanto se relaciona con los productos de poco valor, de que ántes hicimos mención, no la atribuimos sino á que no sabe apreciar el derecho de propiedad en toda su escrupulosa latitud.

En cuanto á las virtudes sociales, en el carácter del campesino brillan algunas, si bien se encuentran deficiencias que son de lamentar.

Entre las que le enaltecen no es la que ménos el amor á la patria, ya tomemos esta voz en su sentido académico, ya la interpretemos como la tierra de nuestros padres. En nuestra historia provincial podemos encontrar hechos que justifican nuestro aserto. Desde los remotos tiempos en que España mantenía guerras contra Inglaterra y Holanda, hasta nuestros dias, el jíbaro ha sido un buen soldado español dispuesto á morir por su patria; llamado por el Gobierno ó voluntario, ha sabido acudir siempre al puesto del deber: desde este punto de vista, discutir su amor á la patria española sería cerrar los ojos ante la verdad.

Tratándose de su provincia, el cariño que profesa al terruño es extraordinario; tiene tal apego á su pequeña isla, que ningún otro país le atrae; en ninguna parte que se halle olvida su tierra. Este cariño, sin embargo, es hasta cierto punto vicioso; por lo ménos es deficiente; es un afecto en el que notamos carencia de ideales elevados, que se conforma con todo lo establecido, que le falta el noble deseo de la prosperidad del país, que no tiene la aspiración cabal de su engrandecimiento. Ya ántes hemos dicho que en lo referente al progreso material, el campesino es rutinario, y en cuanto al mejoramiento social es indiferente ó no tiene entusiasmo sólido. Y no se nos diga que la pequeñez del territorio mata todo ideal, pues unas leguas más ó ménos de suelo no pueden afectar á estas cuestiones; una provincia, como una nación, será respetable en mayor ó menor grado, según sea el carácter de sus habitantes más ó ménos digno y elevado; pero no según tenga tantos ó cuantos kilómetros de extensión. Nada de cuanto pudiera moralmente engrandecer á Puerto Rico puede estar entorpecido por lo reducido del territorio; ni esta causa debe hacer olvidar á sus hijos que la única manera de querer al país es procurar por todos los medios su adelantamiento. Leemos en el capítulo La influencia del carácter, por Smiles: "Para que una nación sea grande, no es necesario que tenga grandes dimensiones, aunque suele confundirse á menudo el grandor con la grandeza. Puede una nación ser muy grande en el punto de vista del territorio y de la población, y estar, sin embargo, desprovista de verdadera grandeza. Pequeño era el pueblo de Israel, pero ¡cuán grande no ha sido su existencia y cuánta influencia no ha ejercido en los destinos del mundo! No era grande la Grecia; la población entera del Atica era menor que la del condado de Lancaster; Aténas era ménos populosa que Nueva York; pero ¡cuánta grandeza en las artes, en la literatura, en la filosofía, en el patriotismo!"

Siendo esto lo cierto, y complaciéndonos de que en todas las esferas sociales de nuestro pequeño mundo existiese vivísimo el deseo del mejoramiento material y moral de Puerto Rico, aclararemos que no olvidamos el medio en que se ha desarrollado esta sociedad, que no pedimos lo imposible, sino que lamentamos, en la clase que venimos estudiando, que no exista el culto de ese patriotismo sério y racional que eleva á los pueblos; ni es esto decir que sólo entre los campesinos se eche de ménos. Esto sentado, y como un particular del asunto á que nos referimos, hemos podido notar, á veces, que no obstante la inclinación de nuestro campesino hacia las ideas liberales, las personas que luchan, en el campo de la política, por el triunfo de estas ideas, desconfían, temen, aparte de los manejos que quitan virtualidad al sistema electoral de nuestros dias, porque no pueden contar con que todos los electores jíbaros tengan tal firmeza de convicciones que desafíen en todos los casos no ya las amenazas y coacciones, sino cierto egoísmo, á veces pereza, y, en ocasiones, aunque raras, la tentación de un interés mezquino; por eso es que en tal ó cual época han podido ser utilizados algunos votos en contra de las ideas que en circunstancias análogas habían ostentado aquellos mismos electores, sin que signifique esto, que han renunciado á ellas, sino que han transigido cuando ménos se esperaba, pues es sabido que el abstenerse ó votar en tal ó cual sentido uno de estos jíbaros, depende de la influencia que sobre él ejerza quien le habla. Quizá sea este un vicio común á muchas regiones, pero no está de más señalarlo en la nuestra, ya que comprueba falta de entusiasmo é indiferencia por tales asuntos en una parte, no despreciable, de la población rural.

Cumple á nuestro propósito decir algo ahora acerca de otras cualidades del campesino borinqueño. Liberal con sus huéspedes, desprendido, no deja de ser algo interesado en los obsequios que hace fuera de su casa; en su bohío la hospitalidad es noble, pero fuera de allí el hombre de campo aparece, como en todas partes, cuidadoso de su utilidad ántes que otra cosa; sin embargo, no es tacaño; por su mal, es hasta pródigo y está desprovisto de todo espíritu de ahorro. Su dinero se consume en la gallera ó en el juego de naipes, vicio alentado en este país hasta por bandos gubernativos, como el de galleras, y por instituciones oficiales, como la lotería, que desvían el espíritu inculto del pobre del verdadero camino que conduce á la riqueza, ó sea del trabajo honrado.

La amistad, esa pasión sublime, ese sentimiento de las grandes almas como la llama Lacépede, es una virtud que profesa el campesino; el cariño mútuo entre ellos cuando se llaman amigos, es, en tésis general, sincero, y en determinados casos, como por ejemplo, entre compadres, reviste caractéres particulares de seriedad; el compadrazgo es un lazo que respetan los jíbaros escrupulosamente.

 

Es algo huraño el jíbaro, más por ser reservado que por falta de afabilidad; sus maneras se resienten de la falta de instrucción, pero en ellas se puede advertir más timidez que grosería, y es esto tan exacto que vencida aquella, lejos de mostrársenos rudo le hallamos cortés en cuanto es posible, dado el ningún cultivo que han recibido estas sencillas gentes habituadas á la soledad de sus campos.

Para concluir, vamos á señalar un defecto bastante común entre los campesinos, cual es el poco respeto que profesan á la verdad. Desconfiados por naturaleza, por lo ménos disimulan la verdad. La desconfianza ha nacido y tomado cuerpo á causa de ciertos vicios del régimen colonial, y ella les ha hecho astutos. Se han visto tan á menudo engañados, que no sólo dudan de todo, sino que han erigido en sistema la costumbre de ocultar sus ideas. Es casi general el caso de que un campesino, al dirigirse con un objeto dado á otra persona, procure desviar la atención de esta ántes de llegar á manifestarle la verdadera intención que le anima; se ha habituado á la línea curva, quizá por no haberle ido siempre bien cuando ha marchado por la línea recta.

Hé aquí á grandes rasgos apuntados los caractéres más salientes de las condiciones morales del campesino puertorriqueño. Por ellos hemos podido ver que no es un malvado. Adviértese, por el contrario, que posee ciertas virtudes, que tiene una índole benigna, que existe en él la tendencia al bien, aunque maleada por circunstancias que estudiaremos en el capítulo inmediato; gérmenes que sólo esperan para desarrollarse una educación racional. La tierra está dispuesta; sólo falta el jardinero que venga á sembrar las flores (y ojalá sea pronto) para poder aplicarles aquella bellísima frase de una fábula oriental citada por S. Smiles: "arcilla vulgar era yo ántes que en mí hubieran sembrado rosas."

CAUSAS QUE LAS DETERMINAN

Sin atribuir al clima una influencia exclusiva é incontrastable en la determinación del carácter moral de las razas, no puede negarse que las condiciones climatológicas tienen cierta importancia en los rasgos morales característicos que distinguen á los pueblos entre sí, como la tienen el género de alimentación y el gobierno, siquiera los tres factores no basten para explicar satisfactoriamente la diferencia de caractéres que se advierte, por ejemplo, entre un habitante del Norte, melancólico de ordinario, y otro del Mediodía, impresionable y alegre por lo común. Al clima de Puerto Rico hay, pues, que asignarle una parte en el modo de ser moral del campesino, sin perjuicio de reconocer que otras causas, especialmente la falta de cultura intelectual y moral, han aportado su contingente á la formación del mundo moral que estudiamos.

Causa más importante que la anterior lo es sin duda la heterogeneidad de las razas que en la génesis de esta sociedad se encontraron en el suelo de Boriquén. De aquellas tres razas, la india, como es sabido, desapareció muy pronto; pero no sin que dejara en la sangre de los nuevos pobladores parte de la suya, legándonos así algo del tipo moral indio que nos han descrito nuestros historiadores, legado de buenas y de malas cualidades que no pueden desconocerse en el moderno boricano, y que acusan con frecuencia su parentesco, aunque lejano, con la raza indígena.

Pero es indudable que la raza negra ha actuado más poderosamente que la india, en lo que respecta á ciertas condiciones morales que encontramos en el jíbaro; no sólo porque desde los tiempos cercanos á la conquista ha persistido en la isla al lado de la blanca, sino porque vino en calidad de esclava, trayendo, por consecuencia de esta nefanda circunstancia, honda perturbación en el sentido moral de este pueblo, ya desde las fuentes de su nacimiento.

Amén de algunas de las deficiencias de moralidad del negro, trasmitidas al campesino, á causa de las relaciones que con él tenía en los trabajos de campo, es de todo punto incontrovertible que la esclavitud, el hecho sólo de esta degradante institución, ha debido ser causa poderosísima, capaz de producir resultados dañosos en la índole moral del hombre de campo; que la atmósfera malsana donde necesariamente hay que ahogar el sentimiento moral que protesta contra la venta de seres racionales, obscurece también los demás sentimientos, y no sólo envenena á los amos y á los esclavos, sino que se difunde por todo el cuerpo social emponzoñándole.

El estado de servidumbre contraría todo progreso moral; y esto es de tal evidencia, que hasta un escritor tan del gusto de los esclavistas como lo era D. José Ferrer de Couto, lo consigna así en el siguiente párrafo, que parece una protesta contra el propio libro Los negros, de donde lo reproducimos:

"Y sin embargo – dice – la esclavitud, si tal fuese en realidad el trabajo organizado de los negros, no se debiera tolerar en pleno siglo XIX, por ser contraria á la ley de Dios y contraria también á los progresos morales de los hombres."

Pero la esclavitud no se limitó á detener el progreso moral solamente, sino que pervirtió las bases de la moral misma, llevando el hálito de inmoralidad que salía de los cuarteles de las haciendas hasta el seno de la familia. La preocupación de aumentar el número de esclavos por la natalidad, hacía que se toleraran, si no era que se favorecían, las uniones puramente brutales entre los dos sexos; esto sin contar con los caprichos del amo por tal ó cual de sus esclavas, y la facilidad con que podía el hijo de familia satisfacer su sensualidad, tempranamente despierta en aquel medio, sin moverse del predio que la pobre esclava regaba con el sudor de su frente, al propio tiempo que saciaba los apetitos voluptuosos de los dueños de la propiedad y hasta de los mayordomos que las hacían trabajar. Ejemplos tales no podían sino servir de estímulo al campesino y hacer que le fuera ménos repulsiva la ilegitimidad en los consorcios.

En otro órden de ideas, la esclavitud degrada el trabajo, y por lo tanto el hombre libre cree humillarse dedicándose al oficio del siervo, y se desdeña de trabajar á su lado para que no le confundan con él; y hé aquí otro motivo que debemos tener en cuenta para darnos explicación de por qué el campesino ha podido ser juzgado como holgazán por algunas personas que desconocieron ó callaron este y otros motivos nada favorables para la dignificación del trabajo.

Tócanos ahora tratar acerca de la raza blanca que aquí ha ejercido su influencia, tanto trasmitiendo á sus descendientes los caractéres que le eran propios, cuanto encauzando por el medio más potente de todos, por el gobierno que siempre estuvo á su cargo, la índole moral del pueblo.

Por lo que á lo primero atañe, conviene no olvidar la calidad y cualidades de las personas que, según el conde de O' Reylly, poblaron este país. Dice el perspicaz comisionado del gobierno metropolítico, que la isla fué poblada "con algunos soldados sobradamente acostumbrados á las armas para reducirse al trabajo del campo," y además "polizones, grumetes y marineros que desertaban de cada embarcación que allí tocaba," Es decir, con gentes cuyas condiciones morales dejaban sin duda bastante que desear.

Sin que esto quiera decir que todo el elemento blanco llegado á Puerto Rico fuera de la misma clase, es necesario, sin embargo, hacer constar que una parte de él, y precisamente la que al principio hubo de desparramarse por los campos, estaba así constituida.

Réstanos tratar de cómo ha influido el gobierno de la isla en el desenvolvimiento moral de sus habitantes. Para ello importa tener en cuenta que la necesidad de consolidar la conquista imponía desde luego el gobierno militar; muy pronto surgieron en la isla conflictos entre los mismos vencedores, de los cuales la pasión se amparó esgrimiendo toda clase de armas; cuando se recuerda que el propio Cristóbal Colón fué acusado de sedicioso, no se puede dudar que otras personas ménos importantes lo fuesen del mismo modo, originándose así la suspicacia que casi siempre ha informado al gobierno metropolítico en los problemas americanos; si á esto se añade la justificación que á tal suspicacia trajeron las guerras de la independencia de todo el continente descubierto por el ilustre genovés, nada sorprendente se nos presentará el hecho de la perpetuación del gobierno militar en esta Antilla, sólo interrumpido por brevísimo lapso de tiempo.

Ahora bien; el gobierno militar, en tésis general, se hace despótico y se muestra poco hábil en la dirección de los negocios civiles. Sabido es que en los pueblos regidos militarmente se suele entronizar el despotismo, y, si éste dura, los ciudadanos se convierten en esclavos viles, buenos sólamente para arrastrarse á los piés del déspota su Señor.

Para honra de España, Puerto Rico no ha sido gobernado por jefes al estilo asiático; pero es un hecho cierto que los gobernadores militares han sido la regla, y que han gozado de facultades suficientes para que pudieran contagiarse de un despotismo, siquiera modificado por la ingénita hidalguía española, no por eso ménos dañoso á los intereses de la colonia.

Este régimen, la suspicacia creciente contra toda manifestación de descontento de los actos gubernamentales, ó contra los que creían que estas tierras debían someterse á un gobierno más en armonía con los progresos sociales, la sospecha de separatismo, de la que no se ha visto libre nuestra isla, con ser tan pequeña, permitieron que adquiriesen preponderancia ciertos elementos, más preocupados de su interés personal que del progreso de la tierra donde acaso dejaban hijos que debían ser víctimas de tales preocupaciones y propagandas.

Cuando el interés se ha referido á la adquisición de una fortuna labrada sin la ayuda de privilegios irritantes ó conquistada por el trabajo honrado que no explota nunca al proletario, tal interés ha sido, por lo ménos, indiferente, si no simpático á los progresos humanos; pero cuando se ha viciado el fundamento de las riquezas, como ocurrió por virtud de la servidumbre, y se han explotado las preocupaciones políticas y aun la justicia misma en beneficio particular, entónces puede haber interesados en que no se difunda la cultura, enemiga de todas estas concupiscencias.

Ya hemos reconocido lo que se ha dificultado la llegada del pan intelectual hasta el campesino, á causa de su diseminación; esto no obstante, puede afirmarse que no ha sido ella la causa del olvido en que se le ha tenido, ya que, como queda dicho, hasta hace muy poco tiempo la instrucción pública en Puerto Rico estuvo casi abandonada, y no hay que dudar que el sentido moral esté subordinado, por lo común, al desarrollo natural ó adquirido de nuestras facultades intelectuales.

De esa fuente dimanan ciertos vicios de carácter que hemos encontrado en la clase rural; ella ha favorecido el caciquismo, entronizándole, y ha dejado al jíbaro á merced de sus instintos groseros en mengua de las virtudes que el civismo alienta, cuando no se le extingue ahogando sus más puras manifestaciones en el seno de preocupaciones sin cuento; estas fuerzas desviadas se dirigen entónces torcidamente ó se atrofian en los placeres que debilitan el alma y hacen al hombre cada dia más indiferente á los ideales de la dignidad humana. Una vez que el vicio ha obscurecido toda noble aspiración, y cuando ya el hombre sólo busca su bienestar físico á la manera que lo entiende, no se muestra asiduo trabajador ó cae en el abatimiento, se fulminan crueles acusaciones contra él, olvidando las causas que á tal condición le llevaron. Por espacio de cuatro siglos se ha estado preparando el vicioso gérmen de la condición actual del campesino, y aun hay quien pretende corregir el daño con nuevos medios coercitivos; quien todavía sueña con las libretas de jornaleros, ó más platónico echa de ménos los rigores de un invierno para reformar á un sér que sólo necesita educación y el régimen político civilizador á que por fortuna vamos llegando, gracias al progreso social y político que alcanza la Metrópoli, progreso que concluirá por encauzar debidamente la dirección de los negocios públicos de este pueblo, acaso el más saturado de sávia española entre todos cuantos ha fundado nuestra patria.

Sólo nos resta, en la investigación de estas causas, tratar sobre la falta de educación religiosa que se nota en el jíbaro. Ya sea por las dificultades antedichas relacionadas con el desparramamiento de las chozas rústicas, ya por otra causa, ello es que semejante falta se deja sentir.

Cierto es que la acción del sacerdote no puede ser tan inmediata como lo es en otros países, donde las aldeas más insignificantes tienen su cura, especie de patriarca, inamovible las más de las veces, cuya respetabilidad va creciendo entre los feligreses á medida que entre ellos permanece; pero creemos que, aún dentro de nuestro medio social, puede hacerse en beneficio del campesino algo más que decir la misa y aplicar los sacramentos; el jíbaro es dócil y tiene respeto al sacerdote, cualidades que éste puede dirigir y educar provechosamente.

 

Sea esto posible ó no, lo que nos importa por el momento es señalar la deficiencia de una educación religiosa racional que encontramos en el jíbaro, y que constituye otra de las causas que han contribuido á empobrecerle moralmente.

Á la falta de esta educación hay que añadir que el mal ejemplo es tanto más pernicioso, cuanto de más alto viene; el jíbaro, aunque dócil y respetuoso por naturaleza, al fin tiene ojos para ver y cerebro para discurrir. Si – por ejemplo – vé á su director espiritual en la casa de juego ó entregado al concubinato, discurrirá que no es tan malo esto cuando quien entiende de tales cosas las practica; y no hay que negar que, por desgracia, casos de esta naturaleza han podido ser señalados en nuestra isla.

Hemos terminado el exámen de las causas que más principalmente han contribuido al desnivelamiento moral que en cierto modo descubrimos en nuestra población rural.

Pasemos ahora á examinar cuáles son los medios capaces de levantar las cualidades morales del campesino, despertando sus aptitudes y haciendo vigorosas las virtudes que en él existen.