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El espalda plateada no era el más grande, ni siquiera parecía ser inteligente, pero se notaba que era quién tenía el control. Estaba en lo más alto del recinto y observaba con una mueca de desconfianza al resto de gorilas. Vigilaba a las hembras y a las crías, aunque con distancia y desapego. En la cara de los otros gorilas se leía que era él quien mandaba, que debían conseguir su aprobación para efectuar cada movimiento, y evitar que se pudiera enfadar. Me miró tan penetrante que temblé. Su mirada dejaba claro que él mandaba allí, y que solo el cristal de protección me salvaba de ser despedazado, simplemente por ser un extraño, simplemente por observar y darme cuenta de la situación. Sostuvo su mirada de esa forma autoritaria que la sostiene el que manda, ordenando que bajara la mía. Un escalofrío me hizo notar el miedo, como si el cristal no estuviera entre los dos, y bajé la mirada mientras me rascaba la cabeza, un pretexto que permitió disimular mi acción cobarde. De reojo me pareció ver que el muy cabrón sonreía, porque los dos sabíamos quién mandaba. Supe que todos los gorilas de la jaula sentían lo mismo que yo.

Ya no notaba el hedor del recinto, ni notaba la penumbra, ni el cristal de protección. Me sentía como si fuera un gorila más en medio de aquel grupo. Percibía la desconfianza del resto de los compañeros y la obligación de pasar inadvertido con el temor a ser descubierto en mis pensamientos. Aquella sensación duró un momento, un instante, lo justo para pensar en si este era el mensaje que quería mandar Irene: el miedo en la empresa mantiene al grupo unido, unido para que nada cambie.

Mientras pensaba en los gorilas y los humanos, en el zoológico y en la empresa, mi mirada se perdía entre los gorilas. Entonces un macho joven regaló un plátano a una hembra, quizá por congraciarse, quién sabe si con otra intención. Rápidamente otra hembra celosa avisó al espalda plateada, quien de un salto llegó hasta el mono joven y le golpeó con furia. Golpeó, golpeó y golpeó. Todos miramos absortos y atemorizados. Humanos y simios vimos el escarmiento paralizados por el miedo. Incluso los cuidadores contemplaron sin intervenir. Pasado el castigo todo volvió a la calma. Las crías volvieron a jugar, las hembras a cuidarlas y los inadaptados a simular ser idiotas. El espalda plateada, con mirada desafiante, mostraba su autoridad. Me alegré de notar entonces el cristal de protección, que me mantenía a salvo de cualquier agresión. Salimos del recinto de los gorilas mientras los cuidadores llevaron al macho joven al veterinario para evaluar su estado. El resto de gorilas supieron qué pensar.

Allí acabó la visita al zoológico, para Irene fue suficiente y al resto no nos quedaron ganas de más. En el camino de vuelta Irene se hizo dueña del micrófono del autobús.

–¿Qué habéis visto?

La pregunta no era fácil. No habíamos visto monos sino a nuestros primos los gorilas, que me habían recordado mi infancia en el patio de la escuela y quizá un futuro que no quería vivir. Una chava contestó:

–Está claro que ha habido un mono que algo ha hecho mal. Supongo que habrá quebrado una norma y el jefe lo ha castigado. ¿Qué se podía esperar?, son monos.

–El problema no es ese –me apresuré a intervenir yo–, sino que el resto ha visto lo injusto del castigo, y nadie ha movido un dedo por pararlo, ni tan siquiera los cuidadores. Si nadie hace nada ante la injusticia, esta sigue para siempre. Sí, son monos, pero no los veo muy distintos a nosotros.

Mi compañera insistió en su punto de vista:

–Lo que está claro es que alguien debe mandar y que hay que obedecer las normas porque, ¿en quién vas a confiar? ¿en el que regala un plátano dentro de una jaula apestosa?, ¿en aquel tonto que no para de sonreír?, ¿en el que se come su mierda? Al frente se necesita quien sepa mandar, y el resto debe obedecer, que es la única manera de proteger al grupo.

Irene sonrió, había conseguido su propósito: hacernos pensar. Yo me preguntaba cómo aquella chava podía decir que tener uno al mando es la única manera de proteger al grupo. Irene dio por concluida su lección en el mismo autobús de vuelta:

–No olvidemos que somos homo, y que por tanto nos paraliza el miedo, la amenaza y la sinrazón. No olvidéis que somos sapiens, y que queremos ver a nuestro grupo mejorar. Para mañana os mando una tarea, que vamos a llamar «Si no eres la solución eres el problema». Se trata de exponer cual debería haber sido vuestro comportamiento en caso de que hubierais sido gorilas dentro de la jaula.

«Si no eres la solución eres el problema». Esa frase me acompaña desde entonces. «Si no eres la solución eres el problema», es un principio que te obliga a actuar. Expliqué en mis deberes que quien calla ante la injusticia merece estar en la jaula de los gorilas. Sin embargo, no podía olvidar que, cuando me sentí en la jaula, mi reacción fue bajar la mirada y callar.

***

Irene llegó puntual a nuestra primera reunión en Green, donde entré a trabajar gracias al curso Segunda Oportunidad. Tenía la suerte, al menos eso pensé en un principio, de conocerla, pues había sido una profesora muy fregona. Decía que con la puntualidad se demuestra el respeto, y que a partir del respeto se construye todo lo demás. Como ya la conocía del curso de formación con los Salesianos, no me sorprendió la limpieza de sus zapatos, una limpieza sin reflejos ni brillo, una limpieza funcional. La suela era de hule para caminar sin hacer ruido, sin querer perturbar a quien no quiere ser molestado. No tenían agujetas enceradas ni hebilla, sino un elástico para ponérselos sin esfuerzo, dispuestos a meterse y quitarse fácilmente. El color era mate, elegido para no deslumbrar. Yo diría que eran zapatos hechos para alguien centrado en los demás.

–Hola, Irene, de lejos creí que eras mi compañera becaria, pero cuando acercaste te he reconocido. Te ves espectacular.

Irene sonrió, pues estaba claro que era un piropo desmedido, pero también una declaración de mis ganas de agradar.

–¡Qué amable eres, Chucho! ¿Cómo te hemos tratado en estos primeros días? Recuerda tener paciencia, acabas de aterrizar.

Quería contarle a Irene lo extraño del comportamiento de Hernán y el miedo que provocaba en el equipo, pero ella me pedía paciencia. Parecía como si supiera lo que le iba a decir, así que dude y callé. Callé al igual que callan los cobardes, callé cuando no debía callar. Para los del Departamento de Marketing, Hernán era sinónimo de peligro y vivían entre el temor y el sinsabor de una situación que alguien debía denunciar. Yo sentía hervir en mis venas las ganas por combatir a los injustos, a los acosadores y a los elitistas. Mis ganas por luchar y mostrar que un mundo mejor era posible me decían que debía hablar. Irene, sin embargo, solo se interesó por mi comodidad en la empresa, los horarios, el locker o el seguro médico. Quizá Irene pensó que yo tenía que aprender a esperar para hacer un juicio, aunque fuera algo tan patente como Hernán.

Su actitud me frustró, se caía el mito de la gran directora de Recursos Humanos, no entendí qué estaba esperando para actuar. Sus huecas palabras me parecieron excusas para no afrontar su responsabilidad, tan inservibles como los rezos de mi mamá a un dios cansado de desaparecer. ¿Sería Irene una líder desaparecida, de esas demasiado comprensivas, educadas y cobardes? No me estaba gustando aquella primera reunión. «Irene y yo no nos parecemos en nada», pensé para mis adentros. Ella parecía saber leer mis pensamientos y pidió más paciencia:

–Eres muy joven, Chucho. Date tiempo para entender lo complejo de Green. Todo el mundo necesita comprensión. En los trabajos hay que entender a la gente para ayudarle a mejorar.

Estaba confundido. Irene, en sus clases, hablaba de actuar, de ser la solución y no el problema, de defender el respeto, la educación y la sinceridad; sin embargo, en aquella primera reunión, no me dejaba ni hablar. Yo había imaginado una Irene fulminando a los malos en defensa de los débiles y necesitados. Muy al contrario, sentí que Irene nada quería cambiar.

***

Sonreí, sonreí y sonreí, confiando en que mi sonrisa cambiaría las cosas en la grabación de aquella campaña de publicidad. Al menos, pensé, hago la vida agradable al camarógrafo y al resto de compañeros. Sonreír me recordó que me encantaba la idea de ser imagen de marca y poder así sentir el orgullo materno desde Monterrey. Pero estar delante de Hernán me hacía cuestionar si Green era mi lugar. Ajeno a mis pensamientos, encendió otro cigarrillo desobedeciendo la prohibición de fumar. Se lo chingó de una fumada y, señalando con su dedo índice al camarógrafo, insistió:

–Debes sacar su cara de minusválido, que se note que es latino, que ha pasado necesidad.

Tras la grabación Hernán estaba exultante. Pensaba que todos aplaudían su liderazgo arrollador. Al ser yo el recién llegado se quiso congraciar conmigo, así que me susurró:

–Esta campaña va a ser un éxito. Soy la hostia, si no fuera por mí, esta empresa hace años que se habría ido al garete. Tú también eres la hostia, ven a mi oficina, tenemos cosas serias que hablar.

La alfombra de la oficina era de esas tan tupidas que frenó mi silla de ruedas al entrar. No estaba hecha para recibir, sino para excluir a quién no la supiera pisar. Alfombra hecha para contentar suelas limpias que no están manchadas por el trabajo. Hernán se sentó en su señorial sillón de cuero, respiró profundo dándose importancia, y… no pudo evitar mirar mi silla y mis piernas ausentes, como si faltara algo.

–Perdona por haberte chillado, Chucho, pero estar rodeado de tontos me saca de mis casillas. Yo quiero que la empresa funcione, tener profesionales de verdad. Sin embargo, la inepta de Irene deja que esta empresa esté llena de mediocres, y a mí me toca compensarlo.

 

En la pared de aquella oficina había una enorme foto de Hernán. En ella posaba orgulloso, con un birrete en su cabeza y recogiendo lo que parecía un título, con la bandera de Estados Unidos detrás. Mensaje para la galería, pensé. Parecía que aquel enorme sillón estuviera colgado del cielo, tanto que me hacía mirar a Hernán hacia arriba, mientras yo me sentía más y más pequeño. Pensé que cuando alguien tiene que auto-proclamarse importante, es porque quizá no lo sea tanto. ¿A qué venia ese ataque gratuito a Irene? Quizá supiera que había sido mi profesora en el curso, tal vez pensó que yo la apreciaba o puede que solo pretendiera congraciarse conmigo gracias a la vieja estrategia de criticar por criticar.

–Recursos Humanos es un departamento de segunda, todo comprensión y segundas oportunidades, el reino de la mediocridad. Debes saber que Irene os critica a todos los nuevos. Sin embargo, protege, protege y protege a los ineptos que llevan años contratados, tontos como el cámara, monumentos a la incompetencia.

Aquella crítica a Irene fue la gota que derramó el vaso de mi esperanza con Hernán. Noté que mi alma ya no estaba en aquella oficina, me esperaba fuera protegiendo las ilusiones que no quería abandonar. Supe que Hernán era patético. Si obviabas su coraza de mala educación, la alfombra tupida y el sillón colgado del cielo, quedaba su esencia. Hernán no miraba a los ojos cuando mentía, tartamudeaba buscando las palabras en su cabeza y sus manos temblaban al no saberse expresar. De pronto hablaba, de pronto callaba, mostrando que no sabía qué decir. Vi que uno de sus zapatos se movía nervioso, buscando una salida, queriendo salir corriendo. Cuando los zapatos quieren salir corriendo es porque quien los lleva quiere escapar. Nefasto me pareció Hernán en su lucha por ganar entre sus aliados a un batito recién aterrizado. Sus zapatos, manchados por pisarse, habían perdido su perfección pluscuamperfecta. Los zapatos y yo firmamos una tregua, pues ambos estábamos cansados de los esfuerzos de Hernán por resultar veraz.

–Hernán, no se preocupe. He captado el mensaje y tengo claro a quién no debo defraudar.

Hernán se limpió la saliva de las comisuras de sus labios y dejó de tartamudear.

–Sabía que eras de los míos. Nada te va a faltar en mi equipo. Mañana hablo con Irenita y le digo que conviertan tu contrato en permanente. Bienvenido Chucho, me gusta la gente con hambre como tú, con hambre de verdad.

En aquella oficina recordé que yo era un tipo con suerte. Yo era un tipo muy completito y no un retazo de persona, que diría Hernán. Quizá el retazo fuera él pues, si quitabas la coraza que protegía su esencia, quedaba la nada más patética, su falta de humanidad. Me pregunté cómo podía ser Hernán un directivo. ¿Acaso era Green una empresa que contrata personas para tratarlas como monos? Nadé en un mar de dudas, no supe qué pensar. Extrañé mucho a mi mamá, el café con leche por la mañana y los apapachos infinitos.

***

«Irene Díaz de Otazu, Directora de Recursos Humanos», se leía en el cartel de la puerta de la oficina de Irene. Me recordó su entrevista en la revista de los Salesianos, que había leído unos días antes:

–«Irene Díaz de Otazu, experta en Recursos Humanos, experta en personas y en empresas, una referente en el mercado laboral», iniciaba el periodista.

–Mi función en la empresa es ayudar al grupo de personas que la integran a mejorar, y a la empresa a obtener beneficio económico. Estos dos objetivos son complementarios y solo pueden lograrse con ambición por alcanzar las metas, y con respeto los integrantes del grupo.

Aquellas respuestas de Irene tan medidas, tan perfectas, con su parte personal, su parte profesional y su parte humana, me hicieron saber que había preparado concienzudamente la entrevista. Irene era de esas personas que nunca dejan nada al azar. El resto de la entrevista fue una estudiada exposición de la importancia del respeto y la educación para que el equipo pueda progresar. En la entrevista hablaba de su principio «si no eres la solución eres el problema», que yo había hecho mío. De soluciones precisamente quería hablar. No hizo falta llamar a su puerta porque siempre estaba abierta; no obstante pedí permiso para pasar.

–¿Se puede Irene?

–Por supuesto, mi querido Chucho, mi sapiens preferido, entra hasta el final.

La oficina tenía un piso laminado de esos que parecen madera, funcional para limpiarlo fácilmente y a la vez acogedor, que invita a pasar. Cuando frenas la silla en la oficina de Irene, el piso no resbala y tampoco te atrapa si quieres arrancar.

–Te he llamado porque llevas ya un mes con nosotros y tu jefe ha pedido que te hagamos fijo en la plantilla, sin embargo, no conozco tu opinión sobre Green. Para nosotros es importante la opinión de nuestros jóvenes…

Agradecí el interés de Irene por mí, sin embargo, me pareció que estaba echando el típico choro sobre la importancia de respetar los tiempos en la empresa, de saber esperar y otros tópicos por el estilo. Al ver que se extendía demasiado sentí que no llegaría mi turno y recordé mi primera reunión con ella, en la que ni tan siquiera pude hablar. Mientras ella hablaba y hablaba pude ver encima de su escritorio una placa de agradecimiento de los Salesianos por el programa «Segunda Oportunidad». Pensar en los Salesianos me recordó a mi mamá, la gran luchadora orgullosa de su hijo, la que defiende la sonrisa como receta ante la adversidad. Hacía días que no la llamaba. La tenía más abandonada que aquel dios al que le reza, aquel que haciendo hombres no recordaba ponerles piernas, como si fueran un retazo que se pueda olvidar.

–¡Chucho! ¿Me estas escuchando? Te he preguntado cómo te ha ido con Hernán.

–Para serte totalmente sincero, Irene, esto no es lo que me esperaba, creo que este no es mi lugar.

–Vas demasiado rápido, Chucho, debes tener paciencia. Creo que tu juventud e inexperiencia te hacer ser impaciente con la empresa y quizá con Hernán…

Otro choro de Irene sobre la empresa y la ética. Entonces vi un gran cuadro colgado en la pared. Era una foto de todo el personal de Green Technology celebrando los primeros diez años de la empresa y, en letras superpuestas, el eslogan «Todos hacemos Green». La foto era bonita, aunque había perdido el color por el paso de los años, y el ancho marco de madera que la soportaba pedía a gritos una renovación. Aquella foto reflejaba a Irene: con principios excelentes, pero con un formato desfasado. Me molestó darme cuenta de que se había quedado anclada en el pasado, un pasado con otros ritmos, con cambios que se producían muy poco a poco. Bajé la mirada y me tropecé con sus zapatos. Su color mate había tomado una tonalidad apagada, de esas que aburren y aburren porque nunca van a cambiar.

–Perdona que te interrumpa Irene, quizá no me expresé bien. Yo creo que sabes que Hernán critica continuamente, llama tonto a todo el mundo y ataca sin piedad. Yo no quiero trabajar con él pues me quita la alegría por trabajar. Además, perdona mi insolencia, pero si alguien piensa que todo el mundo es tonto, es porque el tonto es él.

–No te puedo consentir estas palabras. Debes ser más respetuoso y paciente con la empresa y, si te toca trabajar con Hernán, tendrás que trabajar con él. Ya eres mayorcito Chucho, ahora toca ser responsable.

Los zapatos de Irene delataron su incomodidad. En los momentos de vergüenza la gente encoge sus pies dentro de los zapatos intentando liberar presión, queriendo aliviar por allí la resistencia que no quieren mostrar. Los zapatos de Irene se abultaron contradiciendo lo que ella estaba diciendo, dejando al descubierto su lucha interna. Agradecí a los zapatos su sinceridad.

–Irene, me pides que tire mi tiempo a la basura, que acepte tu realidad. Me niego a ser parte de este problema, no voy a ser el tonto a quién el tonto hace tontear.

Sonreí y miré fijamente a Irene, pues ya no quedaba nada por decir. Calló, se empañaron sus ojos y la frustración rodó por su mejilla. Salí de aquella oficina que ni resbala ni atrapa. Yo sonreí, sonreí y sonreí, e Irene me dejó volar.


IV. Y María se hizo invisible

Se miró las yemas de los dedos, las huellas dactilares. Con el dedo gordo de la mano derecha se acarició los dedos de la mano izquierda, la palma de la mano, la muñeca, el antebrazo, el codo. Hizo el mismo recorrido a la inversa. ¿Cuánto tiempo puede pasar una persona sin contacto con otro humano? Volvió a realizar el mismo recorrido, esta vez con las uñas en vez de con las yemas. La sensación era distinta. Se le erizaba la piel. Levantó el brazo por encima de su cabeza e intentó observarlo, pero la oscuridad de la estancia apenas le permitía saber dónde estaba. Veía sombras, reflejos. Tal vez ni siquiera veía su brazo, tal vez era solo su imaginación que conocía a la perfección cada detalle de su cuerpo. Más desde que el confinamiento había empezado a resultar pesado. Nunca había sentido tanta necesidad de recorrer su cuerpo con las yemas de sus dedos, con sus manos. A veces se descubría a sí misma en una especie de abrazo que no cubría su necesidad de contacto. Pasaba su brazo derecho por su barriga y se llevaba la mano a la espalda. Se engañaba a sí misma con ese contacto humano, que no era más que el propio, apenas sensible, apenas tranquilizador. Nunca pensó que el contacto con la piel de otra persona fuera tan importante para ella, más aún cuando solía preferir tener una burbuja a su alrededor. En apenas unas semanas las palabras «espacio propio» habían cambiado de significado en su diccionario personal. Muchas más cosas habían cambiado en su diccionario: casa, trabajo, invisibilidad, horas, minutos, segundos.

Si cerraba los ojos parecía que era otra persona quien le acariciaba el brazo. Si bloqueaba los sentidos esa otra persona era su madre. Si se dejaba llevar por los recuerdos olía su perfume. Durante años se había obligado a rechazar ese recuerdo, convencida de que traerlo a la realidad solo le causaría más dolor. En pleno confinamiento el dolor por la ausencia de sus padres era más pronunciado que cuando fallecieron. Todo era más penoso, más oscuro, más siniestro.

Abrió los ojos con la intención de obligarse a permanecer en ese momento y no dejarse llevar por los recuerdos, no volver a aspirar el perfume de su madre. No veía nada en la oscuridad. Encendió la tenue luz de la mesita y solo vio el techo, como todas las noches. «Se va a derrumbar», pensó. No sabía por qué, pero desde hacía unas noches empezaba a colarse en su cabeza el pensamiento de que el techo se iba a derrumbar sobre ella. Apartó la idea y se obligó una vez más a no dejar que su mente se disparara; ella podía controlarla. Recordó que había empezado el confinamiento con ilusión. Le daba muchas más oportunidades, le permitía sentirse menos expuesta al hacer presentaciones, le evitaba el tráfico y el trayecto de una hora de duración a la oficina, le dejaba tiempo para leer, le ahorraba las excusas absurdas para no asistir a compromisos sociales… ¿Qué más, qué más, qué más?… ¿Qué más motivos le debían hacer sentirse feliz? Cerró los ojos. Los abrió. El techo se derrumbaba. Iba a caerse. Apagó la luz y se protegió los ojos con los antebrazos.

¿Era depresión lo que sufría? Si era depresión, no tenía derecho. Por ejemplo, Chuchín, que no tenía piernas, sí tenía derecho a sufrir una depresión. Ella no. ¿De qué se quejaba? Siempre le había gustado disfrutar de la soledad. Su introversión la había acompañado toda su vida, así como los consejos para superarla. Siendo pequeña sus padres la animaban a tener más confianza en sí misma, confundiendo su gusto por el silencio y la oscuridad con baja autoestima. Dedicaban esfuerzos a animarla en sus sueños e ilusiones, creyendo que si ella confiaba en sus decisiones las tomaría con más fuerza y saldría de su pequeño caparazón. Solo hubo una ocasión en que no contó en absoluto con su apoyo. Cuando tenía dieciséis o diecisiete años comenzó a decir que cuando terminara el bachillerato se sacaría el carné de conducir y buscaría trabajo de chófer. Primero se rieron con ella, pero cuando mantuvo esta posición durante meses, sin saberlo abrió un campo de batalla. De un lado ella, sin aliados, y del otro sus padres, atrincherados con muchos aliados inesperados entre sus filas.

En otro ambiente se pensaría que hablaba de ser chófer de autobús; en el suyo todo el mundo sabía que hablaba de chófer particular, uno como el de su casa, que la llevaba al colegio, la recogía en sus clases de natación, en casa de sus amigas, a la salida de la discoteca… Un chófer un tanto distante; nada que ver con esa imagen de las películas en que es confidente y hasta guardaespaldas. Para María, el chófer era un señor que siempre era mayor y que le abría la puerta y le preguntaba cómo había sido su día. María, con exquisita educación y timidez, a pesar de conocerlo desde hacía años contestaba con escasas palabras.

 

Los aliados del bando de sus padres eran innumerables, imprevistos y estaban por todas partes: sus abuelos, los padres de sus amigas, los profesores, sus propias amigas. Ganaron incluso para su bando a su chófer. Le pidieron que hablara con ella para explicarle que era un trabajo poco motivador. Pensaron que sería una buena conversación para ella sin tener en cuenta cómo le haría sentir a él. Como era bien mandado, en uno de los silenciosos viajes se esforzó lo imposible por iniciar una conversación con la que no se sentía cómodo. Como si se tratara de un guion previamente elaborado, enumeró todos los inconvenientes de su trabajo: dolor de espalda, peligros en la carretera, poca compañía, jornadas eternas con muy pocas horas productivas, sensación de vivir en el día de la marmota… «¡Si la señora ni siquiera sabe si le gusta conducir!», concluyó.

La última baza de los padres fue un acierto, aunque no por los motivos que ellos habían pensado. María dejó de querer ser chófer no por lo que él le expuso, sino porque de pronto la magia de la profesión se había desvanecido. Él era, al fin y al cabo, una persona como las demás, que escuchaba y tenía que ser escuchado.

Después de esta hubo muchas más batallas que María perdió. Como una profecía autocumplida, de tantas veces como escuchó que su problema era que no tenía autoestima, el mensaje acabó calando en ella. A veces se decía a sí misma que valía mucho, muchísimo, pero la realidad era que ella era demasiado diferente. Muchas veces había acabado preguntándose si no viviría en un mundo equivocado, y no porque su voz fuera débil, sino porque los demás eran sordos.

Se licenció en Económicas, acumulando matrículas de honor año tras año. Eligió Alemania como destino para su año Erasmus, donde disfrutó de calles con poco ruido, de la noche que en invierno avanzaba hasta media mañana y teñía los días de silencio. Terminó el año con tristeza por volver a España, aunque la ilusión de estar en casa con sus padres también era fuerte. Sin embargo, algo había cambiado en el ambiente; ya no era el que recordaba. Al principio lo achacó a que ella había cambiado, pero había algo más. El aire en su casa era más denso, más delicado, más inestable. Las pocas palabras que sus padres se entrecruzaban entre sí estaban inundadas de educación y mantenían un falso equilibrio para que la discusión no estallara. Ya no estaba María en un bando y ellos en otro: ahora cada uno de los tres estaba en un bando distinto.

Antes de terminar la carrera les planteó a sus padres que la matricularan en un máster. Para su sorpresa, su primera pregunta fue cuánto costaba. No le confirmaron si podría hacerlo, alargando la decisión en el tiempo con la excusa de que no era necesario tomarla antes de que se graduase. Entonces desaparecieron los coches del garaje. «Eran demasiado antiguos y no los usábamos», le explicaron. Luego los valiosos cuadros. «Han sido una gran inversión, hemos ganado mucho dinero; no tenía sentido tenerlos colgados de la pared solo para nuestro disfrute. En realidad hemos hecho una acción benéfica vendiéndolos para que otras personas puedan disfrutarlos». Luego las joyas dejaron de iluminar la mirada de su madre. Cuando lo material desapareció, fueron reduciendo el número de personas que mantenían su enorme hogar en marcha: el chófer, el jardinero, la señora que limpiaba y hacía la comida. Los árboles crecían sin límite, las flores se morían, la piscina se tornó verde. No volvieron a mencionar el máster y la animaron a buscar trabajo. Ella lo hizo, pero en Alemania. Los siguientes meses transcurrieron muy rápido, con una intensidad que no había vivido ni siquiera durante el Erasmus. Conoció a un alemán, se enamoraron apasionadamente, compartieron tardes interminables de conversaciones, de secretos no compartidos con otros, se unió a su grupo de amigos y se sintió libre de quien había sido hasta ese momento.

Mientras tanto, sus padres le dijeron que habían vendido la casa porque estaba muy vacía sin ella, era demasiado grande. Se habían ido de alquiler a un piso en Madrid. Ella preguntó si todo iba bien y el silencio, del que tanto disfrutaba antes, se volvió espeso. Podía masticarlo incluso. Las llamadas se espaciaron y la urgencia por tenerla cerca se disipó, lo cual, por otra parte, fue un alivio para ella.

Cuando sus padres fallecieron en un accidente de coche un año después, María volvió a Madrid dejando atrás su vida en Alemania. Tan atrás la dejó que pronto le pareció un simple espejismo. Es cierto que nada la ataba ya a la capital española, pero estar en Madrid le hacía sentirse en casa y cerca de ellos, aunque ya no estuvieran. Su pareja se ofreció a acompañarla y así lo hizo los primeros días, pero María no tenía espacio en su cabeza para él mientras luchaba por no llorar la pérdida de sus padres. Él le estorbaba. Y con la pequeña maleta con la que había llegado se fue.

En su herencia no había nada; al menos tampoco deudas, como le dijo el abogado de la familia. Era un hombre regordete, con barba espesa, ojos pequeños, sonrisa nerviosa y recurrente. Su lenguaje era técnico, complicado y misterioso; intencionadamente enrevesado. Atesoraba el secreto de que detrás de sus palabras imposibles se escondía el pavor a ser descubierto por incompetencia.

María intentó buscar trabajo con los sentidos aún nublados. Los números rojos de su cuenta la motivaban a salir, pero a su buzón tan solo llegaban ofertas de prácticas. Aceptó la que le ofrecieron en Green Technology con la promesa de un trabajo indefinido, promesa en la que ella no creyó mucho al principio, pero que se cumplió. Sus primeros años se centró en hacer bien su trabajo, en no permitir que nadie supiera que sus padres habían fallecido hacía poco juntos en un accidente, en demostrar que a pesar de tener un miedo atroz a hablar en público tenía buenas ideas, en hacerse un hueco entre los que habían entrado con una beca como ella y mantener un estrecho contacto con los que se habían ido a otra empresa. Con los años aspiró a hacer más que «un buen trabajo»: buscaba formas de aportar mejoras al departamento y encontraba momentos en los que presentárselas a su jefe sin sentirse expuesta en las grandes reuniones. Él solía responder con poco énfasis, aunque sus ideas solían implementarse. Ella sospechaba que él se llevaba todo el mérito. Al principio no le importó, pero según maduraba comprendió mejor las bazas que jugaban todas las personas con las que trabajaba. Anotaba mentalmente las normas del juego de todos ellos y se adaptaba a las mismas, ansiando que llegara el día en que ellos jugaran con las suyas. «Algún día, algún día», se decía.

Llevaba ya nueve años en la empresa pero nadie se adaptaba a ella. Cuando conoció a Chuchín casi había tirado definitivamente la toalla. Si no eran capaces de ver con absoluta claridad lo que él necesitaba jamás seguirían las tímidas pistas que ella dejaba. Chuchín, con su silla de ruedas, se pasaba gran parte del día hablando hacia arriba. Quienes estaban de pie lo miraban desde su altura y no se planteaban sentarse a su lado para tener una conversación desde el mismo nivel. Si no podían ver la tortícolis que le estaban provocando, era imposible que vieran que ella necesitaba otros foros distintos para comunicarse.

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