25 peruanos del siglo XX

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Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen (García Márquez, 1982).

Mientras Vallejo ve frustrada su ilusión de un mundo mejor y más justo, y no percibe la realidad mágica latinoamericana que tempranamente había deslumbrado a Pigafetta, García Márquez termina su discurso sobre América Latina con una visión esperanzadora:

Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: “Me niego a admitir el fin del hombre”. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace treinta y dos años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora, que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas, que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la Tierra (García Márquez, 1982).

Se trata de la misma América Latina de Vallejo, pero su visión de esta es radicalmente distinta. García Márquez cree en la redención y en la esperanza; Vallejo está expuesto a la miseria, a la experiencia devastadora de la cárcel, a una lucha entre hermanos donde imperan la violencia y la crueldad, a una guerra donde la causa republicana, que Vallejo apoya, pierde10. El escepticismo de Vallejo puede compararse con el que el escritor argentino Julio Cortázar manifiesta a través de su novela más emblemática: Rayuela (Buenos Aires, 1963). Encontrar un kibutz paradisiaco, retener la imagen del calidoscopio o alcanzar la casilla nueve de la rayuela son solo utopías imposibles que, sin embargo, todos los personajes de la novela anhelan alcanzar.

Durante su trayectoria, Vallejo ha incursionado en la vanguardia y ha roto con ella, ha sido testigo de los acontecimientos turbulentos de su tiempo y ha asumido un rol activo abrazando el comunismo y la causa republicana en la guerra civil española. No ha sido indiferente a la miseria y a la vulnerabilidad del ser humano y nos ha dejado un legado imperecedero capaz de resistir el paso irremediable de los años y del olvido y de sobrevivir a todos los tiempos.

Bibliografía

Cortázar, J. (1978). Rayuela. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.

Franco, J. (1970). Introducción a la literatura hispanoamericana. Caracas: Monte Ávila Editores.

———— (1983). Historia de la literatura hispanoamericana. A partir de la independencia. Barcelona: Editorial Ariel.

García Márquez, G. (1982). La soledad de América Latina. Recuperado de www.ciudadseva.com/textos/otros/ggmnobel.htm. [Consulta: 20 de agosto de 2008]

Oviedo, J. M. (2001). Historia de la literatura hispanoamericana. 3) Postmodernismo, vanguardia, regionalismo. Madrid: Alianza Editorial.

Vallejo, C. (1956). Poemas escogidos. Lima: Patronato del Libro Peruano.

———— (1997). Obras completas. Artículos y crónicas (1918-1939). Lima: Biblioteca de Clásicos del Perú, Banco de Crédito del Perú.

Honorio Delgado (1892-1969)

Renato D. Alarcón-Guzmán

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Que amigos y adversarios y el juicio de la historia sitúen unánimemente a Honorio Delgado como la figura cumbre de la psiquiatría peruana y latinoamericana en el siglo xx refleja no solo el reconocimiento de una obra excepcional, sino también la vigencia de su ecumenismo, la solidez de sus ideas, el brillo de su magisterio y la inspiración inagotable de su mensaje vital. Delgado fue, además de psiquiatra, filósofo, esteta, pensador, científico, biólogo, investigador, lingüista, educador, escritor y ensayista, historiador, un scholar por excelencia. Miembro de la Academia Peruana correspondiente a la Real Academia Española de la Lengua, autor de más de 450 artículos y 24 libros, todos ellos verdaderos clásicos en estilo y sustancia. La unanimidad en el juicio de una obra intelectual es un fenómeno muy raro: en el caso de Honorio Delgado, se justifica plenamente.

Breve bosquejo biográfico

Nacido en Arequipa el 26 de setiembre de 1892, Delgado se educó en el Colegio Nacional de la Independencia Americana, realizó sus estudios de premédicas y bachillerato en Ciencias en la Universidad Nacional de San Agustín y emigró luego a Lima, donde ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos para culminar sus estudios en la vieja Facultad de Medicina de San Fernando. Se inclinó por la psiquiatría desde sus estudios iniciales. Sus lecturas sobre los más recientes avances en el campo y su conocimiento del alemán lo llevaron a entusiasmarse con la obra de Sigmund Freud, a la que consideró liberadora y audaz (Delgado, 1989). En 1915, siendo aún estudiante de Medicina, publicó, en el diario El Comercio, un artículo titulado precisamente “El psicoanálisis”, y optó luego el grado de médico en 1918, con la brillante tesis La doctrina del psicoanálisis, la primera exposición sistemática de las ideas de Freud en español. La profunda curiosidad intelectual de Delgado, su pasión de profesional atento al desarrollo de su disciplina, su búsqueda juvenil y entusiasta, pero también objetiva y confiada, lo incitaron a iniciar una activa correspondencia con Freud en 1919, la cual se extendió por 15 años, incluso más allá de la ruptura conceptual o doctrinaria con el fundador del psicoanálisis, hacia comienzos de 1930 (Rey de Castro, 2016, pp. 110-154). Conoció a Freud en el Congreso Internacional de Psicoanálisis celebrado en Innsbruck, Austria. Freud lo distinguió como “el primer psicoanalista latinoamericano” y Abraham, connotado editor y miembro del círculo freudiano, publicó dos artículos de Delgado en Imago y en el International Journal of Psychoanalysis. Muchos autores de la época consideraron que Delgado debió ser el traductor oficial de las obras de Freud al español, pero la designación recayó en López Ballesteros y la primera publicación castellana del opus freudiano vio la luz en 1923. Hacia mediados de la década de 1930, Delgado se apartó del psicoanálisis, describiendo el proceso como “la corrección progresiva de una actitud influenciada por la aplicación de esquemas hermenéuticos a todos los aspectos de la vida psíquica” y reclamando la vigencia de “las esencias irreducibles de la naturaleza humana, sin las cuales no sería posible la aparición del mundo del espíritu” (Delgado, 1950, pp. 76-79). Criticó los excesos de la doctrina, pero no dejó de reconocer el extraordinario valor intelectual del fundador del psicoanálisis y el brillo y la validez de sus mejores intuiciones en torno a la dinámica de la vida mental.

Autodidacta en lo fundamental, solo reconoció a Hermilio Valdizán como su maestro. Junto a él, fue cofundador y director de la Revista de Psiquiatría y Disciplinas Conexas (1918-1924) y del Seminario Psicopedagógico (1919). Ocupó la jefatura de la cátedra de Psiquiatría en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, desde la muerte de Valdizán (1929) hasta 1960. En 1938, fundó con el profesor J. Óscar Trelles, el eminente neurólogo peruano, la Revista de Neuro-Psiquiatría, la segunda más antigua y duradera en el continente latinoamericano (Alarcón, 1987). Fue elegido decano de San Fernando durante los difíciles momentos del conflicto desatado por la Ley 13417 (cogobierno estudiantil) y, luego de la renuncia masiva de la plana docente sanfernandina en 1961, fue el primer rector de la nueva Universidad Peruana de Ciencias Médicas y Biológicas, luego Universidad Peruana Cayetano Heredia (UPCH), cargo académico en el que permaneció hasta su desaparición física en 1969. Aparte de ello, ejerció funciones de liderazgo en numerosas entidades y organizaciones nacionales e internacionales en los campos de medicina, psiquiatría, filosofía, investigación, lengua y cultura.

Aspectos esenciales de la obra delgadiana

La riquísima y compleja gama de intereses intelectuales y creativos de Delgado puede ser examinada desde diferentes perspectivas. La cronología permitiría tal vez apreciar la evolución de sus ideas en el tiempo, mostrando la simultaneidad y la profundidad de sus múltiples quehaceres. La temática haría explícito el amplio espectro de aquellos intereses, pero sacrificaría conexiones eventuales, no necesariamente casuales. La separación entre logros explícitamente médicos y no-médicos introduciría un elemento de artificialidad que no haría justicia a la armónica integridad de su obra. Por ello, un enfoque que llamaríamos “mixto” tal vez haga posible la visión enteriza y cabal de los trabajos de quien alguna vez escribiera que “el ejercicio de la razón [...] alimenta el anhelo humano de certeza absoluta o, por lo menos, de creencias que den sentido y orientación a la existencia” (Delgado, 1961b, pp. 7-24). La producción intelectual de Delgado fue un ejercicio fecundo de esa razón, orientada a la búsqueda de verdad, sabiduría y trascendencia.

 

Puede especularse que su alejamiento del credo psicoanalítico fue también debido, en parte, a que la misma curiosidad que lo llevó a “descubrir” a Freud continuó bullendo en su mente, hermanada con un objetivo más pragmático: ayudar a sus pacientes. Se ha dicho de Freud que, en cierto modo, inauguró la llamada psiquiatría ambulatoria al enfatizar el papel y el impacto de la psicoterapia en el manejo de todo paciente. Delgado jamás desconoció tal objetivo: antes bien trató de alcanzarlo utilizando todos los medios que la investigación y la experiencia clínica de su tiempo le permitieron. Su trabajo cotidiano, a lo largo de más de cuarenta años, en el viejo Hospital Víctor Larco Herrera, con pacientes, psicóticos o no, profundamente perturbados, le exigió extender la mirada a la otra vertiente del trabajo psiquiátrico, la biológica. Así, él introdujo el uso del nucleinato de sodio en el manejo de la agitación psicótica, en 1917, y el uso de fenobarbital para el control de convulsiones, en 1919. Estuvo entre los primeros que en América Latina aplicaron malario-terapia a paralíticos generales, la histórica apertura de una noción puramente biológica (o neurobiológica) a conductas que hasta entonces recibían las más oscuras y contenciosas explicaciones; tal como lo hizo con Freud, se relacionó con Wagner von Jauregg, premio nobel de Medicina 1927. Y fue Delgado el primero en América Latina que utilizó la clorpromazina en el tratamiento de la esquizofrenia, apenas dos años después de la publicación de las primeras experiencias con el fármaco, por Delay y Deniker, en París. A su pedido, Óscar Trelles, su amigo y colega, trajo muestras del medicamento a Lima. Un memorable coloquio científico celebrado en 1956 testimonió un auténtico esfuerzo pionero, como muchos que Delgado tuvo oportunidad de liderar (Chicata, 1957). En 1957, Delgado fue uno de los cofundadores del Collegium Internationale Neuro-Psychopharmacologicum en Zúrich.

Como jefe del Departamento de Psiquiatría en la Facultad de Medicina de San Fernando, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, por casi treinta años, Delgado aglutinó un gran número de discípulos y colaboradores que, sobre la base de un excelente y sostenido trabajo académico y de investigación, documentado en los volúmenes de la Revista de Neuro-Psiquiatría y en muchas otras publicaciones, generó lo que muchos, a lo largo y ancho de América Latina, reconocieron y llamaron la Escuela Psiquiátrica Peruana. Este grupo dominó buena parte del devenir académico de la psiquiatría latinoamericana y atrajo, además de una pléyade de psiquiatras peruanos, a distinguidos profesionales de otros países del continente (Alarcón, 1982). En su seno, y a partir de estudio intenso y sistemático, diálogo racional y discusiones a veces apasionadas, bajo la guía sapiente y objetiva del maestro, las labores didácticas y clínicas se desenvolvían armónica y sólidamente. Las vertientes de esta labor de décadas pueden tal vez reunirse en una trilogía sugerente, portadora del más puro sello delgadiano: aceptación y práctica de un humanismo genuino y cabal, ejercicio de un eclecticismo pragmático y bien entendido, y cultivo y desarrollo de la fenomenología como instrumento esencial del trabajo psicopatológico y clínico. Examinemos sucintamente cada uno de estos componentes.

Humanismo

El Diccionario de la historia de las ideas define humanismo como “un esfuerzo por rescatar el conocimiento humano de la opresión autoritaria y por reivindicar su libertad [...]; el primer intento histórico por construir un cuerpo de conocimiento que respondiera a las exigencias cotidianas de la vida privada y pública del ser humano y que pudiera servir, por lo tanto, como instrumento efectivo en el enfrentamiento de su futuro [...]; un esfuerzo por romper con el pasado y abrir al hombre la posibilidad de un tipo de vida diferente”. La historia universal registra con fidelidad la inmensa contribución del humanismo en el devenir cultural y epistemológico de nuestra especie. Delgado y su escuela se propusieron cultivar este humanismo desde la cátedra, en el aula, en sus escritos, en eventos disciplinarios y científicos, de hecho —en el caso del maestro— en su vida y en su obra. Muchos de sus trabajos sitúan al hombre en el centro de una preocupación intensa ante las amenazas de la desustanciación. Consciente de la exquisita fragilidad del espíritu humano frente al arrollador avance de la tecnología, Delgado temía y censuraba con pasión toda seña de inautenticidad, “ese vulgar y lamentable estampado humano, a menudo encubierto y tendencioso”. El humanismo —decía— “es labranza personal”, reconocimiento de la singularidad, “eternidad y autonomía de las esencias”, uso responsable de la razón opuesta por igual a un subjetivismo intuitivo o a una crítica rígida y enceguecedora (Delgado, 1961a, pp. 90-117).

En De la cultura y sus artífices, probablemente su obra escrita mejor lograda, aparte de sus textos psiquiátricos y filosóficos, Delgado articula su concepción de humanismo en la trayectoria de varios personajes que fueron, sin duda, sus héroes intelectuales. Nos habla, entre muchos otros, de Gracián y su concepción del “hombre de bien [...] que rige su existencia por los más altos propósitos, sensible a lo bueno y más a lo muy bueno”, aquel cuya superioridad “no se cifra en tener ni en aparentar, sino en ser”. Nos habla de Karl Jaspers, para quien “la entidad del hombre está allende su ser empírico, en una dimensión trascendental, en la que se confunden la fe en lo absoluto con el hontanar de lo intrínseco”. Y nos habla de Castiglione, para quien “la existencia y la acción son demanda responsable frente a la realidad de los fenómenos: fundamento y asidero del mundo; frente a la realidad del propio ser personal, sustancia inexhausta del esfuerzo; frente a la realidad del misterio, fuente de posibilidades de trascendencia y ahonde en lo infinito” (Delgado, 1961c).

El humanismo como fenómeno histórico-cultural, como experiencia trascendente, como desideratum moral y como creación antropológica ocupa, pues, lugar prominente en la obra delgadiana. No podía faltar, por lo tanto, en su personalización profesional: el ejercicio de la medicina. El “don de humanidad y abnegación” entraña una actitud cordial de acercamiento al doliente para cuidarlo y servirlo. En tanto que ente anímico y ser espiritual, más allá y por encima de su caparazón biológico, el hombre engrana el mundo exterior “con el mundo inmaterial de las esencias, los valores y las exigencias, que solo adquieren sentido gracias a la capacidad de comunicación verbal, de concebir ideas e ideales, de actuar y producir con la conciencia de la propia libertad y con la convicción de una objetividad metaempírica”. El humanismo médico que postula Delgado es una armoniosa consolidación de estado espiritual, deber moral y praxis redentora. Ser médico, nos dice, significa poseer “el don de la humanidad, una suerte de sensibilidad y simpatía para el ser de cada hombre enfermo, a quien se comprende y se atiende tanto por sí mismo, en su situación concreta, cuanto como prójimo, semejante y copartícipe del destino común, colocado en el tiempo frente a la vida, frente a la muerte y frente a lo espiritual e imperecedero”. (Delgado, 1961d, pp. 7-8).

En su obituario a Albert Schweitzer, Delgado brinda una vez más nociones esenciales de un humanismo intemporal porque es, en verdad, para todos los tiempos. Este se caracteriza por “oponer al desmedro de la conducta reinante, la voluntad de elevación moral fecunda en la actitud reverente frente a la vida [...] en vez del subjetivismo infecundo y de la relatividad de todo, cuyas consecuencias últimas son el nihilismo nivelador y la inseguridad universal” (Delgado, 1961d). Mensaje trascendente y prístino.

Eclecticismo

Es este un término que ha conocido cimas de popularidad y aceptación, así como acantilados de crítica y desprecio. Como en toda creación humana, ambas apreciaciones contienen elementos válidos y veraces, al tiempo que excesos ignaros y hasta demagógicos. Históricamente, resultado de afanes de integración de antípodas ideológicas y prácticas, el eclecticismo ha sido tildado como trascendente, objetivo, útil y ecuménico, pero también como superficial, utilitario, parcial e irresoluto. Hay gente que puede llamarse ecléctica sin serlo y la hay, también, la que practica un eclecticismo sano y constructivo, sin a veces saberlo o aceptarlo.

La psiquiatría ha sido y es campo propicio para estas polémicas y para desenlaces a veces imprevisibles. Nadie podría (o debería) desconocer el inmenso caudal subconsciente descubierto por el psicoanálisis, la vigencia de elementos cognitivos para la corrección de perspectivas defectuosas propiciada por el enfoque conductista, la necesidad de un rescate armonioso de esencias espirituales abogado por el existencialismo, el enfoque cultural pleno de vigencias telúricas o la búsqueda de mantenimiento y mejora de la calidad de vida mediante técnicas de rehabilitación física o recreativa. Nadie podría negar la validez de un diagnóstico que reconozca los elementos biopsicosocioculturales de una salud mental genuina y alcanzable. Nadie podría soslayar la necesidad de un tratamiento que corrija desbalances bioquímicos o moleculares, al tiempo que provea una psicoterapia que optimice la utilización de potenciales recursos recuperativos contenidos en lo que Delgado llamó vis medicatrix naturae (Delgado, 1961d, pp. 1-16). Por último, nadie podría desmerecer el valor de una estimación pronóstica que incluya cuerpo y mente, posibilidades físicas y emocionales, objetivos y expectativas con relación al uso de fármacos y el cultivo sistemático de recursos subjetivos o espirituales.

Todos estos elementos pueden ser claramente suscritos por una visión ecléctica de la teoría y la práctica de la psiquiatría. De hecho, Delgado abogó por un eclecticismo sólido y persuasivo. No otra cosa sugiere su propia trayectoria profesional y científica: del psicoanálisis rescató el significado valioso de experiencias dolorosas y traumáticas; reconoció en la genética, y luego en la psicofarmacología, la vigencia de hechos y realidades tan innegables como la biología que los nutre; abogó decididamente en favor de causas de psiquiatría preventiva, educación y rehabilitación, reconociendo la veta de cronicidad en muchas enfermedades mentales y mostró, con el ejemplo de su vida y su legado, el ideal de integración —e integridad— ínsito en una visión de total armonía entre el ser y el quehacer.

Por otra parte, hay aquellos para quienes el puro eclecticismo pareciera conformarse solo con seleccionar partes de diferentes sistemas y postular su uso, dejando sin resolver las contradicciones que indudablemente pueden persistir entre tales sistemas. El eclecticismo —dicen estos críticos— no es una ideología (de hecho, no pretende ni debería serlo) y parece basarse más bien en una posición eminentemente utilitarista y pragmática en la que la arbitraria yuxtaposición de doctrinas y técnicas de diferentes sistemas puede resultar en una incoherencia de base. Conociendo los principios fundamentales de la obra de Delgado, es perfectamente posible asumir que él también suscribiría estas críticas a un eclecticismo obviamente superficial, zigzagueante y más bien crematístico. Es más, probablemente él fomentaría una suerte de sincretismo psiquiátrico opuesto a la adopción inflexible de un eclecticismo ideologizante. Recordemos que un predicador de la libertad intelectual para todo individuo jamás aceptaría las estrecheces de una ideología. Filosóficamente, se define al sincretismo como el sistema que se empeña en reconciliar o unificar elementos inicial o aparentemente inarmónicos. En el campo de las religiones —donde esta idea ha alcanzado más vigencia—, el sincretismo es generalmente el resultado del contacto y la interpenetración de diferentes culturas. No hay razón entonces, nos diría Delgado, para no pensar en la posibilidad de combinar, aplicar y, esencialmente, aspirar a una conceptualización sincretista de la psiquiatría y sus contenidos. En su afán de superación continua y sistemática, Delgado posiblemente postularía que el sincretismo es una etapa avanzada del puro eclecticismo y se constituiría así en el colofón de un proceso de búsqueda que refleje voluntad de apertura plena y tolerancia básica, en aras de intereses superiores. La condición esencial es la de un no-dogmatismo crítico, precisamente una característica fundamental en el pensamiento y las ideas de Honorio Delgado.

Fenomenología

Edmund Husserl definió el enfoque fenomenológico en la filosofía postulando que las cosas o los hechos se presentan o producen con prescindencia de cualquier supuesto. Los fenómenos —sea cual fuere su naturaleza— se ofrecen a una conciencia cuyo rasgo fundamental es la intencionalidad, de modo que el mundo se da como un correlato intencional de esa conciencia. Sobre estas bases, mas no sujetándose dogmáticamente a ellas, Karl Jaspers, desde la Escuela de Heidelberg, enfatizó el estudio descriptivo y detallado de la psicopatología ofrecida por el paciente, en respuesta a la comunicación espontánea y a la búsqueda empática del clínico. Los signos y los síntomas de la enfermedad mental se esculpen tan claramente que pueden ser reconocidos con la misma certeza “con que el histólogo describe una célula bajo el microscopio”, metáfora utilizada por seguidores de Jaspers. En 1913, el psiquiatra y filósofo alemán publicó Psicopatología General, una opción fenomenológica clara y sólida para la consideración holística de síntomas y síndromes en la clínica psiquiátrica (Jaspers, 1952). Una vez más, la visión progresista de Honorio Delgado se tradujo en su intenso cultivo de este abordaje clínico liberado de ataduras ideológicas o de presuposiciones sinuosas. A partir de la década de 1940, Delgado y su escuela iniciaron la publicación sistemática de estudios clínicos fenomenológico-descriptivos de riqueza y solidez excepcionales. Este aspecto de su obra culminó con la publicación, en 1953, de su Curso de Psiquiatría (Delgado, 1952), obra que tuvo amplísima difusión en todo el mundo hispano-hablante a lo largo de seis ediciones, hasta 1969 (desde la segunda, a cargo de la prestigiosa Editorial Científico-Médica de Barcelona), además de una reedición de la última, en 1993, como parte de sus Obras Completas. Este texto ha contribuido a la formación de centenares de psiquiatras latinoamericanos y españoles a lo largo de cinco décadas. Su valor académico ha sido también reconocido en los exigentes ámbitos de la psiquiatría europea, la alemana y la francesa en particular.

 

El Curso es un compendio fenomenológico enjundioso, pero, a la vez, preciso y sobrio. Con lenguaje elegante, Delgado suscribe el concepto jaspersiano de una conciencia psicológica, empírica, relativa y contingente de los síntomas psiquiátricos, los cuales describe y explica con objetividad, en muchas áreas superior a la del maestro de Heidelberg. En la sección de “Psiquiatría general o psicopatología” describe, por ejemplo, las funciones de la vida intelectual (adquisición, conservación, elaboración y creatividad) y provee información y ejemplos clínicos de síntomas inherentes a todas las parcelas psíquicas (anormalidades de la percepción, el pensamiento, el sentimiento, las tendencias instintivas, la voluntad, la conciencia del yo, el tiempo anímico, la memoria, la atención, la conciencia y la inteligencia). Articula luego estos síntomas en síndromes y, más aún, en todas las entidades clínicas conocidas, descritas en la segunda sección del libro, “Psiquiatría Especial”, que, además, incluye capítulos sobre psicoterapia, higiene mental y psiquiatría forense. No es exagerado afirmar que este libro es un clásico de la más pura factura delgadiana.

Pero el maestro peruano fue mucho más allá. Formuló contribuciones originales a la fenomenología y psicopatología de su tiempo y del actual. En la ruta de Husserl, Brentano y Scheler desarrolló importantes innovaciones en torno a la intencionalidad de la actividad consciente, resaltando la polaridad entre conciencia y objeto, y postulando un esquema seminal con relación a la patogénesis de la esquizofrenia. Este esquema incluye tres disyunciones fundamentales: la primera entre el mundo interior del paciente y el mundo exterior, a la que llamó autismo; la segunda entre el yo y el contenido de la conciencia (egoanajoresis); y la tercera, dentro del contenido consciente, entre el predicado y el sujeto de conocimiento que le corresponde (quiebra de categorías). La esquizofrenia reflejaría así, en su conjunto, una desvirtuación de la finalidad propia de los actos y las funciones de la vida psíquica, proceso que Delgado llamó atelesis, ruptura que anticipó conceptualmente la desintegración de atención, memoria y cognición en el proceso psicótico.

Existe, finalmente, acuerdo en que otras contribuciones originales de Delgado en este campo atañen a la disgregación y la ambivalencia, alteraciones nucleares del llamado pensamiento esquizofrénico; a la distinción entre delusión y delirio y entre delusión e idea delusiva; al concepto de “estado de ánimo delusional” equivalente a la trema de Conrad; y a la clasificación de bioneurosis y psiconeurosis. Su balanceado y su armónico afronte fenomenológico lo llevó también a cuestionar la idea de irreversibilidad del proceso psicótico (postulada por el mismo Jaspers), las densas elaboraciones existencialistas de Binswanger y sus seguidores y el afán homogenizante de un rígido cartabón tipológico.

Otras perspectivas clínicas y académicas

Esto último conduce a otra área de interés y enfoque profundo por parte de Delgado: el diagnóstico psiquiátrico. Con base en su bien elaborado abordaje fenomenológico, Delgado abogó, desde la década de 1950, por un diagnóstico que utilizara criterios eminentemente descriptivos y debidamente jerarquizados, libre de contaminaciones ideológicas o interpretaciones precipitadas, nutrido por una causalidad multifactorial y con reconocimiento apropiado de las bases biológicas de la enfermedad mental. Al mismo tiempo, enfatizó la necesidad de investigación sistemática destinada a la demostración de confiabilidad y validez diagnóstica y a la aceptación de diferentes niveles operativos en la psiquis humana.

Delgado fue sobrio en el uso de adjetivos para delinear diversos aspectos de su contribución académica. No obstante, su visión del diagnóstico psiquiátrico lo situó como legítimo abanderado del “afronte neokraepeliniano”, etiqueta utilizada por los psiquiatras norteamericanos que a partir de la década de 1970 —es decir, dos largas décadas después de que Delgado iniciara su prédica y postulara una nosología más objetiva y clara, contribución que aquellos por cierto ni conocieron ni reconocieron— han producido las tres últimas versiones del Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM), de la Asociación Psiquiátrica Americana (APA). El DSM delineó entidades diagnósticas con un criterio eminentemente categorial, inspiración nomotética (estudio de muchísimos casos, no situaciones individualísticas), estructura politética (basada en varios criterios) y modelo prototípico (casos-modelo). Delgado había ya postulado estos requerimientos mucho tiempo atrás. Él también había propuesto una catalogación de los niveles o planos de la vida individual (físico/material, biológico, anímico y espiritual) que precedió por décadas y aún superó conceptualmente al célebre enfoque biopsicosocial de Engel, presentado en 1977. No sorprende, por lo tanto, que una fenomenología bien entendida, como la que Delgado estudió y practicó, sustente y respalde hoy un diagnóstico multiaxial y una visión multidimensional de la salud y la enfermedad mental. Es más, la concepción de Delgado supera al manual norteamericano en su enfoque principista (objetivo y crítico, no comprometido), su ámbito de aplicación académico-clínica, su conceptualización nosológica y su estilo textual y técnico.

Tampoco sorprende, por cierto, que Delgado y su escuela trasladaran al terreno didáctico todos aquellos principios rectores de su obra intelectual, académica y clínica. Sobre la base de un incuestionable background humanístico, la docencia del maestro —primero en San Fernando y luego, a través de sus discípulos, en Cayetano Heredia— recogió el énfasis fenomenológico-descriptivo, el detallado afronte clínico-anamnésico, la etiología multifactorial y el potencial de una psicoterapia integral. Aun antes de la escisión que dio lugar a la fundación de la UPCH, ya se habían establecido en San Fernando estructuras curriculares secuenciales e integradas. El hospital psiquiátrico (aun cuando modernizado) era aún el escenario fundamental de la enseñanza, pero ya desde la década de 1960 los servicios ambulatorios y las unidades psiquiátricas en hospitales generales comenzaron a utilizarse sistemáticamente. Ello contribuyó a una visión más amplia de la psicopatología, al reconocimiento de entidades clínicas más allá de las psicosis y a una relación más vigorosa entre psiquiatría y otras ramas o campos de la medicina.

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