25 peruanos del siglo XX

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En esa concepción “integradora” hay, no obstante, un interesante señalamiento de la población indígena como parte de una sociedad mayor y no como un compartimiento estanco aislado, pues puso de manifiesto la solidaridad del indígena “con la clase media y con los obreros”. Para Belaunde, la virtud principal de los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, de Mariátegui, es haber otorgado un lugar prioritario al tema indígena y haber afirmado, asimismo, que su adecuada solución implica también la del problema de la tierra. Ello lo inserta en una perspectiva reformista, en la que no es ajeno un abordaje al problema de la tierra, en el que se refiere a la injusta distribución de la propiedad de la tierra en la sierra y la explotación del campesinado agrícola en la costa, proponiendo como remedio “un programa realista de reforma agraria”, en una perspectiva cooperativista y de ampliación del crédito y la educación.

No obstante, no estamos precisamente ante una propuesta “indigenista”, sino ante una preocupación por lo indígena que, vista desde el siglo xxi, tenía la óptica de hacer de la población indígena esencialmente un receptor de las políticas establecidas en el mundo oficial (Gonzales, 1996). Para el análisis y el pensamiento de Belaunde, la estructura política y el sistema electoral en las zonas andinas estaban diseñados de tal manera que lo que hacían era reproducir un sistema injusto, cuestionando cómo ello había convertido al indígena en “máquinas de votación como la mesa y como el ánfora” (Pacheco Vélez, 1976). No obstante, su prisma ético-religioso va en la perspectiva de una cultura “superior” que asume a la “inferior” como “síntesis viviente” (Pacheco, 1962, p. 161). La cultura autóctona debe ser, pues, “asimilada” y de ella han de sobrevivir más que todo lo que Llosa llama “motivos estéticos”.

En esa perspectiva, por cierto, la “preocupación por lo indígena” no era retórica ni simplista. A los intentos de entender el funcionamiento del mundo andino, en lo que atañe, por ejemplo, a la contradicción entre haciendas y comunidad, añade trabajos para entender a los pueblos indígenas en la cuenca amazónica. En esa perspectiva son importantes los trabajos de Belaunde sobre los mitos amazónicos y la relación entre el Incanato y la Amazonía (Belaunde, 1911; Belaunde, 1912).

Colofón

El aporte de Belaunde para entender mejor el Perú ha sido y es muy importante. El país —y todos dentro de él— se habría beneficiado mucho si, aunque fuera parte de sus análisis y sus propuestas, se hubieran incorporado más centralmente en los debates o se hubieran utilizado para tomar muchas decisiones importantes adoptadas en el país en los últimos cincuenta o sesenta años. Todavía es tiempo.

Bibliografía

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Belaunde, V. A. (1911). Los mitos amazónicos y el Imperio incaico (tesis de bachillerato).

Facultad de Letras. Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Lima.

———— (1912). Las expediciones de los incas a la hoya amazónica (tesis de doctorado). Facultad de Letras. Universidad Naconal Mayor de San Marcos. Lima.

———— (1914). La crisis presente.

———— (1987). La realidad nacional. En Obras completas [Tomo III] (p. 207). Lima: Edición de la Comisión Nacional del Centenario de Víctor Andrés Belaunde.

———— (2007). Regionalismo y centralismo. En Víctor Andrés Belaunde. Peruanidad, contorno y confín. Textos esenciales. Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú.

Gonzales, O. (1996). Sanchos fracasados. Los arielistas y el pensamiento político peruano.

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Llosa, J. G. (1962). En busca del Perú. Lima: Ediciones del Sol.

López, S. (1987). La generación de 1905. En Pensamiento político peruano. Lima: Desco.

Pacheco V., C. (14 de diciembre de 1976). Belaunde y el indigenismo novecentista. La Prensa. Lima: s.e.

Pareja Paz Soldán, J. (1968). El maestro Belaunde. Lima: Editorial Universitaria.

José de la Riva-Agüero y Osma (1885-1944)

José Agustín de la Puente Candamo

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José de la Riva-Agüero y Osma nació en Lima el 26 de febrero de 1885, en la calle de Lártiga 459, y murió el 25 de octubre de 1944, en la habitación 410 del Hotel Bolívar, en Lima. Sus padres fueron José de la Riva-Agüero y Riglos y María de los Dolores de Osma y Sancho Dávila, ambos de la aristocracia virreinal.

Fue de mediana estatura, más bien bajo, con un rostro de rasgos fuertes y definidos y con una calvicie mayor en los años finales de su vida. Esta podría ser una breve descripción de su retrato físico.

Fue intelectual y esencialmente un hombre culto, apasionado por la lectura y que desde sus días escolares demostró un conocimiento y una madurez superiores a su edad. Su memoria fue notable, pero merece mayor encomio su capacidad analítica y su actitud para comprender los temas que tenía entre manos. Demostraba su dominio de los medios de expresión, del lenguaje, en la conversación, en sus cartas, en sus estudios históricos. Su vocación central fue la de historiador y transitó con gran dominio por los campos de la filosofía, del derecho, de la literatura; fue un humanista.

El testimonio de Francisco García Calderón evoca la infancia de Riva-Agüero:

Juntos entramos en 1893 al colegio de La Recoleta, destinado a larga influencia en los destinos espirituales del Perú. Él tenía ocho años y yo, diez. Eran pocos los alumnos y numerosos los profesores. De esta suerte se estableció pronto lo que llamó Platón una cadena magnética entre los discípulos y los maestros que ejercieron sobre nosotros una acción personal directa, persuasiva, formadora. Había leído mucho Riva-Agüero, no sé cómo ni cuándo. Se le podía aplicar lo que escribió Clarín de Menéndez y Pelayo: que así como algunos duermen mientras leen, otros leen cuando duermen. Tal debió ser el caso de este muchacho que sabía de memoria páginas enteras de César Cantú, historiador italiano entonces en boga, que había leído a Michelet, repetía versos de Leopardi y se complacía en desentrañar complicadas genealogías de familias peruanas. Sorprendió pronto a sus maestros por la seguridad de sus recuerdos y el vigor de su talento. Dominaba todas las materias, salvo las matemáticas, que le fueron siempre extrañas, como a Lord Macaulay, el célebre historiador inglés. En los recreos, en vez de jugar, comentábamos nuestras lecturas. En las tardes, en paseos que no nos parecían monótonos, del colegio a mi domicilio en la calle de La Amargura, de él a esta casa de Lártiga, y de nuevo a La Amargura, en incesante y decidido deambular, tratábamos con juvenil petulancia de todos los problemas divinos y humanos, hacinábamos recuerdos, afirmábamos nuestras ambiciones (García Calderón, 1949, pp. 8-9).

Su personalidad fue sólida y maciza; lo que pensaba y decía lo ponía en práctica en sus hechos cotidianos y en los momentos solemnes. Su caso es un clarísimo testimonio de unidad de vida. Seguro y enfático en la afirmación de sus convicciones y enemigo de los eufemismos, expresaba su pensamiento sin equívoco alguno. Sin embargo, al lado de su firmeza intelectual estaba presente en su ánimo un espíritu de amistad y de cordialidad humana que presidía sus actos. En el zaguán de su casa de Lártiga, eran numerosas las personas que recibían su apoyo material y su consejo, y entendió la amistad no como una suma transitoria de coincidencias, sino como el respeto profundo a los valores humanos de quien él consideraba amigo. Como lo recordó José Gálvez en un bello discurso el día del entierro de Riva-Agüero, tuvo un sentido espiritual y superior de la amistad. Aguerrido defensor de sus principios, polemista abrumador, no fue avaro en el uso de adjetivos, pero nunca se apartó del respeto que merece la persona humana.

La reflexión de José Gálvez sobre la amistad con Riva-Agüero es muy expresiva:

Riva-Agüero tenía el raro mérito de cultivar la amistad a base de la estimación que nace de vínculos morales. Fácil es llamar compañero, amigo, camarada, a quien sigue el mismo rumbo y va por igual senda, porque, compartida esta, se hace menos larga; pero quien, como él era, a la vez, apasionado y rígido, vehemente y firme, tenaz y hasta excluyente en sus ideas, debía tener una voluntad de virtud muy grande para comprender la sinceridad, condición que sí pedía siempre de quienes no militaban en sus filas. Y es que Riva-Agüero tenía un sentido eterno y no terrenal, y por lo mismo pasajero y cambiante, de la amistad (Gálvez, 1944, p. 667).

Tuvo la virtud, que es signo de los hombres superiores, de conversar con naturalidad y paciencia, con un estudiante universitario, con un compañero de su generación o con una persona sencilla; escuchaba, corregía las expresiones indebidas en el lenguaje, precisaba la exactitud de los hechos históricos y nunca se apartaba de su ánimo de diálogo y servicio.

Perteneció a la generación del novecientos, que convocó a los que nacieron en los días finales o posteriores a la guerra con Chile y vivió, como sus contemporáneos Belaunde, los García Calderón, José Gálvez o Julio C. Tello, una severa e intensa voluntad orientada al estudio del Perú y de lo peruano y al servicio del país a través del mejor conocimiento de su realidad y de sus exigencias. Él llegó a la política por una clara voluntad de servicio que se enriquecía, en su caso, con las calidades personales que Dios le había concedido. De él se puede decir —lo que en muchas circunstancias es un abuso del lenguaje— que llegó a la política no para lucrar con beneficios personales, sino, de verdad, para servir al país. Este fue el origen de su ingreso a la política. En él conviven el maestro universitario, el erudito y el político.

 

El camino del conocimiento del Perú, de su formación, de su identidad, acerca a Riva-Agüero a la tarea política. Es pertinente recordar los pasos principales. Dirigente estudiantil muy respetado en San Marcos, ofreció en nombre de la juventud un homenaje a Javier Prado y en 1905, en el entierro de Francisco García Calderón, leyó el discurso en nombre de los estudiantes sanmarquinos.

Sin duda, su dedicación a la historia fue cuestión esencial para entender su obra y su vida. Él encarnó con naturalidad y prestancia las virtudes que definen a un historiador: hombre culto, tuvo la virtud intelectual de pasar del dato erudito y seguro a la construcción más general de la interpretación de la misma; conoció desde su niñez papeles fundamentales y textos clásicos que subrayaron en su espíritu la significación de la historia en la vida del hombre y de la sociedad; encarnó en su espíritu una memoria superior que se transformó en un instrumento seguro en el desarrollo de la investigación; conoció seriamente a los clásicos latinos; igualmente, tuvo un dominio serio de la literatura peruana y de la literatura española; tuvo el fundamento intelectual necesario para desarrollar en sus estudios valiosas analogías esclarecedoras; en la intimidad de sus querencias y de sus afectos estuvo presente el Perú como síntesis de lo andino y de lo español; el tiempo de la “reconstrucción” que vivió en su infancia y juventud enriqueció su voluntad de servir al Perú; del mismo modo, su generación del novecientos vivió con intensidad la esperanza de recuperar a las “provincias cautivas”, objetivo que unió a todos los peruanos de las primeras décadas del siglo xx .

Cuando tenía veinte años, en 1905, publicó el Carácter de la literatura del Perú independiente, que fue su tesis para optar el título de bachiller en la Facultad de Letras.

Más tarde, en 1910, aparece La historia en el Perú, que, como bien dice Basadre, señala el principio de la historiografía moderna en nuestro medio.

En el mismo tiempo de la publicación de sus tesis, trabajó otros temas: José Baquíjano y Carrillo, Carlos Germán Amézaga, y continuó sus estudios sobre el Inca Garcilaso de la Vega y Pedro de Peralta y Barnuevo.

Además de las tesis mencionadas, los estudios sobre las conquistas incaicas, la Audiencia de Lima, el elogio al Inca Garcilaso de la Vega, es Paisajes peruanos su obra capital, en la cual propone, convencido, una suerte de retrato del Perú, fruto de la síntesis de lo andino y de lo hispánico. Escribió páginas fundamentales sobre el Virreinato y penetró en las ideas centrales de la independencia; sus estudios sobre Santa Cruz y la Confederación Perú-Boliviana, sobre Manuel Pardo y los antecedentes de la guerra con Chile, el enaltecimiento de la persona y de la obra de Grau son algunas muestras, al lado de sus estudios sobre genealogía e historia, que integran la memoria peruana.

Los une en su generación del novecientos una posición directiva y entiende, con sus amigos sanmarquinos, que el estudio del Perú y de lo peruano es paso fundamental para el fortalecimiento del país.

No solo fue un erudito —la historia del Perú no encerraba ningún secreto para él—, sino que nos ha dejado una lección orientada al estudio y conocimiento de la raíz del Perú, de la formación de la nacionalidad.

“El patriotismo se alimenta y vive de la historia y de la tradición” (Riva Agüero, 1960, p. 5).

“La aplicación a los estudios históricos y la reanimación por ellos de sentimiento patriótico han sido siempre donde quiera la preparación indispensable para la regeneración positiva de un pueblo, su consolidación interna y el restablecimiento de su prestigio exterior” (Riva Agüero, 1960, p. 15).

Es interesante recoger algunas afirmaciones de Riva-Agüero sobre el ser mismo del Perú: “El Perú es obra de los incas, tanto o más que de los conquistadores; y así lo inculcan, de manera tácita, pero irrefragable, sus tradiciones y sus gentes, sus ruinas y su territorio”.

“La suerte del Perú es inseparable de la del indio; se hunde o se redime con él, pero no le es dado abandonarlo sin suicidarse”. “La sierra, asiento de la gran mayoría de los habitantes, cuna de la nacionalidad, necesaria columna vertebral de su vida, tronco del cual parten las dos cuencas de tierras cálidas, tiene que ser, por toda especie de razones geográficas e históricas, la región principal del Perú”. “El Cusco es el corazón y el símbolo del Perú” (Riva Agüero, 1960, pp. 14-15).

Indigenista e hispanista al mismo tiempo, creyente en el Perú mestizo, Riva-Agüero enaltece las virtudes del hombre andino y el aporte del hombre y de la cultura españoles. Insiste una y otra vez en la urgencia del estudio de la historia nacional, camino indispensable para entender el Perú.

Tal vez su bello libro Paisajes peruanos podría ser una suerte de síntesis de su conocimiento de lo peruano y de su cariño al país. La geografía, el paisaje, la historia de un lugar y otro, los sucesos históricos en un ambiente y en otro, las cuestiones sociales, todo, aparece entretejido como en una figura geométrica para explicar y entender el Perú. Su salida del Cusco, su paso por el valle del río Apurímac, por Huamanga o por el valle del Mantaro encierran una inmensa riqueza de evocación y de esperanza.

Su ingreso a la política, a sus debates y a su lucha se produjo cuando el 29 de mayo de 1909, en manifestación pública singularísima, dirigentes del pierolismo exigieron sin éxito la renuncia del presidente Leguía. En la universidad, en reuniones públicas, en textos periodísticos, Riva-Agüero asumió el liderazgo a favor de una amnistía política a los responsables de la tumultuosa exigencia de la renuncia de Leguía.

En El Comercio, el 12 se setiembre de 1911, publicó el artículo “La amnistía y el Gobierno”, que señala su presencia formal en nuestra vida política. Más tarde, el 25 de setiembre y el 26 de diciembre del mismo año, y en un discurso en el centro universitario, en 1912, reitera su posición intelectual.

Basadre escribe:

La aparición política de José de la Riva-Agüero es el primer choque de los universitarios con la fuerza pública. El Senado, después de aprobar un proyecto de ley de amnistía, había reconsiderado su actitud enviando el asunto a comisión, poco antes que fuera expedida esta sentencia. Un joven catedrático, José de la Riva-Agüero, que ya había criticado públicamente en anteriores oportunidades la política internacional del Gobierno, insertó el 12 de setiembre en El Comercio un vigoroso y elocuente artículo para reclamar la amnistía y censurar al estado de cosas imperantes en el país, así como los rumbos internacionales financieros e internos (Basadre, 1983, pp. 332-333).

Tal vez el momento más interesante en la vida política de Riva-Agüero es el de la creación del Partido Nacional Democrático, cuya declaración de principios es de 1915.

Algunas de las ideas principales de la nueva agrupación política podrían ser las siguientes: revivir y renovar con sangre nueva a los fatigados partidos históricos; promover la formación de grupos de opinión; “cumplir con un impostergable deber de civismo y de hombría de bien”. Dice el documento fundacional: “No somos ni seremos instrumentos de nadie; no pretendemos formar una efímera organización electoral, sino un partido serio y permanente” (Riva Agüero, 1975, pp. 35-36).

El mencionado documento se refiere a las garantías individuales, las reformas constitucionales, la reforma electoral, el Poder Judicial, el Ejército, la hacienda pública, el fomento, la instrucción.

Encierra especial interés el desarrollo de la “cuestión social”, en la declaración de principios:

Somos partidarios de la legislación obrera y de la intervención del Estado en los conflictos entre el capital y el trabajo. Es en el Perú, aspecto peculiar y principalísimo de la cuestión social, la desdichada condición del indio, que debe remediarse no solo con el desarrollo de las escuelas y de las vías de comunicación y con la rigurosa vigilancia sobre las autoridades subalternas políticas y judiciales, municipales y eclesiásticas, sino también con un completo y cuidadoso sistema de protección legal y auxilio gubernativo, que impida todo servicio gratuito, prohíba determinados descuentos en jornales y contenga al cabo la progresiva usurpación de las tierras de comunidades, a fin de que el indio comunero, hecho en la realidad, y no en el mero texto incumplido de la ley, dueño individual de su porción de terrenos comunes, o sindicado libre y expresamente con sus vecinos y garantizado contra los despojos y fraudes de los mestizos, no se degrade y esclavice cada día más o no acuda en lo porvenir a una desesperada y terrible sublevación rural, como la de Condorcanqui en el siglo antepasado o la de México en el momento presente (Riva Agüero, 1975, pp. 50-51).

En otra oportunidad, Riva-Agüero expresó que ante la situación de cansancio de los partidos tradicionales —sobre todo el demócrata y el civilista— era necesario crear un cuerpo político que asumiera la generación joven de ambos sectores y que postulara un camino de inteligencia y de honestidad que permitiera la continuidad constitucional de la república.

Es ilustrativa la reflexión de Basadre:

Algunos de los más connotados elementos jóvenes del partido demócrata, entre los que destacaban Amadeo de Piérola, José María de la Jara y Ureta y José Gálvez, se unieron en 1915 con un grupo de otras promisorias figuras en el plano intelectual y social que hubiera podido integrar una nueva generación dentro del civilismo (como José Pardo y sus colegas en 1903 y en 1904) para formar un nuevo partido, el Nacional Democrático, risueñamente apodado por Luis Fernán Cisneros “futurista”. Lo presidió José de la Riva-Agüero, cuyo notable aporte para renovar los estudios históricos parecía acompañado por una innata aptitud directiva refrendada por el gesto de energía cívica contra el Gobierno de Leguía y a favor de los acusados por la revolución del 29 de mayo de 1909. El hombre de archivo y aula parecía surgir a la vez como un ciudadano ejemplar, como personero de la conciencia de su generación, convertido en un fiscal y hasta en un guía de sus mayores (Basadre, 1983, p. 145).

En el sepelio de José María de la Jara y Ureta, el 22 de noviembre de 1935, Riva- Agüero explica, con afecto por el amigo muerto, que:

Obedeciendo a este intento de fusión de las juventudes de los dos grandes partidos históricos, creamos el Partido Nacional Democrático [...]. Dimos ejemplo de decencia, serenidad, dignidad y civismo. En tal situación, no era presumible que nos escasearan frívolas censuras, ataques ponzoñosos, y odios solapados, o patentes y procaces. Fingieron desdeñarnos, porque nuestro círculo director fue una selecta minoría, como si no ocurriera lo mismo con todos los partidos, aquí y dondequiera (Riva Agüero, 1937-1938, pp. 415-416).

En el mismo texto, en el cual Riva-Agüero desarrolla una suerte de confesión personal y política, dice:

Los mismos que nos habían restado fuerzas y denegado prestigio,nos acusaron luego de ineficaces, cuando éramos los únicos que protestábamos en alta voz. Es sabido que el sentir de un pueblo descarriado y embaucado exige de los buenos lo inasequible e imposible, al paso que en los malos excusa o alaba los pobres y más criminales yerros. Ante la fuerza bruta, estimulada y desbordada por las culpas de nuestros propios censores, tuvimos que disolvernos, como todos los demás verdaderos y libres partidos, sin excepción alguna. Nos fuimos a la proscripción; y se quedaron mofando, con bajuna risa, los que harto habían de llorar después. Muerto quedó nuestro juvenil ensueño político, encuadrado en cánones de estricta pulcritud. Una algazara vil celebró nuestro fracaso, que era el del Perú; y a poco más de dos lustros, la justiciera historia, con el irresistible curso de los hechos, había convertido a todos, vencedores y vencidos, perseguidores y víctimas, burladores y vejados, renovadores, restauradores y demoledores, en una colección de fracasados lastimosos (Riva Agüero, 1937-1938, pp. 417-418).

Esta dura confesión de Riva-Agüero, dura y muy sentida, muestra el fin de su mayor ilusión política. El partido que él y los hombres de su generación promovieron expresó de verdad, sin apariencias, un ánimo decidido de servicio al Perú.

 

Esta primera etapa de la presencia de Riva-Agüero en la política nacional encierra, como lo hemos visto, dos momentos: la demanda de amnistía a los hombres que se levantaron contra el presidente Leguía en 1909 y la posterior creación del Partido Nacional Democrático. La primera actitud responde a una reacción principista frente al primer Gobierno de Leguía; la creación del Partido Nacional Democrático es fruto de un esfuerzo reflexivo que lo acerque a la lucha por la conducción política del Perú.

Es frecuente el escepticismo cuando se dice que un hombre ingresa a la política con vocación de servicio; sin embargo, en el caso de Riva-Agüero, sí es verdad que su vocación política se apoyaba en la esperanza de servir al bien común de su país. Las raíces de esta actitud eran profundas y de verdad severas: su tradición familiar y una suerte de carisma directivo; su conocimiento erudito y muy serio de la historia del Perú y de sus enseñanzas; su inteligencia y su personalidad aptas para la tarea directiva; su visión seria de la vida, alejada de toda frivolidad, le advertían que quien mucho ha recibido tiene la obligación de servir con mayor generosidad. Todo lo anterior nos indica la fortaleza de las razones por las cuales ingresa a la política y que no lo alejan de su dedicación a la vida intelectual y de su cariño indeclinable a las ciencias históricas.

Fue doloroso el fracaso de su partido y su alejamiento de la política. Triste es reconocer cómo muchos no entendieron la tarea y la finalidad del nuevo grupo político que quería darle al país estabilidad política y ejemplaridad moral.

Pedro Planas, en un valioso estudio sobre la generación del novecientos, manifiesta:

La vida pública, según los fundadores del Partido Nacional Democrático, estaba reducida “al personalismo más estrecho, a la mera intriga, que ni siquiera suele ser ingeniosa; a una serie de tristes mezquindades; a la repetición monótona y desesperante de iguales inconsecuencias y de los mismos extravíos”. Propósito del nuevo partido es, en ese escenario político tan deprimente, establecerse, en primer término, como un “núcleo de opinión”, que reemplace “las afinidades inconvenientes o superficiales del compañerismo y la adhesión personal” con la “reflexiva comunidad de ideas y propósitos perdurables”. La renovación política que preconiza el Partido Nacional Democrático va más allá de la doctrina y del programa. Reside en el estilo de hacer política que debe encarnar: “Libres todos de sombras y responsabilidades, estamos íntimamente unidos en los mismos propósitos de regeneración patria y en el mismo desdén de los prejuicios ciegos y de las ambiciones vulgares. No somos ni seremos instrumentos de nadie; no pretendemos formar una efímera organización electoral, sino un partido serio y permanente. La propia empresa que intentamos, con resolución inquebrantable pero no sin prever sus dificultades y sinsabores: el propósito de crear una nueva entidad política que responda a las exigencias actuales y que sin cuidarse de los provechos de hoy trabaje con los ojos fijos en el mañana del Perú, demuestre de manera irrefragable a quienquiera que no abdique de la buena fe y la razón, la absoluta pureza de nuestras intenciones y la total abnegación de nuestra conducta” (Planas, 1994, pp. 157-158).

Carlos Rodríguez Pastor, en un muy interesante estudio sobre las ideas políticas de Riva-Agüero, dice con acierto: “Infelizmente, el Perú no pudo o no supo aprovechar, quizá cuando más lo necesitaba, de una mentalidad tan vigorosa que, a la reciedumbre de sus convicciones, unió una forma expositiva que por su elegancia y precisión pocas veces ha sido igualada” (Rodríguez Pastor, 1975, p. xxxviii).

Más tarde, impulsado por los sucesos políticos y por la frustración de tantas esperanzas, Riva-Agüero se marchó a Europa con su madre y con su tía carnal Rosa Julia de Osma y vivió durante once años, hasta 1930, especialmente entre España, Francia e Italia.

La investigación histórica tiene que admitir sus limitaciones cuando aspira a penetrar en las razones íntimas de las decisiones humanas. Las cartas personales, la tradición oral y las memorias autobiográficas pueden aportar muchos elementos de juicio, mas, en múltiples casos, las motivaciones de un acto o de otro no pueden ser esclarecidas por la historiografía. Es el caso de su alejamiento del Perú. Él no abandonó un empeño intelectual y otro; sin embargo, se apartó por muchos años de su labor múltiple en el Perú. Es difícil decir que su alejamiento fue un error; las circunstancias lo impulsaron al viaje a Europa. Sin duda, él, más que nadie, lamentó su larga ausencia del país.

Los últimos años de su vida, de 1930 a 1944, están presididos por circunstancias políticas distintas, pero se mantiene la misma fortaleza intelectual y moral, la misma voluntad presidida por la defensa de la libertad de la persona humana y el mismo vigor y el mismo coraje moral para afirmar y defender su pensamiento político y todo esto unido, como siempre, a su tarea intelectual de investigación y de enseñanza. Es abrumador por su riqueza y variedad el fichero bibliográfico de las cartas, discursos, monografías, que Riva-Agüero escribe y publica en ese tiempo.

Desempeñó múltiples funciones y fue el hombre que sin el respaldo de un partido político tuvo mayor significación e influencia en la vida del Perú de la década de 1930. En ese ambiente, Riva-Agüero vivió en la intimidad de su espíritu, el regreso a la creencia en la Iglesia católica y, como buen converso, fue fiel, tenaz y perseverante en los principios que recuperó.

En la historia de las ideas en el Perú, el discurso de Riva-Agüero, su profesión de fe, en el almuerzo de los exalumnos de La Recoleta, en 1932, es un documento sincero y representativo:

De mis peregrinaciones de hijo pródigo, entre remordimientos y cicatrices, he granjeado a lo menos experiencia escarmentada de frívolas y especiosas doctrinas. De regreso en mi legítima heredad espiritual, ahondándola y cultivándola, me siento en perfecta comunión con los que me antecedieron. Alumbrado por la misma luz que los guió, descubro a las claras el fundamento y la bondad de sus móviles, que columbraba crepuscularmente en los días de mi descarriada ofuscación. Convertido como mis paisanos Olavide y Vidaurre, desengañado como ellos de la perturbadora herencia del siglo xviii, que a todos nos perdió, reanudando la interrumpida solidaridad salvadora con nuestros auténticos precursores en el espíritu y el tiempo, puedo al fin repetir sinceramente las palabras de quien acertó, en aquella inquieta y estragada época, prefiguración de la tempestuosa nuestra, a ser el servidor leal de su Dios, de su tradición y de su pueblo; y decir de mí como Jovellanos:

Sumiso y fiel, la religión augusta

De nuestros padres, y su culto santo,

Sin ficción profesé (Riva-Agüero, 1937-1938, p. 378).

Alcalde de Lima en 1932, ministro de Justicia, Instrucción, Culto y Beneficencia y presidente de Consejo de Ministros en 1934, decano del Colegio de Abogados de Lima en 1935, jefe de Acción Patriótica, al mismo tiempo, convivió en su espíritu, de modo digno y ejemplar, la tarea política con la creación intelectual.

Su renuncia al ministerio y a la jefatura del gabinete es uno de los actos más expresivos de lo que hemos llamado en el caso de Riva-Agüero unidad de vida, que se expresó una vez más cuando el Congreso aprobó la ley del divorcio.