Víctimas y verdugos en Shoah de C. Lanzmann

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Z serii: Historia #182
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A pesar de todos nuestros conocimientos, la horrible experiencia permanecía a distancia de nosotros. Por primera vez, la vivimos en nuestra cabeza, nuestro corazón, nuestra carne. Ella se hace nuestra. Ni ficción ni documental, Shoah consigue esta re-creación del pasado con una sorprendente economía de medios (Beauvoir, 1985: 7).

El privilegio del momento por encima de la estructura no guarda relación con la fractura narrativa de las vanguardias ni con el exceso sentimental de los relatos melodramáticos. Se trata de momentos de condensación que colapsan la representación general del hecho. Shoah se articula sobre el conocimiento general que el espectador tiene del suceso para proponer un nuevo acercamiento en el que las distancias con el exterminio queden anuladas.

Para abolir la distancia que media entre el hoy de la representación y el ayer del crimen, la puesta en escena utiliza una serie de recursos. La recreación de condiciones similares a las originales, el encuentro con los lugares de antaño, las interrogaciones e insistencias sobre pequeños detalles, etc., tensionan la superficie de los relatos compactados por la memoria para que de entre sus grietas surja la verdad del pasado. En definitiva, todos estos mecanismos pretenden la abolición del tiempo para desvelar el dolor desgarrador de las víctimas, el lenguaje despiadado de los verdugos y la indiferencia o compasión de los testigos.

El tiempo ha mitigado la herida traumática de los supervivientes y los relatos han evacuado esos episodios especialmente dolorosos; el paso de los años ha propiciado que los verdugos oculten su jerga cruel y revistan sus relatos de un falso humanitarismo que tiene por finalidad exonerarlos de toda culpa. Por último, la indefinible posición del testigo, en la recreación de sus gestos y sus palabras, contendrá la tristeza o la indiferencia, tal vez satisfacción, de lo que vio.

La ética de la estética

Hemos detallado los dos principios éticos que fundaban las opciones formales más importantes de la película: la negación de una narración interna y la abolición del tiempo. Queda ahora por avanzar cuál es la ética derivada de esas opciones estéticas de la representación ofrecida por Shoah.

Recordemos la cita en la que Lanzmann se imponía como primera prohibición la interpretación del suceso y ofrezcamos unas palabras del cineasta más clarificadoras de lo que entraña esa renuncia:

Para mí, el asesinato, ya sea individual o en masa, es un acto incomprensible. Estos historiadores, me decía a veces, están a punto de volverse locos por querer comprender. Hay momentos en los que comprender es la auténtica locura. Todas las presuposiciones, todas las condiciones que enumeran son ciertas, pero hay un abismo: pasar al acto, matar. Toda idea acerca de una gestación de la muerte es un sueño absurdo para el no violento (Deguy, 1990: 289).

Resulta evidente que esa negación a comprender no se refería a un proceso histórico, sino a contemplar el asesinato como un proceso explicable. Desde la postura extrema que rige la película, la adopción de un punto de vista narrativo frente al exterminio participa, siquiera mínimamente, de la lógica del verdugo. La solución estética, ver el crimen en esa singularidad incomprensible, conlleva una consecuencia ética nítida: el rechazo del verdugo.

Igualmente, la abolición del tiempo mediante entre el pasado y el presente no tiene como objetivo la recuperación morbosa del acontecimiento. La recreación del pasado tiene una clara finalidad en palabras de Lanzmann: «Una significación para mí la más profunda y la más incomprensible del film es, en cierta manera… resucitar a esas gentes, y matarlos una segunda vez, junto a mí, acompañándolos» (Deguy, 1990: 291).

Esto en el rito litúrgico católico se llama «comunión». La recreación de un acto que encierra la muerte, la resurrección, la fundación de una comunidad y la invitación a ser miembro de ella. Un gesto original que se actualiza con cada reproducción, ajeno al tiempo transcurrido. Esta anulación de la distancia, esta recuperación del momento en el que el crimen va a ser cometido, implica un posicionamiento ético junto a la víctima.

Con su obsesiva centralidad en la muerte y el horror, con su refractaria obstinación a una narración que explique históricamente el proceso, la película solo ofrece un asidero: participar en esa comunidad de víctimas y rechazar al grupo de verdugos. El exterminio fue posible por el abandono de las víctimas y las múltiples complicidades que encontraron los verdugos en la ejecución de su plan. En la pantalla va a suceder de nuevo, la muerte de las víctimas es inevitable, pero el espectador de hoy tiene la oportunidad de estar junto a ellas y así salvar el mundo.

VÍCTIMAS Y VERDUGOS EN SHOAH

Al principio de Shoah solo hay testigos. La película plantea el tema claramente, la muerte de los judíos en Polonia, y el tiempo de la representación, el presente. Su interés focaliza exclusivamente la muerte sin concesiones a la supervivencia, por lo que, en principio, el grupo de las víctimas está conformado únicamente por aquellos que fueron asesinados. Es imposible que estas puedan prestar su voz. Muy diferente es el caso de los verdugos. Muchos han sobrevivido, pero ya no lo son en presente, y aquellos que se presten a declarar ante las cámaras difícilmente van a aceptar ese papel. Lanzmann lo sabe y los convoca como testigos. Su conocimiento de primera mano será su aportación a la película, pero el creador de Shoah transmutará esta primera concepción de los personajes llamados a participar en una categoría moral: víctimas o verdugos.

En nuestro trabajo intentaremos explicar cómo la puesta en escena y el montaje desmienten esta categorización de supervivientes, antiguos verdugos y antiguos testigos en meros testimonios que transmiten lo visto y vivido.18 Existe, sin embargo, una cuestión preliminar que conviene aclarar. El testigo ha devenido la forma ejemplar de recordar el Holocausto y Shoah ha jugado un importante papel en esta genealogía.

Annette Wieviorka ofrece tres estadios del peso del testimonio en el recuento del Holocausto. La última de estas etapas es la que da nombre al libro, L’ère du témoin. Silenciados en la inmediata posguerra, la importancia que la organización del juicio en Jerusalén contra Adolf Eichmann dio al testimonio de los supervivientes llamados a declarar inauguró la segunda etapa. La eclosión de la figura del testigo como narrador del genocidio de los judíos europeos llegaría tras los éxitos mediáticos de la serie Holocausto y la película Shoah. Después de estos sucesos audiovisuales, el testigo se habría convertido en la figura emblemática que guía el conocimiento del pasado. Sin duda, la película dirigida por Lanzmann se apoya en estas figuras para acceder al pasado y su autor, como apunta Wieviorka, potenció la presencia social y mediática del testigo en la representación del Holocausto.

La gran repercusión de Shoah propició el auge del testimonio19 y participó en una extensión del concepto testigo, confundiendo algunos de sus rasgos con los de la víctima. La tripartición objetiva de los personajes alrededor del exterminio supone tres grupos bien delimitados. Los testigos pueden transmitir lo que han visto y saben, pero no son víctimas ni verdugos. El auge descrito por Annette Wieviorka del testigo y la ascendente cotización de la figura de la víctima, de la que nos ocuparemos en este trabajo, han procurado una extraña simbiosis, cuya figura emblemática es la víctima superviviente que testimonia. Tanto que en la actualidad no resulta chocante esta casi sinonimia entre víctima, superviviente y testigo.

Como tendremos ocasión de demostrar, un análisis detallado de la película aconseja eliminar el concepto intermedio de testigo para referirse a los personajes que intervienen en la recuperación del pasado propuesto por Lanzmann. Shoah, como ya hemos adelantado, evita la descripción del suceso histórico y abole la distancia que media entre las víctimas y el espectador. Precisamente el trabajo del film opera en esa dirección: adscribir el testigo inicial a uno de los dos grupos morales encarnados por las víctimas o los verdugos. La búsqueda de información en el relato del testigo es la coartada para la recuperación del trauma ante el horror, en el caso de los supervivientes y acompañantes compasivos, o de la normal aceptación de la crueldad para los verdugos y testigos indiferentes. Una figura que ofrezca testimonio del acontecimiento sin verse compelida a tomar partido resulta una imposibilidad, además de una inmoralidad. El exterminio de los judíos europeos es el acontecimiento fundacional que divide el mundo en dos órdenes morales, víctimas y verdugos, sin posibles zonas intermedias o independientes.

Shoah pretende, a partir de la recolección obsesiva de las informaciones contenidas en el testimonio, la recuperación del hecho original. El relato de los supervivientes atemperado por los años llegará a un punto de quiebra que nos dé cuenta del horror por el que rescataremos el momento. El testimonio de los antiguos verdugos recobrará, gracias a la sutil zapa entrevistadora de Lanzmann, su jerga cargada de la crueldad que ejecutó a los judíos. Los auténticos testigos de los sucesos, la abundante población polaca que cuenta lo que vio, no resistirán esta actualización del crimen, su compasión o su indiferencia los situará a uno u otro lado.

El proyecto ha reunido a los testigos de antaño, la puesta en escena los ha hecho representar el crimen y su interpretación actual los categoriza como víctimas o verdugos. Finalmente, la recreación de este crimen frente al espectador, que se torna un testigo vicario, también le empuja a un posicionamiento. Tras la resurrección de las víctimas, la película les ofrece una segunda muerte acompañados del espectador.

 

Víctimas y verdugos en la genealogía del Holocausto

Imposible comprender la memoria del exterminio de los judíos europeos sin atender a estas dos figuras. La radical singularidad del suceso histórico reside, por encima de sus abrumadoras cifras, en la novedad de las víctimas y en los nuevos verdugos requeridos. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial no existían formas adecuadas en el universo cultural de la época para singularizar a la víctima del exterminio racial de entre los millones de cadáveres que yacían por Europa. Tampoco el verdugo genocida era correctamente retratado acudiendo a los perfiles tradicionales del antisemita organizador de pogromos o del sádico invasor. Esa carencia de formas para representar a los personajes, además de los múltiples intereses de posguerra, cegó el acontecimiento. Los documentos, las huellas y los testimonios no escaseaban, pero faltaba el gran metarrelato que los integrase y diese sentido.

La genealogía de la narración del Holocausto resulta necesaria para dar cuenta de un lento y progresivo proceso que va readaptando distintos relatos para incluir las novedosas figuras de la víctima racial y el verdugo genocida. La filmación de atrocidades –las primeras, las soviéticas; las determinantes, las filmaciones occidentales de la liberación de los campos de concentración– se impuso en las pantallas cinematográficas a concepciones bélicas que habían quedado periclitadas con la Segunda Guerra Mundial. Sobre la identidad de los cadáveres amontonados solo se sabía que no eran militares ni consecuencia de la guerra, pero ya era suficiente para que emergiera una exigencia de las víctimas. El fin de la guerra requería nuevos gestos que fueran más allá de los militares vencidos y los gobernantes depuestos, la Humanidad exigía una reparación. Resultaba necesaria una restauración de valores y una abyección encarnada en los verdugos sentados en el banquillo. Estos novedosos requerimientos, sin embargo, no alcanzarían al legado de las víctimas judías en la étnicamente reorganizada Europa de la posguerra.

La tierra de acogida de gran parte de los supervivientes, el nuevo Estado de Israel, mantuvo una relación ambivalente con las víctimas judías. Israel era hijo de dos padres enfrentados: la Diáspora y el sionismo. Fue necesaria la destrucción de la primera para la realización del proyecto del segundo. La común identidad de los judíos asesinados en Europa y los fundadores de la nación resultaba uno de los principales motivos legitimadores del nuevo Estado. El escollo aparecía en la escasa adaptación de la víctima a los relatos fundacionales del momento. Una descripción realista de lo sucedido en Europa casaba mal con el ideal promocionado del bravo judío israelí y carecía de cualquier provecho para los vigorosos discursos fundadores de una nación entre vecinos hostiles. El momento no era propicio para la víctima.

Una figura acrisoló como ninguna otra la identificación narrativa y la certeza moral que en adelante se depositarían en la víctima como un valor seguro. El diario de Ana Frank es el inicio de un doble fenómeno todavía no solapado en el que emergía la víctima, pero todavía quedaba postergada su especificidad judía. La industria mediática deshistorizaba a una víctima judía para convertirla en una figura exportable a cualquier relato particular. Su incuestionable éxito auguró a la víctima una brillantísima trayectoria en la cultura popular que los años han venido a confirmar.

El juicio contra Adolf Eichmann en Jerusalén en 1962 supuso la eclosión de las dos figuras que veníamos siguiendo. Un juicio conformado de acuerdo con principios mediáticos más que jurídicos proporcionó al imaginario una figura emblemática de la víctima y una revisión de los viejos retratos del verdugo. El desfile por el estrado de multitud de supervivientes que testificaron sobre los horrores vistos y padecidos galvanizó las audiencias mundiales. Los contornos de esa víctima se depuraban de ideales guerreros de antaño y se extendían hasta cobijar a supervivientes, familiares y, por extensión, al nuevo Estado de adopción de todas las muertes en Europa, Israel. Paradójicamente, sería la ausencia de rasgos destacables en el verdugo lo que motivase una derogación de los modélicos grandes criminales juzgados en Núremberg.

La abrumadora presencia en el juicio de los testimonios sobre los horrores sufridos condujo a una unión indisoluble entre las víctimas europeas e Israel, que rentabilizaría el dolor pasado en el conflictivo presente. Por su parte, la más que demostrada culpabilidad de un verdugo de escaso relieve intrínseco cuestionó la desnazificación que había ofrecido un muy restringido número de culpables. Las investigaciones de los juzgados alemanes de esa extensa nómina de verdugos anónimos necesarios para llevar a cabo el exterminio se caracterizarían por la escasa eficiencia en su condena penal. Por el contrario, sí resultaron determinantes para descubrir el atroz pasado de numerosos ciudadanos perfectamente reintegrados en la comunidad y cuestionar el silencio sobre el pasado.

Un capítulo determinante en el forjado del metarrelato del Holocausto en Occidente merece una mención especial en esta introducción. Como ya hemos avanzado, la difusión televisiva de la serie Holocausto fue el gran acontecimiento que popularizó la conmemoración del exterminio de los judíos europeos. No cabe duda de que la producción significa uno de los grandes hitos de la introducción del acontecimiento en la cultura popular, por lo que resulta de obligado análisis en aquellos estudios centrados en la convergencia del hecho histórico con el universo de referencias compartidas globalmente. Nuestro recorrido por la genealogía del Holocausto tiene otros intereses y nuestra detención en ciertos momentos viene legitimada por la introducción de nuevos modos de representar a las víctimas y los verdugos que han producido variaciones de calado a la hora de repensar el judeicidio.

Un breve apunte sobre su gestación da cuenta de la falta de originalidad de la exitosa serie televisiva y su transportable fórmula de un acontecimiento a otro. Holocausto fue la respuesta de la cadena norteamericana NBC al éxito de la anterior temporada de la cadena ABC, Raíces (Roots, 1977), para lo que no dudó en recurrir al mismo director, Marvin J. Chomsky, y al mismo guionista, Gerald Green. El modelo resulta de gran interés para el estudio de las formas triunfantes de la industria mediática y del entronque del Holocausto con la industria cultural de finales del siglo pasado, pero su paupérrima originalidad en la formalización del acontecimiento aconseja su desatención en este estudio.

Permítasenos una última aclaración sobre la serie y la denominación del acontecimiento que utilizamos mayormente en este trabajo. En la actualidad, «Holocausto» es el término generalizado para referirse al acontecimiento más allá de sus orígenes televisivos y populares. Como todos los términos mainstream alberga sin complejos la más alta investigación y las formas populares más banales. Con la concreción de un nombre propio y la laxitud de una etiqueta triunfante, nosotros lo hemos creído adecuado para referirnos al acontecimiento y su rememoración. El uso alternativo de «Shoah» habría creado excesivas confusiones en el texto y reforzado la identidad entre la representación aquí analizada y el acontecimiento histórico, cuestión esta última rebatida por nuestro estudio.

SHOAH, UN ESTADO DE LA MEMORIA

Destacada la originalidad de la forma de rememorar planteada en la película y la estructuración textual en torno a esas dos figuras claves, víctimas y verdugos, conviene recoger tres ideas expuestas que justifican nuestro estudio.

La genealogía de la memoria del Holocausto se ha construido en torno a esas dos figuras, víctimas y verdugos, que detectábamos en la película. El principal eje rector de la diacronía de la memoria del Holocausto ha venido determinado por la evolución de la víctima judía, desde su intrascendencia en los relatos de la inmediata posguerra hasta su actual estatuto de víctima ejemplar. Por su parte, los verdugos han sido quienes han marcado muchas de las sacudidas del universo memorístico. Ambos concentran los momentos que estudiaremos diacrónicamente y cómo la película se estructura alrededor de las cuestiones que a ellos les conciernen.

La pretensión de Lanzmann de establecer un vínculo directo de Shoah con el exterminio resulta insostenible. Sin los conocimientos históricos, sin la emergencia de la víctima judía, sin el mutable retrato que el tiempo hizo de los verdugos, en definitiva, sin la cultura del Holocausto previa al estreno de la película, carecería de completo sentido la formalización de la memoria propuesta. Justo lo contrario, Shoah es el precipitado muy personal de todos los estadios anteriores, de lo que debía ser recogido, reelaborado, contestado o rechazado.

Pasados treinta años en que el análisis de Shoah se ha centrado fundamentalmente en el seguimiento de las pautas interpretativas del director y que han abundado en la especificidad estética de la obra, conviene resituarla en la cadena diacrónica de la actual conformación de la gran narrativa del Holocausto. La densidad de la película queda desatendida al centrar los análisis en cuestiones formales que reproducen las contradictorias premisas del mundo de la creación. La repetición de los oscuros conceptos de su poética que fueron el punto de partida creativo obvia los años de documentación previos a la filmación, la filmación de entrevistas con celo obsesivo y los años volcados en la mesa de montaje que dieron como resultado una obra magna de la memoria del Holocausto en 1985.

Nuestro estudio, a partir de la descripción de las grandes transformaciones en la representación de víctimas y verdugos, pretende desentrañar el posicionamiento de Shoah frente a algunas de esas cuestiones. En concreto, la película aborda tres grandes cuestiones que han determinado la representación de cada una de estas figuras. Para la víctima, el film propone un trazado secular en cuyo seno pueda englobarse una comunidad mucho mayor que la restringida por su identidad, destaca la nitidez moral de todas las víctimas y, por último, participa en la reconversión del ideal heroico resistente al de víctima. Por el lado de los verdugos, la película extiende su designación por encima de los perpetradores a los imperturbables testigos, al tradicional antisemitismo o al presente inmutable que vive de espaldas a la actualización del crimen, rechaza todas las hipótesis sobre la banalidad burocrática de los verdugos genocidas y, por último, excluye a estos de la comunidad humana en su rechazo a comprenderlos o cederles siquiera la palabra para algo distinto a la prueba inequívoca de su atrocidad.

Por encima de la exposición de nuestros análisis, queremos revelar el primer y principal motivo para este trabajo. No es otro que la profunda admiración y amor por una obra excepcional concebida y realizada por una mente brillante y apasionada sobre un suceso capital de nuestra época. Concluimos esta introducción con un rendido tributo a Shoah escrito por una mano tan generosa como lejana que nos ha ayudado en este trayecto.

Para el público, hoy y en el futuro, pocos films entrañarán un tema de mayor importancia moral, y todavía menos se atreverán a redefinir la naturaleza de la complejidad cinematográfica misma con mayor rigor y ambición que el film Shoah de Claude Lanzmann (Stuart Liebmann, 2007: 18).

1 La entrevista puede ser consultada en el archivo del INA (Institut Nationel de l’Audiovisuel). La traducción de todas las citas es nuestra, excepto cuando se indique lo contrario.

2 Incluso su posterior trayectoria profesional en el mundo del cine resulta un tanto atípica. Recordemos que su obra se limita a seis películas, todas de estricta temática judía. La primera, Pourquoi Israel (1972), y la tercera, Tsahal (1994), guardan una estrecha relación con el Holocausto, sin ser este el tema principal. El resto, Un vivant qui passe (1997), Sobibor, 14 octobre 1943, 16 heures (2001) y Le dernier des injustes (2013) son montajes del abundante metraje filmado para Shoah.

3 Las memorias del director cuentan un preestreno a petición del historiador François Furet al que acudieron personalidades como Simone de Beauvoir, o algunos de los directores de los principales periódicos parisinos, entre ellos Jean Daniel, de Le Nouvel Observateur (Lanzmann, 2011: 491).

 

4 En innumerables ocasiones, Lanzmann ha manifestado que Shoah no se había hecho para desmentir las falsas versiones de este grupo, con el que no cabía ningún diálogo, pero, sin duda alguna, su película fue determinante en ese debate.

5 Lanzmann (2011: 497).

6 Véase Talbot (2003: 53-60).

7 A modo de ejemplo señalemos dos difícilmente superables: un Holocaust cookbook publicado en 1996 en Nueva York y un concurso de la televisión israelí rodado en ubicaciones reales de Polonia en el que los niños debían responder sobre preguntas del Holocausto. Véase Cole (1999: 15-16).

8 Los únicos escritos que escaparían a esta temática serían seis referidos a la problemática representación de Polonia en la película. El congreso de Oxford organizado por la sociedad judeo-polaca que comentamos anteriormente sería el punto de partida de, por lo menos, tres de ellos.

9 Todorov (1991) y Liebman (2007).

10 «Del holocausto a Holocausto o cómo librarse de él» sería reeditado en el volumen arriba mencionado de Michel Deguy, a pesar de la incongruencia de que el artículo nada refiera sobre la propia película a la que está dedicado el título del volumen.

11 Véase nuestro estudio (Lozano, 2001).

12 Le Point tituló «Ne jamais oublier Auschwitz. Evénement: le nouveau film de Spielberg», similar al elegido por Le Nouvel Observateur «Le film événement de Spielberg, La liste de Schindler».

13 Poco después sus argumentos viajarían a Estados Unidos. En 1997 aparecería un libro coordinado por Yosepha Loshitzky, titulado Spielberg’s Holocaust. Critical Perspectives on Schindler’s List. Los análisis más críticos con la película de Spielberg recurrían frecuentemente a la comparación con la película de Lanzmann.

14 El rechazo entronca con la gran controversia del cine francés. En 1961, Jacques Rivette publicó el célebre artículo «De l’abjection» a propósito de un travelling sobre la mano de una deportada judía que se lanza contra la alambrada en la película de Gillo Pontecorvo, Kapo (1959). La célebre sentencia «Un travelling es una cuestión de moral», de Jean-Luc Godard, tenía en la crítica de Rivette su origen. En 1992, Serge Daney, en un largo texto titulado «Le travelling de Kapo», convertía la representación de los campos de concentración en el banco de pruebas de un cine justo, representado ejemplarmente por Nuit et brouillard (Alain Resnais, 1955), o un cine impostor que iría de Kapo a Holocaust.

15 «Le lieu et la parole» (1990: 296-297).

16 Godard (1998: 28).

17 La pregunta se la hizo Gérard Wajcman en un artículo aparecido en Le Monde el 3 de diciembre de 1998.

18 Esta interpretación tiene como paradigma el largo artículo de Shoshana Felman «À l’age du témoignage», en Michel Deguy (1990: 55-144).

19 Un primer proyecto de recogida de testimonios de supervivientes del Holocausto comenzó en 1982. El proyecto Fortunoff Video Archives for Holocaust Testimonies, con sede en la Universidad de Yale, sería ampliamente superado por un nuevo proyecto patrocinado por Steven Spielberg de recogida de testimonios del Holocausto, a escala planetaria, llamado Survivors of the Shoah Visual History Foundation. Véase Wieviorka (1998), Sánchez-Biosca (2003-2004) y Lozano (2001).