La pregunta por el régimen político

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Por su parte, el tiempo que el Parlamento dedica, en promedio, a analizar y discutir una ley bajó, entre el 2010 y el 2014, de dos horas y doce minutos a una hora y quince minutos, casi un 50 por ciento (Lendvai, 2018, loc. 1547). Se modificó, a su vez, el sistema electoral y se redibujaron los distritos, lo que ha favorecido a Fidesz. En la elección del 2014, con un 44.9 por ciento de los votos, Fidesz obtuvo el 66.8 por ciento de los escaños parlamentarios. (Recordemos que el 2010, con 70.7 por ciento obtuvo el 66.7 por ciento de los escaños). Los ministros de Estado, como, por ejemplo, en Alemania, son de la exclusiva confianza del Primer Ministro. Empleando un mecanismo conocido en Chile, la Constitución definió treinta leyes “cardinales”, que no pueden ser modificadas sino por 2/3 de los parlamentarios. con el objeto —según declaró Orbán sin ambages en una entrevista— de “atar las manos de los próximos diez gobiernos”.

El partido controla absolutamente la televisión y radio estatales y la más importante agencia de noticias. No solo eso: creó una nueva agencia reguladora de los Medios de Comunicación y desde entonces, las frecuencias de canales y radios privados pasaron, fundamentalmente, a manos de empresarios pro Fidesz. Los principales diarios han sido comprados por empresarios pro Orbán, en especial los que eran de oposición. El Gobierno contribuye a su financiamiento comprando avisaje. Incluso los pocos medios de oposición que subsisten dependen del avisaje gubernamental. El 2018 la vasta red de medios de comunicación privados se fusionó en un solo conglomerado, una fundación sin fines de lucro controlada por Fidesz. Por otra parte, Orbán cerró la Central European University, que financia Georg Soros, y los subsidios gubernamentales a la cultura se dirigen a las instituciones pro Fidesz.

Con sus espectaculares resultados electorales, más frecuentes consultas populares informales se ha edificado y legitimado un poder autocrático difícil de contrarrestar. No es que no pueda perder las elecciones, no; es que es muy difícil que las pierda. Orbán aprueba cada candidatura a parlamentario de Fidesz, y como líder del partido mayoritario en el Parlamento, ha logrado juntar todo el poder en el partido y, por tanto, en él.

La “casi total fusión de poderes legislativos y ejecutivos en el Primer Ministro” ha terminado por construir la figura de un “dictadura constitucional” (Schepelle, cit. en Lendvai, 2018, loc.1833). Lo ha conseguido sin disparar un tiro. El estado de derecho se mantiene, pero solo formalmente y siempre al servicio de los objetivos políticos del gobernante. Por ejemplo, instaurada la nueva Constitución del 2010 ha sido modificada ya nueve veces. “Un aspecto crucial ha sido la supermayoría obtenida en el Parlamento, que le ha ofrecido una oportunidad prácticamente ilimitada de cambiar las instituciones para apoyar sus objetivos políticos” (Körösenyi et alia, 2020, p. 66). De esta manera, nada puede ocurrir ni en el partido, ni en el gobierno, ni en otras reparticiones del Estado sin el permiso o aprobación de Orbán (Körösenyi et alia, 2020, p. 97). “Orbán llevó a cabo una revolución autocrática con una exquisita precisión legal” (Schepelle, 2018). No se trata —hay que insistir— de una dictadura tradicional. Imre Kertész, el Premio Nobel de Literatura, dijo el 2014 de su país: “No me gusta lo que está pasando en Hungría... pero ciertamente Hungría no es una dictadura” (Kertész, 13/11/2014). La Unión Europea no reconoce al régimen que encabeza Nicolás Maduro en Venezuela; lo considera ilegítimo, por haber violado las normas constitucionales establecidas en 1999. En cambio, no considera ilegítimo el régimen de Orbán, porque no ha violado las normas constitucionales. El distingo es fundamental. El fenómeno que más interesa hoy día es el de regímenes como el de Orbán, pues no hay una ruptura legal.

Experiencias como las de Hungría obligan a repensar el valor que tienen los pesos y contrapesos en el poder. Uno de ellos, bajo el presidencialismo, es, precisamente la independencia del Parlamento respecto del Presidente, el que no puede ser disuelto por este. Esto le permite disciplinar a la oposición y a su propia coalición. No hay duda: Orbán maneja su mayoría parlamentaria porque es un líder de su partido y coalición, por su indudable carisma y habilidad política. Pero también porque puede disolver el Parlamento y los parlamentarios no quieren poner en riesgo sus escaños. Otro contrapeso propio del régimen presidencialista: la elección por partes del Senado, que busca evitar que el poder total quede en manos de una mayoría momentánea, como la que obtuvo después de la crisis económica del 2008, Viktor Orbán. Él mismo advirtió: “Solo tenemos que ganar una sola vez, pero entonces, propiamente” (Lendvai, 2018, loc.1341).

El Parlamento incide menos en la legislación bajo el régimen parlamentarista

Esto es contraintuitivo. Se suele creer que bajo el régimen parlamentarista el Parlamento legisla más que bajo el presidencialismo, se oye decir que bajo el presidencialismo, el Presidente hace del Congreso un mero buzón para sus propios proyectos. Los estudios demuestran lo contrario.

Como dijo Walter Bagehot —vale la pena citarlo de nuevo—, el “eficiente secreto” del parlamentarismo inglés es “la casi total fusión de los poderes ejecutivos y legislativos” en el Gabinete. Con ello el Primer Ministro “tiene el virtual monopolio de la iniciativa legislativa” (Cox, 1987, p. 5). “La legislatura elegida, en el nombre, para hacer leyes, en los hechos encuentra su principal ocupación en el hacer y mantener al Ejecutivo” (Bagehot, 1987, p. 10 y p. 11). Estudiosos de hoy validan esta tesis de Bagehot. El Primer Ministro o la Primera Ministra “puede presentarle a su partido propuestas del tipo tómalo o déjalo... rara vez ...debe el gobierno acceder a enmiendas a las que se opone” (Dowding, 2013, p. 630). La verdad es que “la mayoría de los estudiosos del parlamentarismo han notado recientemente el papel declinante de los parlamentos en el proceso legislativo... no hay duda de que en muchos países en la práctica el papel del Parlamento consiste en aprobar sin cuestionamiento los proyectos gubernamentales” (Bradley and Cesare Pinelli, 2012, p. 665).

En el régimen presidencialista, en contra de lo que a veces se piensa, el Parlamento, como poder independiente del Ejecutivo, tiende a desempeñar un papel legislativo más protagónico que bajo el parlamentarismo británico. El Congreso de Estados Unidos, como ha mostrado Dowding, interviene modificando más las leyes que la House of Commons. Esto es muy sintomático y no es casual. “La posibilidad de un papel autónomo del Parlamento... se hace imposible por la misma dinámica del modelo parlamentarista” (Bradley and Cesare Pinelli, 2012, p. 665).

En suma, bajo el régimen presidencialista, el Parlamento, como poder independiente del Ejecutivo, tiende a desempeñar un papel legislativo más protagónico que bajo el parlamentarismo.

Los gobiernos de minoría también se dan bajo el parlamentarismo

Los gobiernos de minoría —que bajo el régimen presidencialista, tanto inquietan—, no desaparecen ni con el parlamentarismo ni con el semipresidencialismo (Strøm, 1990). No se trata de una situación propia o exclusiva del presidencialismo. Pero, por cierto, hay diferencias. Una mayoría parlamentaria, en principio, puede en cualquier momento acordar sustituir ese gobierno minoritario, de modo que es una situación tolerada por la mayoría y, por otra parte, el Primer Ministro puede disolver el Parlamento. Bajo el presidencialismo, el Presidente típicamente no puede disolver el Parlamento. Puede, sí, en principio, armar una coalición que le dé mayoría en el Congreso. Y eso puede ocurrir bajo el parlamentarismo y bajo el presidencialismo. Se supone que para un partido cualquiera hay más incentivos para formar una coalición estable bajo el parlamentarismo, puesto que de ella emergerá un gobierno del que puede formar parte. Pero no siempre conviene a un partido determinado incorporarse a una coalición de gobierno.

Bajo el parlamentarismo, si hay multipartidismo y ningún partido consigue la mayoría absoluta, entonces o gobierna una coalición o un gobierno de minoría. Vale decir, si la mayoría parlamentaria no logra formar una coalición para gobernar, entonces gobierna un gobierno que está en minoría.

Los gobiernos de minoría no son una anomalía, falla o enfermedad. Tampoco lo son bajo el presidencialismo. De hecho, se dan, bajo el parlamentarismo, en un tercio de los casos desde la Segunda Guerra Mundial (Strøm, 1990, loc. 125). Es decir, uno de cada tres gobiernos parlamentarios ha sido un gobierno de minoría. En Europa representan el 37 por ciento de los casos entre 1945 y 1999. Según otra estimación, representan el 32.3 por ciento de los gobiernos de Europa Occidental y un 41.1 por ciento de los de Europa Central (Field, 2016, loc. 262). Por otra parte, en las democracias semipresidencialistas, ha habido gobiernos de minoría un 23.4 por ciento del tiempo (Elgie, 2011, p. 180).

Los gobiernos parlamentarios de minoría son comunes en los países escandinavos. En Dinamarca, Suecia, Noruega, Islandia y Finlandia,20 durante la década de 1980, representaron el 68 por ciento de los casos. Un verdadero récord (Bergman y Strøm, 2011, pos. 6832). En Dinamarca, hay 10 partidos políticos representados en el Parlamento y que el gobierno esté en minoría es lo habitual. Entre 1970 y 2010 solo hubo un gobierno mayoritario, que duró dieciocho meses (Damgaard en Bergman y Strøm, 2011, pos. 1429). Entre 1945 y el 2010, los gobiernos de minoría representan el 89 por ciento de los casos. Ese porcentaje llega a un 72 por ciento en Suecia y a un 63 por ciento en Noruega (Field, 2016, loc. 364).

También han ocurrido con frecuencia en Canadá (es el caso de Justin Trudeau, por ejemplo), India y Nueva Zelanda.

 

En España, entre 1977 y el 2015, un 58 por ciento de los gobiernos fueron gobiernos de minoría (Fields, 2016, loc. 364). Adolfo Suárez (1979-1981), Leopoldo Calvo Sotelo (1981-1982), Felipe González (cuarto período: 1993-1996), José María Aznar (primer período: 1996-2000) y Rodríguez Zapatero (2004-2008 y 2008-2011) tuvieron que gobernar al menos algún período en minoría. Este último, solo gobernó en minoría. También Mariano Rajoy, reelegido el 2016, gobernó en minoría. En general, al no haber un partido mayoritario, los partidos regionalistas han permitido la conformación de estos gobiernos de minoría absteniéndose en la votación. En segunda vuelta, para ser elegido Presidente basta una mayoría simple, la cual se obtiene si algunos partidos pequeños se abstienen. Esos partidos regionalistas prefieren quedarse fuera del gobierno y negociar algo a cambio de esa abstención. La negociación fructifica porque es posible concordar, en parte, los objetivos de los partidos. Y ello se facilita porque el sistema de partidos no se organiza en función de una sola y la misma dimensión (derecha/ izquierda, por ejemplo), sino que es multidimensional, debido, precisamente, a los partidos regionalistas. Los partidos calculan que aliarse al partido grande a cambio de, por ejemplo, un par de ministerios tiene más costos que beneficios. Estos gobiernos de minoría, al no contar con una coalición mayoritaria de respaldo, negocian sus proyectos de ley caso a caso (Fields, 2016, loc. 1096 y sigs.). Lo mismo hace un gobierno en minoría en el Congreso bajo un régimen presidencialista.

Keudel- Kaiser ha estudiado en profundidad la génesis de once gobiernos parlamentaristas de minoría en Europa Central (Bulgaria 2 gobiernos, la República Checa 3, Estonia 0, Latvia 2, Lituania 1, Rumania 3 y Eslovaquia 0) y dos en un país semipresidencialista (Polonia), entre 1991 y el 2010 (Keudel-Kaiser, 2014). El asunto es relevante para Chile, pues se trata de países con sistemas de partidos multipartidistas y mayor polarización.

La conclusión es que la explicación está, justamente, en el sistema de partidos. No en el régimen mismo. Lo que causa los gobiernos de minoría es “la bifurcación del sistema de partidos”, la “fuerte división”, la “competencia polarizada”. Esto puede tomar la forma de dos partidos o bloques polarizados y dominantes o de profundas divisiones junto con partidos con los que no se forman coaliciones. En el fondo, la pluralidad de partidos unida a la falta de consensos es lo que da origen a los gobiernos de minoría.

Si en Dinamarca los gobiernos de minoría se sustentan en un sistema de partidos con consensos amplios y poca distancia ideológica entre ellos, en Europa Central sucede lo contrario. Y si en Dinamarca los gobiernos de minoría funcionan razonablemente bien, no ocurre lo mismo en Europa Central, según Keudel-Kaiser. La diferencia no es el régimen; es la cultura política. De este estudio se desprende que las divisiones políticas profundas, por una parte, pueden causar gobiernos de minoría y, por otra, hacer que los gobiernos de minoría no funcionen bien.

Lo relevante no es con qué frecuencia se producen gobiernos parlamentaristas de minoría en general, sino qué los produce. Porque son sus causas lo que permite anticipar si en un país como Chile tenderán a ocurrir o no y cuál será su naturaleza.

Es fácil imaginar hoy en Chile gobiernos de minoría bajo un régimen parlamentarista o uno semipresidencialista de premier, que funcione de manera parecida al régimen parlamentarista. Supongamos que gobierna una coalición como la ex Nueva Mayoría (partidos Democracia Cristiana, Radical, ppd, Socialista y Comunista). El Partido Comunista decide abandonar el gobierno de centroizquierda. La mayoría de los parlamentarios son ahora de oposición. Pero es una mayoría dividida. El Partido Comunista y el Frente Amplio (izquierda) no podrían formar gobierno con la coalición de ChileVamos (udi, rn y Evópoli), una coalicion de derecha y centroderecha. Tampoco quiere el Frente Amplio entrar al gobierno de centroizquierda instalado. Entonces se mantiene un gobierno de minoría que negocia las leyes una a una, tal como lo hace un Presidente en minoría.

No se vé por qué, en principio, un gobierno de minoría podría funcionar razonablemente bien bajo un régimen parlamentarista o semipresidencialista y constituir una falla estructural o enfermedad terminal bajo el presidencialismo.

No es que el presidencialismo tenga un problema para el que “no tiene salida”: quedar en minoría en el Congreso. No. Algo análogo ocurre en los regímenes parlamentaristas y semipresidencialistas. “La salida” bajo el presidencialismo es, en principio, lenta. El Presidente en minoría o arma una coalición mayoritaria o negocia uno a uno sus proyectos o lucha para que las próximas elecciones le den una mayoría a su coalición, a sus proyectos. La “salida rápida” del parlamentarismo es disolver el Parlamento y llamar a elecciones. Pero no siempre las elecciones resuelven tan rápido el problema como parece a primera vista. A veces, formar un nuevo gobierno tarda años. A veces —vale la pena reiterarlo—, como ha ocurrido en España entre 2016 y 2020, varias elecciones parlamentarias sucesivas no permiten formar gobierno estable. A veces, se forma un gobierno que queda en minoría. Cuán grave sean estas situaciones dependerá de cada país, de las circunstancias por las que atraviesa, y, por cierto, de su sistema de partidos, de la distancia ideológica entre ellos, del grado de polarización. Dinamarca es una de las democracias más consensuales que existe. No hay gran distancia ideológica entre los partidos. En Europa Central, en cambio, un multipartidismo con escisiones políticas hondas y reales explican tanto la emergencia de los gobiernos de minoría como los problemas de su funcionamiento. ¿El multipartidismo chileno se parece —se parecerá a futuro— más al de Dinamarca, donde imperan los consensos, o al de Europa Central, agrietado por divisiones profundas?

El problema de fondo no es ni el gobierno de minoría per se ni el régimen político per se ni el multipartidismo per se: el problema es la polarización de los partidos, la falta de consensos políticos mínimos. Ahí es donde hay que poner el acento. La democracia funciona bien a partir de ciertos consensos. La polarización dificulta la eficacia de la democracia para abordar los problemas de la población y tiene un efecto desestabilizador.

Con todo, hay que rescatar en las propuestas en pro del parlamentarismo —lo mismo vale para el semipresidencialismo— la preocupación por robustecer la gobernabilidad. Volveré sobre este punto en el último capítulo.

Estas consideraciones no hacen imposible la implantación de un régimen parlamentarista en Chile. Pero sí muestran el profundo cambio de mentalidad que significan. Se trata de un diseño racionalista y supone un constructivismo social de gran magnitud y ambición. Por otro lado, hay que tener presente no solo sus virtudes, sino las dificultades propias que este régimen acarrea, es decir, lo que se sacrifica y arriesga a cambio de sus ventajas.

Capítulo III

Chile rumbo al semipresidencialismo o algo parecido21

Semipresidencialismo y estabilidad

El pueblo ha elegido a su Presidente. Pero el Jefe de Gobierno no es el Presidente. El Jefe de Gobierno o Primer Ministro es quien presenta los proyectos de ley —la ley de presupuesto, por ejemplo— y, en general, es quien gobierna. Al Presidente se le asignan funciones más bien protocolares o muy generales. Se ocupa de la relaciones internacionales y de la defensa, pero no en cuanto haya aspectos económicos o presupuestarios envueltos. El Jefe de Gobierno cae si así lo decide la mayoría parlamentaria. Por tanto, el poder del Jefe de Gobierno emana del Parlamento.

Este gobierno bicéfalo, propio del semipresidencialimo, ¿representa o no un peligro para la estabilidad de la democracia? ¿No pueden afectar la legitimidad y eficiencia del sistema estas dos cabezas —la del Presidente y la del Jefe de Gobierno o Primer Ministro— si cada uno de ellos quiere ir en sentido contrario? Un gobierno bicéfalo, un Ejecutivo dual, representa un riesgo. Desde luego, hay dos fuentes de legitimidad —la del Presidente y la del Parlamento— que pueden entrar en conflicto (Linz, 1994). Esto se vincula estrechamente, por cierto, con la posibilidad de la cohabitación en la cual las dos cabezas redefinen sus papeles y pueden chocar.

Tanto los trabajos de Shugart y Carey (1992) como los de Elgie (2011) concluyen que lo peligroso es el semipresidencialismo presidencial-parlamentario. La tesis de Shugart y Carey (1992) es que sin una división precisa entre las facultades del Presidente y las del Primer Ministro, el sistema se hace inestable y propenso a fracasar. La línea divisoria ha de estar meridianamente clara. Condición sine qua non es que el gabinete en su conjunto sea de la confianza exclusiva del Primer Ministro elegido por la mayoría parlamentaria. No es suficiente que la norma constitucional sea explícita y transparente. Se puede producir una “competencia diárquica... incluso cuando el texto de la Constitución sea claro acerca de las responsabilidades ejecutivas y la división sea clara y mutuamente excluyente” (Shugart y Carey, 1992, p. 56). Los casos de Sri Lanka, Portugal y la República de Weimar enseñan, según estos autores, que “el principal desafío del diseño constitucional es establecer una división clara entre las autoridades, el Jefe de Estado y el Jefe del Gobierno” (Shugart y Carey, 1992, p. 56). Debe ser reconocible y reconocido el papel que juega cada cual, en especial, si el Presidente pierde la mayoría parlamentaria. Cualquier ambigüedad al respecto es fuente de conflictos, frustraciones, bloqueos e inoperancias que tienden a minar la confianza en el sistema democrático. La definición e interpretación de las facultades siempre puede suscitar conflictos. Shugart y Carey proponen una cláusula “residual” que establezca que, en la duda, prime el Primer Ministro. Sostienen que aumentar el poder del Presidente para que pueda resistirse a la asamblea “es una fórmula peligrosa” (Shugart and Carey, 1992, p. 75).

Elgie (2011a) tomó la distinción de Shugart y Carey y, en un estudio de carácter estadístico con datos hasta el 2010, concluyó que tanto desde el punto de vista de la sobrevivencia como de la eficacia gubernamental, medida según una serie de indicadores, los regímenes semipresidencialistas de premier son claramente superiores a los semipresidencialismos de tipo presidencial-parlamentario. Los resultados “muestran de manera concluyente que el presidencialismo-parlamentario es mucho más peligroso para la sobrevivencia de las democracias semipresidencialistas que el presidencialismo de premier” (Elgie, 2011a, p. 66). Es efectivo que la cohabitación ocurre y, de hecho, entre 1990 y el 2008, según este estudio, en las democracias semipresidencialistas hubo cohabitación un 28.5 por ciento del tiempo. Pero las rupturas de la democracia no están correlacionadas con la cohabitación. ¿A qué se debe esto? Se trata de países con regímenes semipresidencialistas de premier. En cambio, los regímenes semipresidencialistas presidencial-parlamentarios, donde el Presidente y el Parlamento comparten responsabilidades respecto a la formación y mantención del gabinete, tienden a ser ineficaces e inestables.

La investigación de Elgie corrobora, entonces, lo sostenido por Shugart y Carey: el semipresidencialismo presidencial-parlamentario es un régimen riesgoso e ineficiente que debe evitarse. La indeterminación o ambigüedad respecto de quien, en definitiva, nombra y remueve al Primer Ministro y a los demás ministros de Estado conduce a una situación de gobierno bicéfalo y responsabilidades compartidas, lo que se traduce en responsabilidades diluidas. Si de semipresidencialismo se trata, hay que optar resueltamente por uno de premier.

Los resultados estadísticos de Elgie no son tan sorprendentes si se toma en cuenta que los semipresidencialismos de premier se parecen más a los regímenes parlamentarios. Si las responsabilidades están divididas con precisión entre el Presidente y el Primer Ministro, de tal manera que el Jefe del Gobierno es el Primer Ministro y depende exclusivamente del Parlamento, la mecánica del sistema tiende a hacer del o la gobernante, en esencia, un agente del Parlamento. No debiera haber bloqueo legislativo ni conflicto de poderes. En cambio, en el semipresidencialismo presidencial-parlamentario se produce una suerte de empate de poderes no siempre bien definidos, lo que se presta para el conflicto y, eventualmente, la parálisis y la deslegitimación del régimen. El Presidente tiende a querer controlar al gabinete y a evitar la cohabitación, pues indicaría un fracaso suyo. Cuando ocurre, tiene incentivos para desestabilizar al nuevo gabinete. Si el nuevo gabinete es el producto de una transacción entre el Presidente y el Parlamento, es posible que ambos tengan incentivos para derribarlo a la espera de conseguir otro más congruente con sus ideas.

 

A ello se añade, claro, un factor exógeno importante: los semipresidencialismos de premier han tendido a surgir más frecuentemente en países con democracias estables. “La cohabitación” —sostiene Elgie— “tiende a ocurrir abrumadoramente en países con democracias consolidadas” (Elgie, 2011, p. 178).

La lupa en el caso de Francia

Semipresidencialismo de premier

Al acercar la lupa a países concretos de semipresidencialismo de premier, la situación se vuelve más borrosa.

Francia ha sido, quizá, el modelo más visible de semipresidencialismo. Ha habido tres períodos de cohabitación —86-88, 93-95 y 97-2002— y el sistema no colapsó. La Constitución original, la de 1958, era parlamentarista. El Presidente, según su artículo 6, no era elegido por votación popular, sino por un complejo colegio electoral formado por los parlamentarios y representantes de los alcaldes, entre otros. Fue el general Charles De Gaulle quien, a través del plebiscito de 1962, reformó la Constitución estableciendo la elección del Presidente por voto popular directo. El primer Presidente elegido por el pueblo fue el propio De Gaulle, en 1965. Por su parte, el Primer Ministro “dirigirá la acción del Gobierno”. La Asamblea, según el artículo 49, puede por mayoría censurar al Primer Ministro, quien cesa en su cargo con todo el gabinete. A su vez, el Primer Ministro puede decidir que se dará por aprobado un proyecto, salvo que en veinticuatro horas se presente un voto de censura. Es la célebre “guillotine”. Otro procedimiento que da poder al gobierno es la “ordennance”, un decreto que versa sobre una materia de ley. El Parlamento autoriza al gobierno para dictar decretos que, de otro modo, exigirían ley. Al cabo de tres meses, los decretos deben ser ratificados por el Parlamento, en cuyo caso pasan a ser ley, es decir, se trata de decretos con fuerza ley. El punto es que se evita el debate y la enmienda en la sede parlamentaria. Por ejemplo, el Presidente Macron planteó importantes reformas al código del trabajo —modificando normas sobre despidos, negociación colectiva y otras— por esta vía el 2017. El Presidente, por su parte, puede disolver la Asamblea, aunque no más de una vez por año.

De modo que el sistema francés es un semipresidencialismo de premier, pero que no fue diseñado originalmente como tal. Es más bien un régimen parlamentario que derivó históricamente en un sistema semipresidencialista.

Hasta el 2010, la cohabitación representó un 20.5 por ciento del tiempo (Elgie, 2011 b, loc. 1738). ¿Cuán bien ha funcionado? Para abordar esta pregunta es necesario reseñar cómo ha funcionado el semipresidencialismo francés la mayor parte de los años, vale decir, el 79.5 por ciento del tiempo hasta el 2010 y, desde entonces —y por motivos que analizaremos más adelante—, el 100 por ciento del tiempo.

El Presidente, como es habitual en los sistemas presidencialistas, es el ganador de una elección competitiva, en la que los candidatos presentaron sus ideas y programas, difundieron sus críticas y propuestas, discutieron las de los contrarios, debatieron con ellos y, sobre todo, se dieron a conocer como personas. En Francia hay segunda vuelta, si es que ninguno de los candidatos obtiene la mayoría absoluta de los votos (Ballotage). El sistema así se asegura de que quien llegue a la Presidencia, lo haga con el respaldo de la mayoría absoluta de los que votaron. La expectativa natural de todo Presidente que gana la elección con esa votación nacional de respaldo es que también tenga mayoría en la Asamblea y, por tanto, el Primer Ministro que ella elija le sea afín. Es lo que esperan, a su vez, los votantes. En la práctica, y pese a que la Constitución no lo dice, el Presidente escoge y destituye a su Primer Ministro, y su mayoría parlamentaria lo apoya. Según el texto constitucional, ese Primer Ministro ha sido elegido o censurado por la mayoría parlamentaria, pero, en realidad, ha sido elegido o destituido por el Presidente. Andrés Bello hablaba de “la acción recíproca de las leyes sobre el estado social y del estado social sobre las leyes”, de cómo ese proceso “no pocas veces se verifica insensiblemente, sin que el texto constitucional se altere” (Bello, 1948). Este parece ser, justamente, un caso en el que “estado social” da al texto un sentido propio. De este modo, el Primer Ministro tiene “una responsabilidad dual”. Responde a “la Asamblea, como es usual en los regímenes parlamentarios y en la práctica (aunque no constitucionalmente) al Presidente” (Elgie y Grossman, 2016, p. 183).

Esto ha funcionado así porque, en general, el Presidente ganador, ya como candidato, se ha constituido en el líder de su partido o coalición. Sin embargo, a menudo han surgido tensiones entre el Presidente y su Primer Ministro. Por ejemplo, Pompidou fue un diestro y eficaz Primer Ministro de De Gaulle. Su mayoría era muy leve y se podía perder. Por iniciativa de Pompidou, De Gaulle, en vista de los acontecimientos de mayo del 68, disolvió la Asamblea, lo que resultó un triunfo para el gaullismo y una derrota para la izquierda, que parecía triunfante. El mismo éxito de Pompidou causó su salida. Al parecer, De Gaulle empezó a recelar de su influencia y le pidió la renuncia. A pesar de que, como se ha dicho, el tenor literal del texto constitucional no le permitía hacerlo. En el último año de la Presidencia de De Gaulle, el Primer Ministro fue Couve de Murville. Pompidou fue candidato del gaullismo y ganó las elecciones presidenciales de 1969. Su Primer Ministro fue Jacques Chaban-Delmas. Su período fue extraordinariamente fértil en materias legislativas. De nuevo afloraron tensiones entre el Presidente y su Primer Ministro, quien fue obligado a renunciar, pese a que un mes antes había obtenido por amplia mayoría un voto de confianza en la Asamblea. El Presidente Giscard D’Estaing nombró a Jacques Chirac y a los dos años debió renunciar por decisión presidencial (Lazardeux, 2015). En todos estos casos, es el liderazgo real del Presidente respecto de la mayoría parlamentaria lo que ha hecho posible estas renuncias. Y esto muestra que, aunque Presidente y Primer Ministro sean de la misma coalición y el Presidente tenga, en los hechos, el poder de nombrar y remover al Primer Ministro, la mecánica del sistema hace que sea muy fácil que Presidente y Primer Ministro entren en conflicto. “Temprano o tarde, la mayoría de las veces, las relaciones entre el Presidente y el Primer Ministro del mismo partido se han agriado” (Suleiman, 1994, p. 157).

El Presidente, bajo este régimen, mientras mantenga la mayoría parlamentaria, tiene enorme poder. Desde luego, como hemos señalado, no solo nombra y remueve al Primer Ministro, sino que puede definir materias de gran importancia vía decretos con fuerza de ley, evitando así el debate parlamentario. También puede decidir qué proyectos de ley se voten en bloque y sin discusión pormenorizada y, sobre todo, puede disolver la Asamblea. Estos poderes emanan de la legitimidad y poder político que confiere el haber sido elegido por el pueblo en una elección nacional y ser el líder de la coalición mayoritaria en el Parlamento. “...El Primer Ministro simplemente lleva a cabo las políticas que el Presidente prefiere” (Lazardeux, 215, loc. 2483). No obstante, desde el punto de vista estrictamente jurídico, su poder se ejerce a través de un Primer Ministro que legalmente responde al Parlamento. Con todo, el cargo, bien ejercido, pareciera que tiende a dar creciente autonomía al Primer Ministro, lo que le hace perder la confianza del Presidente. La situación no ha pasado a mayores, pero indica lo difícil que es en la práctica delimitar y armonizar los papeles del Presidente y del Ministro en un semipresidencialismo de premier, incluso cuando el Presidente controla la mayoría parlamentaria.