La pregunta por el régimen político

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La mayor debilidad y volatilidad de los partidos afecta las negociaciones requeridas en sistemas multipartidistas para formar coaliciones. Porque dichas negociaciones se basan en la estabilidad y disciplina de los parlamentarios. El líder de cada partido pesa en tanto y cuanto cuenta con los votos de los parlamentarios de su partido. En la medida en que la ciudadanía se identifica menos con un partido y sus posiciones son más volátiles, se hace más difícil liderar y disciplinar a los parlamentarios. Crece en ellos, presumiblemente, la inclinación a buscar votantes explorando temas específicos de manera independiente. La estabilidad de los gobiernos parlamentarios es particularmente sensible a la estabilidad del sistema de partidos. La cadena de delegación del poder es amenazada si uno de sus principales eslabones —los partidos políticos— como agentes no interpretan o interpretan muy imperfectamente la voluntad del principal, es decir, la ciudadanía.

Los partidos siguen siendo fundamentales. Como vio ya Edmund Burke, emanan de la naturaleza humana. Una democracia sana descansa en sus partidos. No hay régimen capaz de funcionar más allá de los partidos. Por otra parte, la “personalización” de la política es un hecho indesmentible, algo con lo que hay que contar. Esa labor de filtro que hacían las élites de los partidos y el Parlamento hoy tiende a ser complementada por encuestas, elecciones primarias o consultas informales. Y las elecciones generales se centran en la persona del candidato a gobernar. La conexión directa del candidato con la ciudadanía, en los hechos, tiende a desbordar a los partidos.

Por otra parte, en países como Hungría y Polonia, como veremos, el partido del líder es una pieza central del poder. Los procesos de polarización de esos países se expresan en los partidos.

Suele haber largos períodos con gobiernos interinos sin poder real

En el régimen parlamentario pueden producirse vacíos de poder prolongados, durante los cuales no hay gobierno real. Esta parálisis sucede porque después de las elecciones, los parlamentarios de los diversos partidos deben formar una coalición que elija al gobernante, al Primer Ministro. Este acuerdo puede demorarse. El país sigue con el Primer Ministro anterior, pero ya sin poder. En los países desarrollados en los que predominan los consensos y hay poca distancia ideológica entre los diversos partidos, esto no pasa a mayores. Con todo, es un problema potencialmente serio.16

En 2017, Alemania estuvo 136 días a la espera de que concluyeran las negociaciones de los partidos y se pudiera constituir la mayoría necesaria para formar un gobierno.

Tomemos el caso de Holanda. Hay ahora 13 partidos con representación parlamentaria (en Chile tenemos 16). Entre 1950 y 1995, el promedio fue de 90 días de tardanza en formar gobierno. El año 1977 pasaron 208 días de cábalas a puertas cerradas antes de acordar quién sería el gobernante. El 2017 les tomó 225 días... Se negocian los partidos que integrarán el gabinete, los nombres de los ministros y el programa. Ha habido programas de 53 páginas, muy detalladas. Esto se critica porque deja al Parlamento muy atado de manos el resto del período. Las decisiones importantes ya quedaron tomadas.

Todavía más: ha sucedido que el partido más votado quede fuera del gabinete. A veces partidos pequeños, pero necesarios para formar la coalición —“partidos-bisagra”— consiguen de los partidos grandes concesiones, es decir, logran cuotas de poder desproporcionado —en materias tales como cargos y políticas públicas— respecto de su votación.

Esto último sucede con los grupos ortodoxos en Israel, con mucha frecuencia. El poder negociador del jefe de un partido no depende, por lo tanto, solo del número de escaños con que cuenta. Es decir, no necesariamente corresponde a la votación que representa. Esta merma de la representatividad aumenta la distancia entre los votantes y el resultado de las negociaciones cupulares. Puesto en otros términos: se incrementan por esta vía los riesgos de pérdida de agencia.

En suma, todas estas transacas ocurren al margen de la ciudadanía, lo que tiende a desconectar a la dirigencia política de la gente. Por eso hay en Holanda propuestas para elegir por votación directa al Primer Ministro, es decir, para avanzar a un régimen presidencialista.

En Bélgica —lo mismo que en Alemania, España o Hungría— rige el voto de no confianza constructivo. Es decir, como se dijo, la coalición solo derriba al Primer Ministro si ya tiene acordado un nuevo Primer Ministro de reemplazo. El 1 de octubre de 2020 se logró elegir a un Primer Ministro, 653 días después de las elecciones. Más de dos años sin poder formar un gobierno... El 2010, Bélgica se había pasado 589 días durante los cuales los parlamentarios negociaban y negociaban un nuevo gobierno.

En España, entre diciembre del 2015 y enero del 2020, no se pudo armar una coalición de gobierno y el país estuvo sin gobierno efectivo. Cuatro años sin poder tomar decisiones de fondo, cuatro años, varias elecciones generales sucesivas y dos primeros ministros —Mariano Rajoy, luego Pedro Sánchez— en compás de espera. La mayor parte de ese tiempo hubo un gobierno “en funciones”, es decir, transicional, interino, sin investidura. El Gobierno en funciones, salvo razones de urgencia, no propone nuevas leyes y rige el presupuesto del año anterior. Es un gobierno que no puede llevar a cabo su programa. Cuatro años de gobierno en estado larvario, en definitiva, cuatro años perdidos.

Según Dalton, estas dificultades se conectan con “la fluidez, volatilidad y complejidad que son el sello distintivo de los partidos políticos contemporáneos” (Dalton, 2019, p. 154). Si esto es así, este tipo de dificultad para formar gobierno es probable que tienda a aumentar.

¿Qué sucedería en un país con las urgencias socioeconómicas de Chile ante situaciones como estas? Una ciudadanía acostumbrada a elegir a su gobernante, ¿cómo reaccionará ante una parálisis gubernamental de este tipo, ante un vacío de esta naturaleza?

¿Cómo elegir a un Presidente/Jefe de Estado que, de veras, sea solo eso?

El parlamentarismo, como vimos, funciona con un Jefe de Estado que no es el Jefe de Gobierno. La reina de Inglaterra reina, pero no gobierna. En regímenes parlamentarios, como los de Holanda, Suecia, Bélgica, Dinamarca o España, hay monarquías. Juegan un papel simbólico y ceremonial. Representan la continuidad y legitimidad del Estado. En otros países, como Alemania, el Jefe de Estado es un Presidente elegido por el Congreso y organismos de representación estadual. Cumple un rol ceremonial.

Las relaciones entre el Jefe de Estado y el Parlamento no siempre son armónicas. Por ejemplo, en la República Checa, el parlamentarismo colapsó porque el Presidente Milos Zeman, elegido el 2013, se negó a cumplir un rol meramente ceremonial. Hoy la República Checa tiene en realidad un régimen semipresidencialista.

El problema no es encontrar alguna forma para elegir a un Presidente que solo sea un Jefe de Estado. El problema es cómo hacer, en un país de asentada tradición presidencialista, para que esa elección no se transforme, en los hechos, en la elección de un gobernante. Esto apunta a las expectativas de la ciudadanía. ¿Cómo impedir que la selección de esa figura se transforme en una contienda política y, en definitiva, se espere de ella, entonces, no solo que presida sino que gobierne? Volveré sobre el tema a propósito del semipresidencialismo en el capítulo iii.

El o la Primer Ministro concentra más poder que el Presidente

Al comparar los poderes del Presidente bajo el presidencialismo y del Primer Ministro bajo el parlamentarismo se pueden considerar factores como el poder de veto, decretos ejecutivos, regímenes de emergencia, iniciativa legislativa, control del proceso legislativo y formación del gabinete. Un estudio de José Antonio Cheibub, Zachary Elkins y Tom Ginsburg, que examina 632 sistemas constitucionales entre 1789 y 2012, concluye que las democracias presidencialistas, parlamentarias y semipresidencialistas tienen relativamente poca “coherencia interna” (Cheibub et alia, 2013). Ninguno de los seis factores antes señalados es exclusivo de un tipo de régimen.

Que un país x sea parlamentarista no significa que necesariamente su Primer Ministro no tenga poder de veto, no pueda formar su gabinete o no tenga poderosas atribuciones en regímenes de emergencia, por ejemplo. Así, el gobierno tiene iniciativa exclusiva en materia de gasto público en Gran Bretaña, Alemania, Irlanda, Canadá, Australia y España, entre otras democracias parlamentarias. Los parlamentarios, en tales casos, no pueden proponer proyectos de ley que impliquen desembolso de dinero sin respaldo del gobierno. Por ejemplo, en el caso del Reino Unido, “solo la Corona (en la práctica, el Gobierno) puede hacer propuestas en materia de gastos e impuestos —esto se conoce como la iniciativa financiera de la Corona”.17 La Constitución Alemana establece que “requieren la aprobación del Gobierno Federal las leyes que aumenten los gastos presupuestarios propuestos por el Gobierno Federal o que impliquen nuevos gastos o que los lleven aparejados para el futuro...” (a. 113, 1,2).

Otro factor crucial es el grado de control que tiene el gobierno sobre la agenda legislativa del Parlamento. De esto, más que del tipo de régimen, según Tsebelis, depende el poder relativo de la primera magistratura en el día a día. En esta dimensión, “hay similitudes entre Chile, Gran Bretaña o Francia, a pesar de su clasificación oficial en diferentes categorías”, presidencialista, parlamentarista y semipresidencialista, respectivamente (Tsebelis, 2002, p. 114). La realidad es más compleja que las categorías tradicionales que se emplean para clasificar las democracias.

 

A ello hay que agregar que puede suceder que las prácticas pesen más que la regla escrita. Es el caso de Austria, cuya Constitución semipresidencialista otorga el Presidente facultades que nunca ha usado, por lo que funciona, como señalé como una democracia parlamentarista.

Por lo tanto, no es conducente comparar facultades específicas de cada régimen, pues pueden variar según el país y no caracterizan a un régimen de gobierno como tal.

La principal ventaja del parlamentarismo es su eficiencia y celeridad para tomar decisiones, lo que se deriva de la fusión de poderes Ejecutivo y Legislativo. La mayor parsimonia de los regímenes presidencialistas es un precio que se paga para evitar resoluciones impulsivas y emocionales de mayorías pasajeras que, con mayor pausa, discusión y reflexión, no se habrían adoptado. La fusión de poderes implica que el Primer Ministro, mientras cuenta con la confianza de la mayoría de la Cámara, es decir, mientras gobierna, es más poderoso que el Presidente de un régimen presidencialista. ¿Por qué? Primero porque como ya sabemos, reúne en sí los poderes Legislativo y Ejecutivo. Este es, como ya cité, su “eficiente secreto”, según la clásica expresión de Bagehot. El gabinete “mismo es, por así decir, la legislatura...”. En cambio, “... un Presidente puede ser obstaculizado por la legislatura” (Bagehot, 1867, p. 18). Segundo, puede ser reelegido indefinidamente. Y tercero, puede disolver la Cámara. “El gabinete es un comité”, escribió Bagehot, “con un poder que ninguna asamblea legislativa ha sido persuadida de depositar en comité alguno. Es un comité que puede disolver a la asamblea que lo nombró” (Bagehot, 1867, p. 13). El Primer Ministro es, entonces, “una creatura, pero tiene el poder de destruir a sus creadores... fue hecho, pero puede deshacer” (Bagehot, 1867, p. 13 y 14). De esa manera puede de hecho vetar cualquier proyecto del Parlamento y apelar a los parlamentarios elegidos después de la disolución.

El control de la agenda de la Cámara comenzó temprano. “En la práctica, parece que el gobierno controló la agenda —Order Days— desde el comienzo” (Cox, 1987, p. 47). En todo caso, en 1870, Gladstone dijo que “nueve décimos de la legislación de la Cámara, mirando los números y su importancia vinieron de manos del gobierno” (cit., Cox, 1987, p. 51).

Eso se pensaba en la segunda mitad del siglo xix. No es algo que haya cambiado. “El gabinete controla la agenda de la Cámara de los Comunes...” y los parlamentarios “en esencia solo han retenido un poder de veto y, en menor medida, un poder de enmienda de los proyectos legislativos de los líderes del partido mayoritario que se sienta en el gabinete” (Cox, 1987, p. 3). Cox en esto no está solo. “Los Primeros Ministros siempre han sido más poderosos que los Presidentes”, concluye el estudio de Dowding (Dowding, 2013, p. 631). Este sostiene que durante los últimos cuarenta años se ha producido un aumento del poder del Primer Ministro dentro de su gabinete. “Todo Gobierno, afirma Tsebelis, “mientras esté en el poder, puede imponer su voluntad al Parlamento... Mi planteamiento vale para cualquier clase de gobierno parlamentario, controle o no una mayoría de los votos del legislativo” (Tsebelis, 2002, p. 93). “El Primer Ministro Británico es posiblemente más poderoso dentro y fuera de su gobierno que cualquier otro Jefe de Gobierno en cualquier otra parte del mundo democrático” (King, 1991, p. 43).18

La cuestión a sopesar es no solo el significativo poder del gobernante vis-à-vis los parlamentarios, sino que, asimismo, si las elecciones —cuya oportunidad escoge el Primer Ministro— son justas o imparciales. ¿Hasta qué punto el mecanismo se aparta del principio de igualdad de oportunidades? Este segundo problema es, quizá, más importante que el primero desde el punto de vista de la democracia. Hay estudios que muestran que quienes deciden el momento de las elecciones anticipadas compiten con ventaja respecto de sus opositores. Lo mismo vale si el Presidente juega un papel importante en ello, trátese de regímenes parlamentaristas o semipresidencialistas. Hay evidencia de que, bajo el semipresidencialismo, “los Presidentes usan sus poderes de disolución de manera partidista”. Esta ventaja, en un análisis de 27 países, se ha estimado en algo del 5 por ciento de votación extra. En Inglaterra sería del 6 por ciento, “doblando la probabilidad de que el Primer Ministro permanezca en el cargo” (Schleiter, 2019; Morgan-Jones and Schleiter, 2018). Si uno de los corredores es el que decide cuándo dar el pistoletazo de partida, arranca antes y arranca mejor que sus competidores.

El asunto no es trivial si se piensa que los gobernantes pueden ser reelegidos indefinidamente. “En Gran Bretaña, como es bien sabido, escribió King, los dados con los que se juega están fuertemente cargados en favor del Gobierno. La oposición carece de todas las cosas de que carecen los parlamentarios pro Gobierno (backbenchers) —información, conocimiento experto, involucramiento en el día a día del gobierno, autoridad moral— y mucho más... El gobierno no necesita los votos de la oposición... La mayor parte del tiempo la oposición puede recurrir a dos recursos: razones y tiempo... Esto da una medida de la debilidad de la oposición en el sistema británico” (King, 1976, p. 18).

Pero la reforma constitucional del 2011 (Fixed-term Parliaments Act of 2011) significó una importante limitación del poder tradicional del Primer Ministro británico. Como el nombre indica, se avanza hacia un sistema de plazo fijo de duración del gobierno. El período tiene una duración de cinco años, al cabo de los cuales debe haber una elección general. Y el Primer Ministro no puede disolver la Cámara antes de esa fecha, a menos que cuente con 2/3 de los votos. Pierde así el poder de disciplinar a los parlamentarios en ejercicio por la vía de poner en riesgo sus cargos llamando a elecciones en el momento que le es más propicio.

Esta reforma le dio más autonomía a los parlamentarios vis-à-vis el Primer Ministro. Ya no pueden ser obligados a enfrentar nuevas elecciones en el momento en que el Primer Ministro estime más adecuado para sus objetivos. Como planteó el Viceministro Nick Clegg —siendo Primer Ministro David Cameron— en Westminster al presentar la reforma: “El proyecto de ley tiene un único, claro objetivo: introducir Parlamentos de plazo fijo en el Reino Unido, suprimir el derecho del Primer Ministro a disolver el Parlamento solo por ganancia política. Esta simple innovación constitucional tendrá, sin embargo, un profundo efecto porque por primera vez en nuestra historia, la fecha de las elecciones generales no será un juguete en manos del gobierno. Terminarán esas especulaciones febriles acerca de cuándo será la próxima elección, que distraen a los políticos de la conducción del país. En lugar de eso, todos sabremos cuánto se puede esperar que dure un Parlamento, lo que traerá mayor estabilidad a nuestro sistema político” (Gregg, 13/9/2010).

En el fondo, se busca contrapesar el poder de la primera magistratura con un Parlamento relativamente independiente de él. Se restringe el poder del Primer Ministro en la negociación parlamentaria. La correlación de fuerzas cambió. Si hubiera un gobierno de coalición, con esta regla, los incentivos para mantenerse en ella se modifican. Pues los parlamentarios díscolos o los que podrían abandonar la coalición de gobierno pueden evaluar su estrategia con más tiempo. La fortaleza del liderazgo de un o una Primer Ministro en su partido o coalición depende mucho del arma de la disolución. Al dificultarse su empleo, se recorta el poder del Primer Ministro y se empieza a acercar al del Presidente.

Se mantiene la posibilidad de que en virtud de un voto de no confianza, el Primer Ministro renuncie anticipadamente, sin embargo, ya no puede decidir que esa renuncia suya gatille elecciones generales.

Habrá que ver qué sucede en la práctica en el Reino Unido con esta nueva norma de los 2/3 requeridos para disolver el Parlamento. En principio acarrea una transformación sustantiva de lo que ha sido el régimen. El Primer Ministro Boris Johnson hizo en 2019 tres intentos fallidos por disolver el Parlamento. Las encuestas lo favorecían. Entre tanto, la mayoría parlamentaria de oposición rechazó sus proyectos referidos al Brexit. Solo en la cuarta intentona pudo haber elecciones generales y a raíz de ella Johnson quedó en clara mayoría (12/12/2019). ¿Qué hubiera sucedido si el Parlamento no le hubiera dado luz verde a las nuevas elecciones generales?

Que el Reino Unido haya limitado de esta forma el poder de disolución del Parlamento da que pensar. ¿Estaremos ante una parcial “presidencialización” del clásico parlamentarismo de Westminster? ¿No significa que se fortalecen los pesos y contrapesos al modo que propugnaba El Federalista y que caracterizan al presidencialismo? ¿Por qué después de tantas décadas —desde 1841 en adelante— el Reino Unido ha puesto poderosos obstáculos a “la salida” parlamentarista para el caso de conflicto entre el gobernante y el Parlamento? Esta es una pregunta fundamental que se debe abordar, pienso, si se busca fundar un régimen parlamentarista o semipresidencialista en Chile. Las razones que se tuvieron en vista en el Reino Unido para aprobar la reforma las he planteado más arriba.

Sin embargo, la historia no termina aquí: el gobierno de Boris Johnson ha propuesto un proyecto de ley que busca derogar la reforma del 2011 y devolver a la monarquía —es decir, al Primer Ministro, pues en realidad era decisión suya— la prerrogativa perdida. “Esto permitirá a los Gobiernos, durante el período de un Parlamento, llamar a elecciones en el momento en que escojan”, se lee en el mensaje del proyecto. La razón detrás de la propuesta es la que se espera: “La ley de período fijo del 2011, se apartó de una norma constitucional de larga data, en virtud de la cual el Primer Ministro podía disolver anticipadamente el Parlamento. Se aprobó con un escrutinio limitado, y creó una parálisis parlamentaria en un momento crucial para el país” (1 diciembre 2020).19 Es decir, el argumento es que al perder el Primer Ministro la facultad de disolver el Parlamento se creó una “parálisis parlamentaria” que demoró el Brexit. Para evitarla, se devuelve ese poder al gobierno, con lo que se lo fortalece. Lo que está en juego es crucial para el balance de poder entre Gobierno y Parlamento.

El Brexit es un muy buen ejemplo. Un 51.9 por cierto votó a favor de que el Reino Unido se retirara de la Unión Europea (“Leave”). Un 48.1 por ciento votó por permanecer en la Unión Europea (“Remain”). Participó en el referéndum del 23 de junio de 2016 un 72 por ciento del electorado. Posteriormente, los planes de la Ministra Theresa May para poner en práctica el resultado del plebiscito y retirarse de la Unión Europea fueron rechazados por la Cámara de los Comunes, pese a que la Primer Ministra estaba en mayoría. La sucedió Boris Johnson, cuyos planes también fueron rechazados en 2019, hasta que vía su disolución, el Parlamento dejó de ser un obstáculo y cesó la parálisis. El gobierno tuvo pleno apoyo, después de las elecciones, para negociar y materializar la salida de la Unión Europea.

No solo eso: como acabamos de ver, el gobierno de Boris Johnson quiere derogar la legislación del 2011 que puso obstáculos a la disolución sosteniendo que fue aprobada “con un limitado escrutinio”, es decir, de manera precipitada. Se modificó precipitadamente y sin la debida deliberación, un aspecto fundamental y tradicional del régimen político británico. El propio argumento —la reforma no fue debidamente examinada— muestra los riesgos que tiene un Parlamento que depende del Primer Ministro, dependencia que se deriva, principalmente, de la amenaza de disolución. “Hay muy poco que pueda igualarse al impacto de la amenaza de una elección general” (Norton, 2016, p. 16).

Me he detenido en el caso de esta reforma del 2011 al parlamentarismo de Westminster para mostrar el poder que conlleva la facultad de disolver el Parlamento. La discusión que hay al respecto en el Reino Unido demuestra lo crucial que esta prerrogativa es para el parlamentarismo y, a la vez, los inconvenientes y riesgos que acarrea. Por cierto, lo que quiero decir no es que el mecanismo sea equivocado, sino que al pensar en un parlamentarismo para Chile hay que tomar en cuenta sus virtudes, pero también sus costos. “La salida” para evitar un gobierno de minoría tiene sus riesgos. La discusión que hay hoy al respecto, y nada menos que en Westminster, revela que la disolución no es gratis; se paga un precio por ella.

Al mismo tiempo, el caso ejemplifica que no es tan es fácil dar con una fórmula híbrida adecuada, como la que estableció la reforma del 2011, que solo buscó restringir la prerrogativa. Por cierto, hay fórmulas que varían según los distintos países. En Alemania, por ejemplo, la facultad radica en el Presidente y la puede ejercer si no se forma gobierno o si el Canciller pierde un voto de confianza. Esto último ha sucedido porque los cancilleres han provocado la censura para disolver el Parlamento y el Presidente, entonces, ha procedido. Fue el caso de Willy Brandt (1972), Helmut Kohl (1982) y Gerhard Schröder (2005). La práctica indica que la iniciativa radica en el Canciller o Primer Ministro. En Italia, en cambio, en 1994, ante la renuncia del Primer Ministro Silvio Berlusconi, el Presidente Óscar Scalfaro, contrariando la costumbre, se negó a disolver el Parlamento. Fue, hay que decirlo, una decisión excepcional. Hay países que hacen la disolución más difícil. Mientras más se avance en esa dirección, mientras más restricciones se incorporen, más fácil es que el gobernante se encuentre en la posición de los Presidentes en minoría.

 

En resumen, es claro que el poder que tiene bajo el parlamentarismo un Primer Ministro es mayor que el que tiene un Presidente bajo el presidencialismo. Quiero decir, si mantenemos las demás facultades constantes, el Primer Ministro es más poderoso que el Presidente. ¿Por qué? Porque puede disolver el Parlamento. Y esa arma, esa amenaza, aunque no la use, disciplina a los parlamentarios. Para un parlamentario cualquiera, oponerse al Primer Ministro tiene más riesgos que oponerse al Presidente. De allí que haya un incentivo mayor para mantenerse en la línea política de la coalición que gobierna. Las ventajas en materia de facilidad para armar coaliciones se corresponden con el mayor poder del Gobierno. La contracara: parlamentarios más débiles, menos independientes. En otras palabras, el mayor poder de decisión del gobernante se obtiene a cambio de un precio que se debe considerar y que, en especial, los parlamentarios deben ponderar.

Si el sistema de partidos está muy polarizado, claro, tiende a disminuir la aversión al riesgo. En tal caso, la amenaza de disolución puede no tener los efectos esperados en condiciones de baja polarización. Partidos anti-sistémicos pueden hacer apuestas audaces y en esa situación, las expectativas antes reseñadas con respecto a la potencial disolución e, incluso, la disolución efectiva, podrían no darse.

Para decirlo con las palabras del profesor Arturo Valenzuela, como ya se sabe, destacado propulsor del parlamentarismo: “Reagan es un gobernante más débil que Margaret Thatcher” (Valenzuela, 1985, p. 49). En efecto, el presidente Reagan de Estados Unidos era más débil que la Primera Ministra de Gran Bretaña, Margaret Thatcher. El Presidente Biden será más débil como gobernante que Angela Merkel. Pese al llamado “hiperpresidencialismo” chileno, la Canciller Angela Merkel es más poderosa en Alemania de lo que es el Presidente Sebastián Piñera o fue la Presidenta Michelle Bachelet en Chile.

En otras palabras: si el Presidente Piñera —en minoría en el Parlamento— tuviera la facultad de disolver el Congreso tendría, obviamente, más poder que el que tiene bajo la Constitución actual. Si la Presidenta Bachelet —con mayoría en el Parlamento—, además hubiera podido disolver el Congreso, es obvio que habría tenido un arma para disciplinar su coalición de la que no disponía cuando gobernó.

Para decirlo otra vez con el profesor Valenzuela: “es un mito que los regímenes parlamentarios sean más débiles que los presidenciales.... Los regímenes parlamentarios.... son, por definición, más fuertes” (Valenzuela, 1985, p. 49).

Quienes se inclinan por el parlamentarismo por fortalecer al Parlamento frente al Gobierno, son parlamentaristas por las razones equivocadas. Ser partidario del parlamentarismo es —céteris páribus— ser partidario de darle más poder al gobernante, al Primer Ministro; más poder que el que tiene un Presidente bajo el régimen presidencialista. Este es el hecho. Quien quiere abandonar el llamado “hiperpresidencialismo” porque busca disminuir el poder del Ejecutivo, y para ello se embarca en un proyecto parlamentarista o semipresidencialista, ha tomado una ruta que, lejos de disminuir los poderes del gobernante, los aumentará.

La “fusión de poderes” en la Hungría de hoy

La idea común de que los regímenes parlamentaristas per se fomentan la moderación política y frenan la polarización debe ser revisada. “El alza de los partidos radicales de protesta ha sido particularmente dramático en los sistemas parlamentaristas”, han escrito Bergman y Strøm. Mencionan Austria, Bélgica, Italia, Holanda (Bergman y Strøm, 2011, pos. 6625).

En este contexto, Hungría es un caso de parlamentarismo digno de atención. Como en Alemania, España o Bélgica, rige un sistema de voto de censura constructivo. A primera vista, Hungría puede parecer un país demasiado distinto de Chile como para que nos ocupemos de él. Sin embargo, en ciertos aspectos, desde cierto ángulo político, los países centroeuropeos tienen más en común con Chile que Francia, Alemania, Suecia o Gran Bretaña.

El clima político de Hungría no se caracteriza por la moderación. Muy por el contrario, se trata de un país en el que la mayoría se ha construido sobre la base de polarizar la sociedad. No solo eso. Hungría que tenía desde los años noventa, según el ranking de democracia de Freedom House, un puntaje de 5.6 (el máximo es 7) bajó a 3.6, con lo cual pasó a formar parte de los países no democráticos (Nations in Transit, 2020). ¿Cómo ha ocurrido esto? El fenómeno político lo comentaré más adelante, en el capítulo xiii. Por ahora, solo el aspecto institucional.

En las elecciones del 2010, Viktor Orbán obtuvo 70.7 por ciento de los votos y su partido, Fidesz, el 66.7 por ciento de los escaños. La extraordinaria mayoría parlamentaria obtenida le permitía cambiar la Constitución y adoptar medidas destinadas a asegurar su poder para las próximas elecciones. Su biógrafo József Debreczeni lo advirtió el 2009. Si consigue “una mayoría constitucional”, escribió, “la transformará en una fortaleza de poder inexpugnable” (Lendvai, 2018, loc. 1229). Elegido Primer Ministro presentó al Parlamento un proyecto de nueva Constitución Política el 14 de marzo de 2011. Es aprobada el 18 de abril de ese mismo año. Surge de la necesidad de derogar la Constitución vigente que, aunque sustancialmente reformada, es, por su origen, considerada una Constitución comunista e ilegítima.

La Constitución del 2011 establece un régimen parlamentarista en el que la ciudadanía elige a los representantes de la Asamblea Nacional o Parlamento. La Asamblea Nacional elige al Presidente, que es el Jefe de Estado, y al Primer Ministro. El Parlamento dura cuatro años. Puede ser disuelto formalmente por el Presidente, pero previa consulta al Primer Ministro, el presidente de la Asamblea y jefes de partidos. En la práctica, el poder de disolución recae en el Primer Ministro, quien puede hacer de cualquier proyecto de ley una cuestión de confianza.

La Constitución de Orbán reformó el Tribunal Constitucional, para dejarlo sin dientes y no poder contrapesar como antes el poder mayoritario en el Parlamento. Sus miembros son nombrados ahora por la mayoría parlamentaria y se aumentó su número para, de ese modo, conseguir rápidamente el control. Incluso su Presidente pasó a ser designado directamente por el Parlamento y se aumentó su período a doce años. Debido a una reforma psoterior, cualquier ley que el Tribunal decrete inconstitucional puede ser incorporada a la Constitución por el Primer Ministro, si es que cuenta con 2/3 del Parlamento. El tribunal se transformó en una entidad que, simplemente, legitima las decisiones de la Asamblea, es decir, de Fidesz. Incluso se prohibió apelar a las sentencias previas del Tribunal, que había sido independiente y activo, lo que le había significado frecuentes choques con el Parlamento. El Tribunal no puede pronunciarse sobre leyes que afecten el gasto fiscal. Orbán puso fin a la independencia del Banco Central, que pasó a ser una pieza de la política económica gubernamental y cumple ahora, también, tareas de fomento empresarial. Un Consejo Fiscal, cuyos tres miembros son propuestos por el Primer Ministro, pueden vetar el proyecto de ley de presupuesto, lo que gatilla de inmediato la disolución del Parlamento. Orbán reestructuró el sistema judicial, anticipando la jubilación de los jueces a fin de reemplazarlos por magistrados afines. Algo similar ocurrió en las fiscalías. El Fiscal Nacional es nombrado por la Asamblea. Se abolió la Corte Suprema y fue sustituida por un nuevo tribunal controlado por el gobierno. El presidente de la Corte Suprema también es nombrado directamente por el Parlamento. Sin Tribunal Constitucional, Banco Central ni judicatura independientes, el poder se concentró en el partido mayoritario en el Parlamento (Scheppele, 2016, 2018; Körösenyi et alia, 2020).