La pregunta por el régimen político

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Shugart y Carey (1992) distinguen el régimen presidencial-parlamentario y el de premier. Según la interpretación de Elgie —a quien sigo al respecto en este ensayo—, se trata de dos variantes del semipresidencialismo (Elgie, 2011).12 En un régimen semipresidencialista presidencial-parlamentario, el primer ministro y el gabinete dependen tanto del Presidente como del Parlamento. En un régimen semipresidencialista de premier, el primer ministro y su gabinete solo dependen del Parlamento. Y, como se señaló, el Presidente tiene la facultad de disolver el Parlamento y llamar a elecciones anticipadas. En el presidencialismo-parlamentarista el gabinete es nombrado y removido por el Presidente, pero cae si no cuenta con la confianza de la Cámara. La formación del nuevo gabinete es resorte del Presidente, pero vuelve a caer si no tiene o pierde el respaldo de la mayoría parlamentaria. En el semipresidencialismo de premier, en cambio, aunque la iniciativa sea del Presidente, el nuevo gabinete nace y muere con el respaldo de la mayoría parlamentaria (Shugart and Carey, 1992, pp. 23-25). A menudo, bajo el presidencialismo-parlamentarista el Presidente puede disolver la asamblea legislativa.

Lo más llamativo del régimen semipresidencialista es que puede darse el caso —y de hecho se ha dado muchas veces— que el Presidente elegido por el pueblo se encuentre con que el Parlamento le impone un gabinete opuesto. En esa situación —la famosa ‘cohabitación’— el gobernante pasa a ser un agente del Parlamento. El Presidente es un agente del pueblo que lo eligió si y solo si logra y mantiene una mayoría en la Cámara legislativa. Porque en tal caso, esa mayoría elegirá al primer ministro que él sugiera. Pero si eso no ocurre, o si el Presidente pierde esa mayoría, el gobierno es un agente de la Cámara. Hay variantes. Se puede exigir que el voto de censura sea mayor a la simple mayoría, por ejemplo. En cualquier caso, si el Presidente pierde la mayoría parlamentaria quedan en el poder dos cabezas que se oponen, la del Presidente y la del Primer Ministro.

El caso paradigmático de semipresidencialismo es, probablemente, Francia. El Presidente tiene la facultad de disolver la Cámara o Asamblea, pero el Primer Ministro y su gabinete pueden ser objeto de un voto de censura por parte de la Asamblea. Una mayoría de parlamentarios puede dar origen a un gabinete contrario al Presidente. Así, un Presidente socialista como François Mitterrand se encontró en 1986 con que el gobierno pasaba de sus manos a las de un Primer Ministro de derecha, Jacques Chirac.

En un régimen parlamentario eso implica que renuncia el Primer Ministro y asume uno nuevo. Es un cambio de gobierno que en nada afecta al poder del Jefe de Estado. En un régimen presidencialista, el Parlamento no puede nombrar a los ministros. Si el Presidente no tiene mayoría en el Parlamento se mantiene en su cargo desempeñándose como Jefe de Estado y de Gobierno. Si quiere aprobar leyes deberá negociar con parlamentarios opositores las mayorías requeridas para su aprobación o armar una nueva coalición. En cualquier caso, continúa gobernando vía decretos en todas aquellas materias que no impliquen cambios legales. Bajo el semipresidencialismo, el Presidente permanece en su cargo, pero, en los hechos, su poder queda sumante cercenado, pues las riendas del gobierno han pasado a la oposición. ¿Cuán cercenado queda? Depende de la Constitución y las prácticas de cada país. Pero su papel podría llegar a asemejarse al del Jefe de Estado de una república parlamentaria. Es lo que ocurre en Austria y Finlandia, por ejemplo. En otras palabras, el semipresidencialismo puede operar en la práctica de modo análogo, a veces, al presidencialismo y, a veces, al parlamentarismo. Volveré sobre esto en el capítulo iii.

Capítulo II

¿Un Parlamentarismo para Chile?

Palabras preliminares

El régimen parlamentarista tiene un larga historia que se asocia a la historia misma de la democracia. Ha funcionado y funciona bien y de manera estable en países de tradiciones diferentes: el Reino Unido, Alemania, Holanda y España, por ejemplo. Su característica central es que facilita la formación de mayorías parlamentarias que originan y respaldan al gobierno, lo que permite tomar decisiones importantes con rapidez y sin necesidad de negociaciar los proyectos con un poder independiente que puede demorarlos, modificarlos o entrabarlos. Se espera que, tras las elecciones populares, el Parlamento que responde a ellas, forme un gobierno acorde y lleve a cabo sus proyectos. La delegación va de los ciudadanos a los parlamentarios y de estos al o la Primer Ministro, quien se mantiene en el poder mientras la mayoría de los parlamentarios así lo decida.

Como escribió Walter Bagehot, el “eficiente secreto” del parlamentarismo inglés es “la casi total fusión de los poderes ejecutivos y legislativos” en el Gabinete (Bagehot, 1867, p. 10). Stuart Mill distinguió, sin embargo, entre “controlar las tareas del gobierno y de hecho hacerlas” (Mill,1861, p. 271 y 282). La Asamblea se encarga de lo primero y el Gabinete, de lo segundo.

Un político o estadista que es bueno en determinadas circunstancias no es bueno en otras. Si el escenario cambia por razones políticas, económicas o sociales, quien hasta ese momento era el líder adecuado, puede dejar de serlo. Hay personalidades aptas para tiempos tranquilos y las hay para tiempos confrontacionales. Hay momentos para las palomas y hay momentos para las águilas. Es conveniente poder “reemplazar al piloto de la calma por el piloto de la tempestad”, escribió Bagehot. En tiempos turbulentos una persona que tenga todas las virtudes, pero a la que le falte el “elemento demoníaco” puede fallar (Bagehot, 1867, p. 22 y 23). Una gran ventaja del parlamentarismo es que, en principio, permite al partido o coalición mayoritaria elegir a la persona adecuada al momento. Esa capa dirigente de políticos profesionales elegidos puede hacer ese discernimiento, provocar la renuncia del gobernante y nombrar a otro. Esta es, a mi juicio, quizá la mayor virtud del parlamentarismo: poder escoger al gobernante apropiado según varíen los acontecimientos y circunstancias. Dicho voto de censura puede gatillar una disolución del Parlamento, claro. Pero asegura la representatividad de quienes elegirán al nuevo Primer Ministro. El régimen presidencialista, por sus plazos fijos, carece de esta flexibilidad.

Las líneas que siguen en modo alguno pretenden abordar el parlamentarismo como tal.13 Nada de lo que aquí digo debe entenderse como crítica del parlamentarismo mismo. La cuestión es otra, la cuestión es si es conveniente y si es factible un régimen parlamentarista en Chile.

La propuesta de un régimen parlamentarista para Chile hoy se vincula, me parece a mí, con los mencionados estudios de Arturo Valenzuela (Valenzuela 1985 y 1994) y otros en una línea similar. Los argumentos de Valenzuela siguen siendo los más sólidos y persuasivos para justificar un parlamentarismo para Chile. La tesis se funda en las conocidas objeciones de Linz al régimen presidencialista, ya esbozadas. Pero agrega un punto significativo: el sistema de partidos chileno, profundamente arraigado en la historia del país, por su carácter multipartidista opera mejor en un régimen parlamentarista que en uno presidencialista. ¿Por qué? Porque el parlamentarismo es más apto para formar coaliciones que el presidencialismo. ¿Por qué? Porque, si hay multipartidismo, el gobierno mismo surge de una alianza de diversos partidos que logra la mayoría del Parlamento y, en principio, termina cuando dicha mayoría se pierde.

Desde luego, tal como predijo el profesor Valenzuela en 1985, ni el sistema electoral binominal ni el desarrollo económico lograrían poner fin al multipartidismo chileno. Según Valenzuela, “sería un error suponer que las bases electorales de los partidos estaban definidas estrictamente por líneas de clase”. Más bien los partidos se nutren de “subculturas políticas” que se transmiten “de generación en generación” (Valenzuela, 1985, p. 15, p. 19, p. 20). Por otra parte, el sistema electoral vigente a partir del 2015 permitió la emergencia de un gran número de partidos nuevos. No está asegurada la continuidad intergeneracional de esas grandes tendencias —radical, socialista, comunista, izquierda o derecha cristiana— que Valenzuela describió en 1985. Pero más allá de ello, el hecho del multipartidismo es indesmentible.

Bajo el parlamentarismo hay incentivos potentes para armar una coalición mayoritaria. El argumento no dice que el multipartidismo deje de ser una dificultad en el régimen parlamentarista. El fraccionamiento del sistema de partidos es un problema en todos los regímenes políticos. Lo que el argumento sostiene es que esta dificultad se aborda mejor desde el parlamentarismo que desde el presidencialismo.14 ¿Por qué? Porque bajo el parlamentarismo las coaliciones tienden a armarse en el Parlamento después de las elecciones y para formar un gobierno. Supuesto lo anterior, ¿en qué se traduce? El atractivo de integrar el gobierno es un incentivo poderoso y la negociación entre los diversos partidos se facilita porque se sabe cuánto pesa cada uno de ellos. Es decir, es claro cuántos escaños cada partido tiene y aporta a la potencial coalición o sustrae de ella. Hay que suponer partidos disciplinados y dependientes entre sí para formar gobierno.

Las democracias modernas se basan en partidos y coaliciones de partidos. El gobierno pertenece o cuenta con el apoyo de un partido o coalición. Las relaciones entre el gobierno y su coalición son cruciales. De las relaciones intra-partido e intra-coalición depende la suerte misma del gobierno. En la práctica, más relevantes que las relaciones Poder Ejecutivo-Parlamento son las relaciones del Gobierno con los parlamentarios de su partido y coalición, así como con los parlamentarios de los partidos de oposición (King, 1967, Andeweg y Nijzink, 1995). El Primer Ministro tiene un arma incomparable para presionar a los parlamentarios de su sector que el Presidente no tiene: la disolución. En virtud de ella, el gobierno dispone de una ventaja formidable para mantener la fidelidad de sus partidarios. En cambio, el Presidente, a medida que se acerca el fin de su mandato, tiende a perder poder para disciplinar a los parlamentarios díscolos. Es lo que se conoce como el síndrome del “pato cojo”. Volveremos sobre el tema de las coaliciones bajo el presidencialismo en el capítulo iv.

 

Estas virtudes del parlamentarismo son grandes, son poderosas. Con todo, ¿queda con eso resuelta la cuestión de qué régimen conviene más a Chile? ¿No hay nada más que considerar? ¿No acarrea el parlamentarismo otras consecuencias que conviene ponderar? Parte de lo que sigue vale también para el semipresidencialismo, en cuanto opere de modo parecido al parlamentarismo, que es lo que muchos, en el fondo, buscan al propugnar dicho régimen. Y, en efecto, como dije, el semipresidencialismo funciona en varios países —Austria, Finlandia, por ejemplo— como un régimen virtualmente parlamentarista. Veamos.

Dificultades del parlamentarismo para Chile15

Elección indirecta del o la gobernante

Estamos acostumbrados a elegir por votación directa y nacional a la persona que nos va a gobernar. Lo sentimos como un derecho básico. ¿O no, acaso? Para nosotros, en Chile, esto es consustancial a nuestra democracia. La legitimidad del o la gobernante proviene de que fue elegido por el pueblo. El parlamentarismo nos pide renunciar al derecho a elegir a la persona que nos va gobernar y transferirlo a los parlamentarios. A mi juicio, esta es una dificultad virtualmente irremontable. En un país como Chile, insisto. Hacerlo implica una radical transformación de la mentalidad y la cultura políticas. Cualquiera sean los méritos, logros y ventajas del parlamentarismo en otros países este obstáculo permanece. Lo que hace más plausible al semipresidencialismo es que mantiene la elección directa del Presidente de la República.

Los parlamentarios depositarán su confianza, claro, normalmente en uno de ellos. Un 94 por ciento de los primeros ministros han sido previamente parlamentarios, contra un 58 por ciento de los presidentes de regímenes presidencialistas (Daniels y Shugart, 2010, p. 77). Aunque puede suceder que, si la Constitución lo permite, escojan a alguien que no es parlamentario, como sucedió con el profesor Giuseppe Conte y el economista Mario Draghi, los dos últimos primeros ministros de Italia (2018 y 2021). Nuestro gobernante se llamará Primer Ministro, Premier o, como en España, Presidente. Si se trata de un parlamentario, para llegar a serlo, fue votado solo en un distrito; no fue votado en todo Chile, como ocurre con nuestros presidentes. El Congreso o, más bien, la coalición de partidos que tenga la mayoría absoluta de los votos pasa a ser una élite de electores. Elegimos a los parlamentarios —cada cual en su distrito— y ellos, a su vez, decidirán quién será la persona que nos gobierne.

Los tiempos creo que no favorecen esa elección indirecta del gobernante. “Casi todas las nuevas democracias de los años 1970, 1980 y 1990 han tenido presidentes elegidos, con diversos grados de autoridad política” (Shugart y Carey, 1992, p. 2). En 1950 había 20 países democráticos, 12 de los cuales eran parlamentaristas. En 2005 había 81 países democráticos, de los cuales 53 —un 65 por ciento— elegían a sus presidentes por votación popular, es decir, eran regímenes presidencialistas o semipresidencialistas (Samuels y Shugart, 2010, p. 5-6).

La ciudadanía tiende, cada día más, a querer que el gobernante sea un representante o agente directo de la propia ciudadanía; no un agente del Parlamento. Si se hace una analogía con la teoría del principal y del agente que viene de la ciencia económica, el pueblo es el “principal”, es decir, quien delega su poder en su “agente”. Bajo el parlamentarismo su agente serán los parlamentarios, más concretamente, las dirigencias de los partidos políticos. La delegación de poder que el principal hace en el agente, siempre implica la posibilidad de una pérdida de agencia: el agente o representante puede apartarse de los objetivos del principal que transfirió poder. “La diferencia entre lo que quiere el principal y el agente hace se conoce como pérdida de agencia” (Strøm et alia, 2003, p. 23). En el campo político democrático se trata de dar con un marco institucional que minimice ese riesgo, es decir, que haga más probable que el agente se mantenga en la línea del principal, vale decir, de la ciudadanía.

Si hay multipartidismo, lo corriente será que los dirigentes de los partidos políticos armen la coalición mayoritaria y, por tanto, el gobierno vendrá a ser su agente. El proceso de investidura es una negociación entre los dirigentes de los partidos. La cadena de delegación del poder va de los votantes a los parlamentarios, de los parlamentarios elegidos a los dirigentes de los partidos políticos de esos parlamentarios, de ellos al Primer Ministro, de este al gabinete y del gabinete a los funcionarios de la administración pública. En la cadena de transmisión, los ciudadanos solo eligen a los parlamentarios. En el régimen presidencialista, los ciudadanos eligen al Presidente, a los diputados y a los senadores. La cadena de transmisión arranca de tres puntos distintos. Y tanto el Presidente y su gabinete como las ramas del Congreso se conectan entre sí y con la administración pública de diversas maneras. “El parlamentarismo clásico tiende a ser jerárquico, mientras que el presidencialismo típicamente significa pluriarquía” (Strøm et alia, 2003, p. 65).

A veces no se destaca suficientemente que cuando hay multipartipartidismo, la negociación para armar la coalición la hacen los dirigentes de los partidos, quienes acordarán los nombres y un programa. Para un chileno parece claro que hay que destacar a la dirigencia de los partidos como otro eslabón de la cadena y no se puede dar por sentado que entre ellos y los parlamentarios del partido no hay una delegación y, por tanto, riesgo de pérdida de agencia. Con frecuencia los partidos se vuelven oligárquicos, cerrados y verticales. Hay partidos que son poco más que una plataforma para dar visibilidad a un líder con aspiraciones presidenciales. Lo que subraya la enorme importancia de la democracia interna de los partidos. Es decir, con frecuencia el gobernante será, en los hechos, un agente o representante de las dirigencias partidarias de esa coalición mayoritaria, pues su cargo se mantiene en tanto y cuanto responda a ellas. Con todo, esa dirigencia, esos parlamentarios no son independientes de su agente —el o la Primer Ministro—, pues este puede disolver el Parlamento en el momento más conveniente para sus objetivos, poniendo en riesgo sus cargos. Eso significa en la práctica que tiende a tener un “control monopólico de la agenda” (Strøm et alia, 2003, p. 83). Es lo que implica la fusión de poderes Ejecutivo y Legislativo.

Strøm et alia han hecho un completo estudio teórico y empírico del tema respecto de las democracias de Europa Occidental y comparado el riesgo de pérdida de agencia en los regímenes parlamentaristas y semipresidencialistas, por un lado, y el presidencialista, por otro. Una de sus conclusiones es que “los sistemas presidencialistas es más probable que generen transparencia porque contienen mecanismos que fuerzan a los agentes a compartir información...”. Esos mecanismos del presidencialismo surgen de la independencia del Presidente y los parlamentarios, lo que los obliga a intercambiar comparativamente más argumentos e información para aprobar las leyes. La menor transparencia del parlamentarismo y el semipresidencialismo es, según Strøm et alia, su “talón de Aquiles” (Strøm et alia, 2003, p. 95). Bajo el parlamentarismo tiende a ser más lo que ocurre a puertas cerradas. “El control monopólico de la agenda, [por parte del gabinete] que caracteriza a las democracias parlamentaristas, conduce a un potencial significativo de libre elección que se aleja de las preferencias del votante medio” (Strøm, 2003, p. 83).

En suma, creo que, gusten o no, las palabras de Gouverneur Morris —una de las voces más influyentes en el rumbo presidencialista que adoptó la Convención de Filadelfia de 1787— interpretan mejor las percepciones de hoy, al menos en países de tradición presidencialista como Chile: si el Ejecutivo es “una criatura del Legislativo”, sostuvo, su nombramiento resultará de “la intriga, la cábala y la facción” (2:29). El o la gobernante, en los hechos, será un mandatario de las cúpulas de los partidos de la coalición mayoritaria. Lo mismo vale para los regímenes semipresidencialistas. El problema solo se agravará si el Primer Ministro —si el gabinete— puede ser derribado por una coalición mayoritaria de parlamentarios y no es posible disolver el Congreso. El parlamentarismo hace la democracia más indirecta, más dependiente de la élite partidaria que elige al gobernante.

¿Y qué decir del “parlamentarismo” del período parlamentarista chileno?

No se pueden negar los logros del período parlamentarista chileno (1891-1924): inversión en educación y vías de comunicación, libertad de prensa, de religión, reunión y asociación, apego a la ley, elecciones periódicas, en fin, pese a la acuciante pobreza, desarrollo económico. Todo esto en medio del auge del salitre. El punto es que el “parlamentarismo chileno” nunca fue parlamentarismo.

Fue, más bien, un semipresidencialismo, pues el Presidente no era nombrado por el Parlamento sino, en principio, por la ciudadanía con derecho a voto y los gabinetes dependían de la confianza del Parlamento. No había disolución del Parlamento.

Julio Heise, un historiador claramente pro “parlamentarista”, afirma que los presidentes no solo presidían, sino que también gobernaban. Lo hacían a partir de su ascendiente personal saltándose, a veces, a sus propios ministros. “Si los mandatarios se hubieran limitado a presidir y no a gobernar”, asegura Heise, “habría sido imposible esa unidad de acción... La verdad es que —en abierta contradicción con las ideas generalmente aceptadas— fueron las deficiencias del propio mecanismo parlamentario las que permitieron a los jefes de Estado hacer un gobierno efectivo... los presidentes emplearon varios recursos para lograr el control efectivo del gobierno y para contrarrestar... los aspectos negativos que tuvo nuestro parlamentarismo...” (Heise,1974, p. 292 y 293).

Ahora bien, si Heise tiene razón —y un historiador como René Millar concuerda con él en este punto (Millar, 1992, pp. 267-269)—, entonces nunca tuvimos un parlamentarismo en sentido estricto, sino, más bien, un semipresidencialismo con atribuciones presidenciales algo nebulosas. En la terminología de Elgie, que es la que uso, se trata de un régimen semipresidencialista sin disolución del Parlamento del tipo presidencial-parlamentarista, en oposición al semipresidencialismo de premier. Porque en el semipresidencialismo de premier el primer ministro o premier es de la confianza del Parlamento y el gabinete, a su vez, es de la confianza del primer ministro. En ese período, en Chile cada ministro dependía tanto del Presidente como de la mayoría parlamentaria. Shugart y Carey lo caracteriza como un régimen “presidencial parlamentarista” (Shugart y Carey, 1992, p. 74) y Joaquín Fermandois como “semipresidencial” o “semiparlamentario” (Fermandois, 2020, p. 153). Me guardo, entonces, unos breves comentarios para el próximo capítulo iii, que trata del semipresidencialismo.

¿Presidencialización o personalización de la campaña electoral para llegar a ser Primer Ministro?

El régimen parlamentarista puede tener otra expresión, en la que la elección indirecta —que es su sentido original— tiende a diluirse y a asemejarse a la elección de los regímenes presidencialistas. En Gran Bretaña y Alemania el parlamentarismo funciona de tal manera que votar por el parlamentario del distrito es, en realidad, votar por un líder nacional. La gente en Alemania vota por Angela Merkel. La gente en Inglaterra vota por Boris Johnson. Boris Johnson ganó primero las elecciones del Partido Conservador de 2019 y, como era el partido con una mayoría absoluta de escaños, pasó a ser el Primer Ministro. Pero llegadas las elecciones generales, la campaña de Johnson fue una campaña nacional idéntica a las presidenciales. Lo mismo ha sucedido en las campañas de Merkel. El líder del partido hace campaña en todos los distritos, de modo que, con creciente frecuencia, se vota por el candidato del distrito como un modo de apoyar a quien se quiere sea el Primer Ministro. En la publicidad, los candidatos de cada distrito aparecen respaldados por Merkel o Johnson. La atención de los medios de comunicación se centra en los líderes de los partidos en competencia.

 

Los medios de comunicación social y las redes sociales han producido el fenómeno de la “personalización” y/o “presidencialización” de la política. Diversos autores han analizado el fenómeno de la presidencialización de la política contemporánea, incluyendo los casos de Gran Bretaña y Alemania (Foley, 1994, 2004; Poguntke and Webb, 2005; Elgie y Passarelli, 2020). Algunos distinguen entre “presidencialización” y “personalización”, quedándose, más bien, con esta última caracterización. Este fenómeno aparece hoy en regímenes parlamentaristas, semipresidencialistas y presidencialistas. El propio Juan Linz, como se sabe, un académico muy crítico del presidencialismo, reconoce el hecho: “los primeros ministros modernos y sus gabinetes se están pareciendo más a los presidentes y sus gabinetes en los regímenes presidenciales” ( Juan Linz, 1994, p 31). En su análisis de Margaret Thatcher, King cita a un asesor que afirma que ella es “una actriz... muy consciente de la impresión que está causando” (King, 1985, p. 128). Según King, “su estilo personal ha sido esencial para sus logros... y que la expresión ‘gobierno de Thatcher’ no es, en su caso, una frase convencional sino una realidad política central” (King, 1985, p. 135).

Quizá menos que por programas y partidos se vota hoy por una persona. En las elecciones de 2019 en Gran Bretaña, hubo un tema básico: el Brexit. Ese fue el centro de la campaña. Con todo, en YouTube se puede ver a Boris Johnson llevando un toro, tacleando a un famoso jugador (con falta no intencional, aunque con arrojo) en un partido de rugby televisado cuando era alcalde, subiéndose con mucha dificultad a un caballo, recitando en griego, de memoria, largos pasajes de La Ilíada, como un actor, embocando la pelota de espaldas a un baloncesto, haciendo reír a carcajadas una y otra vez a su audiencia, jugando tenis, explicando con gracia y precisión académica los trucos de la retórica clásica que usaba Churchill, sirviendo té a unos reporteros que le hacían guardia en su casa a la espera de unas declaraciones que se negó a hacer, besando en la puerta de Downing Street —después de ir a votar— a su perro Dylin, que adoptó de una institución filantrópica... Son aspectos de una personalidad por la que se vota.

No hay que exagerar. En algún grado siempre ha sido así. El estratega de Atenas clásica o el dux de la república de Venecia deben haber sido conocidos personalmente por la mayoría de sus votantes. Los parlamentarios del siglo xix provenían, en importante medida, de los mismos ambientes. La selección y elección seguramente estaba bastante “personalizada” al interior del circuito del partido. Ahora, debido a los medios de comunicación audiovisuales, el circuito se amplió y la personalización del proceso alcanza a todos los votantes. Por esto, en la práctica, la campaña del régimen parlamentarista, se asemeja tanto a la campaña de un régimen presidencialista, lo que tiende a cambiar el papel de los parlamentarios.

En Gran Bretaña, el conteo de los votos y escaños a menudo permite definir quién ganó y anunciar al nuevo Primer Ministro. En rigor, el Parlamento no vota por el Primer Ministro. Así pasó con Boris Johnson, por ejemplo. En realidad, quienes eligieron a Johnson son los votantes. La ciudadanía al votar por Johnson y los demás candidatos de su partido, le dio una mayoría de escaños en el Parlamento con lo cual la Reina lo nombra —nombramiento formal— Primer Ministro. En Alemania o España, en cambio, se requiere que al menos una mayoría absoluta vote efectivamente en favor del Primer Ministro, en lo que se llama un voto de investidura. Pero las campañas se centran en los líderes de los principales partidos, es decir, en los candidatos a ser jefes de Gobierno.

Haya o no votación propiamente tal en el Parlamento, es un hecho que los regímenes parlamentarios están en un proceso que diversos académicos llaman de “presidencialización” del parlamentarismo. “Se puede hablar de la ‘presidencialización’ de los primeros ministros en toda Europa” (Strøm, 2003, p. 736). Este proceso va en sentido contrario a la selección indirecta del gobernante, que comentamos anteriormente en este capítulo.

Los estudiosos del tema destacan que el régimen parlamentario tiene una ventaja de selección (Strøm et alia, 2003; Daniels y Shugart, 2010). Es decir, son los propios partidos políticos quienes filtran a los futuros parlamentarios, y los parlamentarios del partido los que filtran a quienes pueden ser su líder y, eventualmente, Primer Ministro. Quien emerge como líder ha sido escogido por sus pares. Y es controlado por sus pares, pues se mantiene en el poder mientras cuenta con su respaldo. El régimen presidencialista es mucho más abierto. Hay primeros ministros que jamás habrían sido presidentes y presidentes que jamás habrían llegado a ser primeros ministros.

Ese proceso de selección de agentes implica que tienden a ser políticos más probados y confiables desde el punto de vista de los partidos. Y, en efecto, son más los primeros ministros que vienen de “adentro” del sistema —que tienen experiencia como parlamentarios y ministros, por ejemplo— que los Presidentes. Sin embargo, la evidencia indica que “rara vez los presidentes son completamente ‘de afuera’, y los Primeros Ministros no siempre son completamente de ‘adentro’” del sistema político. “Los líderes nacionales, en todos los regímenes políticos, tienden a tener una significativa experiencia política” (Daniels y Shugart, 2010, p. 91).

Por otra parte, la masificación, diversidad y pluralidad de las sociedades actuales, sostiene Strøm, está erosionando el valor informativo de estos tradicionales controles ex ante. Se hace cada vez más difícil legitimar estos filtros que, en definitiva, son coladores que manejan las élites políticas. Los primeros ministros se inclinan cada vez más por actuar en consonancia con la opinión pública y, en ese sentido, responden a ella a la vez que al Parlamento, es decir, en parte, tienen dos principales. Como afirman Bradley y Pinelli, la “presidencialización” o “personalización” de la política, en virtud de la cual los líderes “buscan una legitimidad popular informal de sus propios actos a través de la exposición en los medios de comunicación”, afecta “al parlamentarismo en particular, pues la legitimidad democrática pertenece a un cuerpo colectivo que tradicionalmente se siente más incómodo con el elemento personal que el modelo presidencialista” (Bradley and Cesare Pinelli, 2012, pp. 666-667).

Los medios de comunicación han permitido la irrupción de líderes que no se han abierto camino al interior de los partidos. Un caso emblemático es el de Silvio Berlusconi en Italia, por ejemplo. Proviene de la empresa y los medios de comunicación, forma su propio partido y llega a ser Primer Ministro, en fin. Así, “en algunos países europeos, en las últimas décadas, solo un 50 a 60 por ciento de los ministros han sido alguna vez parlamentarios” (Berman y Strøm, 2011, loc. 370).

Este fenómeno coexiste con otro: la menor representatividad de los partidos políticos en virtualmente todos los países. Por ejemplo, en Gran Bretaña a fines de los años 60, el 40 por ciento de la ciudadanía sentía un fuerte compromiso partidario y el 2017, solamente un 15 por ciento. En Alemania, un 81 por ciento se identificaba con algún partido en 1976, y el 2017, solo un 59 por ciento (Dalton, 2019, p. 193). La menor identificación con los partidos políticos también se da en los países nórdicos (Strøm, 2011). En un contexto de creciente desconfianza institucional, los partidos políticos despiertan especialmente poca confianza. Así, en Gran Bretaña el gobierno nacional concita la confianza de un 34 por ciento; la legislatura nacional, de un 36, y los partidos políticos, de un 18. En Alemania, el gobierno nacional concita la confianza de un 27; la legislatura nacional, de un 26, y los partidos, de un 16. “La declinación de los partidos políticos, en especial en términos electorales y de membresía, implica un desafío serio para democracias parlamentaristas” (Strøm, 2003, p. 736).