La ciudad en el imaginario venezolano

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Nuevos pequeños seres

Y le ruego que beba y escriba usted conmigo. Dé vuelta a la hoja y vuelva a beber. Recuerde que después de la puerta del botiquín está la horrible ciudad. Y espera por nosotros.

LUIS BARRERA LINARES, «Aclaro cómo es mi beber», en Beberes de un ciudadano (1985)

19. NO SOLO LA JAI ESCAMOTEABA en sus fiestas los malestares de la Venezuela saudita en descomposición; también desfilan por la novelística de aquellas décadas otros dramatis personae del malestar colectivo, aunque sus expresiones fueran de diversión. Preterida por la rutina de las oficinas y la prisa de las autopistas; ahogada en los brindis de restaurantes y en el frenesí de las discotecas; inaudible en el barullo de bares y areperas, esa desazón acecha con latencia, trasluciendo las miserias y las grietas del statu quo. Más anodinos que las damas de sociedad de Torres o los encumbrados sindicalistas de Britto García, una nueva generación de pequeños seres, descendientes propiamente citadinos de los introducidos por Guillermo Meneses y Salvador Garmendia en nuestra primera narrativa urbana, atraviesa asimismo las novelas que venimos de recorrer; también otras que describen el arco de la Venezuela tan enriquecida como desigual, actualizando todos las situaciones y denuncias, las esquizofrenias y los reclamos de aquellos primeros seres provenientes de provincia.[187] Esa narrativa nos permite recrear no solo la estratificación social de la metrópoli prismática del país, sino también algo de la segregación social y funcional de su estructura espacial, lo cual ya fue adelantado en el tercer libro de esta investigación.[188]

Una analogía de esa capital compleja la encontramos en la «esfera sin límites» de Abrapalabra, donde el autor parece encerrar anodinos habitantes del país descompuesto que ya nos ha registrado desde otros ángulos y jergas; ahora es visto a través de rutinas laborales reminiscentes en mucho de las del Mateo Martán garmendiano, acentuadas por la obsesión y alienación pulsadas minuto a minuto en un lenguaje de reiteraciones. Detrás de su escritorio en el piso veinte, a las 4:01 p.m., el funcionario de Britto García mira desde una ventana panorámica «la bandada de palomas que dan vuelta sobre los cubos de concreto de los edificios»; vista compulsiva y neurótica, repetida un minuto más tarde, contemplando de nuevo «el conjunto de cubos de concreto presumiblemente huecos y repletos de otros escritorios desde donde los ocupantes por similares ventanas panorámicas en ese instante clavan sus ojos en una bandada de palomas que entre cubos y cubos torbellina espirala circunvala.»[189] Recordando las confrontaciones entre lo público y lo privado que atravesaran los personajes de Salvador Garmendia y Ramón Bravo, el empleado salido de esta torre corporativa inspecciona, a las 4:10 p.m., «un centenar de semblantes que se van impresionando en la memoria a fin de que la memoria los vaya borrando»; y un minuto más tarde está ya sumergido en el masificado tráfago de la acera caraqueña:

Entonces sucede que soy presa de las acumulaciones del azar y de las aproximaciones de los rostros que me llevan por esquinas y por pasajes comerciales y me recogen y me rechazan y hasta me llevarían en autobuses y me encerrarían en cines y en salas de conciertos y en almacenes baqueteándome de aquí para allá en la enormidad de sus cifras y de sus fluctuaciones y de sus marejadas. A lo largo de las calles rebotan las perdigonadas de carne que me arrastran. Puertas que escupen balines personales empujados por concurrencias de fuerzas.[190]

Ya no ambientada en el hall de ascensores del Centro Simón Bolívar sino más bien en los de Parque Central, esa hora de salida funcionarial, a las 4:11 p.m., tiene algo del mecanicismo con que la sociología urbana de mediados del siglo XX diera cuenta de la vida pública.[191] Pareciera extremarse en Abrapalabra el automatismo de una rutina urbana prefigurada por el pequeño ser garmendiano, el cual supuso una mutación con respecto al sentido aventurero conservado por el menesiano, con algo todavía del flâneur de Benjamin.[192] Salpicado de carteles de «LIQUIDACIÓN. GRAN REBAJA», el vespertino paisaje de las calles inundadas de empleados es actualizado por Britto García con referencias a la contaminación producida por el «vapor de tubos de escape» y la anarquía del tráfico; cada cruce ofrece «una hilera de automóviles paralizados y en cada automóvil una hilera de caras inmóviles mirándonos mirarlas tras cristales que no detenían el bramido de los motores, y en el siguiente cruce otras cuatro hileras y otras cuatro aún en el siguiente».[193]

Después del encuentro con Alba, la narración, escenificable hasta entonces en cualquier metrópoli, localiza el contexto venezolano a través de pistas rutinarias pero peculiares; desde los estribillos «dámela con masa» y «dos marroncitos», que no dejan de repetirse en la arepera o en la cafetería caraqueñas, hasta la llegada al edificio donde la conserje española hierve el cocido y cuelga sus trapos a secar. Después del sexo apresurado y cronometrado, desde el apartamento los amantes contemplarán, a las 7 p.m., el encendido de los anuncios de neón.[194] Y esa postal de Caracas desde el balcón, tan solo avivada por los neones, prolonga la grisura oficinesca, que con mucho de La tregua (1960) de Benedetti, envuelve hasta la privacidad y el amor de los pequeños seres de Abrapalabra.

20. Tensionados y dispersos entre la izquierda y la bohemia, entre el resentimiento social y el consumismo, entre la segregación y la violencia callejera, personajes y situaciones de la narrativa de José Balza ilustran también el tráfago de la Caracas de finales de los sesenta y comienzos de los ochenta. En Medianoche en vídeo: 1/5 (1988) hay liceístas cabeza caliente que aún idolatran a Fidel Castro y leen a José Vicente Rangel, mientras escuchan música de Alí Primera; así lo hacían todavía personajes subversivos de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar (1974) y D (1977), emparentados con Los topos (1975) guerrilleros de Eduardo Liendo.[195] Pero también se siente en la novela la frivolidad de la Caracas disco desde finales de los setenta, cuando la asociación travesti iniciara reuniones semi-clandestinas en apartamentos de Parque Central, donde se combina el culto al bel canto con furtivos ballets rosados.[196] Son escenarios que, como en novelas previas de Balza, reflejan el imaginario bohemio de un autor arribado a Caracas en 1957, donde llevó una activa vida cultural e intelectual desde que la metrópoli se le abriera tras dos años, comprometiéndose incluso con la guerrilla en tanto «necesidad de justicia y honestidad».[197]

La expansión metropolitana se evidencia en el cambio de estatus y función de los distritos caraqueños: algunos de los personajes profesionales de Medianoche en vídeo… residen en apartamentos de urbanizaciones ya venidas a menos, como San Bernardino, porque trabajan en el edificio Karam de la avenida Urdaneta, principal corredor comercial de los sesenta; otras zonas elegantes de marras, como Los Caobos, han pasado a albergar dentistas y demás servicios médicos, en busca de los cuales regresa esporádicamente la población migrada.[198] Inaudibles ya las campanadas de la torre de Catedral, el tiempo de esa urbe está marcado por La Previsora, gran reloj e hito corporativo a la vez.[199] Pero la dinámica metropolitana se escenifica no solo en las inmediaciones de Plaza Venezuela, Sabana Grande y Chacaíto, triángulo preferido de la novelística de los sesenta, sino también en los suburbios y poblados tradicionales devenidos satélites: hay tiroteos en urbanizaciones sifrinas como Macaracuay y policías muertos en Los Teques, que es ya parte de la Gran Caracas.[200] Y al igual que en novelas tempranas de Balza o de Antonieta Madrid, se bosqueja en Medianoche en vídeo… la capital cuya clase media había migrado al sureste, más allá del este burgués que marcara la expansión de mediados del siglo XX.[201]

21. Exponente de una crónica social que no permanecía en las mansiones del este, Boris Izaguirre capturó una diversión bohemia más entremezclada con la jai que la de Balza, la cual, vista desde una perspectiva generacional más joven y eventualmente exiliada, anuncia el deslustre social de la Venezuela saudita. Sofisticadas residencias de la gauche divine, como el apartamento de Isaac Chocrón y la quinta «Macondo» de Miguel Otero Silva y María Teresa Castillo, «punto chic de letras y sociedad», fueron visitadas por el hijo de Rodolfo Izaguirre desde la pubertad, cuando se deslumbrara ante el «glamour tropical» de esculturas de Rodin y «penetrables» de Jesús Soto bordeando la piscina.[202] Más tarde asistiría a «fiestas de la high» con toques bohemios y de jet set, ofrecidas en ocasión del paso por Caracas de celebridades como Jorge Luis Borges o el diseñador japonés Kenzo, servidas con bebidas, manjares y algunas de ellas con drogas.[203]

 

Ya de adulto se movería Boris entre mundos diversos con Titina y sus compañeros de bohemia, a través de la Caracas disco y devaluada, reportada en sus crónicas de El Nacional y otros medios. Los noctívagos lamentan no poder ya viajar a Nueva York o Miami con la misma frecuencia que antes del Viernes Negro, pero se las ingenian para encontrar insólitos distritos y lugares de diversión, desde la renovada Sabana Grande del Metro hasta San Bernardino «en el oeste». Porque, como señala Titina, mientras impulsa a sus compinches a desorbitarse de lugares tradicionales como el Gran Café y La Vesuviana: «‘Antes del 18 fatídico, mi vida social se determinaba en dos o tres pasos más allá de la Plaza Venezuela. La devaluación me ha dado la seguridad de traspasar renovados límites’».[204]

Pero tales confines no eran solo cruzados en las andanzas caprichosas de unos sifrinos devaluados, sino también eran desdibujados en una metrópoli revuelta por el Metro desde 1983, generando nuevos distritos y dinámicas urbanas. Desde la renovación peatonal de Catia, en el oeste, y Sabana Grande, en un «este» que dejaba de ser lejano y aburguesado, hasta la articulación de Bellas Artes en tanto distrito cultural de entretenimiento. El Metro también propulsó, como se evidenciaría mejor en los noventa, desconocidas formas de colonización peatonal y comercial de aquella exclusiva ciudad del este por parte de la población y buhonería del oeste.[205] Bien dice un personaje asiduo de Sabana Grande en la crónica de Izaguirre, como prefigurando las revueltas sociales por venir: «Entre las cosas nuevas, (…) el Metro nos ha brindado una carga de caraqueños pertenecientes a otros boulevares».[206]

22. Heredera de los rutinarios personajes de Garmendia y de los más bohemios de Balza, la nocturnidad de los «auto-relatos» de Barrera Linares entrecruza diversas edades de los pequeños seres. Ya tan urbanizados como los de Izaguirre, aunque quizás no se muevan todavía en Metro, esos noctívagos se deslizan entre los dominios funcionarial y ejecutivo, entre los bajos fondos y la pequeña burguesía.[207] Arrastrando algo de esa mala noche alienada que ya asomara en Día de ceniza (1963) y La mala vida (1968), la bosquejada en Beberes de un ciudadano (1985) es una que todavía se refugia en el botiquín, detrás de cuya puerta «está la horrible ciudad» que siempre «espera por nosotros».[208] Pero es también la mala vida de los ciudadanos motorizados divisados en las colas del tráfico de la metrópoli colapsada antes del Metro, cuyas miradas se encuentran «solo por un instante» pero «sin timidez alguna, sin el movimiento inquietante de los automóviles»;[209] es un tempo del tráfico lento y rutinario que penetra el bar y sus habituales, quienes se reconocen «como carros alienaditos», en medio de «la musiquita casi inaudible de la rocola».[210] Aunque encerrados en el bar o el restaurante, sus vicisitudes remiten a la Caracas desenfadada de las autopistas, de los grafitis en la Cota Mil, de las mujeres que andan muy fugaces «por el lado del canal de ochenta»;[211] es la ciudad de nuevos ricos y recién vestidos, de militares abusivos y políticos corruptos, de «los miles de Licenciados sueltos y vengativos por esas calles…»[212]

Esa visión de la Caracas acechante y congestionada, adolescente y monstruosa, densificada y consumista, donde los malestares capitalinos laten física y socialmente, de noche y de día, está también prefigurada, como en un gran fresco, en la novela inaugural de Ana Teresa Torres. Sus varios planos temporales, jalonados por múltiples voces femeninas, nos permiten colocarla como bastidor para concluir el imaginario de estos nuevos pequeños seres en medio de la masificación.

Toda la ciudad se movía inquieta porque ya no cabía en sí misma entre las montañas, era como una grandísima madre engordada y jadeante, un monstruo joven prematuramente envejecido creciendo dentro de su cuna de niño, desbordada de sus límites, pintorreteada en sus esquinas, en sus muros blancos, las pintas de las paredes anunciando las quejas del sistema, «el mundo está loco quiero bajarme», los árboles intentando sobrevivir entre los avisos publicitarios, los jardines minimizados ante el paso prepotente de las autopistas que albergaban dentro de sí falsos jardines, estatuas de abandonadas figuras patrias, deshojada la piel de las paredes a fuerza de arrancarle los afiches de propaganda política.[213]

Bien podría ser esta la Caracas de los setenta u ochenta, a juzgar por la magnitud de la infraestructura, por el crecimiento voraz y la desazón política de esa especie de animal metropolitano crecido demasiado rápido. Es una sombría postal que podría ser sacada de la literatura periodística y técnica que, a la sazón, transmitía una imagen apocalíptica de Caracas «la horrible», por la inseguridad y la criminalidad ascendente, así como por el deterioro ambiental en medio del maremágnum irreconocible y amorfo.[214]

Como epítome de esa descomposición pública, reflejo de la política y la economía, está «la calle» en tanto escaparate de peligros, según la admonición voceada por la madre y las tías a María Josefina: «porque una señorita como tú no tiene nada que buscar en la calle, en la calle está todo lo malo, todo lo que no tiene que ser»; mientras esta señorita, como una nueva María Eugenia Alonso desobediente de la abuela, sigue reconociendo su predilección por ese público fruto prohibido: «porque a mí me gustaba muchísimo la calle, el rumor, el movimiento, el imprevisto, el gentío de la ciudad, y me asomaba a la ventana del colegio para desde allí ver si pasaba la vida, porque me la estaban restrigiendo tanto que casi ni me quedaba».[215] Actualiza así el personaje de Torres una secular tensión entre lo público y lo privado, entre la masa y el individuo, tensión que jalonaba a los pequeños seres de las oficinas y de la noche, pero que también padece la adolescente en vísperas de profesar su adultez. Y ante todos ellos se contraponía la metrópoli venezolana como muestrario de los malestares nacionales y la calle como corredor del peligro y la descomposición pública.

De neones a culebrones

7:00 p.m.

Sobre la capital se encienden los anuncios de neón.

Uno de ellos, incompleto, representa una muchacha de

cabellos amarillos, con una dentadura de cal. Los ojos

se niegan a encenderse.

LUIS BRITTO GARCÍA, Abrapalabra (1979)

¿A quién imitabas entonces, Amara?

¿A las primeras mujeres de nuestra radio,

que habían pasado desde 1954 a la TV? ¿A una exótica

rubia de Hollywood? ¿A un modelo

de ti misma apenas presentido?

JOSÉ BALZA, Medianoche en vídeo: 1/5 (1988)

23. SABEMOS QUE LA SECULAR TENSIÓN urbana entre lo público y lo privado, entre la masa y el individuo, fue escenificada ya por el sujeto benjaminiano en el comercializado paisaje de arcadas y bulevares de la metrópoli de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Permaneciendo desde entonces como el alienante escenario contrapuesto a la individualidad pugnante por mantener su integridad en medio del bombardeo de estímulos públicos, tal como lo detectara también Georg Simmel para el mismo período, ese provocativo paisaje de consumismo y espectáculos despuntó, en la literatura venezolana, en la novelística de Meneses y Mariño Palacio.[216] Tal escenografía se renovó, desde los sesenta, con el deslumbramiento de los provincianos personajes de Salvador Garmendia y González León a lo largo de sus odiseas narrativas, mientras en la crónica de Lerner se coloreó con la iconografía de la urbanización cinematográfica y consumista.[217]

En una actualización de los significados de esa escenografía publicitaria, la cual resulta muy caraqueña por lo demás, Britto García coloca a sus rutinarios seres salidos de las oficinas, exhaustos después del sexo cronometrado, en los balcones y las ventanas de los apartamentos, desde donde contemplan, como hemos visto, los anuncios de neón encendiéndose en el crepúsculo. «Uno de ellos, incompleto, representa una muchacha de cabellos amarillos, con una dentadura de cal. Los ojos se niegan a encenderse», registra el autor en inquietante imagen que parece sacada de un portafolio pop de Warhol o Lichtenstein.[218]

Con el acero refulgente de las perforadoras neumáticas taladrando las calles siempre rotas, reflejándose en el cromo rutilante de los automóviles y en el cristal de las vitrinas, esta estridente «ciudad de neón» informa otro motivo recurrente de la masa textual de Britto García.[219] A lo largo del catálogo publicitario, símbolo inequívoco del capitalismo ideologizado, el autor de izquierda despliega su dilema entre la «obra de compromiso» que Abrapalabra tiende a ser, y la «narrativa abierta» desplegada en Rajatabla.[220] También la publicidad y el cine aparecen en esta última como términos mitológicos que constelan la sustancia lingüística, la cual quiebra, a propósito, la ortografía y la resonancia cuasi divina de algunas estrellas; como cuando el narrador parece mofarse de que haya que «correr asta el cinne en donde dice ESTRENNIO PANAVISION LISA-BEST TAILOR».[221] Sabemos que estas estrellas son catalogadas, con reverencia no exenta de ironía, en el firmamento farandulero de Elisa Lerner; pero, a diferencia de En el vasto silencio de Manhattan (1971) o Yo amo a Columbo (1979) –donde nuestra urbanización cinematográfica es reconocible en el álbum que va de las divas de Hollywood a las starlets de los sesenta– en Britto García predomina la intención de escandalizar y erosionar al establecimiento burgués que mitifica al cine y la televisión.[222]

24. Ya se ha comentado que en la modernización mediática y publicitaria reconstruida por José Balza en D, se encuentran, junto a novelados episodios de la radiodifusión, referencias históricas de la televisión que iba retratando la metamorfosis del país urbano: desde los rostros maquillados por Max Factor en el Miss Venezuela de 1955, casi en los comienzos de la televisora nacional; pasando por el americanizado confort doméstico personificado por Ana Teresa Cifuentes en La perfecta ama de casa; hasta los modismos iconográficos de las generaciones decantadas por fumar Astor o Baby Blue, conducir un Chevrolet o beber cerveza Zulia.[223] A pesar de estas referencias abundantes e ilustrativas, se suele asumir que D ficcionaliza la historia de la radio en Venezuela, mientras que Medianoche en vídeo… lo hace con la más tardía y dilatada de la televisión,[224] si bien puede decirse que ambas novelas entreveran en el fondo sus imaginarios mediáticos.

Pero es cierto que, siguiendo la impronta de su título, la televisión se enciende desde el comienzo de Medianoche en vídeo…, donde Amara se nos ofrece como el primero y gran personaje seductor, hecho público desde las cuñas de jabón Lux para tocador y los ensayos en el teatro Nacional, cuyas inmediaciones apenas conocía antes de inscribirse en la Escuela Nacional de Teatro.[225] Porque la infancia y adolescencia de Amara son representativas no solo de la inmigrada Venezuela de mediados de siglo XX, sino además de la Caracas segregada, cuyos suburbanos habitantes de clase media ya no frecuentaban el centro congestionado. «Nacida en la ciudad, la niña solo conocía la región sureste; y de allí, tres avenidas. En su edificio, a la vez el pasillo central y su apartamento. Viejas moradas construidas a fines de los cuarenta, con escasos semáforos cerca, arboledas y trozos de montaña aún vírgenes», son significativas claves habitacionales para entender la enigmática seducción ejercida por la actriz adulta.[226] A su temprana imagen pública le pregunta el mismo narrador, como interpelando a la nación que fue transmutando su rostro urbanizado a través de los diferentes medios de comunicación: «¿A quién imitabas entonces, Amara? ¿A las primeras mujeres de nuestra radio, que habían pasado desde 1954 a la TV? ¿A una exótica rubia de Hollywood? ¿A un modelo de ti misma apenas presentido?»[227]

 

Confirmando la historia nacional novelada en Medianoche en vídeo…, personajes como Amara fueron retratados sobre «la imagen de una singular actriz» de la televisión de los sesenta y setenta, tal como confesara Balza en correspondencia a Belrose; aunque ya la referencia a Doris Wells podía deducirse no solo de la publicidad de los jabones, sino por telenovelas archifamosas, como Historia de tres hermanas.[228] En este sentido, los personajes balzianos reconstruyen una como historia de Venezuela a través de grandes títulos y tramas de la pantalla chica protagonizados por Amara. Así por ejemplo Fermina Leal, telenovela que representara el «orgasmo relampagueante» de un medio por demás indiferente a los impactos del Mayo francés o la revolución hippie en Norteamérica; durante los meses cuando se transmitía por las noches, nos dice un narrador trocado en cronista, la telenovela paralizó el tráfico y «Caracas entera parecía un centelleante cementerio de televisores (como el ficticio camposanto donde Amara destruía a su víctima)».[229] Acaso este doble sentido televisivo e histórico venga reforzado por el hecho de que, tal como recordara Liscano, las novelas de Balza están escritas en primera persona, «siendo el autor testigo y actor» a la vez.[230] Es un recurso utilizado por el novelista con maestría para recrear un país cuya reciente historia urbana ha estado jalonada por productos mediáticos, desde las misses hasta los culebrones, los cuales se convertirían, no es casual, en reconocidos rubros de exportación venezolana.[231]

25. No solo la mitología televisiva nacional está en el imaginario de la narrativa escrita en la década de 1980, con mucho de nostalgia por aquélla. También aparece la cinematografía mexicana, tan influyente sobre el culebrón venezolano, en Si yo fuera Pedro Infante (1989), de Eduardo Liendo, cuyo primer retrato del televisor omnipresente fue El mago de la cara de vidrio. Junto a los innumerables personajes de Infante, también Miroslava, Libertad Lamarque y otras divas del cine charro desfilan por el acontecer narrativo, animándolo con letras de canciones y tramas melodramáticas entretejidas, sin solución de continuidad, con las voces caraqueñas de la novela. Por ello las ciudades mexicanas asociadas con el itinerario de cantantes y mariachis concursantes en la radio y la tele mexicanas, desde Guasave y Culiacán hasta la propia capital federal, ambientan a ratos la novela de Liendo. En la babel azteca, el cantante recién llegado afirma perplejo:

Un provinciano en Ciudad de México parece un extranjero porque de plano está en otro país. Me mareaba mirar tanta gente pasando, como un río crecido que sacudía toda la ciudad. Yo pensaba que vivían en una eterna procesión, o en unas fiestas patronales interminables. Los ojos se me saltaban del asombro y tampoco podía acostumbrarme a que nadie reparara en mí. Porque el provinciano extraña la vida familiar. Los conocidos caños del manso cocodrilo…[232]

Además de confirmar el sempiterno contraste entre el gregarismo de la comunidad y el anonimato de la asociación, registrado por la sociología urbana desde la caracterización de Ferdinand Tönnies, la postal de Liendo ilustra esa internacionalización de los personajes y las tramas señalada por Barrera Linares a propósito de la narrativa venezolana finisecular.[233] Para explicar el contraste entre el festivo anecdotario de los artistas mexicanos, y la anodina existencia de los pequeños seres criollos, mediante la referencia a La vida es sueño de Calderón, el narrador nos da claves para entender esa esquizoide relación de alteridades y sublimación, entre estos héroes que podríamos llamar interdiscursivos, y quienes actúan en la realidad de partida de la novela.

Construir sueños con el recuerdo de las viejas películas vistas con ojos infantiles, o transformar los deseos en sueños de película. Sustituir al héroe en una noche de insomnio, mientras una corneta real nos devora la cordura. Transmutar las divas de las películas en las mujeres que nos negó la vida como sueño. Inventar nuestra propia ficción.

Ser uno, por primera y única oportunidad, el muchacho de la película. Para que la realidad no sea tan verdadera, ni el sueño tan imposiblemente sueño. Y así, Perucho Contreras, el oficinista, pueda tomar prestado el sombrero alado de Pedro Infante; para dejar de ser un poco tan Contreras y el Infante tan charro. Al final, comprobar si es cierto que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son.[234]

Se constatan en esta novela inquietudes y temas de la obra de Liendo, tales como la «crítica sin mensaje» a los medios de comunicación, con la televisión como el más intruso, tal como ya se iniciara en El mago de la cara de vidrio. Sin embargo, a diferencia de la denuncia más ideologizada observable en Britto García, Si yo fuera Pedro Infante se afinca, a juicio de Liscano, sobre el sencillo pero fuerte argumento y anécdota de la novela, lo que le permite desmarcarse del mero «costumbrismo urbano», entre otros tópicos compartidos por autores de su generación.[235] También destaca en la ingeniosa trama de Liendo la sublimación de la rutinaria existencia cotidiana a través del héroe televisivo o cinematográfico; porque, tal como señala Barrera a propósito del anodino antihéroe que sueña ser Infante: «Perucho Contreras somos todos porque él, con nosotros, logra hacer realidad el paso imaginario de la insignificancia del personaje oficinista a la grandeza del ídolo».[236]

26. El imaginario televisivo desde finales de los sesenta, pero sobre todo en los setenta y ochenta, se fue urbanizando a trompicones, como la Venezuela saudita, tal como se desprende de las novelas de Balza en sintonía con el medio catódico. Después de aquellos blanquinegros pero progresistas tiempos de Televisa y Telecentro; pasando por los shows de variedades de Víctor Saume y Renny Ottolina, mostrando modernizados códigos de consumo y estrellas del pop internacional a embelesadas audiencias del mediodía; más aún con la tardía llegada de la televisión a color en 1979, seguida de voluminosos casetes de Betamax y VHS, tan en boga a finales de la Gran Venezuela; hasta las acartonadas novelas protagonizadas por José Bardina y Lupita Ferrer, o los programas vespertinos con toques cómicos de Mirla y Miguel Ángel; toda esa programación desfila por la novela de Balza, cual catálogo farandulero de nuestra urbanización televisiva.[237]

Se suceden asimismo en Medianoche en vídeo… las reflexiones del autor, por boca de sus personajes, sobre tendencias de la producción dramática de los setenta y ochenta, las cuales traspasan los límites del imaginario narrativo para adentrarse en la crítica mediática. Se reconoce entonces, como hace notar Belrose, el «impulso renovador, llevado a los estudios de TV por hombres salidos de la literatura y el teatro (Salvador Garmendia, Pilar Romero, José Ignacio Cabrujas, entre otros) ya cautivada la audiencia con producciones como Campeones, La señora de Cárdenas, Soltera y sin compromiso»;[238] o también cuando se comenta el aporte de actores y actrices –Wells, Hilda Vera, Amalia Pérez Díaz, y nuevos guionistas, hasta Ibsen Martínez.[239]

Ese entusiasta reporte de la radio y la televisión en las novelas de Balza dio paso a una alegoría más sombría y secundaria en Después Caracas (1995), donde el personaje de Juan Ernesto Torrealba encarna, con toques de humor, al magnate de los medios. En esta obra «el tono es sarcástico y se denuncia sin contemplaciones el papel embrutecedor de la televisión, poderoso instrumento de alienación en manos de la burguesía y cuyos soportes esenciales son la publicidad y las telenovelas».[240] En este sentido, además de la tangencial crítica fictiva, hace falta considerar la posición personal de Balza, hasta cierto punto elitesca, con respecto a la participación del intelectual en el ladino «negocio» televisivo: «Si un intelectual se presta a la televisión sabe que se va a convertir en un burro inmediatamente porque allí no hay posibilidad de nada».[241] Con algo de intransigencia, ha sido una posición sobre nuestros malestares culturales, voceada en entrevistas, a partir de su crítica al relajamiento del otrora intelectual contestatario en las décadas posteriores a las guerrillas: «La superficialidad con la que hemos manejado este país viene de que figuras de la izquierda, entronizados como grandes sacerdotes, le hicieron creer al país que debíamos ser frívolos y que la profundidad y la seriedad no tenían valor».[242]

No obstante este giro finisecular del autor al evaluar el aporte cultural de la televisión, la novelística de Balza confirma la importancia de los medios y la publicidad en nuestra urbanización. Lo han hecho también las ocurrentes obras de Liendo con el cine mexicano y otros imaginarios traídos a nuestros hogares por el mago de la cara de vidrio, así como la masa textual de Britto García con la multiforme publicidad de las calles caraqueñas. Es un catálogo que, en esta última sección, se ha tratado de reconstruir a propósito de nuestra urbanización publicitaria y farandulera, desplegada a la par de la demográfica, en un arco que se extiende de neones a culebrones.