La ciudad en el imaginario venezolano

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La libertad se puso resbalosa. Y en el motor del gobierno se sentía un golpe de biela, porque el mecánico era alfarero. Tal vez por eso el doctor Lusinchi guardaba las morocotas del tesoro en rústicas botijas como los ricos de antes. Y su Secretaria y segunda esposa, mandaba como Manuelita Sáenz. Ruidos de esferas y de sables se oían por los cuarteles. Pero la libertad era una diana de atención firrm.[85]

4. Tras el espejismo desarrollista de la Gran Venezuela, las promesas incumplidas y los malestares consecuentes proliferaron con la descomposición iniciada, paradójicamente, por el boom de los precios del crudo. Sin importar los atiborrados tanques que pudo tener como productor de petróleo, el avión venezolano perdió la brújula desarrollista después de los logros iniciados con la dictadura, los cuales habían permitido confirmar el despegue económico de comienzos de los sesenta, emblematizado en las aeronaves naranjas de Viasa.[86] Por contraste, el Viernes Negro evidenció el extravío y agotamiento de la «petrodemocracia», con funestas consecuencias para el ciclo económico, político y social iniciado con el crac.[87]

Pero no todo fue malo, por supuesto. En el dominio económico, la consolidación del Estado corporativo permitió reformas de corte socialista introducidas en los años setenta, las cuales incluyeron, entre otros logros, la institucionalización de la planificación centralizada, con sus intentos de ordenación territorial.[88] Asimismo, en el campo cultural, se fundaron instituciones emblemáticas de la Venezuela moderna hasta comienzos del siglo XXI, desde la Biblioteca Ayacucho y el Sistema Nacional de Orquestas Infantiles y Juveniles, tan laureado posteriormente, hasta el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas (MACC), la Galería de Arte Nacional (GAN) y la Fundación Gran Mariscal de Ayacucho, mecenas de varias generaciones profesionales formadas en el exterior.[89] Principalmente entrenadas en Norteamérica y Europa, estas élites profesionales que sirvieron en diversos sectores –desde la industria petrolera y otras empresas clave, hasta las universidades y los medios de comunicación– hicieron que, junto al significativo acceso a la prensa y la televisión, la sociedad venezolana fuese considerada, hasta finales de los ochenta y dentro del contexto latinoamericano, como «modernizada» en mucho, a pesar de su anclaje en el subdesarrollo.[90]

En vista de esos logros modernizadores y de las capas de «identidad formada en la época de éxitos» –desarrollismo de los cincuenta, democracia de los sesenta, Gran Venezuela de los setenta– la sociedad posterior a 1983 se rehusaba aceptar que ya no éramos un país rico. Bien lo resumiría la economista estadounidense Janet Kelly, llegada al país en aquella década saudita, utilizando un tiempo presente que realzaba, con acentos dramáticos, su perspectiva desde finales de los noventa:

Somos un país rico, democrático, igualitario, pujante. Nos negamos a quitar esa capa que tanto nos gusta. Los taxistas conservan el discurso del perezjimenismo, los adecos conservan el discurso de la lucha democrática, los fundayacuchos conservan el discurso de la globalización y la ilustración —todos se resistían a ver la realidad presente.[91]

5. En aquel país que no podía dejar de percibirse como rico, las respuestas de la democracia representativa en Venezuela, además de socavadas por la corrupción endémica, estuvieron condicionadas por el «bajo nivel de las exigencias populares y la exigua expresión política efectiva de las necesidades sociales, unida a la incapacidad por expresar las reivindicaciones fuera del cauce de los partidos».[92] Acaso como en ningún otro Estado latinoamericano, esa mediatización partidista siguió infestando la picaresca del clientelismo, desde las oportunidades laborales hasta la prestación de servicios sociales; tal como ha resumido Andrés Stambouli:

Los partidos más relevantes desde el punto de vista del soporte del establecimiento, AD y COPEI, se constituyeron en importantes canales de ese gasto social entre el Estado y la población. Desplegaron sus redes organizativas, fundamentalmente en los núcleos sociales urbanos más deprimidos y en el campo, operando como importantes mediadores entre la población y las distintas instancias gubernamentales a los fines de lograr para su clientela bienes y servicios, así como prebendas de la más variada índole: empleos en la administración pública, becas, materiales de construcción, canastas alimenticias. En este sentido, los partidos no solo fueron maquinarias para la lucha por el poder, sino también importantes agencias de control y asistencia social de una población obligada estructuralmente a transitar sus canales.[93]

La democracia partidista y representativa que había acompañado al Estado social de Puntofijo exhibía así fallas atribuibles, más que al régimen democrático mismo, a la inadecuación de «su funcionamiento a las exigencias del desarrollo, a través de la configuración de efectivos sistemas políticos (electorales y de partido) y de gobierno».[94] Las ambiciones parecieron desbordar los mecanismos, lo cual era inquietud apenas audible en el eufórico desarrollismo de mediados de los setenta, pero que se volvería estentórea en la truncada fiesta de la década siguiente. En este sentido, premonitorias de la descomposición de la Venezuela saudita resultan las tempranas reflexiones de Caldera en La Rábida, al ponderar su primer mandato, sobre la necesidad de corregir el partidismo y estimular la participación en la democracia representativa, cooptada por maquinarias electorales:

No cabe duda de que una de las fallas más serias de la democracia formal está en reducir el papel de la comunidad a escoger cada cierto tiempo los candidatos para ejercer determinadas funciones, entre las opciones que se le presentan. La rigidez que a veces presenta la organización de los partidos, el efecto que cumplen sobre la psicología colectiva los medios de comunicación y los costosos recursos empleados para provocar determinados resultados, debilita la fe en el sistema y lo hace vulnerable a las críticas formuladas por los partidarios de otras maneras de gobernar.[95]

Con su cabello siempre engominado a lo Gardel, el todavía joven y apuesto estadista avizoraba acaso que las romerías y las verbenas celebradas en los aniversarios de AD y Copei en la México y otras grandes avenidas caraqueñas; o que los apoteósicos mítines de cierre de campaña en la Bolívar, antes de proceder a sellar, cada cinco años, aquellos tarjetones estampados de coloridas e ilegibles insignias de partidos, no eran ya suficientes mecanismos de participación democrática para las masas venezolanas. Ya desde La Rábida, Caldera presentía que éstas podrían buscar, a la postre, fórmulas no solo más participativas, sino también, paradójicamente, más autoritarias.

Críticos del establecimiento político de la guanábana,[96] especialmente los excluidos del pacto de Puntofijo, advirtieron que aquel anquilosamiento había comenzado desde tiempos de Betancourt, cuando se sembrara entre los humildes juambimbas, «la confusa y tramposa identidad entre pueblo-partido-democracia».[97] Sin importarle ese pecado original de los padres democráticos, el Caldera nonagenario insistiría todavía ante Milagos Socorro, con la voz quebrada por el Parkinson y la emoción, en que su primer gobierno había hecho posible «que la democracia se afianzara en Venezuela», así como lo hicieran los de Betancourt y Leoni al precederlo. Pero no predicó el anciano estadista lo mismo sobre los gobiernos sucesivos en el nefasto ciclo de euforia y desengaño, tanto económico como político, que llevara de la Gran Venezuela a la debacle saudita.[98]

Silueta de la Caracas disco

Caracas terminó por convertirse en una ciudadela cercada por la más espesa marginalidad de la América del Sur. La capital de Venezuela es una masa de rascacielos rodeada por rancherías...

DOMINGO ALBERTO RANGEL, El paquete de Adán y Jaime (1984)

6. DESPUÉS DE CIERTA INERCIA DEMOGRÁFICA durante los sesenta, Venezuela aminoró su crecimiento a partir de 1971, con una población que pasó de 11.405.874 a 19.405.429 en 1990; mientras tanto, la urbanización se incrementó de 77 a 84 por ciento. Ya para entonces se había entrado en lo que puede verse como una «transición demográfica» similar a las de países industrializados, los cuales habían completado su ciclo de urbanización en más de un siglo, mientras que la Venezuela petrolera lo hiciera en cinco décadas.[99] A lo largo de ese período, Caracas había comenzado a declinar su crecimiento ya desde los setenta, llegando al 0,43 por ciento en 1980, mientras que el promedio nacional era de 2,6.[100] Después del boom de inmigrantes campesinos y europeos de mediados del siglo XX, el contingente más significativo provino de países andinos y caribeños; pero ya para entonces Caracas, Maracaibo, Valencia y otras áreas metropolitanas habían cedido sus altas tasas de crecimiento a ciudades intermedias en la reactivada franja de explotación petrolera en oriente, lideradas por Puerto La Cruz y Maturín.[101]

 

Sin importar la desaceleración, las urbes venezolanas y en especial Caracas –con 500 kilómetros cuadrados y tres millones de habitantes, magnitudes relativamente modestas entre sus congéneres latinoamericanas– siguieron condenadas por el pecado original de ser metrópolis hipertrofiadas; sus ostensibles cinturones de miseria eran endilgados a la migración campo-ciudad, la cual había dejado de ser factor de crecimiento efectivo desde la década de 1970. Concreción de su crítica al statu quo de la Venezuela de Puntofijo, era esa una visión repetida por el economista y periodista Domingo Alberto Rangel, por ejemplo, a comienzos de la década siguiente:

Durante los años dorados del petróleo la marginalidad creció a ritmos de corazón desbordado. Caracas terminó por convertirse en una ciudadela cercada por la más espesa marginalidad de la América del Sur. La capital de Venezuela es una masa de rascacielos rodeada por rancherías que hoy llegan, sin soluciones de continuidad, hasta los valles del Tuy por el Suroeste, hasta Barlovento por el Este y hasta el propio Mar Caribe por el Norte.[102]

Como para frenar de manera absurda esa marginalidad atribuida a la disminuida inmigración desde el campo; desconociendo a la vez un crecimiento vegetativo que, desacelerado o no, seguía ocurriendo en las mayores ciudades venezolanas, una «ideología antiurbana» por parte del sector público redujo las inversiones al mínimo; ello terminó materializando las profecías de los teóricos de la Dependencia –tan en boga por aquellos años cuando las izquierdas dominaban los medios académicos e intelectuales– de que la urbanización se produjera en condiciones tan deficitarias como lamentables.[103] Era una continuación del fariseísmo metropolitano ya señalado a propósito de los primeros tiempos de la democracia de Puntofijo, cuando la gran urbe venezolana, y en especial Caracas, fueron estigmatizadas por ser vitrinas modernas del desarrollismo perezjimenista.[104]

En parte debido a esa herencia, desde el primer gobierno de CAP, los planes nacionales se habían propuesto desviar la inversión de las ciudades principales. Fue un objetivo aplicado de manera errática pero suficiente como para que éstas se densificaran y expandieran «en condiciones de creciente precariedad de las infraestructuras urbanas».[105] Y esa falta de inversión que había afectado a Caracas en principio, se extendió a la provincia desde finales de la Venezuela saudita, desconociendo la realidad de un país urbanizado en más del 75 por ciento, con uno de los patrones más concentrados de ocupación territorial en América Latina.[106]

Allende el deterioro de la infraestructura existente y de su falta de reposición, la desinversión urbana delataba asimismo una negación de «la legitimidad de la ciudad masiva», consecuencia en parte de la creciente falta de identificación entre esa masa y la dirigencia política; mediatizada por la maquinaria partidista y las jerarquías de cogollos, esta dirigencia fue perdiendo para aquélla la representatividad, el carisma y el liderazgo de las primeras décadas democráticas.[107] Y si este desconocimiento recíproco entre élites políticas y masas populares había sido sobrellevado, en los lustros siguientes a la dictadura, gracias a la novedad de la constitución de 1961 y los beneficios ingentes de la bonanza petrolera, esta aparente armonía de la ciudad masificada daría paso, durante la Venezuela saudita en descomposición, a manifestaciones cada vez más turbias de la ciudad violenta.[108]

7. Con silueta urbana erizada de antenas parabólicas y rascacielos, entre los que despuntaban desde los años setenta las torres de Parque Central –a la sazón, las más altas estructuras de concreto en Latinoamérica– la Caracas de la Gran Venezuela pudo mantener por algún tiempo la feble modernidad heredada del Nuevo Ideal perezjimenista. Desde el psicodélico pero sencillo Chacaíto, baluarte de la bohemia consumista de los sesenta, varios centros comerciales zonales y metropolitanos afianzaron entonces un culto «nuevorrico», más saudita que cosmopolita, a la vez que fracturaban, irreversiblemente, la integración con lo público. A lo largo del este sifrino y de los años disco, el Centro Plaza, el Centro Comercial El Marqués y Plaza Las Américas, entre otros, mantuvieron cierta integración con importantes avenidas caraqueñas, a pesar de los explayados estacionamientos que los asemejaban a los malls norteamericanos. Pero esa integración con la calle fue mermada por la vialidad expresa que blindó los diseños más brutalistas del Concresa y el Centro Ciudad Comercial Tamanaco (CCCT), el cual en sus comienzos ni siquiera contaba con acceso peatonal adecuado.[109] Éste terminó empero consagrado como templo faraónico del consumo y la diversión en la Caracas de discotecas que se deslizaba al Viernes Negro. Habiendo así llegado muy temprano a nuestra capital –mucho antes que a otras latinoamericanas– el fetichismo del centro comercial mayamero penetró también Maracaibo y otras ciudades venezolanas, como portando el maleficio del progreso consumista que nos poseía.[110]

Aparte del nuevo edificio del ateneo capitalino en 1981, seguido del Metro y del teatro Teresa Carreño –inaugurados estos últimos en el festivo frenesí del bicentenario de Bolívar– la Gran Caracas no conoció mayores inversiones públicas durante el resto de la década de 1980.[111] Con su acelerado deterioro desde entonces, las torres de Parque Central trocáronse de símbolo de progreso y bonanza de la Gran Venezuela, a mostrenco manifiesto de la desinversión urbana que siguiera al Viernes Negro. Fue un destino sufrido también por muchas de las avenidas y autopistas perezjimenistas desde la restauración democrática del 58, gracias en parte a gobiernos contumaces empeñados en desconocer, como se ha dicho, la realidad de un país entre los más urbanizados y concentrados de América Latina.

Con todo y ello, creados por la «ilusión de armonía» social que hasta entonces envolvía al país todo,[112] los espejismos capitalinos no solo reflejaban la confusión entre consumismo y desarrollo –tan arraigada hasta hoy en la idiosincrasia venezolana–, sino también la apariencia de una inversión suficiente, mucha de la cual era de iniciativa privada, sin alcanzar a renovar la infraestructura pública para vivienda y servicios urbanos.[113]

8. Antes de la inauguración del Metro en ese señalado año 83, las autopistas y grandes avenidas, cruzadas con la zonificación comercial y residencial, estructuraban una segregación entre la Caracas burguesa y sifrina del este –para utilizar de nuevo el venezolanismo de marras– y la ciudad del oeste, más popular y obrera. Aunque más contrastante debido a la riqueza petrolera venezolana, era una variante de la ciudad dual o polarizada, observable asimismo en otros contextos latinoamericanos durante el desarrollismo industrial agotado en la década de 1970.[114] Particularizando aún más el caso caraqueño con respecto a otras capitales de dual segregación socio-espacial, los barrios de ranchos siempre estuvieron yuxtapuestos e intercalados entre los sectores formales y consolidados de la capital venezolana, como también ocurre en Río de Janeiro, por ejemplo, debido en ambos casos a restricciones topográficas.[115] De manera que este y oeste caraqueños eran hemisferios entreverados que compartían imaginarios urbanos, hasta que la bonanza se agotó con el Viernes Negro y las fracturas afloraron para profundizarse hacia finales de la década.[116]

Con la notable excepción del Metro y de algunos espacios públicos renovados por aquél, Caracas era así, a fines de los ochenta, una metrópoli de contrastes socio-espaciales y modernidad obsoleta, mientras que otras capitales latinoamericanas se aprestaban a emprender obras urbanas llegadas con las reformas neoliberales.[117] Se ufanaba sí, todavía, de sofisticados restaurantes y boutiques deparados por el oro negro desde décadas previas, combinados en su nocturnidad –cada vez más azarosa e insegura– con los bares y las discotecas encabezadas por la City Hall del CCCT. Prolongando los acordes y oropeles de la era disco, imitaban éstas al Studio 54 de Nueva York, adonde ya había emigrado Carolina Herrera, por cierto, como otras figuras del jet set de la deslustrada Venezuela saudita. Pero las desvencijadas autopistas y distribuidores que otrora maravillaran a inmigrantes paletos, de la Francisco Fajardo y la Caracas-La Guaira a la Araña y el Ciempiés, pasando por el Pulpo, delataban no solo el subdesarrollo de Caracas, sino también el agotamiento del Estado rentista.[118] Y si bien algunas ciudades venezolanas se beneficiarían de la descentralización administrativa a finales de la década, en la capital ésta sería minada por las revueltas populares y otros malestares gatillados por el Caracazo de 1989.[119]

Crítica al derroche y rescoldos de subversión

Hombres sedientos de dinero para gastarlo presurosos

en lujosas quintas de piscina azul, caros automóviles,

avionetas como gaviotas en el cielo despejado, viajes

a Nueva York y jets plateados, vestimentas de última

moda, finas camisas de seda, pantalones blue jeans

ceñidos al cuerpo, anchas correas ajustando la cintura,

sombreros de alas dobladas al cielo, largas cabelleras,

rubias como Cristo Jesús o elevadas, rizadas y redondas

como morriones de los húsares del Libertador.

JOSÉ LEÓN TAPIA, «Epílogo» (1978)

a Tierra de marqueses [1977]

9. QUIZÁS POR HABER QUEDADO LA IZQUIERDA excluida del pacto de Puntofijo, escritores de la gauche divine, como Miguel Otero Silva (MOS), habían comenzado la crítica novelada de la descomposición temprana en la Venezuela saudita. Su realismo reporteril resultaba especialmente corrosivo para el establecimiento puntofijista, ya que MOS no solo pertenecía a la generación del 28, sino que también había combatido la dictadura perezjimenista, por lo que tenía credenciales políticas y autoridad intelectual para denunciar los males del statu quo.[120] Después de su saga petrolera en Casas muertas (1955) y Oficina No. 1 (1961), seguidas de La muerte de Honorio (1963) –su punzante novela de la dictadura–, el fresco más penetrante del país enriquecido y corrupto, epitomado en la Caracas segregada y violenta de los sesenta, lo ofreció MOS en Cuando quiero llorar no lloro (1970). Recordemos que aquí, por ejemplo, reproduciendo el vertiginoso formato de los noticiarios precedentes a películas de alta censura en el cine Apolo, frecuentado por patotas soeces, la corta pero intensa vida de los tres Victorinos –entre el 8 de noviembre de 1948 y el 8 de noviembre del 66– permitió a MOS, al igual que en sus novelas anteriores, experimentar con el «realismo trágico» imbuido de periodismo.[121] Esta vez poblado con alegóricos motivos de una enriquecida sociedad en descomposición, donde ya se perfilaban y acentuaban algunos de los vicios y peligros que asediarían a la Venezuela saudita y sus postrimerías, a saber: clientelismo partidista y corrupción, consumismo y criminalidad, violencia y golpismo.

Como correlatos provincianos de Cuando quiero llorar no lloro, hasta la remota Barinas sobre la que centró su vasta obra narrativa, José León Tapia hizo llegar, con pinceladas subversivas, decadentes cuadros urbanos de la Venezuela saudita que socavaban la hidalguía de los llanos. Porque al final de Tierra de marqueses (1977), después de que los efectos de la «negra obsesión» por el excremento del diablo parangonan los mejores ejemplos de la novela petrolera, el autor nos sorprende, en una obra que suele tomarse por provincial e histórica, con el palpitante mural de la secular ciudad venezolana. Allí son retratados, con ecos de la novela de MOS, la alienación cultural y el consumismo dispendioso de las familias Palacios y Pumar, cuyas sagas barinesas recreara Tapia por más de cuatrocientos años:

 

Los hijos y nietos de Sabino Palacios y José María Pumar entraron definitivamente a formar parte de la ciudad cosmopolita y moderna donde les tocó vivir. Hombres sedientos de dinero para gastarlo presurosos en lujosas quintas de piscina azul, caros automóviles, avionetas como gaviotas en el cielo despejado, viajes a Nueva York y jets plateados, vestimentas de última moda, finas camisas de seda, pantalones blue jeans ceñidos al cuerpo, anchas correas ajustando la cintura, sombreros de alas dobladas al cielo, largas cabelleras, rubias como Cristo Jesús o elevadas, rizadas y redondas como morriones de los húsares del Libertador.

Discotecas de ritmos yanquis con bailes a media luz, piernas desnudas, collares, cadenas, sexo, licor, drogas y prostitución. Ruidosas motocicletas y poderosos automóviles deportivos que como bestias salvajes corren por las negras carreteras, pagando la cuota de muerte que antes cobraban las pestes malditas como jinetes mortíferos del Apocalipsis.[122]

10. Los decadentes cuadros finales de Tierra de marqueses encuentran explicación histórica en la penetrante crítica que Domingo Alberto Rangel desplegó, en registro de ensayo económico y político, ante la descomposición financiera y social de la Venezuela petrolera. Combinando su formación periodística e histórica, el también profesor universitario logró poner en perspectiva el «derrumbe» del país, detectando «serios sígnos de perversión en su vida económica y moral» desde inicios de la explotación petrolera, y especialmente a partir del alza de precios resultante de la crisis de combustible de 1973. Como si cada venezolano pudiese proferir ahora el «Ábrete sésamo» de Alí Babá, el caudal de dinero inesperado proveniente de esa bonanza dio rienda suelta a la propensión gastiva incubada en la primera mitad del siglo XX:

En la sociedad venezolana existían ya tendencias al derroche, que aún son características de las economías mineras. El alza del petróleo iba a convertirlas en vibrante paranoia. Fue lo nuevo que nos trajo la insólita prosperidad. Allí estarían las semillas trágicas de la crisis que iba a precipitarnos en la congoja.[123]

La admonición de Rangel se inscribe en la crítica a los «demonios del oro negro», iniciada con la temprana denuncia, por parte de Picón Salas, sobre los «publicanos del petróleo» que obtuvieran pingües beneficios de las concesiones otorgadas por Gómez desde Maracay.[124] De esa danza de concesiones, como también la llamó Rómulo Betancourt, surgió la burguesía nueva rica, medrada a la sombra del negocio ladino, según el retrato ofrecido por Rodolfo Quintero.[125] La genealogía de esa crítica se extiende, en la narrativa, al simbolismo de la novela petrolera, desde las resonancias bíblicas de Mene (1936) a la borrachera de Casandra (1957), en cuya locura alegorizó Díaz Sánchez el trastorno producido en la nación por el «excremento del diablo».[126] Y en el dominio ensayístico, el consumismo embriagador y el derroche campeaban en las «ferias de vana alegría», según la denuncia del mismo Picón Salas, Briceño Iragorry y Uslar Pietri, entre otros pensadores del segundo tercio del siglo XX.[127]

Entroncándose con esa genealogía crítica, en El paquete de Adán y Jaime (1984) Rangel ejemplifica esa maldición de las economías mineras desde coordenadas temporales y políticas diferentes de las de sus antecesores, mientras contrasta la engañosa bonanza de la Gran Venezuela con el verdadero desarrollo de países industrializados. El desertor de AD y otrora miembro del MIR[128] lleva su análisis a una etapa cuando el país saudita entrevé las fauces de la deuda externa, pero no puede controlar los vicios del derroche secular –del consumo de champaña y whisky a la importación de carros y los viajes al exterior– en medio de la descomposición política del establecimiento de Puntofijo:

Si queremos buscar otra vara para evaluar el desmedido consumo de la Venezuela del petróleo caro podríamos hallarla en los viajes al exterior. De unos cientos de millones de dólares al año, los gastos de viajeros allende nuestras costas y fronteras alcanzaron a dos mil quinientos millones el año en que se cierra la libre convertibilidad del bolívar. Esa cifra discierne a Venezuela el primer lugar en el mundo si la suma gastada se divide entre la población nacional. La figura del venezolano derrochador que asombraba a las gentes en los más diversos países fue el símbolo cimero de ese consumismo inesperado por el petróleo. El país consumidor como nadie de whisky y champaña, derrochador de vehículos, constructor de viviendas de lujo, remataba su ciclo o su parábola derramando dólares por todos los flancos del mundo. El indiano enriquecido que sobrepuja al viejo marqués europeo, tema de muchas novelas en el pasado, volvió a vivir con estos burgueses y con estas gentes de la clase media venezolana lanzados al goce concupiscente por la maquinaria del petróleo en una sociedad llena de injusticias.[129]

Con su ingenio filológico, Manuel Bermúdez también utilizó esas imágenes novelescas entrevistas por Rangel, a propósito del primer gobierno de CAP, «quien, por liberal, permitió que la libertad se convirtiera en libertinaje, y los venezolanos tórridos viajaran por el mundo derrochando dinero y mala educación», mientras aquel «tren de vida y de gastos fue convirtiendo al país en una novela de Teodoro Dreiser».[130] Por haber el autor de Sister Carrie (1900), entre otras novelas de trepadoras y arribistas, recreado la gilded age norteamericana de finales del XIX, Bermúdez pensó en esa «edad del oropel» del autor realista, no obstante las diferencias históricas, al buscar paralelismo para la Venezuela saudita del primer CAP, irradiadora de viajeros «ta baratos» y rezumante de «nuevo riquismo» tropical.[131]

11. Entre la generación de izquierda posterior a MOS y Tapia, a Rangel y Bermúdez, crecida ya con la Revolución cubana y coetánea del Mayo francés, los resentimientos y rescoldos subversivos causados por la exclusión comunista del establecimiento de Puntofijo inflaman la trama de Inventando los días (1979). Allí varios personajes militan en brigadas que planean asaltos a exposiciones de pintura francesa en el Museo de Bellas Artes, así como otros operativos para desestabilizar los gobiernos adecos que parecen eternizados en el poder. Conservando algo de la bohemia de sus antecesores de Historias de la calle Lincoln (1971), estos nuevos personajes de Carlos Noguera, siempre rebeldes e intelectuales, parecen ahora más condicionados por las rutinas de la metrópoli expandida; recorren la avenida Nueva Granada y Los Rosales hasta Los Chaguaramos y Bello Monte, como espejando las zonas frecuentadas por el autor cuando llegara a Caracas en los sesenta.[132] Destaca el personaje de Antonio, otrora estudiante de la UCV y miembro de una brigada subversiva dependiente del MIR, camuflado como chofer de un taxi en el que se desplaza diariamente entre Caracas y Guatire; éste ya no aparece en la trama, por cierto, como el pueblo mirandino donde había nacido Rómulo Betancourt o Vicente Emilio Sojo, sino captado como una suerte de ciudad satélite, «a un saltico» de la capital.[133]

También personajes otrora subversivos y bohemios atraviesan episodios de La noche llama a la noche (1985), de Victoria de Stefano, donde Matías parece prolongar su rebeldía con el secuestro y demás acciones desesperadas, durante la zozobra del insomnio; otros, como Ramón, se refugian en un París frío y desencantado, donde alegóricamene «las palomas morían congeladas en las torres de las iglesias», sin el calor de los soles que, como la juventud y los ideales, «se habían ido para siempre».[134] Acaso como la propia autora, otros personajes terminan hallando, por contraste con la huidiza inspiración nocturna, la calma y la plenitud en la escritura ambientada en la ciudad mañanera.

Encontraba las horas de la noche más propicias para captar el espectro de escenas vivas. Pero, con los años, esto ha cambiado. Le he ido tomando el gusto al trabajo tempranero, a las habitaciones claras y aireadas, a los retazos de paisaje que pueden verse desde aquí: de frente, la montaña; a la izquierda y en línea recta, la cúpula de una iglesia y una palmera, altísima y solitaria, lo que le da a la vista un aire de minarete; a la derecha, un jardín agreste y enmarañado, una hilera de pequeños edificios con balcones floridos y azoteas con grandes antenas.[135]

En el «viscoso universo» a través del cual solo pueden moverse empujados por la poderosa «máquina narrativa» de la novela, al decir de Sergio Chejfec en el prólogo, los personajes de La noche llama a la noche representan –como también lo anticipan los de Inventando los días– la desengañada clausura de ciertas «modalidades políticas sin que éstas hubiesen obtenido nada sustancial a cambio de su extinción».[136] Mientras tales modalidades postergaban su protesta, su subversión y disidencia, permaneciendo latentes hasta el fin de siglo que se avecinaba, se resquebrajaba la estabilidad aparente de la Venezuela saudita, donde podía olerse la descomposición producida por el consumismo, la corrupción y el derroche. Muestras de ello son la extranjerización alienada de los personajes de MOS y de José León Tapia, diagnosticada en términos económicos y sociales en los ensayos de Domingo Alberto Rangel y Manuel Bermúdez. Todos proveen claves para entender la picaresca viajera del mayamero y el «tabarato» venezolanos, a ser continuada por la narrativa y la crónica.[137]