Za darmo

La guardia blanca

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– Dejad, barón, que yo soy vieja y nada hermosa y los apuestos señores de la corte se reirían de vos si os proclamaseis paladín de tan pobre dama…

– ¡Oid, escuderos! exclamó el señor de Morel. Vuestra vista es mejor que la mía, y quiero que si véis á un caballero, por noble y alto que sea, menospreciar esta prenda de la dama á quien sirvo, le anunciéis inmediatamente que tiene que habérselas con el barón León de Morel, á caballo con lanza y escudo ó á pie con espada y daga, en combate á muerte.

Dicho esto, recibió respetuosamente el guante que le tendía la baronesa y lo aseguró en su gorra, con el mismo broche de oro que sostenía la ondulante pluma. Despidióse después afectuosamente de la dama anegada en lágrimas y poniendo su caballo al trote, seguido de los escuderos, tomó el camino del bosque.

CAPÍTULO XIV
AVENTURAS DE VIAJE

EL barón permaneció algún tiempo cabizbajo; Froilán y Roger no iban menos silenciosos y pensativos que él, pero el alegre Gualtero, que no tenía penas ni amores, se entretenía en blandir la pesada lanza de su señor, amenazando con ella á los árboles y dirigiendo grandes botes á imaginarios enemigos, aunque cuidando mucho de que el barón no advirtiese su belicosa pantomima. Iban á retaguardia de la columna, y á veces oía Roger el paso acompasado de los arqueros y los relinchos de los caballos.

– Venid á mi lado, muchachos, dijo el señor de Morel al pasar frente á un cortijo, donde el camino se ensanchaba notablemente. Puesto que me habéis de seguir á la guerra, bueno será que os diga cómo quiero ser servido. No dudo que Froilán de Roda mostrará ser digno hijo de su valiente padre, y tú, Gualtero, del tuyo, el noble señor de Pleyel. Cuanto á Roger, recuerda siempre la casa á que perteneces y el honor que te hace y los deberes que te impone la larga línea de los señores de Clinton. No cometáis el error, muy común entre soldados, de creer que nuestra expedición tiene por objeto principal el de obtener botín y rescates, aunque ambas cosas puede y suele conseguirlas todo buen caballero. Vamos á Francia, y á España según espero, en primer lugar para sostener el brillo de las armas inglesas y en segundo término para hacer famosos nuestro nombre y nuestro escudo, ventaja inmensa del caballero sobre el villano. Y ese prestigio puede obtenerse no sólo en combates y asedios sino en justas y duelos, para los cuales nunca falta razón ó pretexto. Pero en tierra extraña ó en territorio enemigo ni pretexto se necesita y basta desenvainar la espada é invitar cortésmente á otro hidalgo á duelo singular. Por ejemplo, si estuviéramos en Francia diría yo ahora á Gualtero que se dirigiese al galope hacia aquel caballero que allí viene y que después de saludarlo en mi nombre lo invitase á cruzar conmigo la espada.

– Pues no se llevaría mal susto el infeliz, exclamó Gualtero, que miraba atentamente al desconocido. Como que es el molinero de Salisbury, caballero en su mula bermeja y probablemente atiborrado de cerveza, según costumbre.

– Por eso es que el escudero debe preguntar, en caso de duda, si el pasante es ó no caballero. Yo he tenido muchas y muy interesantes aventuras de viaje, y una de las que más recuerdo es mi encuentro á una legua de Reims con un paladín francés con quien combatí cerca de una hora. Rota su espada, me dió con la maza tan terrible golpe que caí maltrecho y no pude despedirme como deseaba de aquel valiente campeón, ni preguntarle su nombre. Sólo recuerdo que tenía por armas una cabeza de grifo sobre franja azul. En parecida ocasión recibí en el hombro una estocada de León de Montcourt, con quien tuve la honra de cruzar la espada en el camino de Burdeos. Fué aquella nuestra única entrevista y conservo de ella el más grato recuerdo, porgue mi enemigo se condujo como cumplido caballero. Y no olvidemos al bravo justador Le Capillet, que hubiera llegado á ser un gran capitán de las huestes francesas…

– ¿Murió? preguntó Roger.

– Tuve la desgracia de matarlo en un delicioso bosquecillo inmediato á los muros de Tarbes. Aventuras parecidas las hallábamos en todas partes, en el Languedoc, Ventadour, Bergerac, Narbona, aun sin buscarlas, porque á menudo nos esperaba un escudero francés, á la vuelta del camino, portador de cortés mensaje de su señor para el primer caballero inglés que quisiera aceptar el reto. Uno de ellos rompió tres lanzas conmigo en Ventadour, en honor de su dama.

– ¿Pereció en la demanda, señor barón? dijo Froilán.

– Nunca lo he sabido. Sus servidores se lo llevaron en brazos, aturdido, desmayado ó muerto. Por entonces no cuidé de indagar su suerte porque yo mismo salí de la lucha contuso y malparado. Pero allí viene un jinete al galope, como si lo persiguiera una legión de enemigos.

El viento barría el camino, que en aquel punto formaba suave pendiente. Al otro lado de una hondonada volvía á subir y se perdía en un bosquecillo, entre cuyos primeros árboles desaparecía en aquel momento la retaguardia de la columna. El jinete pasó junto á ésta sin detenerse y empezó á subir la cuesta en cuya cima estaban el barón y sus servidores, hostigando incesantemente á su caballo con espuela y látigo. Roger vió que el corcel venía cubierto de polvo y sudor y que lo montaba uno al parecer soldado, de duras facciones y con casco, coleto de ante y espada. Sobre el arzón llevaba un paquete envuelto en blanco lienzo.

– ¡Paso al mensajero del rey! gritó al acercarse.

– Poco á poco, seor gritón, dijo el noble atravesando su caballo en el camino. También yo he sido servidor del rey por más de treinta años, pero jamás lo he ido pregonando á voces.

– Estoy de servicio y llevo conmigo lo que al rey pertenece. Me impedís el paso á vuestra costa…

– Entre mis muchas aventuras tampoco me ha faltado la de toparme de manos á boca con bergantes que encubrían sus traidores designios pretendiendo ser mensajeros de Su Alteza, insistió el señor de Morel. Veamos qué credenciales os abonan.

– ¡Á la fuerza, entonces! gritó el jinete echando mano á la espada.

– Si sois caballero, dijo el barón, continuaremos nuestra entrevista aquí mismo. Si plebeyo, cualquiera de estos tres escuderos míos, aunque de noble cuna, se dará por bien servido con castigar vuestra audacia.

El desconocido los miró airado y soltando el puño de la espada comenzó á desenvolver apresuradamente el paquete que sobre el arzón llevaba.

– Yo no soy caballero ni escudero, dijo, sino antiguo soldado y ahora servidor de la justicia de nuestro príncipe. ¿Queréis credenciales? Pues aquí las tenéis; y presentó á los horrorizados caballeros una pierna humana reciéncortada. Esta es la pierna de un ladrón descuartizado en Dunán y que por orden del justiciero mayor llevo á Milton para clavarla allí en un poste donde todos la vean y sirva de escarmiento.

– ¡Peste! exclamó el barón. Hacéos á un lado con vuestra carga. Seguidme al trote, escuderos, y dejemos atrás cuanto antes á este ayudante del verdugo. ¡Uf! Os aseguro, continuó cuando estuvieron en la ladera opuesta, que los montones de muertos en un campo de batalla no me causan tanta repugnancia como una sola de esas carnicerías del cadalso.

– Pues á bien que no han faltado atrocidades en las guerras de Francia, según los relatos de nuestros soldados, observó Roger.

– Cierto es, contestó el barón. Pero sabed que los mejores combatientes, los verdaderos soldados, no maltratan jamás á un hombre vencido y desarmado, ni degüellan y destrozan prisioneros, ni se encarnizan en los débiles en el saqueo de una plaza. Esa tarea cruel se queda para los cobardes y los viles, que por desgracia nunca faltan y para esas turbas de merodeadores que van como buitres en seguimiento de las tropas y en busca de fáciles presas. Si no me engaño, allí á la derecha del camino hay una casa entre los árboles.

– Una capilla de la Virgen, dijo Froilán, y á su puerta un anciano pordiosero.

El noble se descubrió y deteniendo su caballo á la puerta de la modesta capilla, rogó en alta voz á la Reina de los Cielos que bendijese sus armas y las de sus soldados en la próxima campaña.

– Una limosna, mis buenos señores, dijo entonces el mendigo, con voz suplicante. Favoreced á este pobre ciego, que hace veinte años no ve la luz del día.

– ¿Cómo perdisteis la vista, abuelo? preguntó el barón.

– Entre las llamas de un incendio, que me quemaron toda la cara.

– Grande es vuestra desdicha, pero también os libra de ver no pocas miserias, como la que acabamos de contemplar nosotros en este mismo camino, dijo el señor de Morel, recordando la ensangrentada pierna del ladrón descuartizado. Dale mi bolsa, Roger, y apresuremos el paso, que nos hemos quedado muy atrás.

Roger se guardó muy bien de obedecer la orden de su señor y recordando las instrucciones de la baronesa, tomó una sola moneda de la escarcela encomendada á su cuidado y se la dió al mendigo, que la recibió murmurando gracias y oraciones.

Desde una eminencia cercana vieron los viajeros el pueblo de Horla, situado en el fondo de un valle y á cuyas primeras casas llegaba en aquel momento la vanguardia de las fuerzas de Morel. Éste y sus escuderos pusieron los caballos al galope y muy pronto alcanzaron las últimas filas, á tiempo que se oyó una voz estridente y estallaron las carcajadas de los soldados. El barón vió entonces un gigantesco arquero que marchaba fuera de las filas y tras él una viejecilla diminuta, vestida pobremente y con una vara en la mano, con la cual sacudía vigorosamente las espaldas del arquero á cada pocos pasos, sin dejar de reñirlo á gritos. La víctima de aquella novel ejecución hacía tanto caso de los palos que recibía como si hubiesen sido dados en uno de los robles del bosque.

– ¿Qué es eso, Simón? preguntó el señor de Morel. ¿Qué atropello ha cometido el arquero? Si ha ofendido á esa mujer ó apoderádose de su hacienda, juro dejarlo colgado en la plaza del pueblo, aunque sea el mejor soldado de mi compañía.

 

– No, señor barón, contestó el veterano esforzándose por contener la risa. El arquero Tristán es de este pueblo de Horla y la mujer es su madre, que le da la bienvenida á su manera.

– ¡Yo te enseñaré, holgazán, perdido, gandul! gritaba la vieja esgrimiendo la vara.

– Poco á poco, madre, decía Tristán, que ya no ando de vago sino que soy arquero del rey y voy á las guerras de Francia.

– ¿Con que á Francia, bribón? Más te valiera quedarte aquí, que yo te daré toda la guerra que quieras, sin ir tan lejos.

– Eso no lo dudaré yo, buena mujer, dijo Simón, que ni franceses ni españoles han de sacudirle el polvo como vos lo hacéis.

– ¿Y á tí qué te importa, deslenguado? exclamó la viejecilla volviéndose airada contra Simón. ¡Bonito soldado estás tú también, entrometido, borrachín!

– ¡Aguanta, Simón! dijeron los arqueos en coro, con gran risa.

– Dejadla en paz, camaradas, dijo Tristán, que ha sido siempre buena madre y lo que la desespera es que yo he hecho mi santa voluntad toda la vida, en lugar de trabajar como un forzado con los leñadores de Horla. Ya es hora de decirnos adiós, madre, continuó, levantando á la endeble mujer como una pluma y besándola cariñosamente. Quedad tranquila, que os he de traer una saya de seda y un manto de terciopelo que ni para una reina y decid á Juanilla mi hermana que también habrá para ella buenos ducados de plata cuando yo vuelva.

Dicho esto regresó el arquero á las filas y continuó la marcha con sus compañeros. La mujer se quedó lloriqueando, y al llegar junto á ella el barón le dijo:

– ¿Lo véis, señor? Siempre ha sido lo mismo; primero se metió á fraile para holgazanear, y porque una mozuela no le quiso, y ahora se me marcha á la guerra dejándome vieja y pobre, sin un alma de Dios que me traiga un brazado de leña del monte…

– Consoláos, buena mujer, que con la protección de Dios él volverá sano y salvo y no sin su parte de botín. Lo que siento es haber dado mi bolsa á un mendigo allá en el bosque…

– Perdonad, señor, dijo Roger; todavía quedan en ella algunas monedas.

– Pues dádselas á la madre del arquero, ordenó el noble, poniendo al trote su caballo, mientras Roger depositaba dos ducados en la mano de la vieja, que olvidando su cólera invocó las bendiciones del cielo sobre el barón, Tristán y sus compañeros.

Llegada la columna al río Léminton se dió la voz de alto para comer y descansar, y antes de que el sol empezara su marcha hacia el ocaso reanudaron la suya los soldados, entonando alegres canciones. Por su parte el barón deseaba vivamente llegar al término de su viaje y á tierra enemiga, para cruzar la espada y romper lanzas una vez más con los adversarios de sus anteriores campañas. Pensando iba en ellas cuando él y sus escuderos vieron venir por el camino á dos hombres que desde luego llamaron toda su atención. El que iba delante era un ser raquítico y deforme, cuyos alborotados cabellos rojos aumentaban el volumen de una cabeza enorme; cruel y torva la mirada de los húmedos ojos, parecía lleno de terror y tenía en la mano un pequeño crucifijo que alzaba en alto, como mostrándolo á todos los pasantes. Iba tras él un sujeto alto y fornido, con luenga barba negra, llevando al hombro una maza claveteada que á intervalos alzaba sobre la cabeza del otro, amenazándole de muerte.

– ¡Por San Jorge, aventura tenemos! dijo el barón. Averigua, Roger, qué gente es esa y por qué uno de los villanos así amenaza y espanta al otro.

Pero no necesitó adelantarse el escudero, porque los dos hombres siguieron andando y pronto llegaron á pocos pasos del barón. El que llevaba el crucifijo se dejó caer entonces sobre la hierba y el otro enarboló enseguida la pesada maza, con tal expresión de furor y odio que en verdad parecía llegada la última hora del caído.

– ¡Teneos! gritó el barón. ¿Quién sois y qué os ha hecho ese infeliz?

– No tengo que dar cuenta de mis actos á los viandantes que encuentro en el camino, contestó secamente el desconocido. La ley me protege.

– No es esa mi opinión, dijo el noble, que si la ley os permite amenazar con esa clava á un hombre indefenso, tampoco me ha de impedir á mí poneros la espada al pecho.

– ¡Por los clavos de Cristo, protejedme, buen caballero! exclamó en aquel punto el del crucifijo, poniéndose de rodillas y tendiendo las manos en ademán suplicante. Cien doblas tengo en el cinto y vuestras son si matáis á mi verdugo.

– ¿Cómo se entiende, tunante? ¿Pretendes comprar con oro el brazo y la espada de un noble? Creyendo estoy, á fe mía, que eres tan ruin de alma como de cuerpo y que tienes merecido el trato que recibes.

– Gran verdad decís, señor caballero, repuso el de la maza, que es éste Pedro el Bermejo, salteador de caminos y con más de una muerte sobre la conciencia, terror por muchos meses de Chester y toda la comarca. Una semana hace que mató á mi hermano alevosamente, perseguíle con otros vecinos míos y acosado de cerca se refugió en el monasterio de San Juan. El reverendo prior no quiso entregármelo hasta que hube jurado respetar la vida de este asesino mientras tenga en la mano el crucifijo que le dió en prenda de asilo. He respetado mi juramento hasta ahora como buen cristiano, pero también he jurado seguir al miserable hasta que caiga rendido y matarlo como un perro, tan luego se le escape de las manos la santa cruz que aun le protege.

El bandido rugió como una fiera, acercósele amenazante el otro con la maza en alto y los espectadores de aquella escena los contemplaron algún tiempo en silencio, alejándose después por el camino que llevaba la columna.

CAPÍTULO XV
DE CÓMO EL GALEÓN AMARILLO SE HIZO Á LA VELA

LOS soldados de Morel durmieron aquella noche en San Leonardo, repartidos entre las granjas, graneros y dependencias de aquel poblado, perteneciente, como tantos otros, á la rica abadía de Belmonte, que no muy lejos quedaba. Roger volvió á ver con alegría el hábito blanco de algunos religiosos allí aposentados y recordó conmovido sus años de vida monástica al oir la campana de la capilla convocando á vísperas. Al rayar el alba se embarcaron hombres de armas, arqueros y servidores en anchas barcas que los esperaban en la ría del Lande y pasando frente al pintoresco pueblo de Esbury llegaron á la rada de Solent y al puerto de Lepe, donde debía de efectuarse su embarco en la galera del rey. En el puerto vieron multitud de barcas y botes, y anclado á buena distancia un buque de gran tamaño que se balanceaba sobre las espumosas olas.

– ¡Dios sea loado! exclamó el barón. Nuestros amigos de Southampton han cumplido su promesa y hé allí el galeón pintado de amarillo que nos describían y ofrecían enviarnos á Lepe en sus últimas cartas.

– Amarillo canario, dijo Roger. Y á lo que parece, bastante grande para recibir á bordo más soldados que semillas tiene una granada.

– De lo cual me alegro, observó Froilán, porque ó mucho me engaño ó no haremos el viaje solos. ¿No véis allá á lo lejos, entre aquellas casuchas de la playa, los colores de un gonfalón y el brillo de las armas? Esos reflejos no proceden de remos de pescadores ni de ropilla de villanos.

– Muy cierto es ello, contestó Gualtero. Mirad, allá va un bote lleno de hombres de armas, con dirección á la nave. Tendremos compañía numerosa, tanto mejor. Y por lo pronto nos dan la bienvenida; ved á los del pueblo que vienen á recibirnos.

Grupos numerosos de hombres, mujeres y niños se dirigían al encuentro de las barcas y agitaban desde la playa sombreros y pañuelos, lanzando alegres exclamaciones y vitoreando al famoso capitán. Apenas saltaron á tierra los arqueros de la primera barca, mandados por el sargento Simón, se acercó á éste un obeso personaje ricamente vestido, que llevaba al cuello gruesa cadena de oro de la que pendía sobre el pecho enorme medalla del mismo metal.

– Sed bienvenido, alto y poderoso señor, dijo descubriendo una gran calva y saludando profundamente á Simón. Sed bienvenido á nuestra ciudad y aceptad nuestros humildes respetos. Dadme desde luego vuestras órdenes, capitán ilustre, y decidme en qué puedo serviros, á vos y á vuestra gente.

– Pues ya que tan atento lo ofrecéis, contestó Simón con sorna, por lo que á mí toca me contentaré con un par de eslabones de esa cadena que lleváis al cuello, que más gruesa no la he visto jamás, ni aun entre los más opulentos caballeros de Francia.

– Sin duda os chanceáis, señor barón, repuso admirado el personaje, que no era otro sino el corregidor de Lepe. ¿Cómo he de entregaros parte de esta cadena, insignia del municipio de nuestra ciudad?

– Acabáramos, gruñó el veterano. Vos buscáis al barón de Morel, nuestro valiente capitán, y allí lo tenéis, que acaba de desembarcar y monta el caballo negro.

El corregidor contempló sorprendido al barón, cuya endeble apariencia mal se avenía con la fama de sus proezas.

– Sois tanto más bienvenido, díjole después de repetir el respetuoso saludo que antes había dirigido al taimado arquero, por cuanto esta leal ciudad de Lepe necesita más que nunca defensores como vos y vuestros soldados.

– ¿Qué decís? Explicaos, exclamó el señor de Morel, esperando atentamente la respuesta del funcionario.

– Lo que pasa, señor, es que el sanguinario pirata Cabeza Negra, uno de los más crueles bandidos normandos, acompañado del genovés Tito Carleti, ha aparecido últimamente por nuestras costas, saqueando, incendiando y matando. Ni el valor de nuestro pueblo ni las vetustas murallas de Lepe ofrecen protección suficiente contra tan temibles enemigos, y el día que se presenten por aquí…

– Adiós Lepe, concluyó Gontrán el escudero, á media voz.

– ¿Pero tenéis motivos para creer que atacarán vuestra villa? preguntó el barón.

– Sin duda alguna. Las dos grandes galeras cargadas de piratas han saqueado ya las vecinas poblaciones de Veymouz y Porland y ayer incendiaron á Coves. Muy pronto nos tocará el turno.

– Pero es el caso, observó el señor de Morel poniendo su caballo en dirección de las puertas de la ciudad, que el príncipe real nos espera en Burdeos y por nada en el mundo quisiera verle en camino dejándome rezagado. No obstante, os prometo dirigirme á Coves y hacer todo lo posible para descubrir y castigar á esos bandidos por aquellas cercanías, tratándolos de suerte que no piensen en nuevas expediciones ni desembarcos.

– Mucho os agradecemos la oferta, repuso el magistrado, pero no veo cómo podáis triunfar con vuestro único barco sobre las dos poderosas galeras corsarias, al paso que con vuestros arqueros en los muros de Lepe fácil os sería dar á los piratas una lección sangrienta.

– Ya os he dicho mis razones para no detenerme aquí. Y por lo que hace á la desigualdad de fuerzas, creed que me infunde gran confianza el aspecto de aquel galeón amarillo que allí me espera, y que con mi gente á bordo no temeré los ataques de dos ni de tres barcos piratas. Hoy mismo nos haremos á la vela.

– Perdonad, señor barón dijo entonces uno de los que acompañaban al corregidor. Me llamo Golvín y soy capitán del Galeón Amarillo, destinado á conduciros. Marino desde la infancia, he peleado á bordo de barcos ingleses contra normandos y genoveses, bretones, españoles y sarracenos, y os aseguro que la nave de mi mando es muy débil para atacar corsarios. Lo único que conseguiréis si dáis con ellos será el degüello de la mitad de vuestra gente y la perspectiva, para los que sobrevivan, de ser vendidos como esclavos y pasar la vida remando en galeras piratas ó moras.

– Pues no creáis, señor capitán, que me han faltado combates navales en mi larga carrera de soldado, replicó el noble, y por lo mismo que el castigo de esos bribones presenta dificultades tanto mayor es mi deseo de vérmelas con ellos y sentarles la mano. Á pesar de vuestras palabras, capitán, me parecéis marino experto y valeroso y creo que conmigo ganaréis honra y provecho en esta empresa.

– He cumplido mi deber diciéndoos francamente lo que de ella opino, en las condiciones en que váis á emprenderla, dijo Golvín, lisonjeado por las palabras del barón. Pero ¡por Santa Bárbara! marino viejo soy y no sé lo que es el miedo. Que nos hundamos ó no, contad conmigo. Á Coves os he de llevar, y si á los amos del barco no les gusta el viaje, que busquen otro capitán después del zafarrancho.

Tras el grupo de jefes y escuderos entraron en la población los soldados de Morel, mezclados con multitud de gentes del pueblo en cuyos semblantes se leía el contento que les causaba la llegada de aquellos bizarros defensores. El tuno de Simón llevaba del brazo á dos robustas muchachas, á las que juraba amor eterno, y entre las últimas filas descollaba la elevada estatura de Tristán, en cuyo ancho hombro se sentaba una chicuela pescadora de quince abriles, que un tanto asustada asía con ambas manos el casco del gigante.

 

Pensativo cabalgaba el corregidor junto á su ilustre huésped y no notó que un caballero de obesidad portentosa y rubicundo semblante se abría paso entre las filas de curiosos y se dirigía precipitadamente á su encuentro.

– ¡Cómo se entiende, señor corregidor! gritó el recienllegado con esfuerzo tal que se le amorató el rostro. ¿Dónde están las ostras y almejas prometidas para la comida de hoy?

– Calmaos, Sir Oliver, dijo el magistrado. Es muy posible que mi mayordomo y mi cocinero hayan olvidado los ostras ó no hayan podido conseguirlas; pero no hay motivo para desesperarse por tal bicoca. No faltará que comer.

– ¿Bicoca? ¡Pues me gusta! Una comida sin ostras, sin una miserable almeja. ¿Qué va á ser de mí? Nunca me hubierais convidado á vuestra mesa…

– Vamos, quedaos siquiera un día sin ostras, amigo Oliver, exclamó el barón riéndose, que si hoy habéis perdido vuestro plato favorito en cambio volvéis á ver á un amigo, á un compañero de armas.

– ¡Por San Martín! gritó el mofletudo personaje, olvidando toda su cólera. ¡Vos, Sir León, el paladín del Garona! ¡Bienvenido seáis! Ah, con vos se renueva la memoria de aquellos buenos tiempos. ¡Qué aventuras, qué tajos y qué guerreros! ¿Os acordáis?

– Sí á fe mía. Felices días y gloriosos triunfos aquellos.

– Pero tampoco nos faltaron tribulaciones y pesares. ¿Recordáis lo que nos pasó en Medoc?

– No sería gran cosa, buen Oliver; alguna escaramuza que tuvisteis y en la que no tomé parte, pues recuerdo muy bien no haber desenvainado la espada mientras en Medoc estuve…

– Siempre el mismo, furibundo Morel, fierabrás incorregible. No se trata de dar ni recibir lanzadas y mandobles, sino de la calamidad irremediable que nos sucedió en aquel figón, donde nos quedamos sin la más apetitosa empanada de liebre que he visto en mi vida porque el bruto del posadero, en lugar de sal, la llenó de azúcar. ¡Dios de justicia, cómo olvidar tamaño desastre!

– ¡Ja, ja, ja! Veo que también vos seguís siendo el mismo, Sir Oliver, gastrónomo incomparable, cuyo apetito iguala á vuestro valor. ¡Oh, sí! La posada de Medoc, en compañía de Lord Pomers y Claudio Latour, y vuestra desesperación al ver perdido el guisado, y cómo perseguisteis al mesonero espada en mano hasta la calle y quisisteis pegar fuego al figón. ¡Ja, ja! Creedme, señor corregidor; mi amigo y compañero el noble Oliver de Butrón es hombre peligroso cuando enristra la lanza y cuando se queja su estómago, y lo mejor que podéis hacer es procurarle cuanto antes esos mariscos que tanto anhela.

– Antes de una hora los tendrá en su plato, dijo el corregidor. Con la alarma en que estamos no he podido pensar en nada y confieso que olvidé por completo la promesa que hice anoche á vuestro noble amigo de proporcionarle uno de sus platos favoritos. Pero supongo, señor de Morel, que vos también honraréis mi pobre mesa.

– Mucho tengo que hacer todavía, contestó el barón, pues me propongo embarcar á toda mi gente esta misma tarde. ¿Qué fuerza mandáis, Sir Oliver?

– Cuarenta y tres hombres. Los cuarenta están borrachos perdidos y los tres entre dos luces, pero los tengo á todos seguros á bordo.

– Pues bueno será que no beban un trago más, porque antes de que cierre la noche me propongo darles tarea cumplida, lanzándolos con mi gente sobre esos piratas normandos y genoveses de quienes habréis oído hablar.

– Y que llevan consigo buena provisión de caviar y finas especias de Levante y otras golosinas apetitosas que me prometo gustar, dijo el corpulento noble relamiéndose los labios. Sin contar el buen negocio que puede hacerse con la venta de las especias sobrantes. Os ruego, señor capitán, que cuando volváis á bordo mandéis á los marineros que echen un cubo de agua sobre cuantos soldados de mi mando estén todavía calamocanos.

Dejando á su noble amigo y á los personajes de la ciudad congregados para el banquete, dirigióse el barón con su Guardia Blanca á la playa, donde comenzó rápidamente el embarque de hombres, caballos y armas en grandes barcas que los condujeron á bordo del galeón. Tanta prisa les dió el barón y con tan buena maña los recibieron y acomodaron á bordo el capitán y sus marinos, que se dió la señal de levar el ancla cuando el señor de Butrón estaba todavía engullendo los delicados manjares que cubrían la mesa del corregidor. No es de extrañar tanta presteza si se recuerda que poco antes había embarcado el Príncipe Negro cincuenta mil hombres en el puerto de Orvel, con caballos, artillería é impedimenta, haciéndose la escuadra á la vela á las veinticuatro horas de comenzado el embarque. En el último bote que dejó la playa de Lepe iban los dos famosos capitanes, el barón León de Morel y el caballero Oliver de Butrón, formando por su aspecto el mayor contraste imaginable. Seguíalos otra barca llena de grandes piedras que el barón había ordenado llevar á bordo. Poco después se hacía á la vela el enorme Galeón Amarillo, enarbolando el pabellón morado con una imagen dorada de San Cristóbal en su centro y saludado por las aclamaciones de la multitud que se agolpaba en la playa. Más allá de Lepe se extendían los bosques de Hanson y tras ellos las verdes colinas en línea no interrumpida, formando un paisaje risueño y pintoresco.

– ¡Juro por mis pecados que bien vale la pena de pelear y morir por tierra tan hermosa! exclamó el barón, que de pie en la popa tenía fijos los ojos en aquella costa fértil y poblada cual ninguna. Pero mirad allí, Sir Oliver, entre aquellas rocas; ¿no os ha parecido ver á un jorobado?

– Nada puedo ver, contestó el interpelado con melancólico acento, porque con las prisas que vos nos dáis siempre que se trata de ir á romperse el alma con alguien, tengo atragantada una ostra como el puño y no puedo olvidar la botella de vino de Chipre que tuve que dejar sobre la mesa, sin más que catarlo.

– Yo lo he visto, señor barón, dijo Froilán; el jorobado estaba sobre la roca más alta, mirando nuestro barco, y desapareció de súbito.

– Su presencia confirma los buenos augurios que he observado hoy, repuso el barón. Al dirigirnos á la playa cruzaron nuestro paso un religioso y una mujer, y ahora divisamos un jorobado antes de perder de vista la costa. Presagio dichoso. ¿Qué piensas tú de ello, Roger?

– No sé qué deciros, señor barón, contesto el doncel. Romanos y griegos, con ser pueblos de gran ilustración, tenían completa fe en esos augurios, pero no faltan entre los modernos pensadores y hombres de ciencia muchos que consideran tales signos como vanos y pueriles.

– No diré yo tal, observó el señor de Butrón, recordando en aquel momento otro de los desastres gastronómicos que tanto lamentaba. Los presagios nunca fallan, y si no dígalo todo el ejército del príncipe Eduardo, que allá en el paso de los Pirineos oyó de repente un trueno formidable en medio del día, sin que una sola nube ocultase el azul del cielo. Todos sabíamos lo que aquello significaba y que estábamos amenazados de una gran calamidad; y en efecto, trece días después desapareció de la puerta de mi tienda un soberbio cuarto de venado y mis escuderos descubrieron que se habían agriado seis botellas de vino bearnés que llevaba para mi mesa…

– Pues ya que de escuderos habláis, dijo el barón cuando cesó la risa provocada por los recuerdos de Sir Oliver, debo decir á los míos que hoy mismo tendrán brillante ocasión de acreditar su valor y de imitar el ejemplo que les han dejado nobles antecesores. Id á la cámara, muchachos, y traedme mi arnés; el señor de Butrón y yo nos armaremos aquí, sobre cubierta, con vuestra ayuda. Después aprestaos vosotros, por lo que pueda ocurrir y decid á los oficiales que tengan hombres y armas dispuestos á la primera señal. ¿Quién de nosotros mandará en jefe, Sir Oliver?