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LOS MAJOS DE CÁDIZ

CONSIDERO esta novela, desde el punto de vista técnico, como la menos imperfecta de las que han salido de mi pluma. Quiero decir que, por la intensidad de la fábula, por sus proporciones armoniosas y por el marco original en que la he enclavado, me parece superior a las otras.

¿Cuál es la razón de que no se haya popularizado tanto como alguna de ellas? Quizá se deba a que por encima de todos los tecnicismos en el arte de novelar se encuentran la invención más o menos feliz y el mayor o menor interés que despiertan los caracteres.

Sin embargo, hay otra aún que me parece igualmente aceptable. Las novelas que se publican en el mundo, son leídas casi en totalidad por personas que pertenecen a la que hemos dado en llamar clase media. El mundo aristocrático es muy exiguo comparado con éste y en cuanto a las clases trabajadoras se puede afirmar que en España viven alejadas de la literatura, a lo menos en sus formas elevadas. Ahora bien, lo que interesa realmente a la clase media es la clase media. Son sus amores, sus ambiciones, sus tristezas y alegrías, sus ideales, lo que quiere ver reproducido en el arte, y con ello se recrea. El mundo aristocrático y el plebeyo son para ella tan sólo objeto de curiosidad efímera. El hombre no se siente conmovido, sino por lo que le toca de cerca. Digámoslo en términos crudos, el hombre no se interesa más que por sí mismo.

Por eso Los Majos de Cádiz, que es una novela de plebeyos, no ha logrado excitar el interés de La Alegría del capitán Ribot. Si esta historia de humildes se hubiese contado en forma de romance y los ciegos la vendiesen por las calles a cinco céntimos, quizá fuera grande su aceptación. Pero es porque entonces caería en manos de aquellos que se sienten hermanos de sus héroes.

DESPEDIDA

Soledad, hija de un pobre guarda de consumos de Medina Sidonia tiene amores con un joven de distinguida familia llamado Manuel Uceda. Muere el padre de aquélla. Velázquez, amigo suyo, un majo de buena presencia y algún dinero consigue enamorarla y seducirla. La lleva a Cádiz, establecen una taberna. Manolo Uceda, siempre enamorado, la visita de vez en cuando, pero ella ciegamente apasionada por Velázquez desdeña su amor. Velázquez es un hombre despótico y fanfarrón que abusa de su dominio sobre ella y la tiraniza. Cansada de sus malos tratos un día se rebela. Se marcha de casa. A él entonces le entra de nuevo el amor, una verdadera pasión. Logra a fuerza de ruegos que vuelva a casa; pero al cabo de algún tiempo cada día más despegada de él Soledad se escapa otra vez. Entonces él trata de curarse de su desgraciada pasión. Entra en relaciones con una hermosa joven llamada Mercedes la Cardenala. Soledad a su vez se deja enamorar por Antoñico, el querido de su íntima amiga María-Manuela. A esta también la solicita Velázquez que había dejado burlada a Mercedes. Pero el orgulloso majo tenía en el corazón una herida incurable y no pudiendo soportarla vida en Cádiz se decide a emigrar a América.

POCOS días después se supo que Velázquez traspasaba la tienda, y más tarde que se embarcaba para América. Prefirió trasladarse en un buque de vela mandado por cierto amigo suyo que partía el 15 de Septiembre. La víspera, los compadres de la reunión y algunos íntimos recibieron de él afectuosa carta de despedida y adjunta una invitación del capitán del barco para que, si tenían gusto en ello, viniesen a beber unas cañas a la salud y al viaje feliz de su amigo. Pepe de Chiclana recibió la suya. En la carta que Velázquez le escribía convidaba también expresamente y con encarecimiento a Soledad, o por hacerle ver que olvidaba sus injurias, o por mostrar que se hallaba enteramente curado de su pasión.

Quedó perpleja la joven cuando le leyó la postdata Paca. Instábala ésta para que accediera a aquel ruego tan noblemente expresado. Vacilaba ella, no tanto por el rencor que aun le guardaba, como por considerar violenta y embarazosa la entrevista.

Cuando, cruzando aquella tarde por la calle de la Amargura, acertó a tropezar con Manolo Uceda, a quien hacía días que no veía. Saludóla él cortés pero gravemente y trató de seguir su camino, pero ella se le puso delante.

–¿Qué es de tu vida, Manolo?… ¡Hace un siglo que no te veo!… ¿Por qué no vienes a casa?—le dijo con la sonrisa en los labios, apretándole afectuosamente la mano.

Pero después de haber soltado tales palabras se hizo cargo de su imprudencia y se puso roja como una cereza.

–Ando bastante ocupado con un asunto que me ha encomendado mi madre… El jueves me voy a Medina.

–¿Para volver?

–No; probablemente no volveré. Desde allí nos vamos a Sevilla… He conseguido que mi madre cediese a vivir allá, y me alegro bastante.

Quedó seria repentinamente la joven; guardó silencio unos momentos y al cabo dijo con tristeza:

–¡Todo el mundo se va!… Yo también necesito pensar en liármelas… Ya sabrás que Velázquez se embarca mañana…

–Sí lo sé. Me ha escrito.

–¡Ah! ¿Te ha convidado a la juerguecilla del barco?… También a mí me convida; pero, a la verdad…, no sé qué hacer. Quisiera que me dieses tu parecer, porque, hijo mío, te lo digo con todas las veras de mi alma, eres el único hombre decente con que he tropezado en la vida y a nadie pido un consejo con tanta satisfacción como a ti…

–Muchas gracias—manifestó el caballero de Medina sonriendo—. Pero ¿qué quieres que yo te aconseje? Son asuntos delicados y no me atrevo…

–Pues yo quiero que te atrevas… Ya sabes que entre ese hombre y yo no hay nada hace tiempo… Ya sabes cómo se ha portado conmigo…

–Pues bien—repuso Uceda, después de vacilar un poco—. A mí me parece que debes ir… A pesar de todo le has querido: él te ha querido también y probablemente te sigue queriendo… Sería crueldad, por tu parte, el no decirle adiós.

–Está bien; iré aunque me cueste trabajo.

Hubo una pausa. Uceda preguntó al cabo con afectada ligereza:

–¿Y Antoñico?

Turbóse Soledad al escuchar la pregunta y exclamó con ímpetu:

–¡No me hables de ese charrán!

–Me han dicho que ha vuelto a juntarse con María—repuso el caballero riendo.

–¡No es por eso, no!… Al contrario…, me parece lo único decente que ha hecho en su vida; pero…

Iba a contar la bajeza que con ella había cometido, pero se detuvo a tiempo. El relato de lo acaecido la perjudicaba más a ella.

–Le llamo charrán porque lo es. Todo el mundo lo sabe—concluyó bajando la voz.

Quedó un momento silenciosa con el rostro fruncido.

–Bueno, hasta mañana en el barco… Voy allá porque tú me lo mandas—manifestó al fin dándole la mano.

–No; yo probablemente no podré ir.

–¡Ah! ¿No vas tú? Pues entonces hazte cuenta que no voy yo.

–¿Por qué?

–Porque no quiero.

–¡Siempre tan testarudilla!—dijo Uceda apretando cariñosamente la mano que tenía cogida—. Iré porque no te enfades. Hasta mañana.

–No faltes.

–No faltaré.

Al día siguiente, entre dos y tres de la tarde, dos lanchas atracadas al muelle esperaban a los invitados para transportarlos al buque, que se veía anclado allá en medio del puerto. Era una corbeta de regular tamaño, negra, sólida, bien arbolada. El capitán, hombre de cuarenta años, de mediana estatura y recias espaldas, rostro atezado, barba negra cerdosa, pesado y macizo como su navío, les esperaba de bruces sobre la cornisa de la obra muerta. Acompañábale Velázquez. La Esperanza, que así se nominaba la corbeta, iba a la América del Sur por carga de cacao, llevándola heterogénea de algunos productos de la Península.

Los primeros que llegaron fueron Frasquito con su mujer y el señor Rafael. Inmediatamente la lancha trajo a la familia del Cardenal, los viejos, Mercedes, Isabel y su novio Gregorio, a los cuales se había unido Manolo Uceda, que por casualidad llegara al muelle al mismo tiempo. En la otra lancha acudieron en seguida María-Manuela con Antonio y dos amigos más de Velázquez. Por último, al cabo de un rato acostaron al barco Pepe de Chiclana, su mujer y Soledad. En la subida hubo bastante jarana y no pocos sustos. Las mujeres temblaban de confiarse a la frágil escala. Con el susto no se guardaban siquiera de mostrar las piernas a los marineros que se quedaban en la lancha. Los hombres las embromaban sobre esta despreocupación así que estaban arriba.

–En el mar estamos como en el paraíso terrenal. No existe la vergüenza—decía el capitán—. He conocido una señora que al averiguar que el barco hacía agua subió a cubierta desnuda y estuvo hablando con nosotros sin taparse siquiera el pecho con las manos.

Sobre cubierta, debajo de un toldo, veíase la mesa bien abastecida de manjares y botellas. Velázquez fué saludando a sus amigos cordialmente y les invitó a sentarse. Estaba tranquilo y a las frases de sentimiento que dejaban escapar todos al darle la mano respondía con afectada alegría:

–Dejad que me dé un poco el fresco, hijos. Este Cádiz se me venía ya encima… Veréis cómo hago una gran fortuna por allá. Cuando menos lo penséis llegaré hecho un potentado, y para daros en cara soy capaz…, soy capaz…, ¡hombre, soy capaz de venir con levita!

–¡No, por Dios!—gritaron los compadres riendo.

Había saludado a Soledad con no fingida naturalidad y aun la había piropeado graciosamente. Y era lo raro que la joven parecía más turbada que él. Después, acercándose a Mercedes, la preguntó familiarmente por lo bajo:

–¿Y Gabino? ¿Cómo no viene?

–¿Gabino?—respondió la salada muchacha haciendo un mohín desdeñoso—. ¡Dale memorias!… Nada tengo ya que partir con él.

Mostróse sorprendido y no quiso creerlo: disimulos de mocitas y nada más. Pero la niña insistió con ahinco y formalidad, dió pormenores, citó testigos. Velázquez concluyó por llamar a Isabel, que estaba cerca.

–¿Es verdad lo que me dice tu hermana, que ha regañado con Gabino?

 

–¡Y tan verdad!—respondió aquélla con mal humor—. ¿Tú sabes si mi hermana ha tenido chabeta alguna vez?

Y se alejó murmurando. Velázquez quedó serio y pensativo.

Sentáronse todos al cabo, y para abrir boca tomaron ostiones y rajas de salchichón. Destapáronse las botellas y el rico dorado vino de Sanlúcar chispeó alegremente en las copas. La tarde era dulce y serena. El sol derramaba sus rayos esplendentes sobre la bahía. Las aguas dormidas rielaban su luz con brillantes reflejos de plata. Los buques anclados en el puerto cabeceaban blandamente, viéndose sobre sus cubiertas algunos marineros entregados al sueño. Ni de la ciudad ni del mar llegaban más que rumores suaves que, al confundirse en el aire, formaban lánguido suspiro como si la tierra y el Océano gozasen tranquilos el placer de la siesta. Una brisa suave, fresca, sin intermitencias, acariciaba la frente de los convidados. La Naturaleza ofrecía el amable sosiego, la armonía solemne que sólo se observa en los comienzos del otoño.

Los de la fiesta no resultaron alegres. La gente se mostraba lacia, desanimada, como si todos se hallasen bajo el peso de un disgusto. Y en realidad, no era grato ver alejarse, quizá para siempre, a un amigo de toda la vida. El mismo señor Rafael, cuya alegría era inagotable, estaba menos expansivo. Aprovechando un momento en que Velázquez vino a ofrecerle una caña, le dijo por lo bajo:

–Pero, vamos a ver, hijo, ¿por qué haces esta locura? ¿Qué te faltaba a ti en Cádiz? ¿No tienes salud?, ¿no tienes dinero?… ¿Qué demonios vas buscando en esas tierras donde si no le meriendan a uno los salvajes se lo comen crudo los mosquitos?… Que has tenido algunos disgustillos con las mujeres, ¿y qué? ¿Es razón para que un mozo valiente y noble de too su cuerpo se quite del medio? ¿Dónde hay palmito que se pueda comparar con unas botellas de amontillado, bebidas en compañía de cuatro amigos, y unas aceitunitas aliñás?… Me lo dijo hace tiempo un vista de la aduana que había estado muchos años en Puerto Rico, un tío muy ilustrado, capaz de beberse el golfo de Méjico: “Desengáñate, Rafael, las mujeres no sirven más que para enfriar el caldo cuando uno está acatarrado y no puede sacar los brazos de la cama.”

Velázquez alzó los hombros y le respondió con el mismo desenfado.

El vino hizo al cabo su tarea. Poco a poco los rostros se fueron animando y las lenguas se desataron, produciendo un gracioso oleaje de chistes y agudezas. Quien hizo mayor gasto, como siempre, fué Antoñico. Estaba más flaco que antes y descolorido. Apenas comía. Sus amigos le embromaban por esta falta de apetito.

–¿Qué queréis, hijos míos?—respondía él.—He perdido el estómago. ¿Cómo no había e perderlo si esta mujer que aquí veis me ha estado envenenando más de tres semanas con una bebía compuesta?

–Decid que es mentira—saltó María-Manuela—. No ha sido más que ocho días, y lo que le he dado a nadie le hace daño: agua de siete pozos distintos con un poco de sangre de oreja de gato negro y unas cagarrutas de rata…

–¡María Santísima del Carmen!—exclamó Antonio llevándose la mano al estómago—. ¿Y yo he bebido eso?… ¡Quitadme esos platos de delante! ¡Quitadme esas copas! ¡Dejadme reventar en cualquier rincón, como un triquitraque!

–¡Ya lo creo que lo has bebío!—exclamó la ruda morena con gesto de triunfo—. Y gracias a ello te tengo ahora chalaíto y pringoso que no hay por dónde cogerte, más humildito y manso que un cordero de Dios… Porque ahí donde ustedes le ven—añadió volviéndose a los circunstantes—, ahí donde ustedes le ven tan guasoncillo y soberbio, ahora es una malva en casa y en cuantito yo doy una voz ya le tengo de rodillas pidiéndome que no me enfade. Y too esto ¿a qué se debe? Pues a la virtud de la bebía.

–¡Sería milagro! ¿Cómo quieres que yo vocee si me has dejado en los huesos? No me ha quedado aliento ni para pedir los buñuelos por la mañana.

Los amigos reían y vertían de vez en cuando una palabrita para que la disputa se alargase.

Sin embargo, la hora de levar anclas se iba acercando y el capitán se había apartado de la mesa y andaba de un lado a otro dando órdenes. Los marineros comenzaban a moverse ejecutando las maniobras preventivas.

Soledad y Manolo se habían aproximado y charlaban un poco retirados de los demás. El caballero de Medina la embromaba suponiendo que estaba triste y que hacía esfuerzos por ocultarlo. Al fin y al cabo en aquel momento crítico el corazón hablaba. No en vano había estado enamorada tanto tiempo. La joven se defendía con empeño, negando que estuviese triste y casi casi que hubiera estado enamorada.

–No se puede llamar amor lo que he sentido por ese hombre… Era una locura, un antojo por cosas agrias, como solemos tener las mujeres. El amor debe ser algo más dulce, más tranquilo… Era imposible que yo le quisiera toda la vida. Su genio siempre me ha sido antipático… Detesto a los hombres soberbios…

–Es porque tú lo eres.

–Quizá—dijo ella con franca resolución—; pero así es… Por lo demás, no puedo negarte que me causa pena el verle marchar, sabiendo que es por mi causa. Si le pasa algo en la travesía… o se enferma… o muere, me ha de quedar un poco de escozor en el alma. Aunque ya no me inspira interés, no quisiera hacerle daño… Porque en el fondo no es malo; ¿sabes? No tiene más que mucha fantasía en la cabeza. En cuanto se le quite será un buen hombre… Francamente, sentiría mucho que le sucediese algo malo… ¡Pobre Velázquez!

–Sí, ¡pobre Velázquez! Ni supo querer ni supo ser querido—expresó Uceda poniéndose serio y dirigiendo sus ojos al horizonte.

Soledad le clavó una mirada de sorpresa y admiración. Y a su sabor, en silencio, largo rato estuvo contemplando a aquel hombre tan noble, tan firme, tan sufrido. Un remordimiento punzante le atravesaba el alma. Sintió deseos de arrojarse de cabeza al mar.

La tripulación terminaba los preparativos. El capitán prescindía ya enteramente de los convidados y, diligente y afanoso, recorría el barco de proa a popa fijando sus ojos escrutadores en el aparejo y cambiando rápidas palabras con el piloto y contramaestre. Los amigos de Velázquez, comprendiendo que era llegado el momento de partirse, quedaron otra vez graves y taciturnos. Un mismo sentimiento de tristeza oprimía sus corazones. Sólo Antoñico se atrevió a decir alegremente a Paca:

–Vamos a ver, niña, suéltanos una copliya de despedida. Hace un siglo que no te oigo.

La esposa de Pepe de Chiclana respondió mirándole con severidad:

–Hijo mío, cuando un amigo tan apreciado como éste se marcha, nadie que tenga corazón siente ganas de cantar… ni tampoco de oir cantar.

Y los convidados aprobaron todos con la cabeza las palabras de aquella profunda mujer.

Sonaron las cinco en el reloj de la cámara. El capitán se acercó a ellos y les dijo cortésmente:

–Señores, vamos a levar anclas. Siento mucho privarme de tan buena compañía, pero es preciso… A no ser—añadió sonriendo—que quieran ustedes venirse al Perú conmigo y con este buen mozo.

Nadie respondió. Silenciosamente se fueron acercando uno por uno a Velázquez y le abrazaron con emoción. El procuraba disimular la que sentía bajo una sonrisa forzada. Vinieron después las mujeres y le estrecharon la mano. “Buen viaje. Buena suerte. ¡Que Dios te traiga pronto!” Paca le entregó un escapulario de la Virgen del Carmen rogándole que se lo pusiese. El majo le dió las gracias llevándolo a los labios.

Cuando llegó el turno a Mercedes, Velázquez la retuvo las manos entre las suyas un momento y la dijo por lo bajo, viéndola sonreir:

–¡Qué contenta estás, Mercedes! ¿Te alegras de que me vaya, verdad?

–Ni me alegro ni me entristezco. Pues que nadie te obliga a marchar, debe de ser un viaje de recreo el que haces—respondió ella sin dejar de sonreir.

–Sí, te alegras, lo estoy viendo en tu semblante… Haces bien; yo no he servido más que para darte jaqueca. Perdóname y que Dios te haga muy feliz, como deseo.

–¡Adiós!—repuso lacónicamente la joven.

Se estrecharon la mano con fuerza y se apartaron. Pero el rostro de la niña al hacerlo empalideció, dió unos pasos atrás como si estuviese mareada y se dejó caer sobre un cable enrollado; tapóse los ojos con las manos y comenzó a sollozar fuertemente.

Quedaron estupefactos todos. Hubo unos momentos de silencio. Varios acudieron al fin solícitos preguntándole:

–¿Qué te pasa, Mercedes? ¿Te has puesto mala? ¿Qué te pasa, hija, qué te pasa?

–¡Qué le ha de pasar!—exclamó su hermana Isabel roja de ira—. ¡Que se ha caído de tonta!

Y su madre y su prima se lanzaron al mismo tiempo indignadas y enfurecidas sobre ella.

–¡Cómo!… ¿No te da vergüenza? ¡Llorar por un hombre que se burla de ti! ¡Loca!, ¡más que loca! ¡Vaya un paso chistoso!

La joven, sin responder a tales invectivas, seguía llorando con el rostro entre las manos.

Entonces Velázquez avanzó hasta colocarse entre ella y las que la injuriaban, y dijo gravemente con voz temblorosa:

–Si lo que ustedes dicen es cierto, si las lágrimas de esa niña se vierten por mí, sólo puedo demostrarles que no he querido burlarme ofreciéndoles casarme mañana mismo con ella… Ya sé que no la merezco, pero juro por mi salud que haré cuanto pueda por merecerla.

Al oir estas palabras, un grito de júbilo estalló en la reunión. Todos palmoteaban; todos chillaban dirigiéndose exclamaciones de asombro y de gozo.

–¡Tiene gracia! ¡Venir a un duelo y salir un casorio!…—A mí me daba el corazón que los dos se querían…—¡Y a mí!—¡Y a mí!

El señor Rafael, loco de alegría, gritaba:

–¡Vivan los novios! El día qué os caséis prometo emborracharme…, lo que no hice en los días de la vida.

Y empujando al mismo tiempo a Velázquez contra Mercedes, añadía:

–¡Anda! ¡Abrázala, cobarde!… ¡Hazte cuenta que no somos nadie!

Pepa y Paca alzaban a su vez a Mercedes y la empujaban hacia su novio. Este la abrazó con efusión.

–Ya no hay viaje, capitán—dijo luego volviéndose al de la corbeta.

–La primera vez que me alegro de separarme de ti, Velázquez—repuso éste estrechándole la mano.

Acometidos de un vértigo, todos hablaban y nadie se entendía. Mas he aquí que el prudente Frasquito se acerca a Velázquez y le dice misteriosamente:

–Oye, chico, pero ¿vas a perder el dinero del pasaje?

El majo suelta una ruidosa carcajada y exclama dándole afectuosas palmadas en la espalda:

–¡Sí que lo pierdo! ¿Quieres aprovecharlo tú?

El señor Rafael había oído la carcajada y se acercó para saber lo que se trataba. Velázquez le informó riendo. Dió el viejo un paso atrás y, mirando fijamente a su sobrino, se santiguó diciendo con gravedad:

–Sobrino, no nos separamos. Yo no deshago la sociedad. Eres el único sabio que hay en Cádiz. Déjame, por Dios, que cuente este golpe a todo el mundo para honra de la familia.

–¡Tío, no la enredemos ahora que estamos todos alegres!—exclamó Frasquito exasperado.

–¿No quieres que lo cuente? Está bien: te guardaré el secreto. Pero de aquí en adelante hazte cuenta que no eres mi sobrino… ¡Quiero que seas mi tío!

Velázquez atajó la disputa llevándose a Frasquito. Todos se despidieron del capitán afectuosamente y de nuevo bajaron la escala, acomodándose como mejor pudieron en las dos lanchas que los habían traído. Una vez en ellas, como el día continuase sereno y el mar sosegado, a uno de ellos se le ocurrió acompañar a la corbeta algún trecho. Se aceptó con regocijo la idea. El capitán hizo al instante levar anclas y el buque, arrastrado penosamente por sus dos botes, emprendió una marcha lenta hasta llegar a paraje abierto donde pudiera desplegar las velas. Las lanchas le daban escolta.

Reinaba el júbilo en éstas, cambiándose entre unos y otros mil bromas y donaires. El blando movimiento de las olas y la fresca caricia de la brisa excitaban más su alegría. Velázquez no se había sentado al lado de Mercedes. Por un sentimiento de delicadeza prefirió colocarse entre sus futuros suegros. Cuando el bullicio se hubo calmado un poco, les habló en voz baja de este modo:

–Un sueño me parece lo que está pasando. Me encuentro sentado entre ustedes; veo allí a Mercedes, con la cual no tardaré en casarme, y apenas puedo creerlo. Dios no ha querido que fuese a morir en tierras extrañas, sino que viva entre mis amigos al lado de una esposa que no merezco. Después de Dios a ustedes se lo debo. Quisiera poder demostrarles mi agradecimiento no con palabras, sino con hechos. Creo que la mejor manera será haciendo a su hija feliz y a esto me comprometo… Aquel Velázquez calavera, mujeriego y pendenciero se marcha en ese barco para el Perú. El que aquí queda es un hombre decente que sabrá mientras viva querer a su esposa y respetarles a ustedes.

 

El viejo Cardenal aprobó con la cabeza las palabras del majo; pero la madre replicó con acento en que se traslucía aún la cólera:

–No creas que te entrego a mi hija de buena voluntad. Lo hago porque la conozco y sé que si la contrariase enfermaría. A mí no se me olvidan los desaires que la has hecho y si estuviese en su lugar puedes estar seguro de que no volverías ahora tan satisfecho a Cádiz.

–¡Silencio, mujer!—interrumpió el padre con energía, y volviéndose a Velázquez añadió gravemente:—Las mujeres perdonan mejor los agravios que las hacen que los que hacen a sus hijos. Eres nombre de juicio y sabrás disimular el resentimiento de una madre. Yo te doy mi palabra de que haciendo feliz a Mercedes no tardará en desaparecer.

Llegaron al fin a la mar libre. La Esperanza izó algunas velas y su tripulación dejó los botes para subir a bordo. Los remeros de las lanchas recibieron orden de mantenerse quietos. Todos se despidieron con mucha gritería del capitán e inmediatamente pusieron proa a la ciudad.

El sol iba a ocultarse. El firmamento azul se teñía de púrpura en Occidente con viva incandescencia que ascendía hasta el cenit, fundiéndose gradualmente en tintas de grana y oro hasta perderse en suave y maravilloso rosicler. El vasto Océano llameaba recibiendo en su seno con misterioso temblor el disco del sol, grande, rojo, resplandeciente. Todos se alegran contemplando este sublime espectáculo. La fresca brisa de la tarde baña su rostro. Vuelven los ojos a tierra y su gozo aumenta viendo a Cádiz surgir de las aguas con su ceñidor de espumas, con su crestería que los rayos del sol doran como la corona gigantesca del dios de los mares.

En aquel momento, Soledad preguntó a Uceda en voz baja:

–¿Sigues en tu idea de marcharte a Sevilla?

–Sí.

–Yo también me voy.

–¿A qué?—dijo el caballero fingiendo sorpresa.

–No lo sé—replicó la joven pugnando por no llorar.

Guardaron silencio unos instantes. Uceda le dijo al fin con sonrisa benévola tomándole una mano:

–Escucha, Soledad. ¿Ves ese hermoso sol que va a desaparecer? Tú sabes que mañana volverá a lucir en el cielo tan hermoso como hoy. Así sabía yo que tu amor volvería. Porque en este mundo el amor engendra al amor, pero el capricho sólo engendra al hastío. A pesar de tus locuras te he seguido queriendo porque adivinaba en ti un espíritu infantil a quien no se puede exigir la responsabilidad de sus actos y también porque respetaba en mí el primer amor que tú habías logrado inspirar. Aun hoy te quiero con toda mi alma, pero…

–Sí, ya sé que no puedo ser tu esposa. Seré tu criada…, tu esclava—interrumpió Soledad con ímpetu.

–¡Silencio! Para el hombre de corazón nada hay más imposible que la maldad. Una voz interior me dice que he nacido para protegerte, para salvarte de la infamia. Confíame tu suerte. Ignoro lo que serás con el tiempo para mí, pero puedes estar segura de que nada haré que pueda rebajarte. Sin tregua ni descanso trabajaré desde hoy por elevarte, por dignificarte, para sacar de ti el ser inocente y noble que mi cariño me ha dicho siempre que existe.

Así habló el caballero de Medina. La joven escucha estas palabras con alegría, y sus bellos ojos se nublan de lágrimas.

Las lanchas bogaban apresuradamente hacia el puerto envueltas en rojizos resplandores. La Esperanza izaba a lo lejos todas sus velas, que se hinchaban al soplo de la brisa. Su casco negro, robusto, se inclinaba suavemente para hender el cristal de las aguas. El capitán, desde lo alto del puente, saludaba con su gorra blanca.

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