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SYLVESTER BAXTER

(The Atlantic Monthly.)

¿Por qué gusta tanto en Inglaterra y en los Estados Unidos el autor de El Idilio de un enfermo? ¿Es casualidad; es suerte? No; es conjunción de ciertas cualidades fundamentales en el arte de nuestro novelista con las tradiciones y el gusto literario de una gran parte del público de aquellos países. Hay cierta serenidad y cierta suavidad en su arte y en los aspectos de la vida que más le agrada pintar, que no pueden menos de seducir a los lectores enemigos de las grandes explosiones trágicas y de las fiebres pasionales naturalistas, y que casan muy bien con el tono de una gran parte de la producción literaria inglesa. La misma sátira a que antes me he referido contribuye poderosamente a imprimir ese sello a las obras de Palacio Valdés. No es agria, épica, como en Zola y sus discípulos, sino humorista, como lo fué en nuestra literatura picaresca, y luego lo ha sido, con admirable manejo de la sonrisa del idioma, en Thackeray y Dickens.

RAFAEL ALTAMIRA

El ilustre escritor no es de aquellos que al prestigio del talento añaden el prestigio del reclamo: cuando viene a Francia no provoca, como otros autores extranjeros bien conocidos, los artículos de periódicos y las interviews de los reporters; y cuando publica un libro deja a su obra el cuidado de hablar por sí misma en su favor. El éxito le ha llegado ya, un éxito de buena ley, que le han valido los méritos de la forma y los del fondo.

Cuidadoso de la composición y del equilibrio, no se distrae en episodios y digresiones; no cuenta por contar, no describe por describir. Paisajista, evita ese defecto, tan familiar a los paisajistas, que consiste en colocar a la Naturaleza en el primer plano y concederle un desarrollo excesivo y absorbente. No le da más importancia que la que conviene a una decoración, y reserva, por el contrario, un lugar preponderante a lo que es esencial, al estudio de las costumbres, de los caracteres y de los problemas morales.

F. VÉZINET

(Le Parthénon.)

Cuando, hará pronto un año, lamentaba yo aquí (El Universo) el ocaso del gran novelista que anunció el término de su obra con La aldea perdida, estaba muy lejos de pensar en que el autor de Riverita y Maximina preparaba un nuevo libro, y, sin embargo, no podía avenirme con la idea de que la musa de Valdés hubiese callado para siempre.

Afortunadamente, no ha sido así.

Decía yo entonces que él era el novelista de nuestra literatura contemporánea y que no había cuerda en la moderna épica que no hubiese pulsado con arte exquisito el creador de José, La Hermana San Sulpicio y La Aldea perdida.

ROGERIO SANCHEZ

Palacio Valdés ocupa un sitio completamente singular entre los modernos autores españoles. Y no es la corriente de la moda la que hace que se le lea más que a los otros, sino porque sus novelas tienen una base muy distinta de las de sus colegas. Aunque no pueda negarse la influencia de la escuela francesa (influencia muy grande en España), sin embargo, un estudio profundo de los clásicos y de la filosofía alemana han prestado a sus obras el sello de una independencia innegable. Sus vistas estéticas son distintas de las que ahora dominan y su realismo (porque Palacio Valdés es realista) tiene su raíz más en los tiempos grandes de Cervantes, Mateo Alemán y Vicente Espinel que en el culto desapoderado de la verdad y en la oscuridad místico-espiritual de la escuela moderna.

H. KELLER-JORDAN

(Allgemeine Zeitung.)

Si alguien me preguntara qué opino de Armando Palacio Valdés, le contestaría sin pérdida de momento que le juzgo por el primer novelista de nuestros tiempos.

J. GIVANEL MAS

(La Vanguardia, Barcelona.)

Tiene horror al reclamo. Es un caso bastante raro en la literatura universal para que merezca ser señalado al público francés. Todos los libros de este escritor excepcional han aparecido en silencio, sin levantar clamores de entusiasmo y de triunfo, que acogen alguna vez entre nosotros a las más auténticas medianías. Se ha impuesto únicamente por su mérito personal a la atención pública. Por lo demás, toca en sus escritos cuestiones de tal modo apremiantes, que nadie puede evitar su urgencia indubitable. El filósofo más escéptico no podrá menos de sentirse conmovido leyendo La Fe.

El héroe de esta novela idealista es un joven sacerdote, el padre Gil, vicario de la iglesia de Peñascosa, villa situada en el fondo de una pequeña ensenada del golfo cantábrico. El primer capítulo de La Fe es un cuadro encantador de su primera misa. Ferdinand Fabre, si viviera, quedaría celoso de estas páginas sobrias y pintorescas. Es una empresa difícil el describir una ceremonia religiosa. Zola, en la Faute de l’abbé Mouret, no ha estado en ello afortunado. Enumerar como lo hace, complacientemente, el jefe de la escuela naturalista todos los detalles y todos los accesorios del culto es hacer maquinalmente un inventario sin comprender el profundo significado de la liturgia. El sentido interior le escapa. Palacio Valdés, en vez de detenerse en el aspecto superficial de las cosas, nos inicia en todos los secretos de las almas sencillas que se han reunido para asistir a la primera misa de aquel joven sacerdote.

La Fe es un libro leal y fuerte, animado desde el principio hasta el fin por un gran soplo de humana piedad.

GASTON DESCHAMPS

(Le Temps.)

En la suma de las admiraciones al gran novelista Palacio Valdés continúo siendo uno más.

MANUEL LINARES RIVAS

Palacio Valdés no necesita que hablemos de él. Hace treinta años que se encerró en su casa con sus recuerdos, con sus lecturas y sus meditaciones, y desde ella nos habla con sus libros. Es él quien habla; a los demás nos toca agradecérselo en silencio.

RAMIRO DE MAEZTU

Palacio Valdés ha tardado diez años en triunfar de la indiferencia del público y de la Prensa. Hoy sus obras son leídas en el mundo entero. Se comprende que esté orgulloso de una victoria tan noblemente ganada.

La sinceridad absoluta del artista, su cuidado profundo de la verdad, su horror de lo que él llama el efectismo, y que no es más que la caza del efecto en lugar de la emoción verdadera, esparcen por todos sus libros un encanto penetrante.

El tiempo no está lejos, yo lo creo así, en que el amor de lo grandioso y exagerado desaparecerá. Las grandes frases vacías se harán viejas y serán reemplazadas por palabras menos sonoras, quizá más modestas, pero más llenas de sentido, más precisas y más puras. Ese día, ciertamente, la España quedará reconocida al escritor de este siglo que más ha contribuído a hacer amar lo sencillo y lo natural.

L. BORDES

(Revue des Lettres Francaises et Etrangères.)

De la lectura de las novelas modernas solemos salir entristecidos, con tedio en el corazón y hasta con náuseas en el estómago. “Siempre que vengo de entre los hombres—dice Kempis—me siento peor…” Lo mismo me acontece a mí cuando vengo de entre esos libros.

En cambio, cuando leo las novelas de Palacio Valdés, la vida, sin perder para mí su melancólica gravedad, me parece noble y buena; el autor no sólo me inspira admiración, sino cariño; en vez de deprimirme, me vigoriza; en lugar de desalentarme, me da esperanza; lejos de hacerme sentir vergüenza de ser hombre, me parece que reanima en las profundidades de mi ser el soplo divino que Dios infundió en el pobre barro humano.

ZEDA

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