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Los tertulios se pusieron de parte del catedrático, y con esto Perico se enfureció y comenzó a disputar a gritos y a soltar interjecciones soeces, como tenía por costumbre desde niño. De tal modo, que su interlocutor, impacientado, al fin, alzó los hombros con desdén y no quiso continuar la discusión.

Pocas semanas después de esto, hallándose bastante gente paseando por la acera de la plaza de la Constitución, se declaró un violento incendio en el Círculo Tradicionalista. Ocupaba éste en la misma plaza una casa que constaba de un solo piso. A esta hora, que era la del crepúsculo, había pocos socios, que se echaron a la calle prontamente. El conserje había salido a un recado. La multitud se apiñó delante del edificio y comenzaron los trabajos de extinción, que se redujeron a que subiesen algunos a los tejados contiguos con cántaros de agua para impedir que el fuego prendiese a las otras casas. Se esperaba a los bomberos, pero no acababan de llegar.

El fuego era terrible, y las llamas salían ya por las ventanas. De pronto se escuchan lamentos desgarradores en la calle. Una mujer desgreñada, pálida como una muerta, corría hacia la casa, gritando:

–¡Mis hijos!, ¡mis hijos!

Era la esposa del conserje, que habitaba en los altos de la casa. Nadie se había dado cuenta de que en ella había encerradas cuatro criaturas, la mayor de siete años. Quiso lanzarse a la puerta, pero la sujetaron algunas manos: la escalera estaba ya invadida, y marchaba a una muerte cierta.

–¿Dónde están sus hijos?—le preguntó Perico Baranda, que la tenía agarrada por un brazo.

–¡Allí!, ¡allí!—gritaba la infeliz mujer, señalando a la derecha del edificio—. ¡Soltadme, por Dios!

Perico Baranda la soltó, pero fué para lanzarse a las ventanas enrejadas del cuarto bajo y escalar con la agilidad de un mono los balcones del primero. Se le vió desaparecer: un minuto después aparecía con una niña entre los brazos. De la muchedumbre partió un grito de alegría. Se arrimó una escala, y varias manos recogieron a la criatura.

Perico se lanzó de nuevo intrépidamente al interior. Poco después salía con otra niña. Se le vió con la ropa chamuscada, el rostro ennegrecido.

–¡Refrescadme, voto a Dios! ¡Refrescadme, refrescadme!—gritó con voz ronca.

Desde los tejados contiguos se le arrojaron algunos cubos de agua, pero no llegaron a él. Un hombre subió por la escala con una herrada, y se la vertió sobre la cabeza.

Perico se lanzó otra vez al interior, a pesar de que las llamas salían ya por todas partes y era inminente el derrumbamiento del techo.

Poco después asomaba con otro niño.

–¡Refrescadme, refrescadme!

Esta vez venía tan desfigurado, que apenas se le podría reconocer. A simple vista se notaba que tenía heridas las manos y el rostro. Parecía que iba a caer exánime.

–¡Refrescadme, refrescadme!

–¡Basta, Perico, basta!—gritaron algunos.

–¡No basta, mal rayo que os parta, que hay un niño dentro todavía!—rugió Perico.

Y en cuanto le echaron otra herrada de agua sobre la cabeza, se lanzó de nuevo al interior.

¡Terrible momento de angustia! Todos los corazones latían con violencia. Un segundo más…

Se escuchó un ruido espantoso. El techo se había venido abajo, y Perico no volvió a parecer. Un grito de dolor salió de todos los pechos, y las lágrimas corrían por todas las mejillas.

Al día siguiente se encontró su cadáver carbonizado abrazado al de una criatura de pocos meses.

Se depositaron aquellos preciosos restos en un ataúd dorado. La población entera, viejos y jóvenes, mujeres y niños, lo siguieron al cementerio.

El ataúd, cubierto de coronas, marchaba deteniéndose a cada instante, porque los hombres se disputaban el honor de llevarlo sobre los hombros aunque fuese un minuto.

Cuando llegó, quedó literalmente sepultado entre flores.

El instinto popular no se había engañado. El alcalde de la villa, interpretándolo, hizo grabar sobre su tumba estas sencillas palabras:

“AQUÍ YACE PERICO EL BUENO.”

LAS BURBUJAS

Un hombre puede obrar como un insensato en los desfiladeros de un desierto, pero todos los granos de arena parecen verle.

EMERSON.

EL guapo Curro Vázquez, de tierra de Jaén, tuvo ocasión de comprobar estas palabras del filósofo americano hace ya bastantes años.

Curro Vázquez, aunque no tenía corazón, estaba enamorado. Es ésta una paradoja que se repite con frecuencia, gracias a la confusión lamentable en que al Supremo Hacedor le plugo dejar lo físico y lo moral.

Pepita Montes, su novia, estaba completamente engañada respecto a él. Le veía joven, hermoso, sonriente, humilde, rendido; y de esto deducía que era un ángel sin alas. Le amó a despecho de sus padres, que apetecían para ella un labrador acomodado, y no un mísero dependiente de un chalán. Porque Curro era un pobrecito muchacho que hacía tiempo había tomado a su servicio Francisco Calderón, el famoso tratante de caballos de Andújar. Lo recogió, se puede decir, del arroyo cuando sólo tenía catorce o quince años, le hizo su criado, y últimamente había llegado a ser su hombre de confianza. Le pagaba con verdadera esplendidez, le hacía frecuentes regalos, y gustaba de que vistiese con elegancia y fuese bienquisto de las bellas.

Curro se aprovechaba de estas ventajas y las enamoraba, y las abandonaba después de enamorarlas. Mas al llegar a Pepita Montes, quedó preso de patas como una mosca en un panal de miel. ¿Cómo hacer para casarse con ella, dada la oposición violenta del bruto de su padre? Este era el objeto de sus meditaciones más profundas desde hacía tres o cuatro meses.

Al cabo de ellas, no pudo sacar otra cosa en limpio más que la necesidad imprescindible de hacerse rico, salir de su estado de criado más o menos retribuído, negociar por su cuenta, etc.

Cuando un hombre siente la necesidad imperiosa de hacerse rico pronto y no tiene corazón, está expuesto a hacer lo que hizo Curro Vázquez.

Era una tarde lluviosa de primavera. Francisco Calderón y su criado regresaban de la feria de Córdoba y atravesaban la sierra sobre sus jacos, envueltos en capotes de agua. Calderón estaba de alegrísimo humor porque había vendido cinco caballos a buen precio. De vez en cuando desataba el zaque que llevaba pendiente del arzón de la silla, bien repleto de amontillado, bebía largamente, y daba de beber a Curro. Como la lluvia arreciase, y pasasen cerca de una concavidad de la peña, determinaron detenerse allí unos momentos y esperar a que escampase. Descendieron de sus monturas, guareciéndolas también del mejor modo posible. Curro desató su carabina de dos cañones y la puso cerca.

–¿Para qué has bajado la carabina?—le preguntó su amo sorprendido.

–Ya sabe usted que el Casares y su partida merodean por aquí.

¡El Casares, el Casares!El Casares merodea muy lejos de aquí, y en su vida se le ha ocurrido venir por estos sitios.

Calderón rió a carcajadas del miedo de su criado.

Se sentaron, y fumaron tranquilamente un cigarro. Cuando Curro tiró la colilla, se puso en pie, tomó la carabina, se la echó a la cara, y apuntando a su amo, le dijo tranquilamente:

–Señor Francisco, prepárese usted a morir.

Calderón respondió que no le gustaban bromas con las armas de fuego.

–Rece usted el credo, señor Francisco.

–¿Qué estás diciendo?—exclamó tratando de alzarse.

Un tiro en el pecho le hizo caer de espaldas.

–¡Me has matado, miserable!

–Todavía no; pero voy a hacerlo—profirió Curro avanzando hacia él.

–¡Asesino, a ti te matarán también!

–Si hubiese testigos, no lo dudo.

–Las burbujas del agua serán testigos de este…

Otro tiro le cerró la boca para siempre.

Curro le registró los bolsillos y se apoderó de todo el dinero que llevaba, cargó de nuevo su carabina, montó a caballo y se alejó al galope.

Cuando hubo llegado a un sitio conveniente, se apeó de nuevo y enterró cuidadosamente el dinero, dejando señal para encontrarlo. Después atravesó su sombrero de un tiro, se descerrajó otro en la parte blanda del muslo, y se presentó en el primer pueblo con señales de terror. La partida del Casares los había sorprendido cuando descansaban y se disponían a emprender otra vez el camino. El estaba ya montado, y gracias a eso había podido escapar. Su amo estaba aún a pie: no sabía si le habían matado: había oído muchos tiros: a él mismo le habían herido en su huída, etc.

Todo aquello dió que sospechar al juez, y después de curado en el hospital, se le encarceló. Pero como no se le halló ningún dinero y no había testigos, al cabo se le puso en libertad.

Pidió prestada una cantidad a un chalán de Sevilla, según dijo, y se puso a trabajar en el mismo trato que su amo, y comenzó a prosperar. Algo se murmuraba, y no faltaba quien sospechase la verdad; pero esto acontece muchas veces en los pueblos, sin que tenga transcendencia.

Y como, en realidad, ya no había motivo que justificase la oposición, el padre de Pepita Montes consintió al fin en la boda. Se celebró con pompa, y la esplendidez del novio concluyó de captarle la benevolencia pública.

El comercio marchó viento en popa. En poco tiempo Curro se hizo un chalán de importancia, porque era inteligente y activo; pero, saciada su pasión bestial, fué con la hermosa Pepita lo que era en realidad, un perfecto infame. Sin motivo alguno, comenzó a maltratarla cruelmente de palabra y de obra.

La pobre niña soportó aquel cambio más sorprendida que indignada. Como estaba perdidamente enamorada de él, los cortos momentos de buen humor y de expansión conyugal la indemnizaban de sus amarguras.

Pero estos momentos fueron cada vez más cortos, y la vida de Pepita se hizo al cabo insoportable. En uno de ellos pasó lo que sigue:

 

Curro había hecho una magnífica venta de un jaco. Había engañado como a un chino a un inglés. Estaba de alegrísimo temple, aunque el día fuese de los más tristes que pueden verse en Andalucía, encapotado y lluvioso como si estuviésemos en Santiago de Galicia. Había hecho traer dos botellas de manzanilla, y habían almorzado, y habían retozado y charlado por los codos. Curro encendió un tabaco y vino a apoyarse en el alféizar de la ventana. Pepita, enternecida y mimosa, vino a apoyarse junto a él. Ambos, con los ojos brillantes y el rostro inflamado, miraban caer la lluvia pausadamente. Del techo de la casa corrían fuertes goteras, que formaban ampollitas en el pavimento de la calle.

Curro dejó escapar resoplando una risita burlona.

–¿De qué te ríes?—le preguntó su mujer.

–De nada—respondió con el mismo semblante risueño.

–Sí, sí, guasón; te estás riendo de mí.

Y al mismo tiempo le dió con mimo un pellizquito cariñoso.

–Escucha, Pepa—siguió él, riendo—. ¿Te parece que las burbujitas del agua pueden ser testigos en algún asunto?

–¡Qué ocurrencia!

–Pues el señor Francisco Calderón lo creía.

–¡El señor Francisco! ¿Qué tiene que ver aquí el señor Francisco?

–Sí; antes de rematarlo de un tiro, me dijo que las burbujitas del agua serían los testigos que me acusaran.

–Pero ¿has sido tú?…

–Debiste de haberlo presumido, hija. ¿Piensas que las monedas que están en el bolsillo de un hombre pasan al bolsillo de otro por sí mismas, como en las funciones de escamoteo?

Y, acometido de súbito e irresistible deseo de confesión, narró a su esposa el crimen con todos sus detalles.

La mujer estaba horrorizada; pero supo disimular su turbación. Por un lado el miedo, por otro la pasión frenética que aquel hombre todavía le inspiraba, lograron acallar los gritos de su conciencia.

Curro describía la escena de su horrible crimen con la misma tranquilidad que si refiriese los incidentes de una cacería.

Transcurrieron los días, y Pepita hacía enormes esfuerzos por olvidar aquel terrible secreto, que semejaba para ella una pesadilla. Era imposible. Curro, por su parte, pesaroso de haberlo dejado escapar, la miraba receloso y sombrío. Un abismo parecía abierto entre los dos.

La cortísima afición que por ella conservaba se había huído con el temor. Llegó a aborrecerla cordialmente. Sin embargo, se abstuvo desde entonces de maltratarla.

Una noche, estando en la cama, sacó la navaja que tenía debajo de la almohada, le puso la punta en el cuello, y le dijo:

–Si se te escapa una palabra de aquello, puedes estar segura de que te siego el cuello como a una gallina.

Pepita no pensaba en semejante cosa.

Pero el odio hizo al cabo su tarea. Cierto día, por un pormenor insignificante de la comida, Curro se arrojó sobre su esposa, la apaleó bárbaramente, y tal vez hubiera acabado con su vida (lo que en el fondo de su alma sin duda deseaba), si la desgraciada no hubiera logrado escapar de sus manos, lanzándose a la calle y refugiándose en casa de su cuñado.

Este, al verla en tal estado, no pudo menos de exclamar:

–¡Pero ese bandido quería matarte!

–¡Sí; quería matarme, como al señor Francisco Calderón!

–¡Ah! ¿Le ha matado él?

–Sí, sí; le ha matado…

Y narró puntualmente la escena, tal como se la había descrito. Después quiso volverse atrás; pero ya no era tiempo. Su cuñado, que aborrecía de muerte a Curro, la dejó encerrada en su habitación y se fué desde allí a ver al juez.

Se le encarceló de nuevo.

El juez, cuyas sospechas, nunca desaparecidas, se trocaban ahora en certidumbre, trabajó el asunto con tanto celo y energía, que al fin le obligó a cantar de plano.

Algunos meses después subía al patíbulo en la plaza de Sevilla. Cuando se le puso al cuello la corbata fatal, murmuraba sin cesar:

–¡Las burbujas! ¡Las burbujas!

Los que le rodeaban creían que el terror le hacía desvariar.

OBRAS DE A. PALACIO VALDES
Y
O P I N I O N E S
DE LA
CRÍTICA ESPAÑOLA Y EXTRANJERA
OBRAS DE PALACIO VALDÉS
4 PESETAS TOMO

El Señorito Octavio, un tomo.

Marta y María, un tomo. Traducida al francés, al inglés, al sueco, al ruso y al tcheque.

El Idilio de un enfermo, un tomo. Traducida al francés y al tcheque.

Aguas fuertes (novelas y cuadros, un tomo). Traducidas al francés, al inglés, al alemán, al holandés, al sueco y al tcheque. Edición española con notas y vocabulario en inglés.

José, un tomo. Traducida al francés, al inglés, al alemán, al holandés, al sueco, al tcheque y al portugués. Edición española con notas en inglés para el estudio del español en Inglaterra y E. U. A.

Riverita, un tomo. Traducida al francés.

Maximina (segunda parte de Riverita), un tomo. Traducida al inglés.

El cuarto Poder, un tomo. Traducida al francés, al inglés y al holandés.

La Hermana San Sulpicio, un tomo. Traducida al francés, al inglés, al holandés, al ruso, al sueco y al italiano.

La Espuma, un tomo. Traducida al inglés.

La Fe, un tomo. Traducida al francés, al inglés y al alemán.

El Maestrante, un tomo. Traducida al francés y al inglés.

El Origen del pensamiento, un tomo. Traducida al francés y al inglés.

Los Majos de Cádiz, un tomo, Traducida al holandés.

La alegría del Capitán Ribot, un tomo. Traducida al francés, al inglés, al sueco y al holandés. Edición española con notas y vocabulario en inglés.

La aldea perdida, un tomo.

Tristán o el pesimismo, un tomo. Traducida al inglés.

Semblanzas literarias (Los oradores del Ateneo, Los novelistas españoles, Nuevo viaje al Parnaso), un tomo.

Papeles del Doctor Angélico, un tomo. Traducidos al alemán.

La alegría del capitán Ribot, la última novela de Armando Palacio Valdés, es toda una obra de arte, de arte dominado con maestría; composición delicada y graciosa, de un espiritualismo natural, sencillo y sobrio. En este libro se ve al maestro dueño de sí mismo y del instrumento, tan admirable por lo que dice como por lo que calla, por lo que economiza.

CLARIN

La Hermana San Sulpicio es una novela honrada y alegre. Es una novela picaresca y de buena compañía. Es una novela llena de incidentes y admirablemente compuesta. Los episodios, infinitamente múltiples y variados, se hallan tan bien ligados a la aventura principal y como entrelazados con ella que no la hacen olvidar jamás; hacen, al contrario, que se experimente más placer cuando se la vuelve a encontrar e ilustran el margen de la narración sin sobrecargarla ni oscurecerla. Además, la parte pintoresca es excelente. Leyendo este libro se vive en Sevilla de día y de noche como si allí se estuviese y se desea de todo corazón habitar allí realmente. Se experimenta tristeza al terminar el libro, como si en realidad tomásemos el billete a fin de Octubre para volver a Francia.

Y a gran diferencia de la mayor parte de nuestras novelas francesas, leyendo ésta no nos aburrimos en compañía perpetua de tres o cuatro personajes, siempre los mismos, que conocemos a fondo desde la quinta página, y de los cuales el autor parece que nos repite sin cesar: “¡Miradlos bien, estudiadlos todavía; estáis muy lejos de conocerlos; son inmensos!” En La Hermana San Sulpicio se ven pasar y repasar cerca de cuarenta personajes que son todos, o por lo menos casi todos, muy precisos, muy de relieve.

EMILE FAGUET,
De la Academia Francesa.

Palacio Valdés es una de mis grandes admiraciones literarias, y todo cuanto signifique homenaje al hombre y su obra, tiene por adelantado mi adhesión.

Le conocí al través de sus libros, hace muchos años, cuando era yo estudiante en la Universidad de Valencia, y a las horas de clase aprendía el Derecho en un verde ribazo de la huerta o sentado en la arena del Mediterráneo, con una novela sobre las rodillas. Palacio Valdés fué el autor de texto que estudié con más ahinco, en aquella época feliz de ingenuos entusiasmos y sinceras admiraciones.

Han pasado los años: vientos de destrucción han soplado sobre mi fe juvenil: muchas de mis antiguas admiraciones ruedan por el suelo; pero la imagen del artista creador de Marta y María y La Hermana San Sulpicio sigue en pie, firme, cada vez más adornada con votos de adoración.

Después he conocido al hombre. Nos hemos visto pocas veces. El es un solitario por reflexión: yo comienzo a huir de las gentes por miedo a la expansión. Pero declaro que el hombre vale tanto como la obra.

Palacio Valdés es un verdadero artista. Tengo la certeza de que no lleva escrita ni una sola página por industrialismo literario. Ni busca elogios, ni adula a nadie para sostener su fama. Durante algunos años, la Prensa, que dispone de columnas para todas las necedades que se vierten en el Congreso, no tuvo más que silencio y olvido para su obra literaria. Ahora llegan tiempos de justicia, y el gran novelador recibe merecidos homenajes.

¡Salud, maestro!

Al admirar su serenidad de artista, su desprecio por el éxito circunstancial y momentáneo, su trabajo firme mirando al porvenir, pienso en Esquilo, insensible a las amarguras y las injusticias, escribiendo al frente de sus obras, como suprema apelación, esta dedicatoria que muy pocos se atreven a trazar: “Al tiempo.”

VICENTE BLASCO IBAÑEZ

Esta indiferencia del público español hacia la literatura, la cual ha hecho decir a un novelista vivo que una persona de buena posición en Madrid gasta con más gusto su dinero en fuegos artificiales o en naranjas que en un libro, ha sido al cabo vencida hasta cierto punto por un escritor que no solamente es admirado y distinguido, sino positivamente popular, el cual, sin sacrificar su estilo, ha logrado conquistar al desdeñoso público español. Este escritor es Armando Palacio Valdés.

EDMUND GOSSE,
Vicepresidente de la Sociedad Real
de Literatura del Reino Unido.

Vive Palacio Valdés en un discreto apartamiento. No busca el aplauso ni lo rehusa; no abomina del trato humano ni se exhibe en tertulias y fiestas. Contempla plácida y serenamente cómo se desliza la vida. Su prosa es clara y limpia; ni la prosa incolora de los escritores desarraigados de la tradición, ni la empalagosamente afectada de los falsos puristas. Ama y siente el paisaje; escudriña las delicadezas psicológicas. En el arte literario ha llegado al arte supremo; a la sencillez, a la simplicidad de expresión, a la evocación de una realidad tenue, inefable, ideal, que está por encima de la realidad violenta y vulgar que todos ven.

AZORIN

Las novelas de nuestro poeta son extraídas de la realidad. Pinta a los hombres tales como son, tales como él los ve con sus ojos penetrantes que descubren las alturas y las profundidades de la sociedad, a sus caudillos y a sus bestias de carga. No es un escritor melindroso. Sus personajes no sólo tienen la parte anterior, sino también la posterior, que a algunos parecerá escandalosa. Sin embargo, no es un disecador naturalista de la vida y de la sociedad, sino un artista. En todas sus novelas brilla el sol del ideal.

De este realismo poético unido al genio filosófico del novelista se deduce su tendencia a plantear en sus obras problemas morales y religiosos. Pero esta tendencia no implica prejuicios ni sectarismos; no confunde la religión y la ética, la moralidad y la vida social como un impertinente maestro de escuela. Palacio Valdés es católico; no oculta su modo de pensar y sentir. Sin embargo, su catolicismo nada tiene que ver con la Inquisición y los autos de fe. Es un catolicismo leal, intrépido: no vacila en esgrimir el látigo de su sátira sobre los extravíos de la pasión religiosa y sobre las flaquezas del clero. “Es necesario—ha dicho él mismo—que las ideas salgan de los hechos y no se añadan a ellos como reflexiones abstractas.”

Una cosa hace aún sus obras superiores a las de sus colegas españoles, y es una cierta jovialidad preciosa como el oro que refresca el corazón.

Palacio Valdés se llama modestamente en el círculo de sus amigos “novelista de ocasión”. Este novelista de ocasión, no obstante, es el escritor español, después de Cervantes, más traducido a lenguas extranjeras.

 

Su última obra, Papeles del Doctor Angélico, es un libro original y precioso; no es una novela; es un libro poético-filosófico, un breviario escrito para los hombres que no viven en el barranco, sino en las alturas del espíritu. Se compone de luminosos artículos filosóficos, novelitas y bocetos. Profundísimas meditaciones científicas sobre las grandes cuestiones políticas, sociales y religiosas alternan con deleitosas producciones poéticas. Voy a leeros un boceto titulado La procesión de los Santos, que es una especie de visión religiosa verdaderamente encantadora. Quizá sea lo más grande en materia de poesía religiosa que haya aparecido desde los días de la Edad Media.

La poesía no está muerta, sino viva, en la patria de Cervantes. El campo de la literatura española no es ningún páramo desierto, sino tierra fecunda, jardín fértil y ameno. El carácter más notable en la moderna literatura española es Armando Palacio Valdés. Grande es el número de sus admiradores en Inglaterra, Francia y América. Alemania tiene que reparar su yerro. Que no tardemos mucho en oir hablar de una Sociedad constituída en nuestro país para honrar al amable poeta y pensador español.

AUSTIN TRAPET

(Discurso pronunciado ante la Sociedad Científica de Coblenza.)

Desde mis tiempos de estudiante, mucho antes de soñar con ser literato, profeso por D. Armando Palacio Valdés una profunda admiración, cada día más grande, porque con los años le comprendo mejor. Pero con ser tanta mi admiración al escritor, casi la supera mi admiración al hombre grave y esquivo ante el frágil y adocenado aplauso de la crítica y de la Prensa.

RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN

Desearíamos tenerle en nuestro país, y podría nombrar varios novelistas americanos por los cuales alegremente le cambiaría y aun daría de buen grado encima dos o tres poetas. Pienso que encontraríamos en él algo semejante a nuestro decantado humor americano y además otras cosas que no podemos con justicia reclamar, como una cierta dulzura, una amable espiritualidad, un amor de la pureza y la bondad por sí mismas y un conocimiento profundo de los misterios del alma.

Nosotros los americanos imaginamos que porque hemos hecho pedazos a los barcos españoles somos superiores a los españoles; pero aquí en este terreno, donde reina la paz, ellos son superiores a nuestros maestros.

WILLIAM DEAN HOWELLS,
Presidente de la Academia Americana.

En sus novelas y en las de Pérez Galdós aprendí lo que en mí puede haber de gusto literario a la moderna. De uno y otro escritor me sería imposible dar al público un juicio razonado; son para mí de los escritores que han penetrado más hondo que en la inteligencia y las cosas del corazón no se discuten ni se razonan.

JACINTO BENAVENTE

Se sabe que Palacio Valdés, el más reputado y difundido de los novelistas españoles que ha compendiado en una monografía definitiva, es el autor de obras pintorescas, emocionantes o cómicas, cuyas ediciones se cifran por centenares de miles, y entre las cuales basta citar José, La Fe, El idilio de un enfermo, El origen del pensamiento, La Hermana San Sulpicio, Marta y María y la maravillosa historia Tristán o el pesimismo. Este admirable escritor, del cual una reputación mundial aureola los cabellos blancos, es, no obstante, el más modesto de los hombres.

EMILE MOREAU

(La Liberté.)

Después de haber gustado el goce de esas lecturas, tuve el de conocer y tratar a Palacio Valdés, y entonces, al conocer al hombre, encontré al escritor. Como que éste depende en este caso más aún que en otros, de aquél. Al conocer y tratar a Palacio Valdés, comprendí el encanto de sus escritos y el aroma de honradez de propósito y de bondad de corazón que de ellos se desprende.

En nuestra literatura no abunda, ni mucho menos, la nota íntima y recogida, el tono de apacible entrañabilidad. Casi todo es exterior, y casi todo, en el fondo, violento. Y así me explico que Palacio Valdés sea uno de nuestros escritores más gustosos, de los de hoy el más gustado tal vez, en países donde es una verdad efectiva la vida del hogar y donde los hombres saben recogerse en él mejor que nosotros.

MIGUEL DE UNAMUNO

Considerando la popularidad que la novela rusa ha adquirido entre nosotros en los últimos años, es extraño que los novelistas españoles no hayan sido igualmente acogidos. Por lo menos uno de ellos, nombrado Valdés, es digno de un lugar entre Turgueneff, Dostoievsky y Tolstoi. La razón de habérsele negado tanto tiempo se hallará en que no ha querido adoptar una pose. El público se deja generalmente seducir por la pose, y Valdés ha renunciado a ella.

Su estilo es equilibrado, sencillo y espontáneo. Es un novelista vaciado en el molde más amplio. Su observación se extiende a todo y la vida se ofrece ante él como un libro abierto. Demostraría menos valor si no se atreviese a describir todas las escenas que a su imaginación se ofrecen.

Que los noveles escritores estudien a Armando Palacio Valdés. Este escritor se halla en la primera media docena de los grandes novelistas.

(Daily Chronicle.—10 Agosto de 1894.)

Palacio Valdés es un gran observador, no ya de las costumbres españolas de su tiempo, sino también de lo que hay de íntimo en el alma de nuestros contemporáneos. Así se explica que el insigne novelista tenga tan alta personalidad en nuestra patria como en el extranjero.

TORCUATO LUCA DE TENA

En la rica literatura española Armando Palacio Valdés ocupa un puesto preeminente como autor de novelas. Posee una vasta erudición. Escribe novelas de costumbres llenas de intuición y de verdad, aborda temas religiosos y filosóficos, ofrece pinturas excelentes de la vida aristocrática en España. Su estilo es de una perfección extremada; jamás traspasa la medida; nos recrea al mismo tiempo que despierta nuestra reflexión. Sus obras se han traducido a varios idiomas, y, sin duda, Palacio Valdés ha contribuído más que ningún otro escritor español a dar a conocer la literatura española fuera de su país y a hacerla estimar. Es un hombre de mundo espiritual e irónico, es un filósofo serio que se interesa por las cuestiones vitales y añade a un espíritu penetrante un gusto excelente. Maneja su hermosa lengua magistralmente, y bajo una forma elegante se encuentra siempre el contenido de un sentido profundo.

CARL DAVID AF WIRSÉN,
Secretario de la Academia Sueca.

La literatura española está de enhorabuena. Después de cinco años de mutismo, el maestro de la novela contemporánea acaba de publicar una nueva obra, Papeles del Doctor Angélico, que se aparta por su índole de las demás producciones de su autor ilustre.

Me cabe la honra—y de ello me envanezco—de haberme anticipado al entusiasmo que hoy despierta el autor de Riverita. Mucho antes de que se desbordase la admiración acumulada en largos años de silencio, y los rotativos propalasen la excelsitud de la labor de Palacio Valdés, yo había publicado en Nuestro Tiempo un extenso estudio asombrándome de que en el extranjero tuviesen más perspicacia que nosotros otorgando al maravilloso novelador el puesto preeminente que le corresponde dentro de nuestra literatura.

AUGUSTO MARTINEZ OLMEDILLA

La novela española atraviesa por un período de extraordinario brillo, y han nacido en la patria de Cervantes escritores que merecen ser conocidos y estudiados por nosotros. Entre ellos es preciso citar en primer lugar a Armando Palacio Valdés, que es realmente un novelista del más alto mérito y de la más intensa originalidad.

PH.-EMMANUEL GLASER

(Le Figaro.)

Palacio Valdés, después de Cervantes, es el novelista más notable que ha producido España.

FRANCISCO GIRALDOS

(Labor Nueva. Revista internacional. Barcelona.)

De toda esta pléyade de novelistas españoles aquel que más me ha agradado y más me ha enseñado acerca de la vida de España es Armando Palacio Valdés. Por la finura de observación, por su fidelidad a la naturaleza, por su espíritu equilibrado, se puede afirmar que ningún novelista en España ni fuera de ella ha escrito media docena de otras que sobrepujen a la media docena mejor que ha salido de su pluma. Leerlo en inglés con mucho de su aroma perdido es un exquisito placer, como la venta de doscientas mil Maximinas testifica.

GRANT SHOWERMAN

(The Sewance Review.)

En esto de concebir un argumento y madurarlo bien sometiéndolo a lenta incubación cerebral y desarrollarlo después con número, peso y medida, no alargando demasiado los episodios ni hinchando a fuerza de aire los personajes, ni desmadejando el diálogo en fruslerías e insulseces, creo que no tiene Palacio Valdés competidor entre todos nuestros novelistas. Hay que reconocerle primado indiscutible de la novela española.

FR. GRACIANO MARTINEZ,
Agustino. Director de España y América.

Podemos afirmar que Valdés posee las primeras cualidades de un gran novelista, en el sentido moderno, porque es un revelador y un intérprete de la vida, porque tiene el poder de identificarse con la vida de los otros. Cuando dice de su carácter que es vago e indefinido no debe entenderse como algo sombrío y enfermizo. Es más bien el de un espíritu que se oculta y gusta de sumergirse en la vida universal. Resplandece en sus obras la más alta sinceridad y firmeza, y al mismo tiempo se encuentra en todas ellas una profunda y delicada simpatía por todas las cosas; una clara visión que penetra en las más oscuras profundidades y lo eleva a las alturas más luminosas. El nos ofrece los acontecimientos vulgares de la vida ordinaria como son en realidad, pero nos vemos obligados a mirarlos con el sentido que él les presta; y mientras reconocemos estos sucesos como algo que ya habíamos visto, observamos que él les dota de un interés que no sospechábamos en ellos, y revela su carácter oculto con una gran riqueza de detalles aclaradores.

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