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VIDA DE CANÓNIGO

LAS ideas de mi tío don Sebastián acerca del ascetismo de los canónigos eran mucho más decididas que las de Pachón de la Quintana de Arriba. Nada de vacilaciones en este punto: ya sabía a qué atenerse. Para él la imagen de un canónigo evocaba un sin fin de representaciones cómodas, deleitosas y suculentas.

No es extraño. Si se hablaba de un vino añejo bien confortable, le oía llamar “vino de canónigo”; si se trataba de un chocolate exquisito, “chocolate de canónigo”; si de un colchón blando y relleno, “colchón de canónigo”; etc.

Toda su vida había sentido una envidia ruin por el alto clero, y deploraba amargamente que su padre no le hubiese dedicado al estado eclesiástico, en vez de dejarle al frente del comercio de ferretería que tenían en la planta baja de la casa. Porque si le hubiese enviado al Seminario, tal vez a estas horas sería canónigo. ¿Por qué no? ¿No lo era su primo Gaspar, que pasaba por un zote en la escuela? ¡Y nada menos que arcediano de la santa iglesia catedral de León!

Verdad era que el trato que sus hermanas le daban no era a propósito para ahuyentar de su carne los apetitos concupiscentes. Eran feroces aquellas dos hermanas que su padre le había dejado con el comercio de ferretería. No se sabe si se habían propuesto hacerse ricas a costa de las susodichas carnes de su hermano, o es que pensaban con terror en la muerte de éste y en la necesidad de traspasar el comercio, o, ¡quién sabe!, tal vez en su matrimonio. Porque, si bien mi tío don Sebastián no había mostrado jamás veleidades matrimoniales, el día menos pensado podía atraparle cualquier pelafustana. La mujer que se casa con un hombre que tiene dos hermanas solteronas, siempre es una pelafustana. De todas suertes, estas dos hermanas le escatimaban el pan, la carne y el vino, el betún para las botas, las toallas para secarse, y hasta el agua para lavarse.

Y así habían traspasado los tres la edad de cuarenta años. Don Sebastián, a quien la Naturaleza había dotado de un temperamento muelle y voluptuoso, se autorizaba cuando podía, a escondidas de aquellas dos fatales euménidas, algunos regalos. Un día se iba con don Hermenegildo el piloto al Moral para comerse una cesta de percebes y beberse algunos litros de sidra, otro se colaba bonitamente a las once en la tienda de la Cazana y tomaba una rosquilla rellena y media botella de vino de Rueda, o bien entraba por la tarde en el café Imperial y pedía un sorbete de fresa.

Pero de todos estos atentados tenían noticia al día siguiente las dos vírgenes agrias. Su policía era más exacta y más fiel que la del Sultán de Turquía. ¡Cielos, qué escándalo!, ¡qué pataleo!, ¡qué imprecaciones temerosas! En cierta ocasión, una de ellas llegó a darle un formidable escobazo en la cabeza.

De todos estos ultrajes supo vengarse bien y de una vez mi tío don Sebastián. No tenéis más que preguntarlo a cualquier viejo de la población, y os lo contará medio sofocado por la risa. El caso fué como sigue:

Un día subió don Sebastián de la tienda con una carta en la mano. Era del primo Gaspar. En ella le decía que se hallaba en Oviedo pasando una temporada con el señor obispo, que antes de ser preconizado, había sido su compañero y amigo íntimo en León; al mismo tiempo le hacía saber que en la diligencia del día siguiente iría a hacerles una visita y pasar un par de días con ellos.

La turbación que esta noticia produjo en las dos solteronas fué indescriptible. ¡Tener por huésped al arcediano de León, a un amigo íntimo del señor obispo, a cuya mesa se sentaba y a quien tuteaba en secreto, según se decía! Ya no se acordaban de aquel primo Gaspar a quien recosían los pantalones para que su madre no le zurrase la badana si llegaba con ellos rotos a casa, y a quien habían dado bastantes pescozones llamándole animal. Para ellas ya no existía más que un personaje eminente rebosando de teología y respetabilidad.

Pasada la primer impresión de estupor, hizo explosión en ambas solteronas una cantidad imponente de actividad doméstica. Se quitaron el corsé, se liaron un pañuelo a la cabeza, y dieron comienzo por sí mismas a la limpieza y arreglo del “cuarto de respeto”. La gran cama de palosanto, con pabellón y colcha de damasco encarnado, fué objeto de un minucioso reconocimiento. Se batió bien el colchón de miraguano y las almohadas de pluma, se le pusieron sábanas de fina batista, bordadas, que jamás de memoria de hombre habían salido del armario, y a su lado un hermoso tapiz que les había traído de Manila otro primo ya fallecido.

La criada fué expedida en diferentes direcciones. A la confitería de Nepomuceno, para encargar una tarta, mitad de almendra y borraja, a casa de Facunda, la pescadera, para que buscase algunas docenas de ostras y se las llevase a las once en punto de la mañana, a la fábrica de vidrios, para recabar de don Napoleón, el contramaestre, que saliese de madrugada a cazar unas arceas; etc., etc.

Mi tío don Sebastián seguía estos preparativos con respetuosa atención, pero sin osar emitir ninguna palabra. Bastaría la más corta frase para oirse llamar ganso, y no tenía deseo alguno de servir de pretexto a este símil zoológico.

Al día siguiente por la mañana se acicaló convenientemente, y a las once y media salió a esperar la diligencia de Oviedo, que llegaba siempre a las doce. La mesa estaba ya puesta; una mesa deslumbrante, con antigua y rica vajilla atestada de confites y frutas en almíbar.

A las doce y cuarto llegó don Sebastián con la cabeza baja, diciendo que el primo Gaspar no había llegado en la diligencia de Oviedo. El abatimiento más profundo se pintó en el rostro de las dos hermanas. Transcurrieron algunos instantes de silencio doloroso. Al cabo, don Sebastián profirió con tono fúnebre:

–Yo pienso que habrá perdido la diligencia de la mañana. Seguramente, llegará en la de la tarde.

Bastaron estas sencillas y razonables palabras para que sus dos hermanas se encarasen con él como dos fieras y le llamasen… ¿A qué decir cómo le llamaron?

De todos modos, no hubo más remedio que sentarse a la mesa y comer. Don Sebastián lo hizo lindamente. Sus hermanas charlaban como dos cotorronas que eran, haciendo sobre el caso los más disparatados comentarios. El engullía en silencio, pausada y sabiamente, alegrando los bocados exquisitos con un trago de vino de las Navas. Después de los postres se levantó de la silla como si hubiese cumplido con un penoso deber, y salió, como siempre, para el Casino. Así que dió la vuelta a la esquina de la calle, encendió un cigarro puro de los que había comprado para el arcediano, y chupándolo voluptuosamente, se fué a jugar su partida de tresillo.

En la diligencia de las siete tampoco llegó el canónigo. Don Sebastián comunicó la infausta nueva a sus hermanas con la misma cara que si les leyese la sentencia de muerte. La consternación les paralizó a todos la lengua. No hubo comentarios, no hubo protestas y lamentaciones. Un silencio funeral cayó sobre aquella afligida familia.

Pero la mesa estaba puesta. Salmón, arceas estofadas, riñones al jerez, pechuga de gallina a la besamela, compota de membrillo, bizcochos borrachos, fresas con crema. Don Sebastián dirigía miradas furtivas y ansiosas a tales riquezas. Las hermanas, presas de muda desesperación, no daban señales de acercarse a ellas.

–Vaya, vamos a cenar… De todos modos, el gasto está ya hecho…

Estas palabras provocaron una crisis de lágrimas, pasada la cual se sentaron los tres a la mesa. Ellas comían a la fuerza y exhalando suspiros dolorosos. El comía con fuerza y absorbiendo tragos exquisitos.

Cuando se levantaron, don Sebastián se tambaleaba. El dolor suele producir estos efectos deprimentes. Para esparcirlo un poco, dijo que iba a dar una vuelta por el muelle. Cuando dobló la esquina, volvió a encender otro de los magníficos habanos destinados al arcediano, y fué a sentarse en uno de los bancos del parque, donde se estuvo hasta que el fresquecillo le echó hacia casa.

Sus hermanas se habían encerrado ya en el dormitorio. La casa estaba silenciosa y triste, como si se hallase bajo el peso de una desgracia.

Mi tío don Sebastián se desnudó lentamente, pero en vez de meterse en su cama, tomó la palmatoria en la mano, se asomó con ella al pasillo, y después de cerciorarse de que nadie le veía, salvó con gran sigilo la distancia que le separaba del “cuarto de respeto” y se deslizó dentro del gran lecho de palosanto.

¡Oh dulce y blando colchón!, ¡oh tiernas almohadas!, ¡oh sábanas finísimas!

Mi tío don Sebastián se sentía inundado de una felicidad celestial. Dió un soplo a la luz, cerró los ojos, y murmuró sonriendo a las tinieblas:

–Ya no me muero sin saber lo que es la vida de canónigo.

UNA MIRADA A LO ALTO

I

EN las primeras horas de la noche me place discurrir por las calles céntricas. Uno tras otro los arcos voltaicos se encienden, y mantienen a distancia las tinieblas que la huída del sol convida a descender. Los coches regresan del paseo, y los nobles brutos que los arrastran se muestran impacientes ante la muchedumbre que obstruye la vía.

¡Crepúsculo hermoso el de la gran ciudad! Que otros vayan a gozarse melancólicamente al bosque silencioso, y que miren al sol ocultarse detrás de los montes lejanos, y que escuchen con placer las esquilas del ganado y los dulces sones de la flauta pastoril; que corran a la playa desierta y se deleiten contemplando el romper de las olas espumosas. Yo gozo mirando las telas y las joyas deslumbrantes que se ostentan en los escaparates. Pero gozo más cuando alguna bella, desde lo alto de un coche, como una diosa sobre su trono móvil de seda, me lanza una mirada. ¡Avergonzaos, ricas telas, ocultaos, joyas deslumbrantes!; el sol, al partir, ha dejado en aquellos ojos toda su luz como un depósito sagrado.

 

Con tranquilo placer mis pasos errantes se deslizan por la calle. La muchedumbre se aprieta en torno mío. ¡Escuchad, escuchad esos gritos gozosos; ved esa larga fila de carruajes que llevan sobre sus ruedas la belleza, la juventud y la alegría de la villa! ¡Mirad a ese joven tembloroso que se acerca, embargado de emoción, al borde de la acera, y recoge al pasar la sonrisa de su amada y una señal de su mano adorada, de esa mano que él besa furtivamente cuando en el Retiro la dama de compañía se distrae…, o se hace la distraída! Mis canas me preservan ya de estos temblores, mas, ¡ay!, no puedo menos de acordarme de ellos.

El tumulto crece por momentos. Todo se agita, todo se mueve. Los caballos piafan de impaciencia, y las mamás, más impacientes aún, quisieran estar ya delante de la mesa, donde humea la sopa confortable. El río de la vida serpentea por las calles.

II

Súbito me lanzo sobre la plataforma de un tranvía que pasa. Este tranvía me conduce al extremo oriental de la ciudad. Doy unos cuantos pasos más, y me encuentro en plena campiña obscura y silenciosa. Mi alma se había alejado de mí en la agitación febril de la vida, y allí se acerca para decirme al oído algunas palabras misteriosas debajo de la gran bóveda estrellada. Me siento sobre una piedra, y mis ojos se pasean por el firmamento, escrutando sus profundos senos.

Allá va la Lira a ocultarse en las lejanías del Poniente. ¡Oh dulce Vega de inmarcesible luz; tú fuiste el astro virginal de mis ensueños infantiles! ¡Cuántas veces, al regresar a casa de la mano de mi padre, mis ojos se levantaban hacia ti! Tú me decías algo divino e inexplicable; mi pequeño corazón palpitaba, mi alma se llenaba de blanca claridad como la tuya, y algunas lágrimas temblaban en mis pupilas. Ahora con velocidad desciendes, arrastrada por tus corceles azulados, y pronto desaparecerás. Mi infancia, ¡ay!, largo tiempo ha que se ha ido. Pluguiera a Dios que al morir volase directamente a ti, y en alguno de los mundos que iluminas volviese a hallar los dulces sueños que me agitaban cogido de la mano de mi padre.

En lo alto del cenit brilla la hermosa Capella, la estrella de mi adolescencia. Esparce su luz tranquila sobre la tierra, y, vestida de rayos luminosos, lleva en su seno tesoros de amor. Mi frente pálida se alzaba hacia ti en otro tiempo bien lejano, y allí ansiaba ir con la niña de ojos azules, de cabellera de oro, que levantaba la punta de la cortina de su ventana cuando yo venía de mi cátedra con los libros debajo del brazo. Allí quisiera también ir cuando me muera.

Aldebarán famoso avanza con rapidez y despliega su cabellera resplandeciente entre las Hiadas. Su ojo fogoso placía a mi juventud, porque le prometía las emociones cambiantes y violentas que ansía un espíritu altanero. Yo amaba entonces las armas y la lucha, y soñaba con la corona del vencedor. Ardiente como tú, avanzaba por la vida arrebatado y sorprendido de mí mismo. ¿De dónde venía aquella embriaguez que me impulsaba a destruir y crear al mismo tiempo? ¿Por qué temblaba de ira, y un minuto después temblaba de amor? Quizás tú, desde lo alto del espacio, enviabas a mi alma esa divina inquietud, ese tormento delicioso que consumía mi corazón y lo hacía florecer. Entonces las crestas azuladas de los montes murmuraban alegrías para mí, los rumores del bosque y el silencio de la noche me infundían ansias locas de voluptuosidades desconocidas, ardores insensatos de amor y de muerte. Allí quisiera también ir.

Descansando sobre el horizonte, el gigante Orión, amo del cielo, ostenta con calma el tesoro de sus luces. Invencible y generoso Orión, tú fuiste la envidia de mi edad viril: a ti demandaba el valor y la abundancia, la paz y la sabiduría de que estaba sediento. Opulento y feliz, gozas de la afluencia gloriosa de tus astros, posees todos los bienes del cielo y conduces tu carro cargado de riquezas, alumbrando la obscuridad de los espacios insondables. Tú eres el primero entre los gigantes que cruzan el firmamento, y tus brazos poderosos se extienden a una distancia que la mente humana apenas puede imaginar. Naces y brillas en diferentes hogares, desarrollas tu inmortal poderío entre millones de globos, y, animado siempre del mismo vigor, eres el símbolo de lo que ha sido mi más constante anhelo en este mundo, eres el símbolo de la fuerza en el reposo.

Pero ya se huyó también mi edad viril. Mi frente fatigada se inclina hacia la madre tierra, mis fuerzas decaen, las luces de este mundo palidecen, mis ojos se preparan a dormir. ¿Qué debo esperar cuando despierte? Un sol mucho más grande, más santo, más luminoso que el que nos alumbra, un sol maestro de pureza que no ilumine la traición, que desvanezca la mentira, que acaricie al inocente y abrase al malvado, un sol de amor y de justicia cuyo aliento envíe a sus hijos una eterna primavera que derrita los hielos del egoísmo y de la envidia. ¡Helo allí ese sol en la región lejana enganchando ya sus corceles para subir! Debajo de Orión, el claro Sirio comienza a rasar con sus fuegos el horizonte. Allí quisiera ir, por fin.

III

Pero la noche agita ya sus alas rápidas, y a las sublimes emociones que me embargan sucede el gozoso recuerdo de mi hogar. Me levanto y busco de nuevo el tranvía, que me conduce rápidamente a él. Subo la escalera de mi casa y abro silenciosamente la puerta; entro en mi gabinete de trabajo, y en medio de él me detengo, contemplando con profundo sentimiento de piedad el retrato de mis padres. Voy al dormitorio de mi hijo, y le veo dormir, y escucho con placer el soplo sosegado de su pecho. Después me dirijo al comedor. Mi esposa inclina su dulce rostro infantil sobre la costura debajo de la lámpara. Por algunos momentos la contemplo en silencio. En ella reposa mi corazón, y la paz serena del amor me inunda de alegría en su presencia. Entonces me acuerdo de aquellos astros suspendidos en el espacio, donde mi espíritu ansiaba volar. Un estremecimiento de horror agita mi cuerpo. ¡Oh, no; no quiero peregrinar solo por esos mundos resplandecientes, no quiero pasar a vuestro lado, seres adorados, sin amaros, tal vez sin conoceros, no quiero otras vidas siderales, no quiero ser el favorito de los dioses! A vuestro lado he gozado horas felices que me envidiarían todas las estrellas del cielo. ¡O con vosotros, amados de mi alma, o a la negra fosa, y dormir allí para siempre!

LA PROCESIÓN DE LOS SANTOS

MÁS de una vez me aconteció penetrar en la vieja catedral gótica a la caída de la tarde. Allá en el fondo hay una obscura capilla solitaria, y allá en el fondo un Cristo solitario abre sus brazos doloridos entre dos cirios que chisporrotean lúgubremente.

En pie frente a Él, le contemplo, le imploro y muchas veces también le interrogo: “¿Quién te ha enseñado esas dulces palabras que salieron de tus labios? ¿Por qué te has dejado matar? ¿Por qué no has luchado, por qué no has herido y triunfado? ¿Eres Dios, o eres un iluso? ¿Por qué no has sido egoísta y vano y cruel como yo lo he sido?”

El me escucha y murmura palabras de consuelo, y algunas veces sus ojos se clavan en mí con severidad, y alguna vez me sonríen.

Una tarde, de rodillas, apoyé la frente sobre el pedestal de la cruz. Ignoro el tiempo que así estuve. Al cabo sentí que una mano se apoyaba sobre mi hombro. Alcé la cabeza, y vi la figura blanca y radiosa de un hombre por cuya frente corrían algunas gotas de sangre. El Cristo había desaparecido de la cruz.

–Sígueme—me dijo con voz que penetró hasta lo más profundo de mi corazón.

Al mismo tiempo, por detrás del altar surgieron otras figuras de hombres y mujeres, y en un momento se pobló la capilla. La capilla era pequeña, pero la muchedumbre era grande.

–Seguidme todos—dijo el Señor.

Y nos lanzamos a la puerta en pos de Él los que allí estábamos.

–¡Vamos al cielo!, ¡vamos al cielo!—oía murmurar a los que tenía cerca.

Salimos al campo. La luna bañaba con su luz tibia los árboles, las mieses, las praderas. La figura blanca del Cristo se destacaba más pura y más bella que la de la luna. Marchaba delante, y sus pies parecía que no tocaban la tierra. Cercanos a Él caminaban algunos hombres y mujeres cuyas figuras creía reconocer. “Ese es Agustín, ése es Bernardo, ésa es Teresa”, me decía. Pero tan cerca de Él como éstos marchaban otros hombres y mujeres completamente desconocidos para el mundo.

La campiña era de plata; el cielo, de oro. Los árboles inclinaban sus penachos al paso del Señor, murmurando plegarias. El viento dormía. Nada se escuchaba, ni el ladrido de un perro, ni el canto de un gallo, ni el rumor lejano de la mar. La procesión caminaba en silencio.

Trasponíamos las colinas, trasponíamos los valles. La campiña era cada vez más amena. Una brisa suave se alzaba del suelo cargada de aromas. Las rosas abrían sus cálices fragantes; las estrellas dejaban caer sobre ellos sus luces temblorosas.

Pero algunos íbamos quedando rezagados.

De vez en cuando el Señor se detenía, volvía su rostro hacia nosotros, y nos hacía seña para que nos diéramos prisa. Los demás cumplen sus órdenes; pero yo cada vez voy quedando más atrás. El cansancio se apodera de mi cuerpo, y me place detenerme a menudo para contemplar la belleza de una flor, para escuchar el canto de un pájaro.

Voy quedando solo. Entonces me salen al encuentro hombres guerreros, de labios blasfemos, de ojos sarcásticos, que me cierran el camino. Lucho con ellos; logro vencerlos. La procesión se aleja, y pienso con horror que muy pronto la perderé de vista.

Pero el Señor no se olvida de mí. A menudo se detiene, se empina sobre sus divinos pies para verme, y, por encima de las cabezas de la muchedumbre, me insta con la mano para que camine.

–¡Maestro—le grité—, te sigo de lejos, pero te sigo!

Entonces una sonrisa bondadosa iluminó su rostro. El Señor sonreía de mi petulancia y me hizo con la cabeza un signo de aprobación, permitiéndome seguirle del modo que pudiera.

PERICO EL BUENO

NUESTROS ideales no siempre se armonizan con las tendencias secretas de nuestra naturaleza, como afirman los filósofos moralistas. Por el contrario, he visto en muchos casos producirse una disparidad escandalosa.

He conocido avaros que admiraban profundamente a los pródigos, que hubieran dado todo en el mundo por parecérseles…, menos dinero. Había un comerciante en mi pueblo que pasó toda su vida contándonos lo que había derrochado en un viaje que había hecho a París, sus francachelas, la cantidad prodigiosa de luises que había esparcido entre las bellezas mundanas. Se le saltaban las lágrimas de gusto al buen hombre narrando sus aventuras imaginarias. Pero ésta es una historia que dejo para otra ocasión.

Voy a contar ahora la de Perico el Bueno. Ni yo ni nadie en el pueblo sabía de dónde le venía este sobrenombre. Pero menos que nadie lo sabía él mismo, a quien enfadaba lo indecible. No había en el Instituto un chico más díscolo y travieso. Era la pesadilla de los profesores y el terror de los porteros y bedeles. En cuanto surgía en el patio un motín o una huelga, podía darse por seguro que en el centro se hallaba Perico el Bueno; si había bofetadas, era Perico quien las daba; si se escuchaban gritos y blasfemias, nadie más que él los profería.

Parece que le estoy viendo, con un negro cigarro puro en la boca, paseando con las manos en los bolsillos por los pórticos y arrojando miradas insolentes a los bedeles.

–Señor Baranda—le decía uno cortésmente,—tenga usted la bondad de quitar ese cigarro de la boca: el señor Director va a pasar de un momento a otro.

–Dígale usted al señor Director que me bese aquí—respondía fieramente Perico.

El bedel se arrojaba sobre él; le agarraba por el cuello para introducirle en la carbonera, que servía de calabozo. Perico se resistía; acudía el conserje: entre los dos, al cabo de grandes esfuerzos, se lograba arrastrarlo y dejarlo allí encerrado.

Parece que le veo también en la clase de Psicología, Lógica y Etica disparando saetas de papel y haciéndonos reir con sus muecas. El profesor era un hombrecillo redondo y bondadoso que gustaba de los símiles.

–Señor Baranda, a la manera que la manzana podrida se separa de las otras para que no las contamine, me hará usted el favor de apartarse de sus compañeros y sentarse en aquel rincón de la derecha.

Perico no se movía una pulgada de su puesto.

–Señor Baranda, hágame usted el favor de separarse—repetía el profesor.

–¡Que se separen las manzanas sanas!—respondía Perico alzando los hombros con ademán desdeñoso.

El profesor insistía, trataba con razones y amenazas de persuadirle. Todo era en vano. Al cabo nos decía, un poco avergonzado:

 

–Vaya, vaya; tengan ustedes la bondad de separarse y dejarlo solo.

Y henos aquí a los treinta o cuarenta muchachos que componíamos la clase levantándonos de nuestros asientos y apartándonos algunos metros del rebelde.

Por supuesto, estoy en fe de que no se le formaba consejo de disciplina y se le arrojaba para siempre del Instituto por respetos a su padre, don Pedro Baranda. Este señor era un industrial que poseía una fábrica de ladrillos en las afueras de la población, excelente persona y, además, uno de los jefes del partido republicano. Como nos hallábamos en plena revolución, ningún profesor osaba malquistarse con él.

Perico sufría horriblemente cada vez que se oía llamar el Bueno. Rechinaba los dientes, y si era algún chico de su edad quien le injuriaba de este modo, se arrojaba sobre él y le hinchaba las narices. Porque es de saber que Perico era bravo, y, aunque no muy fuerte, prodigiosamente ágil y diestro en toda clase de ejercicios. Nadie le aventajaba en la carrera ni en el salto, ni nadie jugaba como él a las puentes y al pido campo. Recuerdo en que una tarde en que por instigación suya hicimos novillos, y en vez de asistir a la clase de Retórica y Poética, nos fuimos a poetizar al campo, como nos alejáramos demasiado y se llegara el crepúsculo, tuvimos miedo de no estar al Angelus en casa, como nuestros padres nos tenían prevenido. Nos hallábamos cerca del puente por donde cruzaba la vía férrea. Perico ve llegar el tren a toda marcha y, sin decirnos palabra, se encarama sobre la barandilla y se arroja sobre una de las plataformas, logrando ganar sano y salvo la población en pocos minutos.

¿Por qué no he de confesarlo? Yo le admiraba, y fuí su amigo sincero. El me mostró siempre también particular predilección, y desahogaba conmigo sus penas. Una de las mayores era aquel ridículo apodo que sobre él pesaba. Le parecía el colmo de la degradación.

–¡Mira tú—me decía algunas veces sonriendo con amargura—que llamarme a mí Perico el Bueno, cuando soy más malo que un dolor a media noche!

No podía sacarse esta espina del ojo.

Cuando nos hicimos bachilleres le perdí de vista. Yo me vine a Madrid, y él se quedó en el pueblo. Algunos años después le hallé completamente transformado. Había muerto su padre, y se había puesto al frente de la fábrica, y se había metido en política. Era un hombre grave, silencioso, pero siempre enérgico y dispuesto a encolerizarse por cualquier bagatela. Sus ideas políticas, exageradamente radicales, casi anarquistas, y cuando llegaba el momento, las expresaba con una violencia y un cinismo que ponía en suspensión y espanto a los pacíficos habitantes de nuestra villa. De religión no había que hablar: Perico se había declarado enemigo nato del Supremo Hacedor, y al final de cualquier francachela con sus amigos hablaba, como cosa natural y sencilla, de beber la sangre del último rey en el cráneo del último sacerdote.

¡Y, sin embargo, en la población seguía nombrándosele Perico el Bueno! Claro está que era por la espalda, pues cara a cara nadie hubiera osado darle este apodo infamante.

Pronunciaba conferencias en el Centro Obrero y arengaba a las masas en todas las manifestaciones republicanas con mucho más calor que elocuencia. Su espíritu no se nutría más que de los artículos de fondo de los periódicos radicales y de los libros de los filósofos materialistas de última hora. El de Büchner Fuerza y materia era su evangelio. Pero en los últimos tiempos, poco antes de llegar yo al pueblo, habían caído en sus manos algunas obras de Federico Nietzsche y las había devorado con verdadera glotonería, y sin digerirlas muy bien, hacía uso de ellas para aterrar a sus convecinos. Todas las virtudes eran para él objeto de feroces sarcasmos: la bondad no significaba más que impotencia; la humildad, bajeza; la paciencia, cobardía. Exaltaba, en cambio, la crueldad, la astucia, la audacia temeraria, el carácter agresivo, como instintos preciosos que aumentan nuestra vitalidad y hacen la vida más bella y más intensa. “¡Es menester decir “sí” al mal y al pecado!”, repetía a cada instante en el Casino, en medio de la estupefacción de los burgueses que le escuchaban. Hablaba de demoler los hospitales, los asilos y hospicios, como centros de putrefacción donde se guarda con esmero la podredumbre humana, que luego se esparce y nos envenena a todos; se entusiasmaba con la costumbre espartana de despeñar a los niños mal configurados, y hasta hallaba razonable la de sacrificar a los viejos e impotentes… En fin, un verdadero horror.

Si alguno de los circunstantes quería atajarle y responder a tales atrocidades, Perico se encrespaba, y chillaba tanto y tan alto, que había que dejarle.

Cierta tarde, en el Casino, se complacía en atacar y burlarse de la santidad, repitiendo las paradojas del filósofo que le había sorbido el seso:

–Existen ciertos hombres—decía—que sienten una necesidad tan viva de ejercitar su fuerza y su tendencia a la dominación, que, a falta de otros objetos, o porque han fracasado siempre, concluyen por tiranizar alguna parte de su propio ser. La santidad, en último término, es cuestión de vanidad.

Un ilustrado profesor del Instituto tuvo la mala ocurrencia de replicarle:

–Pero, señor Baranda, ¿hay hombre alguno sobre la tierra tan desprovisto de fuerza, que no pueda hacerla sentir de algún modo a sus semejantes? Yo he conocido mendigos tullidos, enfermos, seres sumidos en la más profunda abyección, que dejaban cerillas encendidas en los pajares y ponían cristales en los caminos para que se hiriesen los transeuntes.

Perico reprimió con trabajo su cólera y trató de hablar con calma.

–Le digo a usted que es cuestión de vanidad y, además, de pasión. Bajo la influencia de una emoción violenta, el hombre puede determinarse, lo mismo a una venganza espantosa, que a un espantoso aniquilamiento de su necesidad de venganza. En un caso o en otro, sólo se trata de descargar la emoción.

–Pero la pasión no es más que la exaltación del sentimiento—manifestó el catedrático—. Para que exista la emoción religiosa capaz de producir el ascetismo, es necesario que haya existido antes el sentimiento religioso. No es, pues, la pasión religiosa la que usted nos debe explicar, sino el sentimiento de donde procede. Que el hombre, acometido y dominado por una excesiva emoción, puede determinarse a obrar de un modo monstruoso y hasta contrario, no ofrece duda. Pero el “porqué” y el “cómo” se ha producido tal emoción es lo que debemos investigar. Si en algunos casos los efectos del amor y del odio pueden ser los mismos, porque el fuego de la exaltación consuma y borre las diferencias, no por eso dejarán de ser radicalmente sentimientos distintos y contrarios.

–Bien; pues aunque no fuese cuestión de vanidad y de pasión, yo no puedo menos de despreciar profundamente a esos castrados—repuso con tono y gesto despectivos Perico—. Después de todo, esos eunucos, incapaces de gozar de la vida, sólo tratan de hacerla más llevadera sometiéndose vilmente a una voluntad extraña o a una regla. Son en el fondo unos epicureístas, aunque bien ridículos.

–¡Rara manera de hacer la vida dulce el obedecer a un superior caprichoso, colérico o estúpido!—exclamó el profesor—. Y aunque por un esfuerzo de la voluntad lograsen no sentir el resquemor de las humillaciones, ¿cómo evitar el sufrimiento que producen las incomodidades físicas? ¿Es más ligera la vida para el que no tiene un instante suyo, a quien se obliga a comer manjares que le repugnan, velar cuando tiene sueño, dormir cuando no lo tiene, viajar cuando se halla fatigado y reposar cuando siente necesidad de movimiento, que quien dispone libremente de su actividad? El filósofo Epicuro se maravillaría, ciertamente, de que considerasen discípulos suyos a San Antonio y San Francisco. Porque si para él la serenidad intelectual y moral significaba el placer más grande de la vida, juzgaba igualmente el bienestar físico como condición para la tranquilidad moral, y los placeres del cuerpo, sobre todo el del vientre, como raíz de los placeres del alma.

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