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–Cuéntenoslos usted.

–Nunca.

Y seguí adelante, muy contento de haber enviado a Gloria delicadamente un testimonio de mi amor. No tardamos en llegar al monasterio. Está situado en una meseta o cornisa que forma la falda de la colina, a una altura bastante considerable ya sobre el nivel del río. El edificio no es grande ni ofrece mucho de particular en el estado de abandono en que se halla; pero delante de él hay una especie de terraza desde donde se divisa uno de los paisajes más hermosos que pueden verse en ninguna parte del mundo.

Todos nos quedamos extasiados en su contemplación. Lo que primero atraía la vista era la ciudad. La hermosa sultana del Mediodía reposaba del lado de allá del río, con blancura deslumbradora que le da carácter africano. Eran las cuatro de la tarde. El sol la bañaba con sus rayos oblicuos, pero vivos aún y ardorosos. Sus innumerables torrecillas mudejares de pizarra y azulejos brillaban como diamantes, y sobre todas ellas descollaba la formidable y esbelta Giralda, el antiguo y severo alminar de los árabes, con fuerte color anaranjado. El espacio que ocupa en la vega donde está asentada es grande. Todavía detrás de ella, sin embargo, nuestros ojos percibían extensa llanura verde y dorada, cerrada por una leve ondulación del terreno. “Allí está Alcalá de Guadaira, me dijeron; allí Carmona.” No conseguí verlas. Del lado de acá, por la parte del Sur, la gran ese del río brillaba a los rayos del sol, desarrollándose entre huertas de naranjos y olivos. A cierta distancia éstas cesaban, y la campiña se extendía llana, desnuda, con un color dorado, hasta tocar en el cielo en los confines del horizonte. En aquel espléndido paisaje mis ojos no veían la riqueza infinita de matices de mi Galicia. El esplendor irresistible de la luz los borra y los confunde todos. La impresión, a pesar de eso, o por eso quizá, era más viva. A falta de colores, había destellos. El suelo y el aire ardían como una iluminación universal. Luego los contornos de los objetos, lo mismo los próximos que los lejanos, eran tan puros, tan claros, que algunos, como la Giralda, parecían dibujados en un gran lienzo con mano dura. Los mismos bosquecillos que rodean la ciudad no formaban masas verdes o manchas, sino que veíamos los árboles separados con admirable precisión. Por una atracción de que no me daba cuenta, mi vista se fijaba con persistencia en el espacio azul. La luz ejercía sobre mí en aquel momento la misma fascinación que sobre las mariposas. Sentía un placer inmenso, un deleite casi sensual en sumergir la mirada en aquel aire transparente y límpido, y me acometían vagos anhelos, ansias indefinibles que me producían una especie de desvanecimiento. Por un instante se me borró hasta la noción de la existencia, hasta el pensamiento de Gloria, que tenía a cuatro pasos de distancia. Si hubiera tenido alas, me hubiese lanzado al infinito luminoso, sin acordarme de ella, aunque esto parezca una contradicción inverosímil. Esta especie de enajenación desapareció cuando oí la voz de Pepita a mi espalda.

–¡Considera, alma cristiana, en esta primera estación!…

Volví la cabeza riendo, y mis ojos tropezaron con los de Gloria, que los apartó al instante. No cabía duda; me estaba mirando.

Bajamos de nuevo al pueblo, y advertí que Suárez, por más que hizo, no consiguió emparejarse con ella. Se había cogido al brazo de su tía Etelvina, y hablaba animadamente sin hacer caso de él, hasta que, despechado al fin, se acercó a acompañar a una de las de Enríquez. “Bueno va”, dije para mí, con viva alegría que me brotaba a la cara. Isabel y Villa no se habían separado. Consideré con tristeza al pobre comandante preso de nuevo en las redes de aquel amor imposible, cuando Joaquina se me acercó diciendo:

–¿Mira usted a Villa? ¿Verdad que parece imposible que un hombre formal se ponga en ridículo hasta ese punto?

Me encogí de hombros y sonreí. ¡Ponerse en ridículo! ¿Qué le importa al que ama de veras ponerse en ridículo? Quien se admire de esto, ni ha amado nunca, ni sabe lo que es amor. A riesgo de parecer grosero, alejéme de Joaquinita. Su compañía en aquel momento podía echar a perder un fausto suceso que veía en lontananza.

Atravesamos de nuevo el pueblo, y salimos por la parte del Sur a las huertas y jardines que lo circundan. Al través de las puertas enrejadas, veíamos las casitas de campo, con persianas verdes cuidadosamente echadas, enteramente solitarias. Sus habitantes, si es que los había, debían de estar resguardados del calor hasta la hora en que el sol se pusiese. Próxima ya a la falda de la colina, estaba la Palmera. Era la más amplia en territorio y la que poseía casa más grande y suntuosa. Desde la puerta de salida hasta el edificio había una ancha avenida orlada de palmeras, en suave declive. A entrambos lados se extendía un bosque inmenso de naranjos. El jardín de la casa estaba ya tallado en la colina. Para subir a aquélla había tres escalinatas adornadas con macetas. En los tres decansos se veían jardinillos bastante descuidados, pero que tenían ese encanto misterioso y poético que la naturaleza presta a los lugares que el hombre la abandona. Los arbustos habían crecido desmesuradamente y tejían sus ramas formando bosquecillos impenetrables. Las flores eran escasas y crecían donde los arbustos no les quitaban la luz.

A la puerta nos recibieron los criados, que habían ido por la mañana con los víveres. El que estaba al frente de la finca nos acompañaba desde la puerta de hierro. Era una casa del siglo pasado, espaciosa, fresca, y un poco desmantelada. Hacía tiempo que los dueños no iban allí sino por un día o dos. Excitada la curiosidad de todos, quisimos recorrerla luego que hubimos descansado unos minutos, y lo hicimos en tropel entrando y saliendo por las vastas habitaciones solitarias, turbándolas con nuestros gritos y risas. En la planta baja había un gran salón, de techo elevadísimo, con pavimento de azulejos colocados en caprichoso mosaico. Los muebles eran severos; el damasco encarnado de las sillas y cortinas había empalidecido extremadamente. Los muros tenían pintado al fresco un gran zócalo que llegaba hasta la mitad; de allí arriba, enjalbegados como la casa de un menestral; pendían de ellos varios retratos al óleo, de caballeros y damas del siglo diez y ocho. Estos retratos, que eran los de los antepasados de Isabel, llamaron poderosamente la atención de los convidados. Particularmente las damas, no acababan de asombrarse de que se gastasen tales tocados y vestidos, como si no pudiera ponerse un pero a los que ellas llevaban. Había además un comedor espacioso, con grandes armarios de caoba, bien provistos de vajilla. En el piso alto nos llamó la atención un gabinete muy lindo, en cuyos balcones habían puesto por capricho cristales de todos colores. Nos detuvimos bastante rato contemplando la campiña al través de cada uno. Aquellos paisajes azules, rojos, amarillos, que alguna vez se ven en sueños, hacían prorrumpir en exclamaciones de alegría o disgusto a mis compañeros.

–Voy a enseñarles a ustedes la salida del manantial—nos dijo Isabel.

Bajamos, guiados por ella, a la planta baja, atravesamos un patio, abrió un criado una puertecita verde y entramos en un recinto semejante a una gruta. La atmósfera estaba impregnada de humedad. Escuchábase el rumor del agua, pero no la veíamos, porque estaba oscuro. Cuando los ojos se fueron acostumbrando, observamos allá en el fondo, brotando de la peña, un raudal enorme, verdadero río que caía en un estanque cerrado toscamente por piedras. El sitio era el más grato que pudiera hallarse en tal instante. La frescura singular que se sentía dilató nuestros pechos, harto oprimidos, y nos hizo prorrumpir en exclamaciones de bienestar. Nadie quería salir de allí. Sin embargo, fué preciso al fin, porque se llegaba la hora de confortar los estómagos. Isabel había dejado a Villa y tenía abrazada a Gloria por la cintura. Ambas fueron quedando rezagadas a la salida. Cuando iba a trasponer la puerta, Isabel me llamó.

–Oiga usted una palabrita, Sanjurjo.

Al mismo tiempo se retiró hacia el fondo de la gruta, arrastrando a Gloria. El corazón me dió un vuelco, y las piernas me flaquearon. Llegaba el momento crítico que había de resolver de mi suerte. Haciendo un esfuerzo sobre mí mismo, acerquéme sonriente a las jóvenes. Debía de estar, o muy rojo, o muy pálido. Isabel no me dejó pronunciar una palabra. Si me hubiese dejado, no sé si hubiera sido capaz de hacerlo.

–Sanjurjo, mi opinión es que debe concluir eso que hay entre Gloria y usted. Ustedes se quieren. ¿Por qué han de pasar el tiempo en monerías?

¡Pasar el tiempo en monerías! Declaro que nada me ha parecido, ni antes, ni después, tan lógico, tan convincente como esta sencilla proposición.

Y como nos quedásemos turbados, ella roja, yo rojo también, mirándonos con ojos brillantes, la condesita nos dijo en tono protector:

–Vamos, dense ustedes la mano, y no haya más regaños.

Me apresuré a coger la mano de mi adorada, y la aprisioné entre las mías largamente, pero sin acertar a decir palabra. La presencia de Isabel me estorbaba ya terriblemente. Al fin, la emoción venció a la vergüenza, y comencé a verter una serie de frases incoherentes, apasionadas, estúpidas, protestando de mi cariño. Estaba loco. Tantos disparates debí decir, que Gloria soltó su mano bruscamente y echó a correr hacia el fondo. Isabel me hizo con los ojos seña de que la siguiese.

–Gloria—le dije en voz baja, acercándome suavemente—, ¿sigues enfadada conmigo?

Por toda contestación se llevó el dedo a los labios, diciéndome con fingido enojo:

–Cargante, ¿no tenías tiempo de desirme esas guasitas cuando estuviéramos solos?

No pude contenerme. Me acerqué más a ella y la estreché fuertemente contra mi corazón. Una tosecilla seca de Isabel, cuya figura tapaba la puerta, nos avisó de que nos veía y que juzgaba aquello un poco descomedido. Gloria me rechazó; pero yo, tomándole las manos, preguntéle con acento conmovido:

 

–¿Por qué me has hecho sufrir tanto?

–También yo he sufrido; calla.

Y se dirigió a la puerta llevándome a su lado. Isabel dió algunos pasos hacia nosotros, y sonriendo maliciosamente nos dijo:

–Veo que la reconciliación ha sido completa.

Luego abrazó a Gloria y le dijo al oído algunas palabritas. Esta soltó una carcajada y la besó con efusión repetidas veces. Después, sin saber cómo, la risa se tornó en llanto: ocultó el rostro en el pecho de su prima y comenzó a sollozar perdidamente. Comprendí que aquellas lágrimas no eran de dolor, pero me apresuré a preguntarle:

–¿Qué te pasa, Gloria? ¿Te sientes mal?

Sin levantar la cabeza me hizo seña con la mano de que me fuese. Yo, sin hacer caso, volví a preguntar:

–¿Estás indispuesta?

Entonces, levantando la frente, con los ojos nublados de lágrimas y sonrientes a la vez, exclamó con rabia:

–¡Vete, payaso, vete! No quiero que me veas llorar.

Muchas veces después me he oído llamar payaso por Gloria, y siempre se lo he agradecido; pero nunca este calificativo me hizo experimentar una sensación más feliz, un transporte tan delicioso como entonces. Salí por la puertecita en un estado de turbación que hubiera hecho reir a cualquiera. Llegué al comedor, y no comprendí por qué Suárez me dirigía una mirada tan glacial. Yo de buena gana le hubiera abrazado como a todo el mundo. Si no abrazos, por lo menos empecé a repartir sonrisas a todos, porque me parecía que todos habían contribuído a mi felicidad. Lo único que me sorprendió, al cabo de algunos momentos, fué que no me preguntasen por Gloria. Dios mío, ¿cómo se podía vivir sin Gloria? Pero Gloria no tardó en llegar, las mejillas inflamadas, los ojos enrojecidos y brillantes. No me miró al entrar. Comprendí que sin mirarme me veía, y esperé.

–A la mesa, a la mesa—dijo Isabel.

Vi que el malagueño se acercaba a Gloria y le decía algunas palabras, y vi que ella hacía una mueca de indiferencia y le volvía la espalda. ¡Qué criatura tan inteligente! Vi que, como quien no quiere la cosa, se iba acercando hacia el sitio donde yo estaba; y vi que se llevaba las dos manos al pelo y se daba unos toquecitos nerviosos para arreglárselo; y vi que cogía una silla y la separaba para sentarse; y vi que apoyaba su mano en la contigua… Y no quise ver más. Fuí allá, y me senté resueltamente a su lado.

No recuerdo los manjares que nos sirvieron, ni creo que los recordaría entonces, después de haberlos comido. Me parece que eran la mayor parte fiambres de fonda, y que había gran profusión de confites. Lo que retengo en la memoria admirablemente es que Gloria me sirvió almíbar de azahar, diciéndome que era cosa exquisita, y que yo no lo encontré tanto y que ella se enfadó y me dijo que era un simple y un desaborío, y que yo, para cortar la discusión, le dije que si me la sirvieran a ella en ese almíbar, la comería, pero otra cosa no, y que ella me respondió, riendo, que yo “era un gaditano con más conchas que un galápago”. En cambio, cinco yemas de San Leandro, que me hizo comer una tras otra, me parecieron deliciosas, y alabé las manos de las monjas, y a Dios que las había criado.

Después de merendar nos fuimos al salón. Elenita se puso a teclear en el piano antiquísimo, de voces cascadas y metálicas; un verdadero trasto. Temblé que comenzase a cantar alguna de sus romanzas sentimentales, y más cuando vi acercarse al presbítero y decirle algunas palabras al oído; pero no fué así. La vivaracha joven tocó una tanda de valses, y llamó al pollo desconocido, nombrado Lisardo, según creo, para que le volviese las hojas. Don Alejandro, mientras tanto, paseaba a grandes trancos por el salón, con aspecto sombrío.

–¿Qué, no se baila?—preguntó la chica al terminar, haciendo girar el asiento para ponerse frente a nosotros—. Pues yo voy a dar el ejemplo… Isabel, ven aquí, tócanos una mazurka.

Y sin más preámbulo se cogió a Lisardo y comenzaron a bailar, dando fuertes taconazos sobre los azulejos, sin reparar en la mirada furiosa, pulverizante que su maestro de música la dirigía.

Yo estaba sentado en uno de aquellos viejos sofás al lado de Gloria. Le pregunté si quería bailar, y me respondió que no sabía. En Andalucía casi todas las jóvenes saben los bailes del país, porque se les toma maestro o maestra para enseñarles; pero a menudo ignoran los de sociedad con ser mucho más fáciles.

–No importa, yo te enseñaré.

Y sin aguardar su respuesta, la cogí de las manos, obligándola a levantarse, y la abracé por el talle.

–Uno… dos… Ahora con el izquierdo. Uno… dos… Vuelta con el derecho…

Perdíamos el compás a cada momento, pero ¡qué importa! Cada traspié nos hacía reir alegremente. Una vez Gloria me pisó.

–¡Uy! ¡uy!—exclamé fingiendo gran dolor—. ¡Cómo pesa la carne de monja!

–¡Vaya una grasia mohosa!… Pero, hombre, ¿tienes la desvergüensa de quejarte? ¿De cuándo acá el pie de una andalusa puede haser daño al de un gallego?

Y era verdad. Aunque sus pies diminutos hubieran bailado sobre los míos, creo que no me harían daño.

Por otra parte, nadie reparaba en nosotros, y podíamos bailar lo mal que quisiéramos sin llamar la atención. Todos brincaban por el salón, acometidos de un vértigo en el cual debían de tener alguna parte el manzanilla y el amontillado que nos habían servido. Cuando nos cansamos, fuimos de nuevo a sentarnos. Cogí su abanico, le dí aire fuertemente, tan fuerte, que lo rompí, lo cual fué ocasión de nuevas bromas y risas. No habíamos hablado nada de nosotros mismos. Nuestra conversación sólo tenía por tema las cosas y los sucesos exteriores. No sé si era porque el placer de hallarnos de nuevo juntos y enamorados nos bastaba en aquel momento, o por el temor de hablar de asuntos en cuya apreciación pudiéramos no estar de acuerdo.

Por supuesto, en cuanto el baile de sociedad fué cansando, vinieron a escape las seguidillas. Gloria fué la primera invitada, porque Isabel afirmó en voz alta que no había en Sevilla quien las bailase como ella. No se hizo de rogar. Formáronse cuatro parejas, comenzó a sonar la guitarra, chasquearon los palillos (en Andalucía la guitarra y los palillos aparecen siempre, como si brotaran de la tierra), y el baile, aquel baile animado, vibrante, gracioso, que produce escalofríos de dicha y hace bullir el alma del más linfático, dió comienzo al son de una copla cantada por el clérigo don Alejandro. Costó gran trabajo reducirle a que lo hiciese.

Confieso que, aun placiéndome mucho, no me causó la impresión que en Marmolejo. Gloria en hábito de monja, no diré que estaba mejor que ahora con su vestido rojo, pero desde luego era aquello más original.

Cuando salimos a tomar el fresco a los jardines, el sol ya se había puesto y andaba cerca de llegarse la noche. La sociedad se diseminó por el gran bosque de naranjos. Gloria, en cuanto vió un columpio, se empeñó en subirse, y me pidió que le moviese, lo cual hice, como debe suponerse, con extremado placer. Por entre los árboles vi reunidos a Suárez y Joaquinita, que nos miraban con sonrisa despechada y maligna. No hice caso; pero Gloria, que también acertó a divisarlos, se puso seria repentinamente y no tardó en bajarse. Volvimos a reunirnos al grupo mayor. Observé que mi novia procuraba, por cuantos medios podía, demostrar a Daniel el mayor desprecio, como si tuviese contra él algún grave motivo de odio. Yo era tan feliz que compadecía sinceramente a mi enemigo, y hallaba la conducta de ella demasiado cruel. Nos sentamos al fin sobre el césped, no lejos de Isabel y Villa, que charlaban animadamente. Hubo un rato de silencio. Temía, por lo que ya he dicho, volver a las conversaciones íntimas, y no se me ofrecía en aquel instante objeto de que tratar. Noté que Gloria me miraba con frecuencia, sonreía levemente, bajaba la vista y otra vez volvía a mirarme y sonreir, moviendo los labios un poco, cual si le viniesen deseos de decirme algo y no se atreviese. Una de las veces sus ojos chocaron francamente con los míos, y los dos sonreímos sin saber por qué. Bajólos al fin, y mostrando vergüenza, dijo en voz baja:

–Ya sé que me has llamao… (aquí pronunció a medias la palabra fea que yo había dicho a Suárez en la memorable conferencia de la taberna).

Debí empalidecer terriblemente, y murmuré rechinando los dientes:

–¡Infame!

–No te apures, hijo—se apresuró a decirme, sin caérsele la sonrisa avergonzada de los labios.—Ya ves qué enojada estoy. ¿No te he dicho que a mí me gusta que me peguen en los nudiyos?… Además, eso me ha probao que no se te pasea el alma por el cuerpo, como yo creía. Cuando me has llamao tal cosa, es que me quieres.

Algún reparo podría ponerse en buena lógica a esta conclusión; pero la verdad es que entonces era legítima.

–Sí que te quiero… ¡Más de lo que tú te figuras!

–¡Mira que me figuro mucho!

–Pues más aún… pero el decirte semejante porquería es una indignidad que ese canalla me ha de pagar.

–Déjalo de mi cuenta, tonto. Vosotros no sabéis castigar esas cosa… Ya verás cómo yo sé tocarle en lo vivo.

Y tenía razón, porque supo tan bien manifestar su desdén, que a ninguno de la partida se le ocultó la vergonzosa derrota del malagueño.

Volvió a quedar silencioso mi dueño, y volvió a dirigirme rápidas miradas y a sonreir, esta vez con malicia.

–Te he visto—me dijo al cabo—pasear de noche por mi calle.

–¿Sí? ¿Cuándo?

–Estas noches pasaas, mientras hemos estao regañaos… y te he visto además hacer una cosa…

–¿Qué cosa?—pregunté, poniéndome ya colorado.

–Besar las rejas de mi ventana… Vamos, no te pongas colorao, porque estuvo muy bien hecho.

–¿Dónde estabas tú?

–Pues detrás de las cortinas.

–¡Ah, cruel! ¡Y no has tenido siquiera corazón para abrir y darme las gracias!—exclamé con tristeza.

–¡Qué quieres, hijo!—respondió ruborizándose a su vez—. Bien me apetesió… pero la honrilla… la negra honrilla… ¿sabes?… No vaya a creerse ese tío lila, dije para mí, que le estoy asechando los paso.

–Pues no te lo perdono.

–¿Que no me lo perdonas?—dijo propinándome un soberano pellizco en el brazo.

–No—repetí riendo y quejándome a un mismo tiempo.

–¿No?—preguntó de nuevo, intentando darme otro.

–No—repuse con firmeza, levantándome y echando a correr por el bosque.

Ella me siguió, jugamos un rato al escondite entre los árboles. A cada instante me preguntaba: “¿No?”—“No” respondía yo, cada vez con más decisión. Observé que se iba impacientando, y que su voz estaba ya alterada. Por fin se quedó inmóvil y silenciosa. Entonces me acerqué, y vi que sus ojos estaban nublados de lágrimas. Me recibió con una granizada de denuestos. Después, como yo procurase templarla mostrándome arrepentido, cambió repentinamente, y mirándome con ojos suplicantes… tornó a repetirme:

–¿Me perdonas?

Costóme trabajo impedir que se pusiera de rodillas. Había llegado a persuadirse de que lo que había hecho era un grave delito.

La noche estaba ya encima. Se trató de partir, pero la mayoría de los jóvenes decidió, contra la minoría de los viejos, que nos estuviésemos aún otro ratito. Se jugó todavía al “escondite”, a “la gallina ciega”, y nos divertimos en ver furioso al tío de Elenita, que a todo trance quería marchar. Cuando lo hicimos se veía muy poco: cuando saltamos a la falúa, en el pequeño embarcadero de madera de San Juan, era ya noche cerrada.

Yo, que no me había separado un instante de Gloria después de nuestra reconciliación, tampoco lo hice entonces, como es fácil de presumir. Sentéme a su lado en la popa, teniendo cerca a Isabel y Villa, que tampoco habían andado muy apartados durante la excursión. Frente a nosotros estaba la de Enríquez con su novio, más allá la mamá y la tía Etelvina, y en medio de ellas don Alejandro, más sombrío y ojeroso que nunca.

Elenita charlaba por los codos con el pollo Lisardo. Joaquinita y Suárez hablaban, aunque no tan animadamente, allá lejos, cerca de los marineros, y Pepita se encargaba de darnos matraca a todos. Lo cierto es que el malagueño soportaba su derrota con más filosofía que yo lo había hecho.

El firmamento se había poblado de estrellas. La luna aún no parecía. Apartámonos de la orilla y los remos comenzaron a chapotear dulcemente sobre el agua. El calor había cedido, pero no cesaba. El aire, inflamado por los rayos del sol, nos envolvía como una onda tibia, acariciando nuestras sienes y penetrándonos de una languidez invencible. Los mimbres y álamos esparcían por las orillas sombras flotantes que temblaban y desaparecían a nuestro paso. Impresionados todos por el silencio de la noche, el blando vaivén de la barca sobre la superficie elástica del río y el suave rumor de los insectos que cantaban en las praderas de las márgenes, comenzamos, sin darnos cuenta, a bajar la voz. Al poco rato no se oía en la falúa más que cuchicheos y rumor de risas comprimidas.

 

Nuestros ojos sonreían, cambiando largas miradas impregnadas de pasión; nuestros labios murmuraban frases de amor; nuestras manos se buscaban en la oscuridad y se oprimían, tan pronto viva como débilmente. Gloria me preguntaba aún muy bajito si la perdonaba. Yo respondía que sí y que la adoraba. Ella replicaba que sólo se adora a Dios y a los santos, que le bastaba ser querida, pero muy querida, y que la única ambición de su vida era ser mi mujercita, que yo la tomase y la llevase donde bien quisiera, “aunque fuese a Galicia”. Viendo sus ojos posarse sobre los míos anhelantes, escuchando su dulce acento enternecido, cualquiera diría que estaba profundamente enamorada de mí. Yo no lo digo, por modestia.

La luna apareció por encima de las azoteas de la ciudad cuando ya estábamos próximos al muelle. Inicié un aplauso a la diosa de la noche, y todos me secundaron con vivo palmoteo. Isabel manifestó que era lástima meternos en casa, y nos propuso dar la vuelta y pasearnos un rato, lo cual hicimos, contra la voluntad expresa del tío de Elenita. Otra vez perdimos de vista la negra silueta de Sevilla y nos hallamos en medio del río, mecidos entre sus riberas sombrías, sobre la faja de plata que extendía la luna en el agua. Esta faja nos servía de camino. Era un sendero soñado, glorioso, que se prolongaba a lo lejos, se perdía entre los negros contornos de las orillas, conduciéndonos en apoteosis al través de la noche desierta. Brillaban sobre la espalda del río mil escamas argentadas, mil ampollitas lucientes, que parecían estrellas caídas del alto cielo dormido. Sumergí los dedos en el agua, y la hallé tibia. Se lo dije a Gloria, y se inclinó para hacer lo mismo. Después nuestras manos mojadas cambiaron un dulce y corto apretón que nadie vió. Volvimos a sentirnos acariciados por la onda silenciosa de la noche. Las palabras que nos murmurábamos volvieron a tener un sentido íntimo, un sabor secreto que nos inundaba de alegría. Los acentos de Gloria, al salir de sus labios húmedos, no quedaban en el oído, sino que corrían por mis venas con dulzura infinita, y sus negros ojos brillantes me interrogaban sobre aquel misterioso y divino sabor que ella notaba también sin saber de dónde venía. Escuchábase el glu glu cristalino del agua; la falúa oscilaba dejando escapar una suave queja monótona. Los marineros habían levantado los remos, a nuestra instancia, y nos dejaban marchar arrastrados por la imperceptible corriente.

Duró poco aquel sopor lánguido y voluptuoso, que a todos nos había embargado. Pepita, después de rasguear primorosamente la guitarra tres o cuatro veces, se la pasó a Gloria, diciendo:

–Hija mía, basta de pichoneo… A ver si nos cantas alguna copliya salaíta de esas que tú sabes.

Quiso resistirse, pero todos la instaron, afirmando que estábamos lejos ya del muelle, que nadie, más que nosotros, la oiría, y se vió precisada a ceder. Observé siempre que Gloria estaba más dispuesta a bailar que a cantar.

Punteó y rasgueó la guitarra un momento, y de improviso lanzó el grito prolongado, vibrante, apasionado, con que comienzan los cantos andaluces. El aire dormido se estremeció, y sobre sus alas invisibles arrastró aquel grito al través de la campiña desierta. Yo sentí un vivo escalofrío, un fuerte estremecimiento, como si hubiera tocado en el botón de una máquina eléctrica. Aquella nota se fué apagando, apagando, hasta que murió en su garganta como un blando suspiro. Luego cantó rápidamente y con brío los dos primeros versos de la copla, y guardó silencio.

–¡Ole, mi niña! ¡Bueno! ¡Viva tu salero!—gritaron algunas voces.

Gloria, sin pestañear, la mirada fija y abstraída, los rasgos de su fisonomía levemente alterados, como le acontece a quien pone en el canto buena parte de su alma, concluyó la copla, bajando la voz hasta convertirla en murmullo vago, gorjeo suave que, al morir, semejaba un sollozo.

Por qué en aquel momento, en que mi amor por Gloria se convertía en delirio y embriaguez, en que todo me sonreía y tocaba al logro de mis deseos, sentí el alma inundada de tristeza y apetecí la muerte, no puedo explicarlo; pero así fué. Quizá tengan razón los que creen que el amor y la muerte son dos cosas que se identifican y confunden allá en el centro misterioso de la vida universal. Dejé resbalar mis lágrimas por las mejillas, sin cuidar si me miraban. Gloria volvió a entonar otra copla, y luego otra, y luego otra. No se cansaban de pedirle más y ella de complacerles.

Un suceso inesperado vino a destruir el arrobamiento en que todos estábamos. Los marineros, que también participaban de él, se habían descuidado, y la falúa, abandonada a sí misma, se acercó a la orilla y embarrancó. En vez de susto, lo que aquel lance produjo fué risa y algazara. Los marineros se remangaron los pantalones y se echaron al agua, y al momento nos pusieron a flote. Pero la paciencia del tío de Elenita había tocado a su fin. Tropezando de ira, nos dirigió frases de mal gusto, verdaderos insultos, que nosotros acogíamos con ¡bravos! y palmadas. Sin embargo, las señoras se pusieron de su parte, y no hubo más remedio que dar la vuelta.

La barca siguió de nuevo el argentado sendero del río, que fulguraba como el éter. Todo dormía, lo mismo la sombra que la luz, con un sueño profundo y sosegado. El aire tibio nos traía de las márgenes vagos aromas de frutos maduros, de flores marchitas, de musgo y tierra, que eran el hálito de la naturaleza dormida. La profunda negrura de las riberas, donde las sombras se acumulaban, hacía más brillante y glorioso nuestro camino. Parecía que marchábamos, suspendidos en las tinieblas, sobre un rayo de luna. Del firmamento caía una lluvia de estrellas que no llegaban al suelo jamás, y las praderas elevaban hacia él su voz suave y monótona, formada por los suspiros de millones de insectos que en el fondo de sus pequeños agujeros también se estremecían como yo de amor y de dicha.

¡Hermosa noche andaluza, mientras me quede un soplo de vida vivirás impresa en mi corazón!