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LA FE

ERA lógico que esta novela produjese escándalo. El título mismo predispone a ello. Luego, un sacerdote que duda de las verdades de la religión. Cierto había motivo para escandalizarse y no han dejado de hacerlo algunas almas timoratas, más timoratas que instruídas.

Si lo estuviesen suficientemente sabrían que es de hombres el dudar, no de bestias. Y si hubieran leído las admirables cartas de San Francisco de Sales podrían comprobar que a su juicio “pocos marchan con más rapidez en el camino de la perfección que aquellos a los que la duda combate.”

Verdad que existen almas privilegiadas para las cuales la duda es imposible. Han entrado en el cielo y nada ni nadie puede arrancarlas de él. Admirémoslas y envidiémoslas. Pero no menospreciemos a las que luchan y sangran para que sus puertas se les abran.

Compláceme el saber que mi novela ha dado consuelo a otras personas, y que gracias a ella han logrado el sosiego de su alma. Esto no obstante, repito aquí lo que he dicho en el prefacio de la última edición: “Si la única autoridad que yo acato en esta materia juzgase que hay en la presente obra algo que necesite corrección, corregido y borrado queda desde ahora mismo, pues yo no pretendo dar a este ni a ningún otro de mis escritos, más alcance que el que pueda ajustarse con las doctrinas de la Iglesia Católica, a las cuales me glorío de vivir sometido.”

CRUEL DESENGAÑO

La acción se desarrolla en Peñascosa puerto de mar secundario de la costa cantábrica. Don Alvaro Montesinos era un mayorazgo a quien una educación austera y un temperamento enfermizo habían hecho huraño y sombrío. Muerto su padre había venido a Madrid. Dotado de claro entendimiento se había entregado con ardor a la lectura lo cual terminó de arruinar su salud. Se hizo un sabio incrédulo y pesimista. Al cabo se enamoró ciegamente, como suele acaecer a los hombres estudiosos y retraídos, de una joven elegante y sin dinero llamada Joaquina Domínguez. Esta le aceptó como esposo no porque compartiera su amor sino por interés, pues Don Alvaro era rico. Transcurridos algunos meses Joaquina se dejó enamorar por un joven aristócrata y propuso a su marido hacer un viaje por el extranjero. Don Alvaro cedió a este capricho. En Marsella la infiel esposa le abandonó escapándose con su amante y robándole todo el dinero que llevaba. Entonces Montesinos se refugió en su viejo palacio de Peñascosa y allí vejetó tres años devorando su humillación y entregado al más negro pesimismo. Al cabo de este tiempo su perversa mujer sintiéndose en cinta, viene a Peñascosa con pretexto de pedirle perdón, pero en realidad, para dormir una noche en la casa conyugal y obtener de este modo por la ley la legitimación del fruto adulterino que llevaba en sus entrañas. Busca al P. Gil para que le introduzca cerca de su marido.

AL tirar del cordel grasiento, el mismo tañido lúgubre que tanto había impresionado al P. Gil la vez primera que puso los pies en aquella casa, produjo a ambos un estremecimiento de temor y ansiedad. No tardó en oirse la voz cascada de Ramiro.

–¿Quién es?

–Gente de paz.

–¿Quién es?—tornó a preguntar.

–Soy yo, Ramiro. Abre—respondió el sacerdote.

La puerta giró pausadamente sobre sus goznes y apareció la silueta del viejo, débilmente esclarecida por la luz de la lamparilla que ardía sobre el dintel.

–Pase usted, señor excusador—dijo sin percibir a la dama, que se había ocultado detrás de éste. Pero viéndola al fin, dió un paso atrás y, abriendo los brazos en actitud de impedir la entrada, exclamó:

–¡Ah! ¿Vuelve usted acompañada?… Pues ni por esas… ¡No entrará usted, no!

–Vamos, Ramiro—dijo con dulzura el sacerdote, poniéndole una mano sobre el hombro,—déjanos paso, que este es un asunto delicado y que no te concierne.

–Pase usted cuando quiera, pero esa mujer no puede pasar.

–¿Por qué no puede pasar?—preguntó con entereza el sacerdote, alzando la cabeza.

–Porque aquí no entran p… ni ladronas.

Ante aquella injuria bárbara la dama se tapó el rostro con las manos y dejó escapar un gemido. El P. Gil se puso rojo, y tomando al viejo por un brazo, le sacudió con violencia.

–Sea usted más comedido, y ya que no respete la sotana que visto, guarde los miramientos que se deben a las señoras. Ante Dios y ante los hombres ésta es la esposa legítima de su amo de usted. Déjeme el paso franco, que a usted no le toca en éste asunto más que oir, ver y callar.

Y dando un empellón al viejo, se volvió diciendo:

–Venga usted, señora.

Pero Ramiro, agitado, convulso, como si fuera a caer presa de un síncope se puso a correr delante de ellos, gritando:

–¡Alvaro, Alvaro! ¡Que entra la z… en tu casa!

Dos criadas se asomaron a la escalera y contemplaron con estupor la escena. El viejo se detuvo en el principal; subió hasta el segundo, dando los mismos gritos. El P. Gil, que le seguía con Joaquinita, dijo a ésta al llegar al piso primero:

–Quédese por ahora aquí; yo subiré solamente.

Cuando llegó al segundo tropezó con D. Alvaro que salía a punto de su habitación. Su rostro, siempre pálido, lo estaba ahora tanto que daba miedo. En cuatro palabras Ramiro le había enterado de lo que ocurría. Por la tarde, cuando por primera vez había venido la esposa infiel a la casa, no lo había hecho. D. Alvaro no pronunció una palabra. Cogió con mano convulsa por un brazo al sacerdote y le hizo entrar en su gabinete. Luego cerró con cuidado la puerta.

–¿A qué viene esa mujer?—preguntó haciendo inútiles esfuerzos por aparecer sosegado. La voz salía de su garganta débil y ronca.

–Viene a implorar su perdón.

–Se equivoca usted; viene por dinero—repuso sonriendo ya forzadamente.

El P. Gil permaneció un instante silencioso y dijo al cabo:

–No me atrevo a asegurar a usted nada. Parece que está arrepentida… Su acento es sincero y ha llorado con verdadero dolor en mi presencia.

Un relámpago de ira pasó por los ojos del hidalgo. En aquel tropel de emociones que se agitaban en su espíritu, la indignación logró vencer a todas las demás y profirió con acento despreciativo:

–Estoy perfectamente convencido de que no viene más que por cuartos… pero de todos modos, me importa un bledo su arrepentimiento y su sinceridad… Si está arrepentida, que pida a un cura la absolución. El figurarse por un instante que yo puedo perdonarla es un nuevo insulto, es una idea que sólo cabe en un alma tan miserable como la suya.

–El perdón jamás degrada. Es la virtud que más ennoblece al ser humano—manifestó el clérigo, sorprendido.

D. Alvaro le clavó una larga mirada colérica. Después alzó los hombros con desdén y dijo:

–Está bien: dejemos eso. Lo que importa es que, ya que la ha traído, se lleve usted inmediatamente a esa señora.

–Me atrevería a suplicarle que, aunque no la perdone, le permita al menos hablar con usted… Quizá tenga algunas revelaciones que hacerle.

–No soy curioso. Puede guardarse sus revelaciones o confiarlas a quien se le antoje… Por mi parte (escuche usted bien lo que voy a decirle)—al mismo tiempo le cogió con mano crispada la muñeca,—por mi parte, ni ahora ni nunca cruzaré con ella la palabra… Puede usted decírselo.

El P. Gil bajó la cabeza y permaneció silencioso, mientras el mayorazgo comenzó a pasear agitadamente por la estancia con las manos en los bolsillos. De vez en cuando se dibujaba en su rostro una sonrisa sarcástica y dejaba escapar por la nariz un leve resoplido que acusaba la tensión de su espíritu, como el pito revela la tensión de la caldera de vapor.

–Ya que eso no pueda ser—manifestó al cabo de un rato con suavidad el sacerdote,—usted comprenderá, D. Alvaro, que esa señora no puede irse a dormir fuera de esta casa sin dar pábulo a las malas lenguas, sin renovar conversaciones que no deben renovarse. Por egoísmo, ya que no por caridad, debe usted consentir que su esposa duerma hoy en esta casa, pues no creo que le convenga a usted escandalizar a la población.

D. Alvaro prosiguió sus paseos agitados sin responder palabra, como si no hubiese oído la proposición del sacerdote. Al cabo de un rato se plantó delante de él y, mirándole fijamente, dijo:

–Está bien. Dígale usted que, si es su gusto, no hay inconveniente en que duerma en esta casa… aunque se necesite bien poca dignidad para aceptarlo—añadió bajando la voz y recalcando las sílabas.—Y si quiere dinero para el viaje de vuelta, Osuna se lo proporcionará.

–Le doy las gracias por esta deferencia, pero me voy muy triste—replicó sonriendo el P. Gil.—Cualquier sacrificio haría por borrar de su memoria la ofensa recibida y soldar de nuevo la cadena de su matrimonio. ¡Cuánto daría en este momento por ser un hombre elocuente!…

–La elocuencia, señor excusador, ha servido en este mundo para que se cometiesen grandes vilezas; pero creo que ninguna lo sería mayor que la que usted me propone.

–Para usted es una vileza lo que para mí sería un acto noble y generoso, propio de un imitador de Cristo. No nos entendemos en lo que se refiere a lo que es dignidad o indignidad…

–Lo siento por usted, padre—repuso el mayorazgo, tendiéndole la mano.

–Y yo por usted, D. Alvaro. Buenas noches.

Al quedarse solo éste siguió paseando todavía unos momentos; luego se paró delante del cordón de la campanilla y tiró con fuerza. No tardó en presentarse Ramiro.

–Esa mujer está ahí… ¿Quieres que la eche?—preguntó el viejo, sin aguardar las órdenes de su amo.

–No. Condúcela a la sala, enciende todas las lámparas y avisa a Dolores que suba.

El criado permaneció inmóvil, mirándole con sorpresa.

–¿Y vas a consentir que esa…

–¡Silencio!—exclamó el mayorazgo con energía, llevando el dedo a los labios.—Haz inmediatamente lo que te mando.

El viejo se alejó gruñendo. Al instante se presentó la doncella.

 

–Dolores, di a la cocinera que prepare cena para la señora que está abajo, y que haga todo lo que sepa. Ilumina el comedor, saca la vajilla fina, arregla el gabinete azul y toma del armario la ropa mejor para ponerla en la cama… Que no le falte absolutamente nada. Ayúdala a desvestirse: cualquier cosa que ordene la hacéis inmediatamente. ¿Estás enterada?

–Sí, señorito; pierda usted cuidado, que se la tratará como quien es.

D. Alvaro dirigió una mirada oblicua a la doncella y se apresuró a decir, algo acortado:

–Despáchate pronto y enséñale el gabinete azul. Si desea dormir en otro lado, puedes mostrarle también el que llamáis cuarto del obispo.

Otra vez quedó solo y otra vez emprendió su paseo nervioso de un ángulo a otro de la cámara. A pesar de la fortaleza y sosiego que había mostrado para rechazar las súplicas del P. Gil, su cerebro trabajaba agitado, febril. Aquella visita tan inesperada removió los recuerdos felices y aciagos que se habían depositado en el fondo de su ser, y que ya no le molestaban. Su vida matrimonial, que en aquellos tres años se había ido alejando de su memoria como un sueño que la claridad de la aurora desvanece, surgió de pronto delante de sus ojos, tan próxima que la tocaba con la mano. Ni un pormenor faltaba al cuadro. Y ante aquella visión sentíase turbado, como si los sucesos acabasen de efectuarse.

Después de pasear algunos minutos a grandes trancos, comenzó a detenerse a menudo, prestando oído a los ruidos que llegaban del piso primero. Adivinaba más que percibía los preparativos que la servidumbre estaba ejecutando en obsequio de aquella vil mujer que le había revelado toda la negrura y todo el dolor de la existencia: “Ahora bajan la lámpara del comedor… Ahora sacan la vajilla… Deben de estar haciendo la cama… Ha salido gente: será Rufino a buscar a la tienda alguna cosa… Parece que están hablando en el gabinete azul…”

Ya no paseaba. Con el oído pegado a la cerradura, recogía ávidamente todos los rumores que llegaban de abajo. Y como llegaban demasiado confusos, concluyó por abrir la puerta, avanzar cautelosamente hasta el pasamanos de la escalera y escuchar desde allí, inmóvil, recogiendo el aliento. Había imaginado vagamente que su esposa, una vez sola y libre, subiría hasta su cuarto para hablarle. Lo hubiera deseado, para darse el gozo de arrojarla con algunas frases despreciativas que le llegasen hasta el fondo del alma. Hubo un instante en que pensó que este deseo se realizaba. Sintió pasos en la escalera: toda su sangre fluyó al corazón: se apresuró a dejar el pasamanos y a meterse de nuevo en el cuarto. Era Dolores que subía a pedirle una llave. Cuando se fué tornó a su espionaje: permaneció en la escalera larguísimo rato sin saber por qué hacía aquello. Escuchó el rumor confuso de la conversación de Dolores y su mujer. La doncella era charlatana: Joaquinita también tenía un temperamento expansivo: la plática se animaba cada vez más. Hasta se le figuró percibir algunas alegres carcajadas de su esposa, que le sorprendieron más que le indignaron. Por fin notó que se ponía a cenar. Dolores iba y venía con los platos. Terminó la cena. La doncella se detuvo en el comedor y prosiguió la charla. Cansado de estar en pie, se sentó en uno de los peldaños de la escalera. Al hacerlo sintió vergüenza y comenzó a darse alguna cuenta vaga de las emociones que embargaban su espíritu. Una hora larga esperó de aquel modo, percibiendo el rumor confuso de las voces, en el cual nada podía distinguir, ni siquiera cuál era la de su esposa y cuál la de la criada. Al cabo observó que salían del comedor. Todavía se figuró que su mujer aprovecharía aquella ocasión para subir a visitarle. Se puso en pie vivamente y se preparó a meterse en su cuarto tan pronto como sintiese pasos en la escalera. Pero esperó en vano. La señora se dirigió con Dolores hacia el gabinete azul. Sintió cerrarse la puerta tras ellas: luego notó que se abría de nuevo y salía la doncella y tomaba el camino de su cuarto. Sin duda había ayudado a desnudarse a la señora y la dejaba en la cama.

Con la cabeza entre las manos, los codos apoyados sobre las rodillas, permaneció inmóvil, abstraído, escuchando ya solamente la voz de su pensamiento y los latidos de su corazón. Un vivo despecho, del cual no quería darse cuenta, le mordía cruelmente las entrañas. Sentía la necesidad de avistarse con su mujer, de injuriarla, de escupirla, de abofetearla. ¿Por qué hacía unos instantes se había negado a recibirla, y ahora ansiaba de aquel modo tenerla delante? El mayorazgo creía que era porque su odio y su indignación habían crecido. No supo el tiempo que permaneció en aquella postura. El deseo de verse frente a su esposa ardía cada vez más vivo en su pecho, le ponía inquieto, excitado; se iba convirtiendo en una fiebre, en una rabia intensa que le devoraba. ¡Oh, tenerla entre sus manos, apretarla hasta hacerla gritar de dolor, hacerla padecer en el cuerpo lo que él había padecido en el alma! Puntas de hierro candentes le pinchaban por la espalda; las manos le temblaban como si le pidieran una estrangulación con que calmar sus ansias. Un calor insoportable le subía de las piernas al cerebro. Las tinieblas se espesaban, le envolvían en una atmósfera tibia, sofocante, como si se hallase en un subterráneo. Hubo un instante en que pensó que no podía moverse: los miembros entumecidos se negaban a obedecer a su voluntad. Hizo un esfuerzo, sin embargo, como si tratase de romper una tela que le sujetara, y se puso en pie.

Se dirigió con paso vacilante a su cuarto. La luz del quinqué que ardía sobre la mesa le hirió de tal modo que estuvo a punto de caer ofuscado. Apagóla de un soplo, buscó a tientas la ventana y la abrió de par en par. Una ráfaga viva de viento y agua le azotó el rostro y penetró rugiendo por la estancia, echando a volar los papeles de la mesa. D. Alvaro aspiró con delicia el aire frío y húmedo, asomóse a la ventana y expuso su frente ardorosa a la inclemencia del chubasco. Las mil agujas de la lluvia se le clavaron en las mejillas y convertidas en lágrimas las bañaron completamente. Por algunos minutos gozó con voluptuosidad de aquel frío, apeteciendo que le penetrase en el cerebro y sosegase su desordenada actividad. La noche no era tenebrosa. A pesar del espeso toldo de nubes, la luz de la luna conseguía cernirse y esparcía una débil y triste claridad. Sólo cuando algún nubarrón más espeso y más negro pasaba por delante de ella descargando su fardo de agua, la luz se extinguía casi por completo. Las olas se estrellaban contra los peñascos que sirven de baluarte al Campo de los Desmayos. El viento silbaba entre las grietas de la torre de la iglesia. La música lúgubre de los elementos embravecidos calmó un poco la fiebre del hidalgo.

Consolado por aquel refresco, respiró con libertad: se creyó dueño de sí. Sin embargo, a los pocos instantes el mismo deseo agudo, candente, volvió a pincharle el cerebro. ¡Oh, tener delante a la infame, vomitarle en el rostro las injurias que su dolor y su indignación habían acumulado durante tres años; luego cogerla así por el cuello y retorcérselo! Aquel instante de placer compensaría los tormentos que había experimentado. Un minuto que valía por toda una existencia de dolor. ¿Y por qué no gozarlo? ¿No tenía en su poder al verdugo de su dicha? ¿No estaba allí debajo, durmiendo tranquilamente, mientras él se agitaba todavía entre crueles torturas? Apartóse un poco de la ventana y se secó el rostro con el pañuelo. Sintió que era impotente para luchar con aquel apetito de venganza. Toda su filosofía despiadada, indiferente, se había ido a pique. El mundo dejó de ser pura representación; se convertía en realidad innegable; la vida adquiría el valor absoluto que tiene para todo ser finito. Era forzoso, a despecho de la razón, satisfacer los instintos animales que gritan en el fondo de nuestro ser. En vano, para calmarse, se decía que todas aquellas emociones nada valían ni significaban en el curso eterno de las cosas, que dentro de muy poco todo sería humo: en vano se representaba la imbecilidad del ser humano, luchando y padeciendo en holocausto de una fuerza que se burlaba de él. Todos sus pensamientos se estrellaban contra un anhelo poderoso, irracional, que le dominaba. El bruto, como sucede siempre, podía más que el filósofo.

Buscó a tientas la salida, y apoyándose en las paredes llegó hasta la escalera. Al bajar el primer peldaño, sus botas rechinaron en el silencio de la casa. Sentóse y se despojó de ellas. Luego se deslizó hasta abajo sin hacer el menor ruido. Sin tropezar, por el conocimiento perfecto de la casa, avanzó por los corredores hasta llegar a la puerta del gabinete azul. En aquel momento el gran reloj del comedor dió una campanada. No supo a qué hora pertenecía esta media. Acercó el oído a la cerradura y estuvo un rato escuchando sin percibir ruido alguno. Indudablemente Joaquina estaba ya durmiendo. Entonces se deslizó hasta la puerta de escape que la alcoba tenía en el pasillo y volvió a poner el oído. Al cabo de un momento pudo oir una respiración igual y serena. Un vivo estremecimiento corrió por todo su cuerpo al percibirla. Sintió un nudo en la garganta, pero un nudo de fuego; el corazón quería saltarle del pecho: apoyó las manos sobre él para apagar el ruido de las palpitaciones. La traidora dormía tranquilamente sin curarse de él. ¿Aquel deseo de reconciliación era, pues, una farsa? ¿Venía a buscar dinero solamente? ¡Qué miserable! ¡Qué mujer tan odiosa!

Empleando todas las precauciones imaginables, levantó el pestillo de la puerta y empujó. Tenía el pasador echado por dentro. Entonces se fué a la puerta del gabinete. Aquélla estaba abierta. Avanzó por la estancia sobre la punta de los pies conteniendo la respiración, llegó hasta la alcoba y levantó las cortinas. Dió un paso más y chocó con la cama: puso la mano sobre ella y la deslizó hacia la cabecera. Sintió la presión del cuerpo de su esposa al hincharse con la respiración. Acercó el rostro hacia el sitio donde debía de estar la cabeza de la dama, y dijo muy quedo:

–Joaquina, Joaquina.

No despertó.

–Joaquina, Joaquina—repitió.

Tampoco hizo movimiento alguno. Entonces la sacudió levemente por el hombro, llamándola de nuevo.

La dama dió un grito y despertó despavorida.

–¡Jesús! ¿Quién es? ¿Quién va?

–No te asustes, soy yo—dijo con voz débil el mayorazgo.

–¿Quién? ¿Quién?—replicó la dama, con señales de terror en la voz, echándose hacia la pared.

–Soy yo, soy Alvaro… Mira—añadió con voz temblorosa,—sé que has venido a hacer las amistades… Has hecho bien… Olvidémoslo todo, comencemos una nueva vida…

La dama no respondió. Metida contra la pared, escuchábase su respiración aún anhelante por el susto.

–Hice esfuerzos sobrehumanos para olvidarte—prosiguió con la voz misma temblorosa, apagada por la emoción,—pero fueron inútiles… Estás metida a hierro y fuego dentro de mi pecho… Has sido mi primero, mi único amor en este mundo… Me has hecho mucho daño, ¡mucho! pero aunque me hicieses mil veces más, no se borrarán de mi alma los momentos de dicha embriagadora que te debo… ¡Te quiero, sí, te quiero, te adoro!… Aunque me llamen cobarde, indigno, lo repetiré a la faz del mundo entero… ¡Si supieses cuánto he sufrido! No ha sido mi dignidad, mi orgullo destrozado, lo que me ha hecho padecer… Mi corazón es el que ha sufrido… ¡Qué desconsuelo! ¡Qué tristeza tan honda! Parecía como si una mano helada me arrancase suavemente las entrañas… Pero ya pasó todo… ¿Verdad que ya pasó?… Comenzaremos a amarnos de nuevo, como aquella tarde en que te estreché entre mis brazos por primera vez, en una calle de árboles de los jardines de Aranjuez…

El mismo silencio por parte de Joaquinita.

–Contéstame… ¿Te he asustado, vida mía? Perdóname… ¿Por qué no has salido luego que se fué ese cura?… ¿Pensabas que iba a arrojarte?… No, preciosa mía… no… Te quiero, te adoro…

Al mismo tiempo, alargando las manos, tropezó con una de su esposa, la cogió y la llevó a sus labios con entusiasmo. La dama la retiró prontamente.

D. Alvaro quedó sobrecogido.

–¿Por qué me retiras tu mano?… ¿No te tiendo yo la mía, y soy el ofendido?… ¿No has venido a reconciliarte conmigo?…

–Sí, sí, Alvaro—murmuró ella.—A eso he venido… Me has asustado…

–Perdóname, Joaquina… ¡Si supieses qué alegría me causa el oir tu voz! Pensé que nunca ya, ¡nunca ya! la volvería a oir. ¿Quieres ser mi esposa?—añadió bajando la voz, inclinándose para acercar la boca al rostro de la dama.—Déjame un sitio a tu lado, hermosa… Déjame ser una noche feliz…

–No, Alvaro, ahora no—volvió a murmurar la esposa infiel.—Mañana… Déjame, estoy muy cansada… Déjame hasta mañana…

–No te molestaré. Me estrecharé cuanto pueda y dormirás tranquila…

 

–No, ahora no puede ser… Mañana.

–¿Por qué no? ¿No quieres ser mi mujercita? ¿No quieres que seamos felices otra vez, como en aquellos primeros meses de nuestro matrimonio?

–Sí, lo quiero… Pero ahora estoy muy nerviosa… Deseo quedarme sola… Mañana será otro día, y te prometo ser tuya… Ahí tienes mi mano… Vete a dormir, Alvaro… Hasta mañana.

Montesinos buscó en la obscuridad aquella pequeña y hermosa mano, que tan bien conocía, y la apretó contra sus labios perdidamente, la devoró a besos. Joaquina la abandonó en su poder, esperando que al cabo se marcharía. Soltóla, en efecto, pero fué para echarle los brazos al cuello y apretarla contra su pecho, loco, perdido de amor, aplastando sus labios con besos brutales, frenéticos. La dama forcejeó rabiosamente para desasirse, y lo logró, haciendo tambalearse a su marido de un empellón.

–¡Te he dicho que no quiero, que no quiero!—le gritó con voz colérica.—Si vuelves a tocarme, me marcho desnuda como estoy por esas calles… ¡Vete! ¡Vete!

D. Alvaro quedó clavado al suelo por el estupor. No eran sus palabras las que le dejaban frío, horrorizado; era aquella voz aguda como la hoja de un puñal, que le llegaba hasta lo más hondo del pecho.

–¡Vete! ¡Vete!—repitió ella alzando aún más el grito.

En aquel momento ni un pensamiento cruzaba por el cerebro del mayorazgo: todas sus facultades quedaron aniquiladas, rotas por la sorpresa y el horror del golpe. No sentía más que una viva impresión de anhelo, como si se hubiese caído de algún sitio muy elevado y estuviese aún por el aire. El mundo desapareció en medio de aquella oscuridad: nada existía en las tinieblas que le envolvían, ni siquiera su pensamiento. Sólo quedaba una voz estridente, fatal, y un gran dolor, un dolor eterno.

–¡Vete! ¡Vete!

Tropezando con los muebles, brincando como si escapase de una catástrofe, salió de aquella estancia. Se encontró en la escalera agarrado fuertemente al pasamanos para no caer. Allí se detuvo y quiso coordinar sus ideas. ¿Por qué corría? ¿Qué había pasado? No se daba razón de aquella huída repentina. Trató de volverse y penetrar de nuevo en la estancia de su esposa y entrar en explicaciones; pero las piernas se negaron a obedecerle. Un horror instintivo, como si hubiese delante un pozo negro y hondo, le detuvo. Avanzó, cogiéndose con ambas manos a la barandilla, y llegó hasta su cuarto. El huracán, penetrando por la ventana abierta, se había enseñoreado de él; los papeles volaban, los muebles a que se iba agarrando estaban mojados. Sus manos tropezaron en el sillón del escritorio, y se sentó sin intentar siquiera buscar las cerillas ni cerrar la ventana. Así permaneció inmóvil, con los ojos desmesuradamente abiertos en la obscuridad, sin sentir el frío que le penetraba hasta los huesos ni el agua de los chubascos que le bañaba a intervalos la cabeza, no pudiendo determinar si el rumor que le ensordecía y le mareaba era realmente el de las olas o sonaba tan sólo en su cerebro.

Así le sorprendió la claridad del día, un día triste y sucio, como casi todos los del invierno en Peñascosa. Alzóse al fin, como un sonámbulo, entró en la alcoba y se dejó caer pesadamente en la cama. Ramiro no pudo despertarle a las nueve para tomar el desayuno. Era un sueño invencible, de aniquilamiento, semejante a la muerte. Dormía en una inmovilidad absoluta, con los ojos entreabiertos y el rostro densamente pálido. Cuando a las tres de la tarde salió de aquel profundo letargo, supo, sin asombro alguno, que su esposa se había marchado en la diligencia de Lancia.