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IX

Su confesor, hasta que le retiraron las licencias, había sido D. Miguel. Se confesaban mutuamente, como acontece entre los clérigos. Con él fue con quien comunicó primero sus dudas. El viejo cabecilla quedó más sorprendido que escandalizado de ellas. Le parecían cosa tan insustancial que no merecía la pena de fijar mucho tiempo la atención. Los dogmas eran para él como las leyes físicas de la gravedad, la impenetrabilidad, etc. Se contaba con ellos sin pensar en su existencia. Todo el drama conmovedor de la pasión y muerte de Jesús lo miraba el párroco de Peñascosa en el fondo como una especie de romanticismo que sirve de acompañamiento obligado a la verdadera religión. Ésta consistía en la misa, los responsos, el rezo del día, el rosario, la abstinencia de carne en los días de vigilia, y sobre todo en los derechos parroquiales, que tal vez juzgaba simultáneos con el acto de la Creación. No se paraba, pues, en analizar y desvanecer las dudas de su excusador. «Anda adelante.– No hagas caso.– ¡Pataratadas!– Déjate estar.– ¡Otra te pego!– ¿Cómo no había de resucitar al tercero día, majadero? ¿No ves que lo dice San Juan y San Mateo y San Marcos?» Éstos eran los consuelos que ordinariamente le prodigaba.

Nuestro sacerdote unas veces se entristecía con ellos, pero otras se confortaba pensando que no debía de estar tan condenado y maldito cuando D. Miguel tomaba sus terribles dudas con tanta calma. Cuando a éste le retiraron las licencias no tuvo más remedio que buscar otro confesor. Convencido de la hostilidad con que le miraban D. Narciso, D. Melchor y D. Joaquín, no quiso desahogar con ninguno de ellos su conciencia, aunque bien sabía que en el tribunal de la penitencia nada tienen que hacer las simpatías o las antipatías. Fue a dar con un joven capellán, más joven aún que él, recién llegado del seminario. Era hijo de un carpintero de la villa, tan tímido y encogido que apenas sabía saludar, feliz de verse elevado sobre su antigua condición, tributando un respeto sin límites a todas las grandezas del cielo y a todas las pequeñeces de la tierra. Éste quedó vivamente impresionado con la confesión del P. Gil, y desde luego trató de convencerle de que todo aquello venía del demonio y que no había otro remedio más que ponerle la cruz y darse buenas disciplinas, rezar y ayunar mucho. Por espíritu de humildad y obediencia, el excusador hizo lo que su confesor le mandaba, secretamente persuadido, sin embargo, de que no adelantaría nada. Ya antes había intentado estos medios, sin resultado. Las dudas seguían atormentándole; se le ofrecían cada vez más crueles, más imponentes. El tímido capellán pasaba un rato muy amargo cada vez que le confesaba; temblaba y se azoraba como si le sucediese una desgracia: tanto padecía y tales temores le asaltaban, no se sabe de qué, que poco a poco fue excusándose de oírle en confesión y concluyó por negarse en absoluto.

Entonces se le ocurrió ir a ver a D. Restituto, párroco de una de las aldeas inmediatas a Peñascosa, hombre que pasaba entre sus compañeros por avisado, prudente y aficionado a los libros. Decíase que tenía una gran biblioteca y que en su juventud había hecho en Lancia ejercicios brillantísimos a una de las prebendas de la catedral, y que no se la dieron porque el obispo la tenía reservada para un sobrino. Don Restituto, herido por la injusticia se había retirado a aquel curato rural, y nunca más quiso salir de él para intentar nueva contienda. Si continuó dedicado al estudio de la teología o pagó en ella el desaire que había recibido, no se sabe con certeza. Gustábale, sí, cuando alguna fiesta o funeral le reunía con sus compañeros, mostrar erudición y excederles en ingenio y sutileza para defender cualquier proposición; pero los curas de las parroquias inmediatas todos eran moralistas, esto es, ninguno había estudiado la carrera lata de teología más que él. Pocas gracias que los arrollase en las disputas de sobremesa. Por lo demás, D. Restituto llevaba tanta labranza y estaba tan interesado en ella, que no debía de tener mucho tiempo, ni humor tampoco, para profundizar en la Dogmática ni en la Patrología.

Nuestro acongojado presbítero salió una tarde, después de comer, y encaminó sus pasos hacia la aldea donde moraba el teólogo. Le conocía bastante, pero no le trataba con intimidad. Estaba apartada la aldea como media legua. El camino era vario y pintoresco: callejas estrechas con altos setos de zarzal, trozos de bosque, vereditas entre maizales y senderos al través de los prados. A la entrada de una garganta, sobre una vega de maíz y teniendo detrás algunas praderas deliciosas, estaba asentado el principal caserío de la parroquia. La iglesia y la casa rectoral estaban un buen trecho más allá, en una angostura sombría y húmeda. Todo dormía en el silencio más completo cuando el joven sacerdote llegó. Las gallinas picoteaban en la calle delante de la casa; un gato rabón se lavaba la cara sentado sobre la paredilla de la huerta, y un mastín desorejado dormía de bruces sobre la tabla del hórreo vecino de la casa. Este mastín fue el encargado de romper la paz de aquel paraje, alzándose iracundo contra el advenedizo, ladrando con un grito ronco, apagado, testimonio de su decrepitud. El P. Gil detuvo el paso, y comenzó a decir en tono dulce y persuasivo:

– ¡Toma, toma! ¡Quis, quis!

¡Que si quieres! El mastín, viendo al recién llegado achicarse, se creció horriblemente. ¡Guau, guau! gritó, buscando el registro más feroz y amenazador que pudo hallar en su pecho. Al mismo tiempo clavaba una mirada de exterminio en el presbítero y avanzaba, aunque con cierta cautela, hacia él. Éste, aterrado por aquellos ladridos salvajes, dio tres o cuatro pasos atrás y extendió el brazo con el paraguas, que traía para quitarse el sol, hacia adelante. «¡Paraguas! El recurso de los cobardes,» debió pensar el mastín. Y se encrespó de tal modo ante aquel ultraje, que no lo hubiera pasado bien el clérigo a no salir a la puerta una vieja chillando:

– ¡Cuco! ¡Cuco! ¡Aquí, Cuco! ¡Fuera, Cuco! ¡Maldito perro! ¡Aquí!… ¡Aquí! ¡Ven aquí!

El perro vaciló un instante, dejó de ladrar y mostró bastante claramente la resolución de volverse otra vez a dormir como si no hubiera pasado nada; pero la vieja no se dio por satisfecha; exigía un acto de sumisión.

– ¡Aquí, Cuco! ¡Aquí, ahora mismo!

El Cuco bajó la cabeza humildemente y emprendió hacia ella una marcha lenta, penosísima, como si el camino estuviera erizado de peligros.

– ¡Aquí! ¡Venga usted aquí!

«Me trata de usted, ¡malísimo!» se dijo el perro, a quien no hacían efecto las pompas y vanidades. Y avanzó con mayores precauciones aún, asegurando bien la pezuña a cada paso que daba, meneando el rabo de un modo vertiginoso.

– ¡Aquí! ¡Aquí!– seguía gritando la vieja.

Por fin, a una velocidad máxima de seis pasos por minuto, llegó el Cuco a su destino. La vieja le cogió por la parte de oreja que le quedaba y dio tres o cuatro tirones con fuerza. El perro lanzó un aullido de dolor. Luego le cogió por la otra, y otros tantos tirones. Mayor y más triste aullido aún. Cumplidos sus deberes con la justicia de la tierra, el mastín se retrajo de nuevo hacia la tabla del hórreo, no sin lanzar por lo bajo algunas imprecaciones y blasfemias. Esta escena se repetía unas cuantas veces al día, siempre que alguna persona sospechosa, como ahora, llegaba con propósitos hostiles a la rectoral. El Cuco deploraba en su fuero interno que no le hubieran rapado mejor las orejas.

– Buenas tardes, D. Gil— dijo la vieja, cambiando súbito la expresión colérica por otra sonriente, melosísima, dando muestras de que le conocía.

El P. Gil, a quien no sucedía otro tanto, respondió muy cortésmente y preguntó por D. Restituto.

– El señor cura debe de estar hacia el establo. Pase usted, D. Gil. Iré a llamarlo.

– No hay necesidad: yo mismo iré a buscarlo. ¿El establo está aquí?…

– Sí, señor; aquí detrás de la casa.

Dio la vuelta a toda ella el sacerdote, subió algunos pasos por una calleja sucia, y se encontró con una misérrima fábrica hecha de piedras del río sin labrar apenas, con una puerta desvencijada. Estaba cerrada, y a nadie vio por allí delante. Iba a dejar aquel sitio y volverse a la casa, cuando detrás del establo oyó ruido de voces. Fuese hacia allá, y halló, en efecto, a don Restituto, sorprendiéndose no poco del traje y la situación en que se le apareció.

El anciano cura vestía unos calzones anchos de pana, remendados, como los que gastan los paisanos por aquella tierra; traía en los pies almadreñas con escarpines de paño burdo, chaqueta lustrosa por el uso, y camisa de lienzo hilado por el ama, sin alzacuello ni cosa que lo valga. Era el traje de un labrador, sin quitar ni poner nada. Pero lo que hacía verdaderamente peregrino y estrafalario el atavío es que en la cabeza traía un bonete viejo y grasiento.

El P. Gil quedó asombrado de aquella figura, y más asombrado, cuando advirtió la ocupación a que el párroco se entregaba. Estaba, con una rodilla hincada en tierra, desollando un becerro. Le ayudaba en la operación el criado. Tenían al animal extendido entre los dos, la mayor parte de él en carne viva ya. Volvió la cabeza D. Restituto al sentir pasos, y hallándose con su joven compañero, se puso en pie y vino hacia él con las manos ensangrentadas empuñando un enorme cuchillo.

– ¿Qué milagro es éste, amigo? ¡El futuro cura de Peñascosa se digna hacernos una visita!… Mira, no te doy la mano, porque ya ves cómo la tengo. Bien de salud, ¿verdad?… Por aquí tampoco hay novedad.

D. Restituto trataba de tú, familiarmente, a todos los clérigos más jóvenes que él desde la primera entrevista. Cuando Gil le hubo explicado el motivo de su viaje, mostró cierta extrañeza, pero se apresuró a responderle:

– Bueno, bueno. Yo voy a concluir en seguida. Vete a casa, y espérame.

Pero el joven manifestó deseos de ir a la iglesia.

 

– ¿A la iglesia?– dijo sorprendido. Entre ellos era costumbre confesarse en casa.– Está bien. No hay inconveniente. Pide al ama la llave, y espérame allí. No tardaré.

¡Pluguiera a Dios que hubiese tardado más! Y sobre todo, pluguiérale que hubiera tenido tiempo a lavarse bien. Porque el teólogo despedía de sí un vaho de matadero que derribaba. Mientras duró la confesión, y duró bastante, el P. Gil apenas pudo pensar en otra cosa. Sentíase asfixiado por aquel olor nauseabundo; acudíanle unas congojas y sudores que estuvieron a punto varias veces de privarle del sentido. Don Restituto sintió verdadera satisfacción en poder sacar a relucir su antigua batería de proposiciones teológicas. A cada duda que su atribulado penitente le ofrecía, contestaba victoriosamente con un texto latino. Como el veterano descuelga con gozo sus armas a la señal de guerra, así el viejo opositor a la lectoralía de Lancia descolgó de su memoria los textos enmohecidos ya de Perronne y de Balmes. ¿Cómo dudar de la inmortalidad del alma, cuando ésta es una cosa simple, y las cosas simples no pueden descomponerse? ¿Quién se atreve a imaginar que la Iglesia católica puede algún día perecer, cuando están ahí sangrando las palabras de Jesucristo: «Las puertas del infierno no prevalecerán (non prœvalebunt?)» ¿Cómo se ha de dar más crédito a la palabra de los hombres que a la de Dios? Pues qué, ¿la Divina Sabiduría no ha dicho: «Yo para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio a la verdad?» Y este testimonio ¿no está bien claro y bien patente en las obras visibles que exceden al poder natural, por ejemplo, en la curación de los enfermos, en la resurrección de los muertos y en otros admirables milagros llevados a cabo por Nuestro Señor Jesucristo y por los Santos Apóstoles?

El P. Gil recibió la absolución, prometiendo no ser más demente ni idiota; así juzgaba don Restituto al que dudaba de las verdades reveladas por angélico ministerio. Poco después de besar aquella mano no bien purgada de la sangre del becerro, y cuando se hubo levantado para rezar ante un altar la penitencia, nuestro presbítero se sintió indispuesto. Tuvo que salir inmediatamente de la iglesia, acometido de violentas náuseas. En el pórtico devolvió toda la comida. Llevole a casa el cura, y quiso curarle con una taza de salvia, remedio supremo que empleaba contra todas las dolencias que afligen al género humano; pero su joven compañero, que sabía a qué atenerse sobre su enfermedad, rehusó obstinadamente toda medicación. El párroco entonces pasó a mostrarle la huerta, en la cual tenía cifrado tanto orgullo como en la profundidad de sus conocimientos teológicos. Estaba llena de árboles frutales y legumbres. No se veía una flor ni un arbusto de adorno. Desde allí pasaron a un vasto prado, donde tenía unos cuantos operarios alzando pared. D. Restituto comenzó a darles instrucciones, aprobó algunas cosas, reprobó otras, olvidándose por completo de su huésped. Uno de los operarios le participó que el molino había parado porque el hijo de Cosme había desviado el agua más arriba para secar el cauce del riachuelo y pescar las anguilas. D. Restituto se enfureció y anunció su propósito de demandar a Cosme y pedirle indemnización de daños y perjuicios. De él no se burlaba nadie; estaba resuelto a hacer que se respetase su propiedad. Desde allí se corrieron a los maizales, y el párroco mostró a su compañero con extremado gozo el estado magnífico de las plantas. El agua había venido muy a tiempo, pero más que al agua se debía a la gran cantidad de abono que había echado.

– Tú dirás: ¿dónde podrá hacer D. Restituto tanto estiércol para una tierra como ésta, de quince días de bueyes? Voy a explicártelo. Yo, aunque tengo nueve cabezas de ganado, no podría abonar ni la mitad de la tierra que llevo. ¡Aquí del intelectus! En todas las parroquias, como tú sabes bien, hay una porción de pobretes, a los cuales no es posible sacarles un cuarto ni por bautizos ni por matrimonios ni por nada. Pues bien, a estas calamidades vivientes les obligo a echar de vez en cuando delante de sus casas (vulgo pocilgas) una buena cantidad de hoja seca o tojo. Con el agua y el paso de los transeúntes y el estiércol de las reses que cruzan se convierte al cabo de algún tiempo en abono. Cuando ya está bien podrido me lo traen y voy formando montón hasta que llega el tiempo de distribuirlo por la tierra. ¿Qué tal?

Desde allí saltaron a una heredad de prado. D. Restituto, en cuanto se vio en ella, dejó escapar una risita aguda y burlona, que hizo levantar la cabeza a su joven compañero y mirarle con curiosidad.

– Este es el prado del molino de abajo… el prado del molino de abajo, ya sabrás… ¿Cómo? ¿no sabes la historia de este prado? Pues ha corrido mucho por la villa… Pertenecía a los mansos de la parroquia, y había quedado trasconejado cuando la venta de todos ellos. Yo lo llevaba, y nadie en la parroquia se atrevía a denunciarlo. Pero había aquí un tabernero rico llamado Lino (que ya reventó, a Dios gracias, el año pasado), y este Lino le tenía muchas ganas al prado. Al fin dio el soplo en la administración, guardando la mano, porque no quería ponerse mal conmigo, y lo sacaron a subasta. Dos días antes de hacerse, vino por acá el muy hipócrita y me dijo: «Señor cura, voy a hacer postura al prado del molino de abajo, pero si usted lo quiere me quedo en casa.» El tunante trataba de sonsacarme la cantidad que yo pensaba ofrecer. «No, no lo quiero; puedes rematarlo cuando gustes,» le contesté. El hombre, viendo que yo no iba al remate, y sabiendo que ningún vecino estaba en situación de tirarle, se las prometía muy felices. Y mandó a Lancia a un primo hermano suyo. Pero a éste le fui a tropezar camino de Peñascosa, y le hablé muy al caso, representándole el pecado en que incurría rematando bienes de la Iglesia, le prometí darle en arriendo el prado, y le puse cuarenta duros en la mano. ¿Qué había de hacer el hombre? Fue a Lancia, lo remató y me lo traspasó a mí acto continuo… ¡Vaya una risa que se armó en el pueblo, amigo! Lino enfermó de rabia, y en cuanto se le presentó ocasión, que fue al cabo de dos meses, viniendo de una romería, le pegó una puñalada a su primo… ¡Pero, anda, que buenos cuartos le costó la tal puñaladita! No lo hizo con diez mil reales.

Como ya el sol declinaba, después de haberle enseñado un lagar, que acababa de construir para la sidra, D. Restituto llevó de nuevo a su penitente a casa y le convidó a chocolate. Pero el excusador no se sentía aún bien. Además tenía prisa. Rehusó todo convite y emprendió el camino de Peñascosa. El cura le acompañó un buen trecho.

Fuera ya de sus fincas y comprendiendo por el continente reflexivo del excusador de Peñascosa que su ánimo seguía embargado por pensamientos serios, D. Restituto quiso volver a la carga, aunque le pareciese sobradamente demostrado que todas las dudas de su compañero no eran más que bombas de jabón, las cuales deshace con un soplo cualquiera que haya saludado siquiera la Sagrada Teología.

– Debes fijarte, querido— le decía con protección ilimitada,– que las verdades de la fe no son contrarias a la razón, sino que están sobre ella. Lo contrario de lo verdadero, ¿qué es? Lo falso, ¿no es cierto? ¿Y cómo ha de tenerse por falso lo que está divinamente confirmado? Las cosas que sabemos por revelación divina no pueden ser contrarias al conocimiento natural, porque el conocimiento natural viene también de Dios, puesto que Dios es el autor de nuestra naturaleza. Porque exceda a la razón una cosa no debe reputarse contraria a ella. Así dice San Agustín que aquello que como verdad se demuestra por los libros santos, sea del Antiguo, sea del Nuevo Testamento, de ningún modo puede serle contrario. El entendimiento humano no puede llegar, naturalmente, a conocer la existencia de Dios, supuesto que nuestra inteligencia en el modo de la presente vida comienza su conocimiento por el sentido, y por lo tanto, las cosas que no caen bajo el sentido no pueden percibirse sino en cuanto por los sentidos puede colegirse su conocimiento…

La tarde estaba fría y apacible. La campiña se extendía debajo del cielo trasparente, reflejando con tonos verdes, claros, amarillentos, los rayos del sol que se ocultaba. El mar era una mancha azul allá a lo lejos. Los dos clérigos habían atravesado ya el caserío principal, donde las mujeres, sentadas a la puerta de casa, les daban las buenas tardes y los niños acudían a besarles la mano. Estaban en la región abierta, ligeramente ondulada, que caracteriza la costa en aquel país. El P. Gil, silencioso, caminaba con la cabeza baja, levantándola de vez en cuando para enderezar su mirada vaga, perdida, hacia lo lejos, a las tierras rojas y a las rocas peladas que festonaban la orilla del mar. El sol moría despidiendo su última llamarada, que enrojecía una parte del horizonte. Y de allí venía una leve brisa helada que coloreaba los dedos y la punta de la nariz, vigorizando los músculos y produciendo cosquilleo en los ojos. La campiña se preparaba a dormir, exhalaba un suspiro de bienestar, mezcla confusa de voces y mugidos, rechinar de carros, tañido de esquilas y rumor de olas, fundido todo y armonizado en la amplitud de la llanura ilimitada. El P. Gil se esforzaba en atender a los argumentos que su anciano compañero iba vertiendo con voz profunda y solemne. Eran los mismos que había estado oyendo durante siete años en las cátedras del seminario de Lancia.

Al dejar la senda y penetrar en una callejuela estrecha vieron llegar un hato de ganado avanzando lentamente. D. Restituto atajó su discurso teológico y se llevó la mano a los ojos a guisa de pantalla.

– Son mis vacas— dijo sordamente.

Y antes que llegasen se puso a gritar al criado que las conducía:

– ¿Qué tiene la Parda, que cojea?

– Debió meterse una espina.

– Pues en cuanto llegue al corral la registras bien y se la sacas, ¿entiendes?… Es la mejor vaca que tengo— añadió por lo bajo, dirigiéndose a su compañero.

Y como ya estuviera entre ellas, el cura se acercó solícito, paternal, a la Parda y comenzó a acariciarle el testuz, bajando al mismo tiempo la cabeza, para mirarle las patas.

– ¡To, Parda!… ¡to! ¡to!… Espina debe de ser, porque en las patas no veo nada. Después que se la saques la lavas bien con un poco de vino y romero… Di a Teresa que te lo prepare… Nacida y criada en casa, ¿sabes tú?– prosiguió volviéndose al excusador con la fisonomía enternecida.– Me daba D. Jovino, tu feligrés, sesenta duros por ella… ¡Como si me diera ochenta! Esta alhaja no sale de casa. ¡Qué anchura de pechos, eh? ¡Qué cuarto trasero! (Y se lo acariciaba blandamente con la palma de la mano.) No da mucha leche, pero toda es manteca… Esta otra también nació en casa… ¡Quieta, Guinda, quieta!… Es más torpe que la otra… Una novilla todavía… No hace quince días que ha parido por primera vez… Ésta se deshace en leche… ¡Repara, repara que ubre! ¡No puede andar con ella!… Cada chorro suelta como el dedo… Mira, mira… ¡Quieta, Guinda!…

Y bajándose tiró de una de las tetas al animal e hizo salir dos o tres chorros de leche que humedecieron el suelo. Al mismo tiempo volvió su faz, congestionada por la posición tanto como por el gozo, hacia el joven coadjutor. Éste sonrió por complacencia, pero separó al instante la vista, no pudiendo reprimir bien la repugnancia que sentía.

Se puso de nuevo el hato en marcha y ellos también. D. Restituto cogió otra vez el hilo de su discurso.

– Ya sé que hay quien dice que por la razón no puede demostrarse que Dios es, y que esto sólo puede obtenerse por la fe y la revelación… Error crasísimo. La falsedad de esta opinión se manifiesta por el arte de la demostración, que deduce por los efectos las causas, y por el orden mismo de las ciencias, porque si no hay ninguna sustancia cognoscible fuera de lo sensible, no habrá tampoco ninguna ciencia supranatural, como se dice in quarto Metaphysicorum. Hay que distinguir lo que es conocido per se simpliciter, y lo que es conocido quoad nos. Simpliciter que Dios es por sí, es conocido…

D. Restituto tenía una memoria felicísima. Al cabo de tantos años recordaba perfectamente su Dogmática, y la recitaba vertida al castellano con el mismo énfasis que si la hubiera inventado. También la recordaba el P. Gil, porque la tenía más reciente, pero escuchaba con atención, por humildad, esforzándose en admirar la fortaleza de aquellos argumentos, en considerarlos irrefutables. El anciano teólogo se detenía a menudo, balbucía olvidando alguna demostración, pero súbito tomaba vuelo y se lanzaba vigoroso sobre las premisas, haciéndoles sudar inmediatamente las conclusiones apetecidas.

– …Todo lo que se mueve se mueve por algo. O lo que mueve es movido o no. Si no se mueve, tenemos lo que buscamos, un móvil inmóvil, y a esto llamamos Dios. Si se mueve, es por algo que le mueve, y entonces, o hay que seguir así hasta el infinito, o tenemos que llegar a algún móvil inmóvil; pero en el orden del movimiento no puede haber proceso infinito… ergo hay que suponer un primer móvil inmóvil. Probemos ahora que todo movimiento se determina por algo. Si algo se mueve a sí mismo, es necesario que tenga en sí el principio de su movimiento…

 

Caminaban por una senda estrecha abierta entre los maizales. El teólogo iba delante y el P. Gil detrás. Súbito aquél paró en firme el paso y la lengua. Al doblar un recodo se encontró de frente con el hijo de Cosme, que traía colgado a la espalda un cesto mediado de anguilas. Verlo el teólogo y arrojarse sobre él sin conmiseración fue todo uno.

– ¡Granuja! ¡Grandísimo perro! ¿Conque eres tú el que me quitas el agua del molino? ¡Te voy a desollar vivo! ¿Es tu padre quien te enseña esas picardías? ¿Es el maestro quien te las enseña? ¡Desvergonzado, cínico!

Le tenía asido fuertemente por entrambas orejas, y a cada interrogación le daba una fuerte sacudida. El chico, comprendiendo bien que aquellos interrogantes tenían un fin puramente retórico y no debían ser contestados, limitábase a lanzar gritos de dolor inarticulados.

– ¡Ven acá, pilluelo! ¡Quiero llevarte delante de tu padre! ¡A ver si me dices ahora que yo te tengo mala voluntad! ¡Has de parar en un presidio! ¡Ven aquí, ven!

Y como no era factible llevarle cogido de las dos orejas, el anciano teólogo se avino, aunque con profundo dolor, a soltar una, comunicando instantáneamente a la otra su parte de presión para que no se desperdiciase nada. En esta forma, con el rostro encendido y los ojos llameando de cólera, dio la vuelta hacia el pueblo sin despedirse de su compañero, llevando medio en suspensión al chico, que lanzaba quejidos lastimeros.

El P. Gil le contempló estupefacto hasta que le perdió de vista. Permaneció todavía unos momentos inmóvil, abstraído. Y emprendió de nuevo su camino que se acercaba cada vez más a la orilla del mar, para bajar por una rampa suave a Peñascosa. La luz desaparecía por momentos. El frío aumentaba. El océano en calma había perdido su bello color azul, cambiándolo por otro gris con reflejos acerados. De vez en cuando un soplo de viento helado hacía correr por la tersa superficie de las aguas un estremecimiento que las rizaba leve y momentáneamente, como si al mar se le pusiera carne de gallina. Y este estremecimiento se comunicaba al joven presbítero y llegaba hasta el fondo de su ser. Lo que sentía en su alma no era ni dolor, ni agitación, ni congoja; era tan sólo frío, un frío mortal que le roía los huesos. Nunca se había visto tan solo y desvalido. Sus ojos iban obstinadamente fijos en el suelo. No se atrevía a levantarlos e interrogar la inmensidad como otras veces. Estaba seguro de su respuesta y la temía.

Cuando llegó a las primeras casas del arrabal de la Gusanera había cerrado ya la noche. Al pasar por delante de una de las más pobres y sucias llamó su atención el estrépito de golpes y gritos que de adentro partía. Detuvo el paso asustado y procuró averiguar qué era aquello. Por las pequeñas ventanas iluminadas no se veía más que agitarse violentamente algunas sombras. A sus oídos llegaban, entre el confuso vocerío, algunas blasfemias que le estremecían. De pronto se abre con violencia la puerta y sale precipitadamente una masa negra, disparada por unas manos que cierran de nuevo al instante. El P. Gil reconoció en aquella masa negra a un clérigo. Se aproximó solícito y vio que era el P. Norberto, con manteos y sin sombrero.

– ¡D. Norberto! ¿Qué es eso? ¿Qué le pasa?

– Hola, querido. Nada, nada… no es nada— respondió sin aturdimiento.

– Sí le pasa algo… ¿Qué le han hecho a usted en esa casa?

– Nada, nada… Vámonos que se reúne gente.

– ¿Se va usted a ir sin sombrero?

– Es verdad… Voy a pedirlo… Aguarda un poco.

Pero en aquel instante salió de una de las ventanas de la casa y voló por el aire el sombrero, cayendo enmedio de la carretera, esto es, cerca de los clérigos. Al mismo tiempo una voz ruda dijo, acompañándolo de varias interjecciones:

– Toma la teja, ladrón. Si vuelves por aquí, te vas sin las orejas.

El P. Norberto se apresuró a recogerla del suelo y echó a andar.

– Pero explíqueme usted…– le dijo el coadjutor juntándose a él y haciendo esfuerzos por seguirle el paso.

– Ya te lo explicaré… Ahí más abajo.

Cuando hubieron salido de la Gusanera, salvado la plaza y entrado en la calle del Cuadrante, D. Norberto acortó un poco el paso. El excusador aprovechó la ocasión para insistir en sus preguntas.

– Vamos a ver, ¿qué le ha pasado a usted?

– Pues mira, en esa casa vive una muchacha, una niña que apenas tiene quince años, a quien su madre ha prostituido, entregándola a ese chalán que llaman Pepe el Manchego.

– ¿Y usted ha ido allí a ver si la sacaba de sus garras?

– La había visto ya otras dos veces, y no parecía mal dispuesta; pero no sé quién dio soplo a ese hombre, y hoy se presentó de repente y armó un alboroto.

– ¡Jesús! ¡Está usted herido!– exclamó el padre Gil, viendo correr algunas gotas de sangre por las mejillas de su compañero. Al mismo tiempo le levantó un poco el sombrero y vio que tenía un fuerte golpe en la frente, de donde partía la sangre.

– ¡Pero esto es una indignidad! Vamos a dar parte en seguida al juez…

– No pienses en eso, querido… Esto no vale nada… El parte lo echaría todo a perder; se daría un escándalo, y la chica, viéndose perdida, se iría de este pueblo con el chalán. Quedándose aquí, tengo esperanzas que con un poco de maña lograré quitársela a ese diablo y reducir a la misma madre… Esto no es nada— añadió limpiándose la sangre con el pañuelo.– Lo que me duele algo más es este hombro…

– Pero ¿le ha dado a usted más golpes?

– Me ha sacudido un poco la badana— respondió riendo candorosamente.– Es cuestión de árnica y reposo… Yo creo que no me viene mal. Estaba demasiado apoltronado… Desde hace algún tiempo todos los días me convidan a callos… Voy engordando demasiado, ¿no te parece?

Despidiose el P. Gil a la puerta de su casa y siguió caminando con pie más ligero hacia la suya. Parecía como si le hubiesen aliviado de la carga que le abrumaba. Sintió suavizarse la honda melancolía que le había oprimido todo el camino, y corrió por su ser una dulce inexplicable vibración de bienestar.

Después de interrogar a la naturaleza muda, después de consultar a la teología decrépita, el soplo de Jesús había pasado al fin por su alma y la había refrescado.