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La Espuma

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Un día, en que estaba más cariñosa que de costumbre, teniéndole sentado a sus pies y acariciándole los cabellos con sus hermosos, delicados dedos cargados de sortijas, le dijo con acento meloso:

–Tú sigues con tus celos de Escosura. ¿verdad, Mundo?… Pues haces muy mal…. No me gusta poco ni mucho ese hombre….

–Sí: eso me has dicho muchas veces … pero….

–No hay pero que valga, niño díscolo—repuso alegremente tirándole de la oreja—. Ni he querido, ni puedo querer a nadie más que a ti. Todos los hombres me parecen feos, tontos y presuntuosos a tu lado…. Pero (¡aquí viene mi pero!) desgraciadamente tú no eres ministro, aunque lo mereces más que todos los que conozco…. Bien sabes que mi fortuna está hoy en manos de la justicia, que de la noche a la mañana puedo quedar sin una peseta. Acostumbrada como estoy a las comodidades y al lujo, ya comprenderás que no sería un plato de gusto. Mi amor propio también padecería mucho: tengo infinitos envidiosos, gente que me odia sin saber por qué…. En fin, que sería el hazme reir de ellos, ¿entiendes? Y yo no quiero que eso suceda. Mi padre cuenta con muchos amigos…. se esperan de él favores (aunque sea incapaz de hacer uno solo), se le tiene miedo…. Yo, aunque trato a casi todos los políticos de Madrid, carezco de un verdadero amigo que se interese por mi asunto como si fuese propio, que se atreva a ponerse frente a mi padre…. Y como no lo tengo necesito buscarlo, ¿sabes?… Figúrate ahora que ese amigo es Escosura, quien por su posición política y por su dinero es independiente por completo…. Figúrate que estoy en relaciones con él…. Figúrate que es mi amante a los ojos del mundo…. Y figúrate también que rompo contigo en apariencia, aunque sigas secretamente siendo mi verdadero amor, el único querido de mi corazón…. ¿Qué te parece del arreglo? ¿Lo encuentras aceptable?

Raimundo se puso encendido ante aquella singular y humillante proposición. Tardó unos instantes en contestar y al fin dijo entre colérico y desdeñoso:

–Me parece sencillamente una infamia y una asquerosidad.

La arruga, aquella arruga fatal que cruzaba la frente de Clementina cada vez que la cólera agitaba su alma turbulenta, apareció honda y siniestra. Levantóse bruscamente, y después de mirarle con fijeza, entre airada y desdeñosa, le dijo con acento glacial:

–Tienes razón. Ese arreglo no puede convenirte…. Mejor será que cortemos de una vez nuestras relaciones.

Y se dispuso a marchar. Raimundo quedó anonadado.

–¡Clementina!—gritó con desconsuelo cuando se hallaba ya cerca de la puerta.

–¿Qué hay?—dijo ella, con la misma frialdad, volviendo la cabeza.

–Escucha, por Dios, un momento…. Te he dicho eso arrebatado por los celos, pero sin intención de herirte…. ¿Cómo he de ofenderte yo a ti cuando te quiero, te adoro como a un ser sobrenatural?…

A éstas siguieron otras muchas palabras fogosas empapadas de cariño, mejor aún, de devoción. Clementina las escuchó en la misma actitud altanera. No se dejó ablandar hasta que le contempló bien humillado, pidiéndole de rodillas, como precioso favor, aquel mismo arreglo que hacía un instante había calificado de infamia y asquerosidad.

Por aquellos días la dama experimentó una rabieta tan viva que estuvo a punto de enfermar. Y no le faltó motivo. El duque, su padre, cuyas relaciones con la Amparo eran cada día más públicas y descaradas, llevó su cinismo o su servidumbre humillante hasta traerla a su palacio y hacer vida marital con ella. No se hablaba de otra cosa en la alta sociedad madrileña. Todo el mundo consideraba que Salabert tenía perturbado el cerebro, por no decir, como en otro tiempo, que estaba hechizado por su querida. Esta, con su estupidez inveterada, en vez de disimular su poder y hacerse perdonar del mundo aquella inaudita usurpación, la pregonaba a son de trompeta en los teatros y paseos, donde se presentaba colgada del brazo del duque. Poco después comenzó a circular por Madrid la noticia de que se casaban. El asombro y la indignación que produjo fueron vivísimos.

Un acontecimiento imprevisto vino a deshacer o por lo menos a aplazar aquella boda. En cierta reunión de accionistas de las minas de Riosa, a Salabert, como presidente, le tocó dar cuenta de su gestión y proponer las modificaciones necesarias en la marcha de la sociedad. Ordinariamente lo hacía con mucha concisión y claridad. Era, ante todo, hombre de negocios y no gustaba de andarse por las ramas o decir más palabras de las indispensables. Mas con sorpresa de la asamblea, donde se hallaban muchos banqueros y algunos personajes políticos, comenzó a pronunciarles un discurso por todo lo alto. Abandonando el asunto por completo, entró dándoles amplias explicaciones de su conducta como hombre público; trazó una verdadera biografía de su persona, deteniéndose en pormenores del todo impertinentes; cantó con la mayor impudencia sus propias alabanzas, ofreciéndose como el prototipo de la consecuencia política, del desinterés y la abnegación; pregonó sus servicios al país, por haber prestado dinero al Gobierno en momentos de apuro, y a la causa de la humanidad coadyuvando poderosamente a la erección de hospitales, escuelas y asilos. Hasta tuvo la desvergüenza de decir que el asilo de ancianas de los Cuatro Caminos era obra suya.

Los circunstantes se miraban unos a otros con estupor y se murmuraban al oído juicios poco lisonjeros sobre el estado intelectual del orador. Cuando apuró la lista de sus méritos y se proclamó urbi et orbi el primer hombre de la nación, principió a desatarse contra sus enemigos. Presentóse como víctima de una persecución tenaz, insidiosa, de mil intrigas urdidas para desacreditarle y en las que intervenían una porción de personajes de la banca y la política. En confirmación de este aserto leyó con voz campanuda y fogosa entonación ciertos artículos insertos en un periódico de provincia (la provincia en que estaban las minas de Riosa), en que según él se le atacaba "de un modo indigno y asqueroso". Lo que venía a decir, en resumen, el articulista, era que Salabert no era acreedor a que se le erigiese una estatua.

Los circunstantes, cada vez más cansados y aburridos, se decían ya en voz baja:

–¡Esto es ridículo! ¡Este hombre está loco!

A medida que leía se iba enardeciendo. Su rostro, ordinariamente un poco amoratado, se oscureció de tal modo que parecía el de un estrangulado. Al fin, sin terminar la lectura, cayó en el sillón presa de un ataque que le privó del sentido. Y por entrambas vías su naturaleza pletórica comenzó al instante a desahogarse de tan formidable manera, que sólo un médico que asistía a la reunión en calidad de socio osó acercarse a él.

XV
Genio que se apaga

Después de aquel ataque, las facultades mentales del duque experimentaron una merma considerable, al decir de cuantos a él se acercaban. Padecía extrañas distracciones. Su palabra era perezosa y más confusa que antes. Tenía caprichos fantásticos. Se contaba que había entregado ya a la Amparo sumas enormes o las había puesto a su nombre en el Banco; que se enfurecía por livianos motivos y gritaba y gesticulaba como un demente, llegando sus arrebatos hasta maltratar de obra a los criados o dependientes; que comía vorazmente y sin medida, y que decía de su hija horrores inconcebibles, imposibles de repetir entre personas decentes. Su genio socarrón y maligno se había trocado en adusto y violento.

Sin embargo, en los negocios no dió señales de faltarle la cordura. La rueda de la avaricia no se había gastado aún en su organismo. Verdad que la mayor parte de ellos marchaban por sí mismos. Además tenía consigo a Llera, cuyas dotes de especulador astuto y audaz habían llegado al apogeo. Donde se mostraba en realidad la perturbación, o por mejor decir, la flaqueza de su inteligencia, era en el seno de la vida doméstica. No se contentó con hacer reina y señora de la casa a su querida, pero admitió en ella también a la madre y los hermanos de ésta, gente ordinaria y soez que la tomó por asalto, dándose harturas de esclavos en saturnal, viviendo en perpetua orgía. El dominio de la Amparo se hizo absoluto. Ella fué quien comenzó a ordenar, o por mejor decir, a desordenar los gastos ostentando un lujo escandaloso en sus vestidos, joyas y trenes. Y como no faltan en Madrid hambrones de levita y de frac, al instante tuvo una corte de parásitos que cantaron sus alabanzas. Dió tes y comidas; se jugó al tresillo. Se hizo, en suma, lo que en todas las casas opulentas, menos bailar. Y aunque el personal por dentro dejaba mucho que desear, por fuera parecía tan pomposo y brillante como el de los demás palacios. Hasta había títulos de Castilla que honraban la tertulia con su presencia, entre ellos el marqués de Dávalos, tan loco y enamorado como siempre. La Amparo, a quien lisonjeaba este amor frenético conocido de todo Madrid, lo desdeñaba en público y lo alimentaba en secreto. Por donde flaqueaban más los saraos de aquélla era por el lado femenino, si bien no faltaban tampoco algunas señoras de la clase media que, a trueque de pisar regios salones y verse servidas por lacayos de calzón corto, consentían en alternar con la querida de Salabert. Verdad que acallaban sus escrúpulos diciéndose que Amparo muy pronto sería la duquesa de Requena, en cuanto terminase el luto de la anterior esposa.

Seguía el pleito entre el duque y su hija, más empeñado cada día y encendido. La Amparo se declaraba parte en él entre sus amigos; gozaba soltando contra Clementina el odio mortal que la profesaba en palabras tabernarias. Salían a relucir en su tertulia todos los devaneos de la dama, corregidos y aumentados por los parásitos; se contaban anécdotas que harían ruborizar a un guardia civil; se atacaban hasta sus prendas corporales, diciendo que los dientes eran postizos, que tenía una cadera torcida y otras calumnias por el estilo. Cierta noche tuvo éxito prodigioso un muchachuelo al manifestar que Clementina, según datos irrecusables, gastaba pantalones de franela a raíz de la carne.

 

Algunos de estos dichos llegaban a oídos de la interesada y la hacían empalidecer de ira, amargaban extremadamente su agitada existencia. El pleito era ya para ella una lucha personal con la Amparo. Lo que más temía, y Osorio también, era que se realizase el anunciado matrimonio de su padre. Si esto sucedía no había más remedio que ver a la ex florista ostentando la corona ducal, tratando de potencia a potencia con ellos. Aunque al principio la sociedad la rechazase, como con el tiempo todo se olvida, quizá aquella vil mujer llegaría a ser una verdadera duquesa. Afortunadamente para ellos, aunque Salabert estaba sometido en todo a su voluntad, les constaba que se oponía tenazmente a casarse, que la Amparo hacía inútiles esfuerzos para decidirle, que había habido escenas violentas entre ellos. La ex florista, al principio, lo había tomado por la tremenda. Se contaba que en un arrebato había herido al duque con unas tijeras, que los criados escuchaban frecuentemente gritos descompasados de la bella injuriando al viejo, llenándole de denuestos. Uno juraba que la había oído gritar:

–¿Por qué no te casas? ¡dí, canalla!… ¿Crees que te deshonras con eso? ¿No sabes que por ahí todo el mundo dice que eres un ladrón? ¿que tus iniciales significan ¡a ese!…? Seré una p… pero una p… ¿no vale tanto como un ladrón?

Ciertos o no estos horrores, lo que constaba de un modo indudable era la resistencia de él y el afán de ella. Alguien le hizo entender que no era éste el mejor sistema y que corría riesgo, por quererlo todo, de perderlo todo. Cambió de táctica. Se dedicó a sacar de su querido todo el dinero que pudo y a empujarle suavemente, pero con tenacidad, al matrimonio. Mas aunque por lo que se refiere a esto último sus asaltos continuaban siendo infructuosos, Clementina y Osorio estaban con el alma en un hilo. Decíase que el duque se hallaba realmente enfermo, que sufría una parálisis progresiva. En vista de ello se determinaron, después de escuchar el parecer de algunos célebres abogados, a pedir ante los tribunales su inhabilitación o la incapacidad para administrar sus bienes.

Por estos días se dijo que aquél había experimentado un nuevo ataque y que de resultas había quedado casi enteramente imbécil. Confirmaba este rumor el que no salía de casa y el que sus amigos íntimos no conseguían verle cuando iban a visitarle.

En tales circunstancias, bien por un arranque de su temperamento impetuoso o porque no faltara entre sus íntimos quien se lo aconsejara, Clementina se resolvió a dar un golpe decisivo que de una vez zanjase el litigio y todos los problemas a él anejos. "Mi padre está secuestrado—dijo—. Yo voy allá y arrojo a esa mujer de casa". Osorio trató de disuadirla, pero inútilmente.

Una mañana se hizo trasladar en su coche al palacio de Requena. Pasmo del portero al abrir la verja y encontrarse con la señorita Clementina, y visible alegría también. Porque, aunque no era tan llana como la ex florista ni tan pródiga, el sentimiento de justicia obligaba a los criados del duque a despreciar a ésta y respetar a aquélla. La orgullosa dama se contentó con decir, sin mirarle: "Hola, Rafael", y se dirigió rápidamente a la escalinata.

¿Cómo está papá?—preguntó al criado que halló en el recibimiento.

Tan aturdido quedó que no pudo responderle inmediatamente.

–¡Vamos, hombre!—repitió con impaciencia—. ¿Qué tal papá? ¿Está en las oficinas o en sus habitaciones?

–Dispense V.E. … el señor duque está bueno…. Me parece que aún está en su gabinete….

En aquel momento una doncella, que desde el fondo del corredor la vió y escuchó sus preguntas, corrió toda azorada a avisar a la señora. Clementina también subió con pie rápido la escalera del piso principal. Antes de llegar a la puerta del gabinete de su padre, la Amparo se interpuso delante de ella, pálida, mirándola fijamente, con ojos agresivos.

–¿Dónde va usted?—preguntó con voz ligeramente ronca por la emoción.

–¿Quién es usted?—respondió la dama alzando la cabeza con soberano desdén y mirándola de arriba abajo.

–Yo soy la señora de esta casa—repuso la malagueña poniéndose aún más pálida.

–Querrá usted decir la secuestradora. No tengo noticia de que aquí haya señora alguna.

–¡Ah! Viene usted a insultarme a mi misma casa—exclamó la ex florista poniéndose en jarras como en la plazuela.

–No; vengo a arrojarte de ella antes que llegue la policía a hacerlo.

–¡No me tutee usted o me pierdo!—gritó la Amparo arrebatada de furor, presta a arrojarse sobre su orgullosa enemiga.

–Repito que vengo a echarte de esta casa y del puesto que usurpas—repuso ésta con tranquilidad amenazadora, desafiándola con la mirada.

La Amparo hizo un movimiento de arrojarse sobre ella, pero deteniéndose súbito se puso a gritar con voces descompasadas:

–¡Pepe, Gregorio, Anselmo! A ver, que vengan todos. ¡Pepe, Gregorio!

¡Echadme esta tía de casa, que me está insultando!

A los gritos acudieron algunos criados, que se detuvieron confusos, atónitos, contemplando aquella escena extraña. También se abrió la puerta del gabinete y apareció en ella la figura del duque, de bata y gorro. En poco tiempo había envejecido de un modo sorprendente. Tenía los ojos apagados, el color caído, las mejillas pendientes y flácidas.

–¿Qué es eso? ¿qué pasa aquí?—preguntó con torpe lengua. Y al ver a su hija dió un paso atrás y todo su cuerpo se estremeció.

–Esta mujer, que después de pedir que te declaren loco viene a insultarme—gritó Amparo con voz chillona de rabanera colérica.

–Papá, no hagas caso—dijo Clementina yendo hacía él.

Pero el duque retrocedió, y extendiendo al mismo tiempo sus manos convulsas, exclamó:

–¡Fuera! ¡Fuera! ¡No te acerques!

–¡Escucha, papá!

–¡No te acerques, ingrata, perversa!—repitió el duque con voz temblorosa y tono melodramático.

–Fuera de aquí, sin vergüenza. ¿Tiene usted valor para presentarse después de lo que ha hecho con su padre?—chilló la malagueña animada por la actitud del viejo.

Clementina quedó petrificada, lívida, mirándoles con ojos donde se pintaba más el espanto que la cólera. Hubo un instante en que estuvo a punto de perder el sentido, en que todo comenzó a dar vueltas en torno suyo. Pero su orgullo hizo un esfuerzo supremo y permaneció clavada al suelo, inmóvil como una estatua de yeso, y tan blanca. Luego giró lentamente sobre los talones por miedo a caerse y dió algunos pasos hacia la escalera, que comenzó a bajar con pie vacilante. Su padre, excitado por los gritos de la Amparo, avanzó hasta la barandilla y siguió repitiendo, cada vez más colérico, extendiendo su mano trémula como un barba de teatro:

–¡Fuera! ¡Fuera de mi casa!

Mientras, su querida vomitaba una sarta de injurias acompañadas de movimientos de caderas, risas sarcásticas y tal cual interjección del repertorio antiguo.

Cuando llegó a poner el pie en el jardín, las mejillas de Clementina comenzaron a echar fuego. Se apoyó un instante en la columna de uno de los faroles, y en seguida se dió a correr como una loca hacia su coche. Montó en él de un salto y cayó en un ataque de nervios. La sacaron en malísimo estado y la subieron a su cuarto entre dos criadas. Cuando Osorio se presentó no pudo enterarle más que con palabras sueltas e incoherentes de lo que había acaecido. Ocho o diez días estuvo postrada en la cama. Al fin salió de ella con un deseo tal de vengarse, que algunos pensaron que se había vuelto loca.

El pleito, con el hábito de venganza que ella sopló sobre él, encendióse de un modo imponente. Llegó a ser en Madrid un acontecimiento público. Acerca de la locura del duque hubo pareceres encontrados de los médicos más insignes, españoles y extranjeros. Los unos le ponían de idiota, degenerado y embrutecido que no había por dónde cogerlo. Los otros declaraban que su inteligencia brillaba cada día más clara, que era un portento de penetración y buen sentido. Pero todos coincidían en exigir, por sus dictámenes, disparatados honorarios. La prensa intervino en favor de una u otra de las partes. Clementina subvencionaba algunos periódicos. La Amparo (porque el duque, en realidad, ya no se hallaba en estado de dirigir el asunto) tenía comprados otros. Y desde las columnas de ellos se decían, más o menos veladas, mil insolencias; se sacaban a relucir en cuentos alegóricos muchas historias escandalosas.

En esta guerra la hija llevaba la peor parte: no podía ser tan liberal como la querida. Amparo distribuía los billetes de Banco a manos llenas. En cambio, a Clementina le ayudaban los acreedores de su marido, sus amigas Pepa Frías, que no cesaba un momento de ir y venir visitando a los médicos, a los magistrados, a los periodistas, la condesa de Cotorraso, la marquesa de Alcudia, su cuñado Calderón, sus amigos el general Patiño y Jiménez Arbós, y más que todos ellos, como quien más obligación tenía, su amante Escosura. Este, por el alto puesto que ocupaba, ejercía considerable influencia en la marcha del litigio.

¡Qué agitación! ¡qué vida afanosa y miserable! Clementina no comía, no dormía: siempre en conferencias con el abogado, con el procurador, siempre escribiendo cartas. Hasta en sus tertulias o comidas no sabía hablar de otra cosa. De suerte que algunos, los indiferentes, murmuraban e iban desertando de su casa. Pero a otros logró comunicarles su fuego: eran sus parciales apasionados y traían y llevaban cuentos y daban consejos y prorrumpían en exclamaciones de indignación cada vez que en cualquier parte oían nombrar a la Amparo. Aunque Clementina, en general, no era simpática a la sociedad madrileña por su carácter altanero, como al fin representaba el derecho y la moral, su causa era la popular. Contribuyó a hacerla más la estupidez de su enemiga, que se presentaba en todas partes queriendo deslumbrar con su lujo, llevando a su lado aquel viejo imbécil y degradado.

Porque el duque de Requena se desmoronaba a ojos vistas. Después del período de exaltación y violencia en que parecía un loco furioso, vino el aplanamiento de los nervios. Poco a poco se acercaba al completo idiotismo. Perdió la vivacidad del espíritu y hasta la facultad de comprender los negocios. Quedaron en manos de Llera. Esto no era malo: pero sí que la Amparo se ingiriese en ellos con autoridad, porque no hacía más que disparates. Se daba, sin embargo, bastante maña para ocultar la locura de su querido. Los días en que le veía sobrexcitado o incoherente en sus palabras teníale encerrado. Sólo cuando estaba más tranquilo y racional se aventuraba a salir con él en coche y procurando que no hablase con nadie.

Mas a la postre tales precauciones resultaron inútiles. Salabert se escapó de casa en distintas ocasiones y dió públicas señales de su enajenación. Una vez se le halló a las cuatro de la mañana cerca de Carabanchel. Otra vez entró en una joyería, y después de ajustar algunas alhajas sustrajo otras creyendo que no le veían. El joyero lo advirtió perfectamente, pero no le dijo nada porque le conocía. Lo que hizo fué enviar la cuenta de las alhajas robadas a la Amparo. Esta se apresuró a pagarlas y vino en persona a rogarle que no divulgase el hecho.

Pronto se persuadió el público de que, a pesar de los pareceres encontrados de los médicos, la locura del duque era evidente. Comenzó a susurrarse que el fallo del tribunal así lo declararía. Dos días antes de que se publicase, la Amparo abandonó el palacio de Requena después de haberlo puesto a saco. Se llevó multitud de objetos de gran valor. Su hacienda ascendía ya a una porción de millones. En previsión de lo que podía suceder la había sacado del Banco de España y la tenía en valores extranjeros. Pocos días después se marchó a Francia. Algunos meses más tarde circuló por Madrid la noticia de que se casaba con el marqués de Dávalos.

La misma tarde del día en que la Amparo huyó (porque huída se puede llamar) de la casa de Requena, entró Clementina con su marido y se posesionó de ella. Halló a su padre en un estado tristísimo, completamente idiota. Hablaba como si la hubiera visto el día anterior y no hubiera pasado nada; le preguntaba con mucho interés por la Amparo y hasta algunas veces la confundía con ella. El corazón de la hija, hay que confesarlo, no padeció gran cosa. Aquella desgracia no apagaba por entero el rencor que despertaba en su alma el recuerdo de los amarguísimos días que acababa de pasar. Su venganza no estaba satisfecha porque veía a la Amparo rica y feliz. Quería a todo trance perseguirla criminalmente, mientras su marido, satisfecho con la fortuna colosal que caía en sus manos, no se preocupaba poco ni mucho de semejante cosa.

El duque de Requena, el célebre banquero que tuvo atentos y admirados durante veinte años a los negociantes españoles y extranjeros, el hombre que había dado tanto que decir al público y a la prensa, pasó muy pronto a ser en el palacio de Osorio un trasto inútil y despreciable. Por no dar que murmurar, o por asegurarse mejor de su persona, o quizá por un vago temor de que pudiera curarse, los esposos Osorio no le enviaron a un manicomio: tuviéronle guardado en casa. Salabert se había convertido en niño. No se preocupaba ya de otra cosa que del alimento. Hablaba poco. Pasaba horas y horas mirándose las uñas o frotándose una mano con la otra, dejando escapar de vez en cuando gritos extraños, inarticulados. Tenía cerca un criado que, cuando se mostraba desobediente y se enfurecía, le castigaba. Pero a quien más respeto tenía, y aun puede decirse verdadero temor, era a su hija. Bastaba que Clementina le mirase ceñuda y le dirigiese una seca reprensión para que el loco se sometiese repentinamente. En cambio, no hacía caso alguno de su yerno.

 

Cuando el criado que le cuidaba, viéndole tranquilo iba a recrearse un poco con sus compañeros, el loco acostumbraba a vagar por las habitaciones del palacio mirándose con atención a los espejos. Su manía principal era la de recoger los pedacitos de pan que hallaba y amontonarlos en un rincón de su cuarto hasta que allí se pudrían. Cuando el montón era ya demasiado grande, los criados venían a recogerlos en cestos y lo tiraban al carro de la basura. Al entrar en su habitación y echarlo de menos se enfurecía. Necesitaba su guardián hacer uso de algún medio violento para volverle el sosiego.

Cierta tarde, poco después de almorzar los señores (el loco almorzaba en su cuarto), se hallaban reunidos tres o cuatro criados en el gran comedor del palacio limpiando la vajilla y colocándola en los aparadores. Estaban de buen humor y retozaban cambiando latigazos con los paños que tenían en la mano, corriendo en torno de la mesa y soltando sonoras carcajadas. La señora no podía escucharles porque estaba arriba. En esto apareció el loco en la puerta con una bandeja en la mano, la bandeja en que acostumbraba a transportar los mendrugos, como preciosa mercancía, a su habitación. Vestía una bata grasienta ya y traía la cabeza descubierta. Pero aquella cabeza, a pesar de sus blancos cabellos, no era venerable. Las mejillas pálidas, terrosas, los labios amoratados y caídos, la mirada opaca sin expresión alguna, no reflejaban la ancianidad que tiene su hermosura, sino la decrepitud del vicio siempre repugnante y la señal de la idiotez, aterradora siempre.

Permaneció un instante indeciso al ver tanta gente. Al fin se resolvió a entrar; fué derecho a los cajones de los aparadores y comenzó con afán a registrarlos sacando todos los mendrugos que había y colocándolos en su bandeja. Los criados le contemplaban sonrientes con mirada burlona.

–Busca, busca—dijo uno—. ¿Cuándo nos convidas a gazpacho, tío lipendi?

El viejo no hizo caso: siguió afanoso en su tarea.

–Gazpacho, no—dijo otro—. Mejor será que nos convides a un billete de cien pesetas.

–A ti no te convido. A Anselmo, sí—dijo el duque tartamudeando mucho y mirándole airado.

–¡Toma! ya sé por qué convidas a Anselmo; porque te anda con el bulto. Descuida, que si es por eso ya me convidarás.

Los otros soltaron la carcajada. El más joven de ellos, un chico de diez y seis años, al verle con la bandeja colmada y dispuesto a marcharse, se fué por detrás, y dándole un manotazo hizo saltar todos los mendrugos, que cayeron esparcidos por el suelo. El duque se enfureció terriblemente, y lanzando gritos de cólera, y echándoles miradas de fiera acosada, se tiró al suelo y se puso a recoger de nuevo los mendrugos, mientras los criados celebraban con algazara la gracia de su compañero. Cuando ya los tenía todos en la bandeja y corría hacia la puerta para librarse de sus burlas, el mismo rapaz se fué tras él y otra vez se los tiró. El furor del loco no tuvo límites. Convulso, rechinando los dientes, con los ojos encendidos, se arrojó sobre el burlador; pero los demás le sujetaron. El pobre demente comenzó entonces a lanzar bramidos que nada tenían de humanos.

En aquel instante se oyó en el corredor la voz irritada de Clementina.

–¿Qué es eso? ¿Qué hacen ustedes a papá?

Los criados soltaron al loco y se dieron a correr desapareciendo del comedor.