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La Espuma

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Clementina le buscó en vano durante algunos minutos, hasta impacientarse. Cuando entró en la sala de juego le vió al fin venir hacia ella con la faz radiante. Toda su tristeza se había disipado al verla y al observar que le buscaba.

–Si quieres que hablemos un momentito, vente al despacho de papá. Saliendo al corredor lo hallarás a mano derecha—le dijo rápidamente y con acento cariñoso.

Y se fué. Raimundo, por disimular, se acercó a una de las mesas de juego: estuvo algunos instantes mirando.

Clementina se deslizó disimuladamente por los salones, salió al corredor y se dirigió al despacho del duque, una pieza regia que sólo tenía de respeto, pues siempre trabajaba arriba. Estaba profusamente iluminada, como todas las estancias del piso principal. Al poner el pie en él creyó percibir un sollozo ahogado, que la llenó de sorpresa y temor. Derramó la vista por todo el ámbito y percibió, allá en el fondo, a una señora tumbada en el sofá, ocultando el rostro con el pañuelo, en actitud de llorar. Acercóse, y por el traje la conoció en seguida. Era Irenita.

–¡Irenita! Hija mía, ¿qué tienes?—exclamó inclinándose sobre ella con solicitud.

–Ay, perdón, Clementina…. Me he metido aquí sin saber lo que hacía…. ¡Soy tan desgraciada!

Y las lágrimas brotaron con abundancia de sus ojos.

–Pero, ¿qué te ha pasado, criatura?

–¡Nada, nada!—replicó la niña sollozando.

Hubo unos segundos de silencio. Clementina la contemplaba con lástima.

–Vamos—dijo acercando la boca a su oído—. Emilio te ha dado algún disgusto esta noche.

Irenita no contestó.

–No te aflijas, tonta. Con eso no adelantas nada. Procura, aunque sea haciendo un gran esfuerzo, aparecer indiferente. Ese es el medio mejor de que no te desprecie…. Digo … el medio mejor es otro … pero no te lo aconsejo, porque no está bien aconsejar ciertas cosas…. Si estás enamorada de él no des tu brazo a torcer, por Dios…. Que no sepa estas penas tuyas, porque eres perdida…. Déjale que satisfaga su capricho, que él volverá a ti.

Irenita levantó su rostro bañado de lágrimas.

–¿Pero ha visto usted lo que ha hecho hoy? ¡Es horrible!

En aquel momento Clementina oyó pasos en el corredor. Sospechando de quién eran fué rápidamente a la puerta, diciendo:

–Espera un poco: déjame cerrar.

Fué bien a tiempo. En aquel instante llegaba Raimundo. La dama puso el dedo en los labios haciéndole seña de que se alejase. Irenita no advirtió nada. Cuando Clementina volvió a su lado le dió cuenta, entre lágrimas y suspiros, de los agravios que su marido le había inferido aquella noche. En primer lugar, Emilio se vistió de húngaro para venir al baile. Irene había observado en cuanto entró, que María Huerta vestía también de húngara. Debían de estar convenidos, lo cual era una afrenta, que más de una persona había notado. Luego bailaron un vals y un rigodón. Mientras duró éste, Emilio no había cesado de hablarle al oído. Toda la noche la había estado sirviendo lo mismo que un criado, presentándole él mismo las fuentes de confites y frutas heladas. Una vez, al darle una de éstas, le había apretado los dedos; bien lo había visto. ¡Esto era una indecencia! Irenita quería suicidarse. Prefería morir mil veces a padecer semejantes tormentos. Clementina la consoló como pudo. Emilio la quería muchísimo: le constaba. Sólo que los hombres tienen a lo mejor estos sofocos, lo que llaman los toreros, extraños. Como el corazón no está interesado, dejándoles sueltos un momento se hastían y vuelven a lo que verdaderamente aman.

Para arreglarse un poco y lavar los ojos no quiso llevarla al tocador del baile: subióla al de la duquesa. Al cabo de unos minutos bajaron ambas. Irenita prometió no dar a conocer su pena. En cuanto Clementina enteró a Pepa de lo que había pasado, se sulfuró de tal modo que tuvo necesidad de contenerla para que no fuese a arañar a su yerno.

–Bien, si no le araño ahora, le arañaré después—dijo alzando los hombros con indiferencia. Tan resuelta estaba a ello—. Suceda lo que suceda, yo no puedo consentir que ese tití mate a mi hija, ¿sabes?… Y en cuanto a esa pendona desorejada, no he de parar hasta que la escupa en la cara … y al cabronazo de su marido, lo mismo…. ¡Pues estamos aviados!

–¿No será mejor que procures desembarazarte de ellos? Huerta está en el Ministerio. Mira a ver si le mandas de gobernador a cualquier parte….

–¡Pues es verdad! Ahora mismo voy a hablar a Arbós…. ¡Pero lo que es a mi señor yerno no le perdono!… Esta noche me las ha de pagar, o no me llamo Pepa.

El duque, rodeado siempre de un grupo de fieles, se dejaba atufar a golpes de incensario, soltando a largos intervalos algún gruñido espiritual que los electrizaba, les hacía prorrumpir en exclamaciones de alegría. Las señoras eran las que más se distinguían por su entusiasmo. El genio especulador de Salabert les infundía vértigos de asombro, como si se pusiesen a calcular cuántos vestidos podrían comprarse con sus millones. Y él, tan flexible generalmente, que había llegado al puesto que ocupaba, según propia confesión, a fuerza de puntapiés en el trasero, al hallarse entre sus adoradores los maltrataba sin piedad. Sus chistes brutales, lo mismo caían sobre los hombres que sobre las señoras. Gozaba en la ostentación bárbara de su fuerza. Si aquellos sus devotos admiradores se dejaban humillar tan pacientemente no dándoles nada, ¿qué no sucedería si repartiese entre ellos sus millones, si el becerro de oro comenzase a vomitar monedas?

En la sala de juego, adonde se fué después de haber despedido a los soberanos, le tenían materialmente bloqueado una porción de especuladores de segunda y tercera fila.

–¿Cómo van las acciones de Riosa, duque?—se atrevió a preguntarle uno.

–No me hable usted de eso—gruñó el prócer poniendo los ojos torvos.

El plan de Llera se estaba desenvolviendo puntualmente: esto es, el duque, después de haber tomado un número crecido de acciones, se ocupaba en producir el pánico entre los accionistas. Hacía ya algunos meses que por medio de agentes secretos compraba acciones para venderlas al instante con pérdida. Gracias a estas operaciones, el papel había bajado considerablemente. Ahora preparaba el golpe definitivo, comprando mayor cantidad para lanzarlo repentinamente al mercado, aprovechar la baja que esto produciría y adquirir la mitad más una de las acciones.

–No todos los negocios han de salir bien—replicó el otro sonriendo con mal disimulada satisfacción—. Usted ha sido siempre afortunado….

–No es a la fortuna a quien debe sus éxitos el duque. A su genio, a su habilidad inconcebible es a quien los debe—manifestó un tercero arreándole una tufarada de incienso.

–Sin duda, sin duda—se apresuró a decir el otro tratando a su vez de apoderarse del incensario—. El duque es el primer genio financiero que ha salido en nuestro país. Yo no comprendo cómo no se le entrega la Hacienda española. Si él no la arregla, no hay que esperar salvación para nosotros….

–Pues si acierto a salvarla como he acertado en el negocio de Riosa, aviados quedan los españoles—profirió estoposamente el duque con acento de mal humor.

–¿Pero ha salido tan malo el negocio?

–¡F….! para el Gobierno, no; pero para mí, que he tomado a la par las acciones, me parece que no ha sido bueno.

El duque echaba la culpa de haberse metido en él al animal de su administrador, a Llera, que se lo había metido por la cabeza contra todos sus presentimientos.

–Los hombres como usted no deben fiarse de nadie más que de su instinto—le decían—. Cuando se tiene el genio de los negocios….

Y la palabra genio venía a cada instante a los labios de los fieles idólatras del becerro.

Súbito apareció en la puerta de la sala Clementina seguida de Osorio, de Mariana y de Calderón. Los cuatro traían el semblante inquieto y asustado. Sus ojos se clavaron a la vez en Salabert, hacia el cual avanzaron precipitadamente.

–Papá, escucha una palabra—le dijo Clementina.

Salabert se destacó del grupo y fué a reunirse con los otros en el opuesto rincón.

–¡Esa mujer está ahí!…—dijo aquélla con voz alterada, los ojos relampagueantes de ira.

–¡Es un escándalo!—manifestó Osorio.

–Algunas personas ya se han ido, y en cuanto se enteren, se irán todas—apuntó con más sosiego Calderón.

–¿Qué mujer está ahí?—preguntó el duque abriendo mucho sus ojos saltones.

–¡Esa mujer!… esa Amparo la malagueña—replicó su hija buscando el tono más despreciativo.

–¡Cómo!—exclamó el duque con profundo estupor—. ¿Se ha atrevido esa z– a presentarse en el baile? ¿Quién la ha dejado pasar? Mañana mismo despido al portero.

–No; a quien hay que despedir ahora mismo es a ella … ¡en seguidita!—dijo Clementina atropellándose por la cólera.

–¡Sí, sí … ahora mismo! ¿Cómo es eso? ¡Atreverse esa desvergonzada a poner los pies en esta casa y en un día semejante! ¿Ya no hay pudor? ¿Ya no hay vergüenza? ¿En qué país estamos? ¿Pero cómo ha podido pasar? ¡Una fiesta que había comenzado tan bien!

–Traía invitación, al parecer.

–Pues la ha robado o estará falsificada.

–Bien, bien; concluyamos pronto—dijo Clementina con voz irritada—. Está en los salones. Es necesario que vayas a allá y la notifiques que haga el favor de salir, del modo que mejor te parezca…. ¡Pero pronto! antes que lo perciba la gente … y sobre todo, mamá….

–No, chica; yo no voy…. Me conozco bien y sé que no podría contener mi indignación. No nos conviene llamar la atención en este momento…. Ve tú, ve tú … y que se largue pronto….

Clementina, sin pronunciar otra palabra, se alejó con paso rápido, el rostro pálido y contraído, los labios trémulos. Lanzóse en el torbellino de los salones y buscó ansiosamente a la intrusa. No tardó muchos minutos en hallarla ¡oh vergüenza! del brazo del marqués de Dávalos.

 

Estaba espléndidamente hermosa la ex florista con su traje de María Estuardo. Llevaba un sobretodo acuchillado de mangas abiertas, color carmesí recamado de oro; un elegante prendido de encaje y menudas florecillas de esmalte y perlas. Su incomparable belleza irritó aún más la ira de Clementina.

La hermosa odalisca de Salabert, aunque de inteligencia limitadísima, había tenido tiempo a reflexionar que su presencia en el baile podría acarrear un conflicto. Pero su antojo era tan vivo y desordenado, que de ningún modo quiso dejar de satisfacerlo, de lucir su costoso vestido de reina de Escocia. Pensó que podría sortear aquella difícil situación yendo a última hora, dando un par de vueltas por los salones y retirándose en seguida. Hizose acompañar de una amiga vieja de aspecto venerable. Amargo desengaño debió de experimentar cuando al penetrar en los salones y tropezar con una porción de distinguidos salvajes a quienes trataba con intimidad, Pepe Castro, el conde de Agreda, Maldonado y otros, observó que todos le volvían la espalda y se apresuraban a alejarse. Tan sólo el fiel Manolo, el loco marqués de Dávalos, la reconoció y consintió en la mengua de ofrecerla el brazo.

Pocos minutos pudo disfrutar de su apoyo la malagueña. Cuando una sonrisa de triunfo plegaba ya sus labios y a paso lento y majestuoso iba dando su apetecida vuelta por los salones, se encontró repentinamente frente a Clementina. Sin previo saludo ni la más leve inclinación de cabeza, ni hacer caso alguno de su acompañante, ésta le puso la mano en el hombro, diciéndola:

–Tenga usted la bondad de escuchar una palabra.

María Estuardo empalideció, titubeó unos instantes, y por fin dijo con firmeza y ademán orgulloso:

–Nada tengo que hablar con usted. A quien deseo ver es al dueño de la casa, al duque de Requena.

Margarita de Austria le clavó una mirada iracunda, que la otra sostuvo sin pestañear. Luego, acercando la boca a su oído, le dijo con rabioso acento:

–Si usted no me sigue ahora mismo, llamo a dos criados para que la saquen del salón a viva fuerza.

La reina de Escocia se estremeció; pero tuvo aún ánimos para contestar:

–Deseo ver al señor duque.

–El señor duque no está visible para usted…. ¡Sígame, o llamo!

Y al mismo tiempo echó una mirada en torno como en ademán de cumplir su promesa.

La Estuardo empalideció aún más. Desprendiéndose del brazo de Dávalos la siguió al fin.

Esta escena había sido observada por varias personas; pero nadie osó seguirlas si no es el demente Manolo, que lo hizo de lejos. La esposa de Felipe III se dirigió a la antesala y allí dijo a un lacayo:

–El abrigo de esta señora.

No se habló otra palabra. El lacayo entregó el abrigo. María Estuardo se lo puso sin ayuda de nadie, con mano temblorosa. Luego avanzó unos cuantos pasos, y volviéndose de pronto, dirigió una mirada de odio mortal a D.a Margarita de Austria, que se la devolvió acompañada de una sonrisa de desprecio.

Estaba de Dios que la desgraciada reina de Escocia había de ser humillada siempre. Primero lo fué por su tía Isabel de Inglaterra. Ahora la reina Margarita la ponía sin miramientos de patitas en la calle. Donde encontró a su venerable amiga dentro ya del coche. Al ver el comienzo de la escena pasada se había escabullido prudentemente. Antes que partiesen, el marqués de Dávalos se juntó a ellas. No sabemos lo que los salones de Requena ganaron en su aspecto moral con la marcha de María Estuardo; pero sí podemos afirmar que perdieron mucho en el estético. Porque, a la verdad, estaba lindísima.

El baile tocaba a su fin. Comenzaron los preparativos para el gran cotillón. La muchedumbre se había aclarado un poco. Algunos se fueron antes de terminar el baile, viejos en su mayoría a quienes hacía daño el trasnochar. Entre las damiselas hubo la agitación y el movimiento que precede siempre al cotillón. En esta última etapa el baile adquiere un aspecto de recreo familiar muy grato. El arte y la imaginación intervienen para arrancarle sensualidad y hacerle un pasatiempo inocente, al estilo de las hermosas fiestas que en el siglo XIV se celebraban en los palacios de Inglaterra y Francia. Para las niñas casaderas suele ser también el momento en que termina el primer acto de la comedia amorosa que han empezado a representar.

Pepe Castro había recibido el consejo de su ex querida Clementina referente a la conveniencia de festejar a la niña de Calderón, con risa como ya hemos visto. Sin embargo, no le cayó en saco roto. Mientras bailaba y bromeaba con otras jóvenes, no dejó de acordarse más de una vez. Al llegar el cotillón se acercó a Esperancita preguntándole si quería ser su pareja, a sabiendas de que esto no podía ser, pues todos los pollastres se apresuran a pedir tal merced a las damas así que entran en el baile. Pero le convenía para el plan que comenzaba a desenvolverse en su cerebro, fecundo en abstracciones. La niña lo tenía, en efecto, comprometido con el conde de Agreda; mas al oir la demanda de Castro, sintió tales deseos de acceder a ella, que con sorprendente audacia respondió que sí.

La duquesa designó como dama directora a la condesa de Cotorraso, a la cual se unió Cobo Ramírez. Este se imponía en todos los bailes como habilísimo director de cotillones. Tan era así, que muchos días antes del baile ya había celebrado largas conferencias con Clementina acerca de este punto esencialísimo.

Formóse el corro de sillas. Pepe Castro fué a sacar a Esperanza, que tomó su brazo de buen grado. Mas antes de dar un paso llegó el conde de Agreda.

–¡Cómo, Esperancita! ¿No me había usted concedido el cotillón?—preguntó sorprendido.

La audacia no abandonó a la niña, la audacia de la mujer enamorada.

–¡Ay, perdóneme usted, León! Cuando se lo concedí a usted no me acordaba que ya lo tenía comprometido con Pepe—respondió en un tono que podía envidiar la más consumada actriz.

El conde se retiró diciendo algunas palabras de cortesía, que no pudieron ocultar su mal humor. Cuando quedaron solos, Esperancita, asustada de aquel testimonio de interés que había dado a Castro, se apresuró a disculparse ruborizada.

–La verdad es que no me acordaba de que lo tenía comprometido con León…. Y como ya había tomado el brazo de usted … y además el conde baila de un modo que me fatiga mucho….

Pepe Castro no abusó de su triunfo; se manifestó modesto y sumiso. En vez de galantearla descaradamente, adoptó un temperamento más insinuante, colmándola de atenciones delicadas, estableciendo mayor confianza entre ellos, mostrándola, en una palabra, mucho cariño, pero sin hablarla de amor. La niña rebosaba de dicha. Espezaba a sentirse adorada. Creía que la simpatía y el afecto con que siempre se habían tratado Pepe y ella se transformaban al fin en amor. Su corazón empezó a saltar alegremente dentro del pecho.

También Ramoncito estaba satisfecho con aquel trueque. El conde de Agreda le era de poco tiempo atrás muy antipático, casi tan antipático como Cobo Ramírez, porque empezó a sentir de él los mismos celos que del otro. En cambio, a Pepe Castro considerábalo como su mismo yo; otro concejal más esbelto. Las atenciones que Esperancita le guardase, las tomaría como dirigidas a su propia persona. Así que, al verlos del brazo, se conmovió profundamente, y al acercarse a ellos para decirles algunas palabras insignificantes no pudo menos de ruborizarse. Pepe le hizo un guiño malicioso como diciendo: "Has triunfado en toda la línea". El joven concejal sintió que se acercaba a pasos de gigante el logro de sus esperanzas y el apogeo de su dicha.

El cotillón fué digno remate de aquel baile brillantísimo. La fantasía de Cobo Ramírez, apretada por la gravedad del caso, fascinó a los invitados con peregrinas trazas y artificios delicados: los tuvo enajenados cerca de una hora. Llamó la atención, y le valió unánimes aplausos, un juego de sortija que se organizó en el medio del salón. Cobo dividió a los caballeros en dos cuadrillas, que tiraron alternativamente flechas con unos primorosos arcos dorados a la sortija suspendida por una cinta del techo. Los vencedores tenían derecho a bailar con las damas de los vencidos, mientras éstos los habían de seguir dándoles aire con el abanico. Organizóse después otro juego de cintas para las damas. La vencedora salió un momento del salón y apareció en seguida en un magnífico carro tirado por cuatro lacayos vestidos de esclavos negros: dió así una vuelta rodeada de todas las demás, al compás de una marcha triunfal. Estas y otras invenciones no menos famosas, dejaron para siempre sentada sobre bases sólidas la fama del hijo de los marqueses de Casa-Ramírez.

Terminado el cotillón, comenzó el desfile de la gente. Fué una retirada estrepitosa. Toda aquella muchedumbre se agolpó en el vestíbulo y en la escalinata, charlando en voz alta, riendo, gritando alguna vez en demanda del coche. El vasto jardín, iluminado por algunos focos de luz eléctrica, ofrecía un aspecto fantástico, inverosímil, como los paisajes de los cosmoramas de feria. Aquellas luces blancas, intensas, hacían aún más negro y profundo el follaje, borraban los linderos del parque extendiéndolo desmesuradamente. La noche era despejada. En el oriente azuleaba ya la aurora. Hacía un frío intenso. Envueltos en sus gabanes de pieles, los jóvenes salvajes quemaban los últimos cartuchos de su ingenio en honor de las hermosas damas que tenían cerca. Los costosos y pintorescos abrigos de éstas chillaban debajo de las bombillas eléctricas. Los caballos piafaban, los lacayos gritaban, y los coches, al acercarse lentamente a la escalinata, hacían crujir la arena de los caminos. Sonaban golpes de portezuelas, ruido de besos, voces de despedida. La rueda de los coches, al pasar por delante de la gran escalinata, iba arrebatando poco a poco a los que allí estaban para dispersarlos por todo Madrid en busca de reposo.

Pepe Castro se había colocado al lado de Esperancita y la hablaba dulcemente al oído. La niña, embozada hasta los ojos, sonreía sin mirarle. Cuando su coche llegó al fin, se estrecharon las manos largamente.

–Supongo que no nos tendrá tanto tiempo olvidados como hasta ahora; que irá por casa más a menudo—dijo ella teniendo aún su mano entre las del gallardo salvaje.

–¿Usted quiere de verdad que vaya a menudo por su casa?—dijo mirándola fijamente como un magnetizador.

–¡Ya lo creo que quiero!

Al decir esto se ruborizó fuertemente debajo del embozo, y desprendiendo bruscamente su mano, siguió a su mamá que entraba en el carruaje.

Pepa Frías había dicho a su hija:

–Mira, chica, cuando nos vayamos, deseo que Emilio me acompañe. Estoy nerviosa y no podría dormir si no le ajustase antes las cuentas. No quiero más escándalos, ¿sabes? Le voy a dirigir el ultimatum. Si persiste, tú te vienes conmigo y él que se vaya al infierno.

Estaba furiosa. Su hija, aunque quisiera poner reparos a esto de la separación, pues adoraba a su infiel marido, no se atrevió. Bajó sumisa la cabeza. Cuando llegó el momento de marchar, Pepa se dirigió a su yerno:

–Emilio, haz el favor de acompañarme. Deseo hablar contigo.

"¡Malo!" dijo para sí el joven.

–¿E Irene?

–Que vaya sola. No se la comerán los lobos—respondió ásperamente.

"¡Malísimo!" tornó a decirse Emilio.

En efecto, Irenita dirigiendo ojeadas de temor y ansiedad a su mamá y su marido, se metió sola en su berlina, mientras ellos subían a la de la primera.

Cuando el carruaje comenzó a rodar, Emilio, para desarmar a su suegra, quiso, como un chiquillo que era, desviar el rayo sacando una conversación que pudiese entretenerla.

–¿Ha visto usted qué audacia la de Amparo? La creía capaz de muchos desatinos, pero no de uno semejante.

Y habló de la Amparo con gran verbosidad sin conseguir que su suegra desplegase los labios. Lo mismo sucedió cuando principió a hacer comentarios acerca de la fortuna de Salabert, de los gastos del baile, del extraordinario honor que había merecido de los soberanos aquella noche, etc., etc. Pepa reclinada en su rincón, guardaba un silencio feroz que no anunciaba nada bueno. Pero Emilio, sin desanimarse, tocó con habilidad la tecla que responde en todas las mujeres.

–¿Sabe usted, Pepa (así la seguía llamando, lo mismo que cuando era novio de su hija), que en un grupo donde estaba el presidente del Consejo, oí, sin querer, grandes elogios de usted? Elogiaban mucho el traje; pero más aún la figura. Decían que no había ninguna niña en el baile que pudiera competir con la frescura de usted; que tenía usted un cutis como raso, cada día más terso y brillante.

–¡Jesús, qué tontería! Esas son payasadas, Emilio. En otro tiempo, no digo….

–No, Pepa, no; el cutis de usted es proverbial en Madrid. Ya daría Irene algo por tenerlo como usted.

 

–¿Es mejor que el de María Huerta?—preguntó con tonillo irónico, donde no se adivinaba, sin embargo, gran irritación.

Pepa había cambiado de plan: pensó que sería mucho mejor adoptar la vía diplomática. A un chiquillo como Emilio, que no había sido indócil hasta entonces, era fácil atraerlo con el cariño. Aquél, en la oscuridad del coche, se había puesto colorado.

–El de María Huerta no vale nada.

–Por eso te gusta. Todos los hombres sois lo mismo en eso de cambiar las orejas por el rabo. Mira, Emilito—añadió cogiéndole una mano,—yo tenía que reñirte mucho, hablarte muy seriamente, decirte cosas muy amargas … pero no puedo, tengo un corazón tan estúpido que para todas las ofensas encuentra disculpas. Hoy has hecho una barrabasada de marca, lo bastante para que Irene se separase de ti; pero a mí se me antoja que no es tan grande como parece, porque eres un chiquillo aturdido. Estoy segura de que tú mismo no te explicas la gravedad de ella….

Pepa continuó su sermón en tono dulce y persuasivo. Emilio, que esperaba una rociada de injurias, quedó gratamente sorprendido. Escuchólo con sumisión, y después, con voz conmovida, empezó a disculparse. Verdad que había coqueteado un poco con María Huerta, pero juraba que no estaba interesado por ella. Era una cuestión de amor propio. Cuando él se había casado con Irene, esta María había dicho en casa de Osorio que no comprendía cómo Irene aceptaba por marido un chico tan feo y tan insustancial. Entonces juró que se tragaría aquellas palabras: ya estaba conseguido. Por lo demás ¡qué amor ni qué calabazas! Nunca había estado enamorado de María Huerta ni pensaba estarlo.

–Yo no podía creer que estuvieses enamorado, porque siempre has tenido buen gusto…. Porque en resumen, esa mujer no es más que un paquete de trapos…. Si vistes el palo de la escoba como ella, puede muy bien hacer sus veces…. Pero ya ves, Irene lo cree y tienes la obligación de evitarla esos disgustos. Si yo estuviese en su caso no me los darías, monigote—añadió cogiéndole cariñosamente de la oreja—. Ya sabría yo tenerte bien amarradito a mis faldas.

–Lo creo—repuso el joven dirigiéndola una larga mirada que nada tenía de filial—. Usted tiene más recursos que Irene.

–¿Pues?—preguntó ella con otra mirada poco maternal.

–Porque usted es una mujer más complicada; que necesita más estudio.

Por lo mismo, no me dejaría tiempo a aburrirme seguramente.

–¿Qué sabes tú de eso, mamarrachillo? Hablas de mí como si me supieses de memoria.

–¡Qué más quisiera yo!

–¡Vaya, Emilio, no seas payaso! Mira que me estás faltando al respeto.

La conversación siguió en este tono alegre y cariñoso mientras el carruaje rodaba por las calles sombrías. En aquel rincón oscuro, sacudidos por el vaivén de los resortes y aturdidos por el estrépito de las ruedas al saltar sobre el pavimento, el cuchicheo se hizo cada vez más íntimo, más insinuante, animado a cada momento por risas ahogadas y palabritas dulces. De ambos se había apoderado un suave enternecimiento; de Pepa por haber hallado a su yerno tan dócil; éste por ver a su suegra tan cariñosa y transigente, creyendo encontrarla hecha una furia. Animado con su éxito, acariciado por aquella dulce confianza que repentinamente se estableció entre ellos, no cesaba de piropearla. Pepa se enfadaba o fingía enfadarse, le daba pellizcos feroces, le llamaba hipócrita, coquetón, desvergonzado. Concluyó por decir:

–Todo eso que me dices es una farsa tuya. Si fuese verdad me alegraría, porque así tendría cierta influencia contigo para hacerte un buen marido.

Al salir del coche, con el rostro encendido, más hermosa que nunca, le dijo:

–Sube un momento: tengo que darte el reloj de Irene, que se le ha olvidado ayer.

Emilio la subió del brazo y entró con ella en su gabinete.

Mientras tanto, Irenita llegaba a casa en un estado de agitación fácil de comprender en una niña tan sensible y enamorada de su marido. La conducta de Emilio aquella noche la había trastornado, la había puesto excesivamente nerviosa. Y para fin de fiesta, la escena violenta que preveía entre su madre y su marido, de la cual tal vez saldría su ruptura definitiva con éste, la llenaba de espanto. Así que, apenas saltó en tierra delante de la puerta, acometida súbito de un vivo e irresistible anhelo, volvió a montar apresuradamente, diciendo al cochero:

–A casa de mamá.

Le abrió el sereno la puerta exterior: la del piso el criado que había estado velando y que aguardaba la salida del señorito para irse a costar.

–¿Dónde está mamá?

–En las habitaciones de adelante con el señorito Emilio.

Irenita se dirigió con precipitación a la sala. No estaban allí. Pasó luego al boudoir. Tampoco, ni se oía el más leve ruido. Entró en el gabinete. Nada. Entonces, sobrecogida de terror, de duda, de ansiedad, lanzóse hacia la alcoba oculta por cortinas de brocatel donde creyó percibir algún rumor. En aquel momento se alzaron las cortinas y apareció su marido agitado y descompuesto, contemplándola con ojos de espanto. Irenita dió un grito y se desplomó sobre el pavimento.