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La Espuma

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Raimundo se deslizaba por todos los salones con cierta seguridad de favorito. Hablaba con los conocidos, sonriendo a todo el mundo con su especial modestia, que le hacía más extraño que simpático en una sociedad donde los modales fríos y levemente desdeñosos son signo de elevación y grandeza. Vivía el joven entomólogo, desde hacía tiempo, en un delicioso aturdimiento, una especie de sueño de oro, como algunas veces suelen tenerlos las personas de condición más humilde. Su atavío de paje de los Reyes Católicos le sentaba muy bien. Más de una linda joven volvió la cabeza para contemplarle. De vez en cuando se acercaba al sitio donde Clementina se hallaba cumpliendo sus deberes, y sin dirigirle la palabra cambiaban algunas miradas y sonrisas amorosas. Una de las veces, al tiempo que lo hacían, se aproximó a la dama Pepe Castro, disfrazado de caballero de la corte de Carlos I.

–¿Qué es eso?—le dijo al oído—. ¿No te has cansado aún de tu bambino?

Cuando se encontraban solos. Pepe se autorizaba el tutearla y Clementina lo admitía.

–Yo no me canso de lo bueno—repuso ella sonriendo.

–Muchas gracias—replicó él irónicamente.

–No hay de qué. ¿Por qué me buscas la lengua?

–Porque me gusta. Ya lo sabes.

La dama alzó los hombros, hizo un mohín de desdén, y pugnando por no reir se dirigió a la condesa de Cotorraso que en aquel instante pasaba cerca.

Raimundo los había contemplado mientras hablaron. El tono confidencial en que lo hicieron le hirió. Permaneció un instante inmóvil. Por delante de él pasó, sin que lo advirtiera, la niña de Calderón, que acudía por vez primera a un baile. Traía un lindísimo traje de joven veneciana color carmesí, y escote bajo. Su madre otro riquísimo de dama holandesa; saya de color noguerado recamada de oro y plata, voluminosa gorguera con puntas de encaje y doble collar de diamantes y perlas. ¡Cuánta hiel habían hecho tragar aquellos vestidos al bueno de Calderón! Al principio, cuando se habló del baile de trajes, pensó que con cualquier disfraz de mala muerte cumpliría y no tuvo inconveniente en otorgar su permiso. Cuando vió los trajes y la cuenta de la modista, quedó estuperfacto: estuvo por gritar ¡ladrones! Maldijo de su colega Salabert, de la hora en que se le había ocurrido dar aquel baile y de todas las damas venecianas y holandesas que habían existido. Lo que más hondamente trabajaba su espíritu abatido era la consideración de que aquellos trajes costosos no servirían más que para una noche. Cuatro mil pesetas tiradas a la calle, como él dijo más de cien veces aquellos días.

Esperancita dirigió una mirada a Alcázar buscando su saludo; pero viéndole distraído volvió los ojos al grupo de Clementina y se hizo cargo inmediatamente de lo que ocurría. También por su frente pasó una nube de tristeza como por la de Raimundo. Mas, repentinamente, se iluminó; sus ojos brillaron; todo su rostro, que era asaz insignificante, se transfiguró adquiriendo cierto encanto indefinible. Era que Pepe Castro se acercaba a saludarla.

–¡Preciosa, preciosa!—dijo el adonis en tono distraído, inclinándose con afectación.

La niña se puso fuertemente colorada.

–¿Quiere usted bailar el primer vals conmigo?

Justamente en aquel instante se acercó a ellos un grupo de pollastres de los que revoloteaban en torno de los millones de Calderón, felicitando calurosamente a la niña. Entre ellos estaba Cobo Ramírez. Todos se apresuraron a pedirle bailes, apuntando en el primoroso librito de Esperanza la inicial de su preclaro nombre. Ramoncito Maldonado, que se hallaba a unas cuantas varas de distancia, no se acercó al grupo, fiel a la consigna de no prodigarse, de hacerse desear, que hacía más de un año le había dado su amigo y mentor Pepe Castro. Hasta entonces de poco o nada le había servido aquella táctica. Esperancita permanecía insensible a sus asiduos y rendidos obsequios. Pero no lo atribuía él a deficiencia del método, sino a su falta de valor para seguirlo rigurosamente sin desmayos ni contemplaciones. En cuanto la niña le ponía los ojos dulces, le dirigía alguna palabra afectuosa, ¡adiós, plan estratégico! Ahora echaba miradas torvas al grupo contestando distraídamente al conde de Cotorraso, que desde hacía algún tiempo le mostraba una terrorífica predilección cogiéndole de la solapa dondequiera que le hallaba para explicarle su nuevo método de destilación del aceite. Con su lujosa casaca y peluca blanca de caballero del siglo pasado, el joven concejal no había ganado en dignidad. Parecía un lacayo.

Hubo gran agitación, de pronto, en los salones. Llegaban las personas reales. La muchedumbre se agolpó en las inmediaciones de la puerta. El duque, la duquesa, Clementina y Osorio bajaron la escalinata del jardín para recibirlas. La orquesta tocó la Marcha Real. Los soberanos pasaron lentamente, sonriendo, por entre las apretadas filas de los invitados, deteniéndose cuando veían alguna persona de su conocimiento para dirigirle una palabra afectuosa. Esta se inclinaba profundamente y les besaba la mano con emoción, que se traslucía en la cara. Particularmente las señoras se humillaban con un deleite que no eran poderosas a disimular, con un sentimiento de ternura y adoración que las ponía rojas. Organizóse poco después el rigodón de honor. Clementina abandonó su puesto para tomar parte en él. El monarca bailó con la duquesa, que hizo un esfuerzo por contentar a su marido. Una triple fila de curiosos formaban círculo viéndoles bailar.

Salabert triunfaba. El granuja del mercadal de Valencia traía los reyes a su casa. Sus ojos saltones, mortecinos, de hombre vicioso, brillaban con el fuego del triunfo. La explosión de la vanidad hacía volar en pedazos las inquietudes sórdidas que aquel baile le había causado, la lucha a muerte que había sostenido con su avaricia. Mañana tal vez estos pedazos se volverían a juntar para darle tormento. Pero ahora, ebrio de orgullo, aspiraba a grandes bocanadas el aire de grandeza y de fuerza que sus millones le daban. Tenía las mejillas encendidas, congestionadas por la vanidad satisfecha.

–Mirad qué cara resplandeciente tiene Salabert en este momento—decía Rafael Alcántara a León Guzmán y a otros íntimos que formaban grupo—. ¡Qué felicidad respira por todos los poros! Gran ocasión para pedirle diez mil duros prestados….

–¿Los daría?—preguntó uno.

–Sí, al siete por ciento con buena hipoteca—replicó el perdis—. Mirad, mirad, ahí viene Lola Madariaga…, la mujer más graciosa y más remonísima que ha pisado el salón hasta ahora—añadió elevando un poco la voz para que lo oyese la interesada.

Lola le envió una sonrisa de gratitud. Su marido, el mejicano de las vacas, que también oyó el piropo, saludó al grupo con afabilidad. Aquélla estaba realmente muy linda disfrazada de dama de Luis XIV; vestido rojo recamado de oro, y manto amarillo, también bordado; el cabello empolvado, y al cuello una cinta de terciopelo negro con brincos de plata.

Terminado el rigodón de honor, los jóvenes comenzaron a bailar. Pepe Castro vino a recoger a Esperancita, que paseaba con su íntima la última de Alcudia. Ambas asistían por vez primera a un baile de importancia. Estaban alegrísimas contemplando con viva emoción el mundo bajo su aspecto más risueño, gorjeándose discretamente al oído sus dulces y recónditas impresiones. Paseó un instante con ellas, hasta que un pollo vino a invitar a Paz, y ambas parejas se lanzaron a la vez en la corriente del baile. El mundo desapareció para Esperancita. Un delicioso y vago sentimiento de dicha y libertad, como el que tendría un pájaro al volar si estuviese dotado de alma, penetró en su corazón y lo inundó de alegría. Era también la primera vez que Pepe Castro le apretaba la cintura. Sentíase arrebatada por él en medio del torbellino de parejas y se creía sola. ¡Ella y él!, y la música acariciando los oídos y el corazón, interpretando dulcemente las inefables impresiones que palpitaban en el fondo de su alma. Al descansar unos instantes, su rostro expresaba de tal modo intenso este divino sentimiento del primer amor, que su tía Clementina, al cruzar del brazo del presidente del Congreso, no pudo menos de sonreír dirigiéndole una mirada mitad cariñosa, mitad burlona que la hizo enrojecer. Pepe Castro se esforzaba por sacarle las palabras del cuerpo. Aquella noche, el exceso de la emoción la tenía semimuda. La dicha que embargaba su alma se traducía, como casi siempre acontece, en un sentimiento de benevolencia hacia todo el mundo. El baile le parecía encantador. Todos los hombres eran chistosos. Todas las mujeres estaban admirablemente vestidas. Hasta Ramoncito, que acertó a pasar por delante, pudo recibir algunas gotas de este rocío bienhechor.

–¿No baila usted, Ramón?—le preguntó con una sonrisa tan amable, que el ilustre concejal se sintió desfallecer de felicidad.

–Me ha entretenido el conde de Cotorraso hasta ahora.

–Pues a buscar pareja…. Mire usted: allí está Rosa Pallarés que no baila.

El futuro estadista se apresuró a invitarla, pensando con su penetración característica que Esperancita le daba esa pareja porque era bastante fea. Mecido en este grato y dulcísimo pensamiento pasó un rato feliz bailando con la hija del general Pallarés, "uno de nuestros más bellos bacalaos", al decir de Cobo Ramírez. Creía estar cumpliendo con un mandato de su adorada, dándole un testimonio irrecusable de que sus celos, si los sentía, eran infundados.

Cuando terminó el vals, vino, como un caballero de la Edad Media que sale del torneo, a recibir el galardón de las manos de su dama. Pero como no hay dicha completa en este mundo, al mismo tiempo que él se acercó a la niña Cobo Ramírez. Ambos se sentaron a su lado y la atosigaron a requiebros y atenciones. El uno le pedía el abanico, el otro el pañuelo. Los dos procuraban atraer su atención sacando conversaciones divertidas, lisonjeando su orgullo por todos los medios que podían. En honor de la verdad hay que confesar que, aunque Ramoncito era mucho más profundo y político, la conversación de Cobo era más amena. Sin embargo, por uno de esos caprichos inexplicables de las jóvenes, Esperancita mostrábase más afectuosa y deferente con Maldonado, contra su costumbre. Y los tres ofrecían un espectáculo curioso y divertido.

 

Los criados circulaban con bandejas llenas de sorbetes, jarabes, confites y frutas heladas. Ramón llamó a uno para ofrecer a Esperanza ciertas yemas a las cuales sabía que era aficionada. Al mismo tiempo invitó con empeño a su antagonista a que tomase un helado. Cobo lo rehusó. Le apremió con tal afán, que el conde de Agreda, Alcántara y otros varios que estaban cerca lo notaron.

–Mirad a Ramón qué empeño tiene en que Cobo tome un helado—dijo uno.

–¡Claro! Le ve sudando y quiere matarlo. Es lógico—repuso León.

Pepe Castro, cuando vió acercarse a Cobo y Ramoncito, se había retirado discretamente. En el camino tropezó con Clementina, que parecía multiplicarse. Acudía a todos los sitios donde hacía falta, volviendo a cada instante junto a los soberanos, que se habían retirado con la duquesa, el duque y las personas de su servidumbre a una sala donde nadie osó entrar.

–Ya te he visto bailando con mi sobrinita—le dijo—. ¿Por qué no le haces el amor?

–¿Para qué?

–Para casarte.

–¡Horror! Pero chica, ¿qué te he hecho yo para que me aborrezcas tanto?

–Vamos, ven aquí. Has de ser formal—dijo ella poniéndose grave, adoptando un aire maternal—. Esperanza no es hermosa, pero tampoco desagradable. Tiene la frescura de la juventud y está enamorada de ti … me consta….

–Sí; lo mismo que tú—manifestó el gallardo salvaje, sonriendo con un poco de amargura.

Ella lo advirtió y quiso dejarle satisfecho.

–Lo mismo que yo … si te hubiese conocido a los diez y seis años. Te digo que te quiere, y mucho. Nosotras las mujeres cogemos al vuelo estas cosas. Cásate, no seas tonto…. Calderón es muy rico….

Cuando Pepe quiso contestar, la dama ya se había alejado con pie rápido. Quedó unos instantes inmóvil y pensativo. Luego, a paso lento, balanceándose, comenzó a dar la vuelta a los salones, deteniéndose ante las mujeres hermosas, examinándolas con mirada impertinente, como un bajá en el mercado de esclavas.

Lola Madariaga se había apoderado de Raimundo. Le tenía a su lado allá en un ángulo de la gran sala de conversación, y desplegaba uno tras otro, con arte infinito, todos los recursos de su coquetería para conquistarle. Esta era la manía de la graciosa morena. No podía cualquiera de sus amigas tener un galán sin que al momento no se le antojase arrancárselo. Importaba poco que fuese guapo o feo, airoso o encogido. Para ella, lo interesante era satisfacer la violenta necesidad que siempre había sentido de ser idolatrada, de triunfar de todas las demás. Tenía unos ojos de mirar suave, inocente, que engañaban. Nadie creyera que detrás de aquella mirada se ocultaba una voluntad tan firme y tan astuta. Alcázar la encontraba linda y su conversación placentera; pero influía mucho en esta simpatía la consideración de ser amiga íntima de Clementina y la de versar la plática casi siempre acerca de ésta. No pudiendo bailar con su adorada ni hablar a solas, tanto por prudencia como por las muchas obligaciones que aquella noche pesaban sobre ella, se consolaba oyendo a Lola relatar pormenores referentes a su amiga. Todo le interesaba al mancebo; el vestido que había llevado al baile de la embajada francesa; los menudos accidentes que le habían ocurrido en la cacería de Cotorraso; las escenas que había tenido con su marido, etc. La linda morena seguía el plan de atraer primero su atención, captarse su simpatía a fin de ponerle blando.

Clementina llegó a la sala cuando más enfrascados estaban en la charla. Quedóse un instante a la puerta mirándoles sorprendida e irritada. Hacía tiempo que Lola cayera de su gracia. Aunque Pepe Castro ya no le interesaba, cuando su amiguita trató de birlárselo, se produjo cierto enfriamiento en sus relaciones. Luego observó que Lola miraba a Raimundo con buenos ojos y bromeaba con él en cuanto se le presentaba ocasión. Esto despertó en su pecho un odio, que le costaba trabajo disimular.

Les clavó una mirada intensa y colérica: avanzó hasta el medio de la estancia y dijo con voz un poco alterada:

–Alcázar, le necesitamos para bailar. ¿Está usted muy cansado?

–¡Oh, no!—se apresuró a decir el joven levantándose—. ¿Con quién quiere usted que baile?

No respondió. Lola le había enviado una sonrisita sarcástica que acabó de exasperarla. Se dirigió a la puerta.

–Siento mucho haberle molestado a usted—le dijo fríamente cuando estuvieron lejos.

Raimundo la miró sorprendido. Cuando nadie los oía acostumbraba a tutearle.

–¿Molestia? Ninguna.

–Sí; porque, al parecer, estaba usted muy a gusto al lado de esa señora….

Y no pudiendo refrenar sus ímpetus más tiempo, le dijo sordamente:

–Ven conmigo.

Le llevó al comedor donde las mesas estaban ya esperando a los invitados. Allí, en el hueco de un balcón, desahogó su ira. Le llenó de insultos y dió por definitivamente rotas sus relaciones. Llegó a sacudirle violentamente por el brazo. Alcázar quedó tan estupefacto, tan aterrado, que no supo contestar. Esto le salvó. Al ver su rostro descompuesto donde se pintaban el dolor y la sorpresa, Clementina no pudo menos de comprender que la ira la engañaba. En Raimundo no había existido intención de coquetear. Sosegándose un poco, admitió las disculpas que aquél le dió al fin.

–Si precisamente, para hablar de ti es para lo que yo me acerco a ella.

–¡Ah! ¿Para hablar de mí?… Pues mira, de aquí en adelante no hables de mí. Basta con que me quieras.

Los criados, que por allí andaban, los miraban con el rabillo del ojo y se hacían guiños maliciosos. Al salir tropezaron con Pepa Frías. La frescachona viuda estaba muy bien ataviada: había oído infinitos requiebros. Vestía de princesa extranjera del tiempo de Carlos III, de lama plata con recamos de oro, y manto de terciopelo azul. Un escote cuadrado dejaba ver con harta claridad lo que Pepa debía de considerar mas interesante en su persona, a juzgar por la predilección con que lo mostraba.

–¡Chica, tengo un hambre de lobo!—entró diciendo—. ¿Cuándo acabáis de abrir el buffet? ¡Ah! ¿Conque os vais por los rincones? ¡Prudencia, Clementina, prudencia!… Hija, yo no puedo aguardar más: dame algo de comer, o me caigo.

Clementina la llevó riendo a un rincón y le hizo servir algunas viandas. Alcázar se volvió a los salones muy alegre, pero tembloroso aún por la violenta emoción que su querida le había hecho experimentar. Nunca la había visto tan furiosa.

La amistad de ella con Pepa se había remachado desde la escena que hemos descrito más atrás. La viuda se había persuadido de que la salvación de su fortuna se fundaba en este cariño y procuraba fomentarlo. Gracias a él había rescatado ya, poco a poco, una gran parte de ella. El resto no le apuraba. Sabía que Da. Carmen tenía hecho testamento a favor de su hijastra, y aunque esta señora había mejorado un poco, era segura su muerte en plazo breve. Los médicos habían descubierto en ella un tumor. No se atrevían a operarla a causa de su extremada debilidad.

A Clementina le hacía muchísima gracia el desenfado, mejor aún, el cinismo de Pepa. Ambas se entendían admirablemente. Ambas eran chulapas, dos manolas nacidas demasiado tarde y en condición social poco acomodada a su naturaleza. Por supuesto, Pepa lo era mucho más legítima que Clementina, quien no lo llevaba en la masa de la sangre: veníale de afición.

–Mira, Clemen, que te estás desacreditando—le decía aquélla, mientras engullía vorazmente un pedazo de pavo en galantina—. Deja ese niño que no vale un perro chico…. Para capricho ya ha sido bastante.

–¿Qué sabes tú lo que vale?—replicaba riendo Clementina.

–Por las trazas, hija…. Parece hecho en la Dulce Alianza. Lleva más de un año en relaciones contigo, y todavía se pone colorado como un pavo cuando le miras.

–Pues eso es precisamente lo que a mí me gusta.

Pepa alzó los hombros con indiferencia.

–¿De veras? Para mí sería una calamidad, hija.

–Y Arbós, ¿qué tal se porta?

–Ese es un tonto de capirote, ¿sabes?—dijo con la boca llena—; pero al menos tiene fachada. En diciéndole que es un gran hombre se tira de cabeza al agua por ti…. Tú no sabes…. Me ha colocado en el Ministerio más de dos docenas de parientes…. Luego da gusto tener cierta influencia en la política y que los diputados la mimen a una. Ayer, precisamente, tuve la visita de Mauricio Sala, que quiere a todo trance ser subsecretario. Al parecer, está seguro de que, siéndolo, Urreta le dará su hija.

–Yo detesto la política…. ¿Sabes que Irenita está monísima con su traje de cazadora?…

–¡Ps! vistosilla….

–No, no, monísima. ¿Dónde anda su marido, que no le he visto más que al entrar?

–¿Su marido? ¡Valiente tuno está su marido!—exclamó levantando furiosa la cabeza—. ¡Ay qué disgustos, querida, qué disgustos tan grandes tengo sobre mí—añadió con la boca llena.

–¿María Huerta?—preguntó Clementina en tono confidencial.

–La misma—dijo entre dientes la viuda, mirando fijamente al pavo. Luego encrespándose de pronto:—Es un bribón ¿sabes? un sinvergüenza, que no sabe siquiera guardar el decoro de su mujer. La mayor parte de los días la espera a la salida de San Pascual y la acompaña a pie hasta su casa. En el teatro no le quita los gemelos de encima. ¡Una porquería! Aunque sea un mal marido, que tenga dignidad. Y la pánfila de mi hija, loca, perdida por él. ¡Has visto qué imbécil! No hace más que llorar y pedirle celos…. ¡Qué más quiere ese monigotillo que verla humillada!… Si yo estuviera en su caso ¡ya le diría!… Le ponía en seguidita un armatoste en la cabeza que no cabía por esa puerta.

La exaltación de su espíritu no le impedía engullir lindamente.

–Dios te lo pague, hija—concluyó por decir levantándose—. A ver si este corazón se está quieto un rato.

Pepa pretendía padecer de cierto mal de corazón que sólo se le calmaba comiendo.

Pocos minutos después de salir ambas amigas del comedor, Clementina dió las órdenes oportunas y el buffet se abrió solemnemente. Las personas reales entraron primero acompañadas de su servidumbre y de los amos de la casa. Salabert había echado el resto en la cena. El gran comedor de techo artesonado parecía un ascua de oro. Las flores de vívidos colores, las frutas exóticas, la vajilla de plata, la cristalería, bajo las poderosas lámparas de gas titilaban como el cielo estrellado, producían un fuerte deslumbramiento. Los criados con casaca y peluca blanca, aguardaban inmóviles, pegados a la pared, tiesos y solemnes. En las dos cabeceras del salón ardían enormes troncos de encina dentro de sendas chimenas con retablos de roble tallado, cuyos adornos casi llegaban al techo. Todos los manjares que estaban sobre la mesa habían venido de París acompañados de una comitiva de criados y marmitones. Se exceptuaba el pescado, que procedía del Cantábrico, y un pudding llegado por la tarde de Londres. Eran fiambres en su mayoría. No obstante, había consommé caliente para el que lo pedía.

Las personas reales estuvieron muy cortos momentos en el comedor. Así que salieron precipitóse en él la ola de la muchedumbre con harto poca ceremonia. Los salones quedaron silenciosos en poder de los criados, que con la regularidad y precisión de soldados cambiaron las bujías próximas a extinguirse por otras nuevas, mientras el comedor resonaba con el campanilleo de los platos y las copas, la charla y las carcajadas de los convidados.

Cobo Ramírez abandonó por un rato a Esperancita dejándola en poder de su rival, para sentarse en un rincón delante de una mesita volante y devorar algunos trozos de boeuf d'Hambourg y jamón. Naturalmente, Ramoncito aprovechó este desahogo para poner de manifiesto el contraste entre su parquedad poética y la glotonería prosaica de Cobo; hasta que Esperancita le paró los pies diciendo con mal humor a su amiguita Paz, que estaba del otro lado:

–Pues a mí me gustan los hombres que comen mucho.

–A mí también—repuso Pacita—. Al menos indica que no tienen enfermo el estómago.

–Yo no lo tengo tampoco—se apresuró a decir el concejal, sofocado y molesto por la actitud hostil en que las dos amiguitas se habían colocado.

Paz se contentó con sonreír desdeñosamente.

El general Patiño, fatigado de enviar mortíferos proyectiles a la esposa de Calderón sin que la plaza se diese siquiera por enterada, había levantado el cerco para sitiar a la marquesa de Ujo, que a las primeras granadas había capitulado abriendo las puertas al enemigo. Sin embargo, el general, como estratégico consumado, no perdía de vista a Mariana, esperando cualquier incidente favorable para caer de nuevo sobre ella. Se decía en los periódicos que iba a ser nombrado ministro de la Guerra. Este cargo, sin duda, le daría más prestigio y autoridad para entrar a rebato en cualquier parte. La marquesa de Ujo vestía de turca y le sentaba tan bien, que, según Alcántara, apetecía soltarle un tiro. Su languidez era tanta aquella noche, que apenas tenía fuerzas para articular las palabras. A cada paso el ilustre general se veía en la necesidad de ayudarla en tan ímproba tarea. Mientras roía con sus dientes desvencijados algunas pastas, pues no admitía otra cosa su estómago, también un poquito averiado, disertaba, mejor dicho, exhalaba una serie de exclamaciones acerca de cierta novela recién publicada en Francia.

 

–¡Qué escena!… ¡Ah! ¡pero qué cosa tan linda!… Cuando ella le dice: "Entrad en el cuarto si queréis: podréis manchar mi cuerpo, pero no mi alma…." ¡Ah! ¡Y cuando va al lugar del duelo y recibe la bala que iba dirigida a su marido!… ¡Qué cosa más linda!…

Pepe Castro caracoleaba (perdón por el símil) en torno de Lola Madariaga. Esta le contaba con risa maligna lo acaecido hacía un rato, cuando Clementina se presentó de improviso donde ella estaba con Alcázar. Hablaba como si le hubiese arrancado el galán a su amiga, con acento protector y desdeñoso que hubiera hecho dar un salto a la orgullosa hija de Salabert si por ventura la hubiese oído.

–¡Pobre Clemen! Se está haciendo vieja, ¿verdad? ¡Qué figura tiene todavía! Claro que es a fuerza de apretarse, y esto tarde o temprano le va a hacer daño; pero de todos modos…. La cara no corresponde a la figura, ¿no cree usted? Sobre todo ahora que se le está empañando el cutis de un modo horroroso. Siempre ha tenido la fisonomía muy dura.

Y al mismo tiempo sus ojos claros y suaves miraban a Castro con tal dulzura, que realmente era para empacharse. Le habían dicho siempre (y era cierto) que tenía el semblante muy dulce. Para dar más realce a esta cualidad ponía cara de idiota.

Castro asentía a todo, tanto por lisonjearla como por la mala voluntad que tenía a Clementina. No sentía interés por Lola, pero a raíz de su ruptura con aquélla se había consolado un poco festejándola: aunque en ello había tenido no poca parte el deseo de no aparecer derrotado a los ojos del mundo.

–¿Y usted cree que está enamorada realmente de ese niño que parece una colegiala del Sagrado Corazón?

–¡Vaya usted a saber! Clementina presume mucho de original. Esta última aventura la acredita de ello…. Mire usted qué miraditas tiernas le está echando el bebé desde lejos.

Raimundo, en pie, allá en el extremo de una de las mesas, no quitaba ojo a su amada, que iba y venía de un sitio a otro previniendo los deseos de aquellos invitados a quienes más deseaba complacer. De vez en cuando le enviaba una imperceptible sonrisa de inteligencia que transportaba al joven al séptimo cielo.

Pepa Frías, si no comía porque estaba ahita, pellizcaba en las frutas y confites, teniendo detrás de su silla a Calderón, Pinedo, Fuentes y otros tres o cuatro caballeros maleantes que gozaban en tirarle de la lengua. No se la mordía, en verdad, la fresca viuda. Se defendía admirablemente de todos ellos parando y contestando los golpes con maestría.

–¿Dónde dice usted que tiene gota, Pepa?

–En los pies, Pinedo, en los pies … donde tiene usted el talento.

–Aunque usted me insulte, quisiera que me traspasase esa gota … ¡por tener siquiera una gota de usted!

–¡Pocas gracias! Sería una gota de esencia aromática—dijo un consejero de Estado harto dulzón.

–¿Y usted qué sabe, hombre, si no ha metido la nariz más que en el coro de ambos sexos?

El consejero se puso colorado. Todos rieron de la alusión.

–¡Pero qué cruel es usted, Pepa!—exclamó Fuentes riendo todavía—. Los que aquí estamos no sabemos nada … (digo, señores, yo hablo por mí), del olor, del color, ni del sabor de usted; pero no nos quitará el derecho de figurarnos que es usted una cosa apetitosa y tierna.

–¿Tierna?… Está usted en un error lamentable.

–Yo lo digo por lo que veo …—dijo acercando el rostro al exuberante seno de la viuda …—Y a propósito: ¿qué lleva usted en ese alfiler? ¿es un retrato de familia?

El alfiler representaba un mono.

–No. Fuentes—replicó furiosa—, es un espejo.

De todo el grupo salió una carcajada espontánea que hizo volver la cabeza a los que estaban cerca.

Fuentes quedó acortado un instante; pero como hombre de ingenio que era supo reponerse.

–Yo seré mono, Pepa, pero usted es monísima.

–¡Bravo, Fuentes, bravo!—exclamó Calderón, a quien, como hombre exclusivamente de debe y haber, causaba asombro cualquier frase oportuna.

El tiroteo siguió aun después de haber salido la mayor parte de la gente a los salones. El grupo se había reforzado con algunos pollastres. Esta fué la razón de que Pepa se levantase bruscamente al cabo, diciendo:

–Me voy. Por mi causa están ustedes escandalizando a estos seres tiernos y candorosos.

Los pollos protestaron con algazara.

Poco después de poblarse nuevamente los salones de baile se retiraron las personas reales. Hubo para despedirlas el mismo ceremonial, esto es, las filas apretadas a la puerta de la antesala, la Marcha Real por la orquesta y la despedida de los dueños hasta la escalinata.

Clementina respiró con libertad. A paso lento, gozando el placer del que ha terminado una tarea difícil, atravesó los salones dirigiendo sus ojos risueños a todas partes, dejando fluir de sus labios palabritas amables a los amigos con quien tropezaba. Aquel baile espléndido, quizá el más suntuoso que hubiese dado jamás un particular en España, era obra suya casi exclusivamente. Su padre había suministrado el dinero: pero ella la actividad, el gusto, el artificio. Escuchaba las enhorabuenas que todos al paso la murmuraban, mecida en una embriagadora satisfacción del amor propio. La felicidad le hizo pensar en el amor, su complemento indispensable. Acometióle un deseo penetrante de cambiar con Raimundo, a solas, algunas tiernas palabras de cariño, algunas caricias fugitivas. Y buscóle con los ojos entre la muchedumbre.

Raimundo había vagado toda la noche por los salones casi siempre solo. Había esperado el baile con deseo pueril, prometiéndose vivos e ignorados placeres. Jamás había asistido a una de estas fiestas brillantes de la sociedad aristocrática. La realidad no correspondió a su esperanza, como siempre acontece. Toda aquella vana ostentación, el lujo escandaloso desplegado ante su vista, en vez de acariciar su orgullo lo hirió cruelmente. Nunca se sintió tan forastero en aquel mundo que hacía tiempo frecuentaba. Sus pensamientos, encaminados hacia la melancolía, representáronle su pobre hogar, donde por su culpa iba a faltar muy pronto lo necesario, la modestia de su santa madre, que no vacilaba en desempeñar las tareas más humildes de la casa, y la de su inocente hermana, que con ella había aprendido a ser económica y trabajadora. Un remordimiento feroz le mordió el corazón. Observaba, además, que en los jóvenes salvajes que le rodeaban existía contra él cierta hostilidad latente. Tenía a muchos por amigos, le recibían agradablemente, jugaba con ellos, les acompañaba en algunas excursiones de placer: pero había llegado a comprender que para ellos no tenía otra personalidad que la que le daba el ser amante de Clementina. En casi todos los que trataba, percibía, o su exagerada susceptibilidad le hacía percibir, un dejo desdeñoso que le humillaba horriblemente. El amor frenético que profesaba a Clementina le compensaba bien de esta tortura y hasta se la hacía olvidar muchas veces. Pero aquella noche su dueño adorado, aunque no le olvidase, andaba lejos. Y le pasaba lo que a los místicos cuando Dios no les tiende la mano: acometíale una gran sequedad, un tedio abrumador. Bailó por compromiso dos o tres veces; conversó un poco. Harto al fin de dar vueltas se retiró al más oscuro rincón de una de las salas, y sentándose en un diván quedó sumido en tristeza profunda.