Za darmo

La aldea perdita

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XXI.
Purificada.

Demetria tardaba mucho en venir con la hoja. Felicia impaciente despachó al zagalillo que tenían para el ganado en su busca. Volvió diciendo que no la había visto por ninguna parte. Entonces la buena mujer hizo llamar á su marido, que estaba en la huerta, y le envió al castañar, ya con algún cuidado. Tampoco el tío Goro encontró allí á su hija aunque la llamó repetidas veces en alta voz. El agujero de la chimenea recién abierta estaba disimulado por la maleza y no pudo verlo. Dió la vuelta á casa. Tanto él como su esposa comenzaron á sentir zozobra. Bajó á Entralgo por si acaso su hija se hallaba con Flora. No la halló ni supieron darle razón de ella. Entonces siguió á Carrio, porque el castañar donde había ido á cortar hoja no estaba lejos de este pueblo. En Carrio nadie la había visto. Desde allí, atravesando el río por la barca, se trasladó á la Pola. Tampoco nadie la vió por allí.

Mientras tanto la tía Felicia había despachado á toda prisa al zagal á la Braña, sospechando que hubiera podido ir á hablar con Nolo. Éste quedó muy sorprendido de la noticia y se vino á toda prisa con el zagal á Canzana. Cuando llegó poco después el tío Goro y les dió cuenta del resultado infructuoso de sus viajes quedaron consternados. Un mismo pensamiento les había asaltado á los tres, aunque no se atrevían á manifestarlo. Demetria se había ido de nuevo á Oviedo. La vida de la aldea se le hizo sin duda aborrecible después de ser señorita y, por vergüenza de explicarse, se había escapado. Los tres guardaron silencio sin comunicarse sus sospechas. El día había tocado ya á su término y era noche cerrada.

El tío Goro bajó de nuevo á Entralgo y comunicó sus sospechas con el capitán. Este no quiso confirmarlas; le costaba mucho trabajo suponer que Demetria, después de lo acaecido, tuviese deseos de volverse á Oviedo. Sin embargo, hizo montar á caballo á su criado Manolete y le envió á allá con objeto de averiguarlo. Felicia, enloquecida y acongojada, quiso marcharse al monte y buscar por todas partes á su hija. Nolo trató de disuadirla. En aquella hora no era posible que la encontrasen aunque le hubiera pasado algún accidente. Además el mozo de la Braña dudaba que le hubiera acaecido nada malo; se inclinaba más bien á creer en la huida á Oviedo. Su amor era grande pero receloso, y, aunque Demetria nunca le diera motivos para dudar de él, le parecía bien extraordinario que se allanase á ser aldeana pudiendo ser señorita. No le fué posible persuadir á la tía Felicia. Ésta salió de Canzana antes que el tío Goro volviese de Entralgo. Nolo no quiso que fuese sola y la acompañó. Tomaron un farolito y se lanzaron al campo y comenzaron á recorrer escrupulosamente, todos los caminos y senderos próximos al pueblo y á registrarlos. Hicieron lo mismo con los que conducían al castañar. Anduvieron por los contornos de Carrio; subieron al monte.

Nada; sus registros resultaban siempre inútiles. La desventurada Felicia lloraba sin cesar. Nolo hacía esfuerzos por animarla. Pero tanto como ella necesitaba él de alientos, aunque por diferente motivo. Él se afirmaba cada vez más en que Demetria se había marchado á Oviedo. Ella, más perspicaz porque la amaba con corazón de madre, se aferraba en que le había acaecido un percance.

Más por complacerla que por esperanza de obtener resultado alguno, Nolo consintió en recorrer los montes que dominaban el castañar del tío Goro. Vagaron por ellos á la ventura sin tropezar ser viviente. Al cabo divisaron entre los árboles una luz.

– ¿Dónde estamos?– preguntó Felicia que con la pena y tanto paseo se había mareado.

– Cerca de la cabaña de Pepa la Pura.

Esta Pepa la Pura era una mujer á quien, apenas muertos sus padres, cuando contaba veinte años, sus dos hermanos varones arrojaron de casa. La desgraciada, en vez de expatriarse ó ponerse á servir de criada, prefirió marcharse al monte. Y dando pruebas de una energía maravillosa, casi sobrenatural, construyó por sí misma ó ayudada solamente de algún vecino caritativo una choza para guarecerse: se puso á cultivar la tierra baldía. Con esto y con algún jornal que solía ganar en Canzana ayudando en sus labores á los vecinos se había podido mantener. Aunque habitaba enteramente sola y cuando joven era bella supo defender su honestidad tan bravamente que los mozos de la parroquia le pusieron por sobrenombre la Pura y este apodo le quedó. Ahora ya era vieja, aunque no tanto como aparentaba. Los rudos trabajos, las privaciones y la acción de la intemperie habían arrugado su rostro antes de tiempo.

Al acercarse á su choza pudieron verla al través de la puerta entreabierta. Estaba lavando la pobre escudilla en que había cenado y disponiéndose para acostarse en el mísero camastro que ocupaba la mitad de su vivienda. Felicia la llamó.

– ¿Quién va?-preguntó ella sin mostrar susto alguno y dirigiéndose á la puerta.– ¡Ah, eres tú, Felicia!… ¡y tú también, Nolo!… ¿Qué viento os trae por aquí?

La pobre Felicia se echó á llorar sin responderle. Nolo dijo:

– Demetria ha desaparecido desde esta tarde y nadie sabe dónde se encuentra. ¿Sabes tú algo?

– No, no… yo no sé nada.. ¿Cómo quieres que sepa?– respondió con agitación.

– El castañar donde fué por hoja no está lejos de aquí: pudieras bien haberla visto…

– No, no… yo no la he visto… Yo estuve todo el día sallando el maíz ahí arriba… ¡No la he visto, no!…

Si Nolo estuviera dotado de más perspicacia ó malicia no le hubiera pasado inadvertido el aturdimiento de la Pura. Pero nada echó de ver y cuando aquélla les invitó á descansar un momento aceptó y entraron. La tía Felicia tenía en verdad necesidad de reposo. Pepa la agasajó y la consoló cuanto pudo. Se comprendía que las lágrimas de la desdichada madre le hacían daño. Se había puesto pálida y temblorosa. Cuando al fin salieron de la choza les acompañó un rato. Felicia quería proseguir sus investigaciones, mas Nolo se opuso resueltamente á ello: sobre ser inútil, el estado de fatiga en que se hallaba no lo permitía. Por la mañana bien temprano volverían á comenzar.

Según caminaban por el monte abajo, la Pura se había ido quedando un poco rezagada. Tiró un poco de la manga de la camisa á Nolo y acercándose á su oído cuanto pudo le dijo en voz apenas perceptible:

– Tengo que hablarte… Vuelve en seguida.

Turbado quedó el mancebo. Acompañó en silencio hasta Canzana á la que pronto debía de ser su madre y se despidió de ella á la puerta de casa. ¿Cómo? ¡Eso no podía ser! Felicia quería á todo trance retenerle y que durmiese aquella noche en Canzana. Nolo se obstinó en volverse á la Braña, pretextando que nada había dicho á sus padres y podían estar con cuidado. Mañana al amanecer volvería para continuar la busca de Demetria. No fué posible á la buena mujer convencerle. Se despidió de él llorando y de este modo entró en la casa.

Nolo permaneció un instante fuera. Luego, en vez de tomar el camino de la Braña, se salió de la aldea á toda prisa por el extremo opuesto. Buscó el sendero del monte y se emboscó por los castañares que en aquella hora estaban lóbregos y medrosos. El mozo los atravesaba con paso vivo y resuelto, más emboscado aún en sus propios pensamientos y recelos. La primavera, pródiga siempre en aquel valle, amontonaba la hoja en los árboles y la fronda de los helechos en el suelo, de tal modo que ni un rayo de luz penetraba en los parajes que recorría. Pero Nolo era hombre de las montañas y si no conocía los senderos los adivinaba.

Cuando salió de los castañares y se encontró en el monte descubierto, el resplandor pálido de las estrellas le pareció una gran iluminación. Con paso aún más rápido ascendió en poco tiempo hasta divisar la cabaña de la Pura. No vió luz y le sorprendió, porque contaba que le estuviese esperando. Se acercó: la puerta estaba cerrada. Detúvose, un momento lleno de confusión y al cabo llamó dando un golpe.

– ¿Quién está ahí?– preguntó la mujer como si despertase sobresaltada.

– Soy yo, Pepa.

– ¿Quién es?– volvió á preguntar como si no le reconociese.

– Soy yo, Nolo.

– Perdona, Nolo, pero ya estoy en la cama.

– ¿No acabas de decirme que volviese en seguida? Pues ya estoy aquí… ¡Abre!– profirió el mozo irritado.

– Aguarda un momento— respondió ella con acento de mal humor.

Se echó sus pobres vestidos encima, encendió el candil y abrió la puerta.

– ¿No me has dicho hace un momento que tenías que hablarme? ¡Dí!

– ¡Ya no me acordaba, rapaz!… No era más que una chanza…– respondió ella, humilde al ver el rostro contraído del mancebo.

– ¿Cómo chanza?– exclamó él rebosando ya de cólera.– Esto no es asunto de chanza. Demetria ha desaparecido y tú debes de saber algo de ella. ¡Dí lo que sepas ahora mismo!

– No sé de ella ni la he visto hace tres días— respondió la Pura con voz temblorosa.

– ¿Entonces por qué me has mandado venir?

– Ya te he dicho que era una chanza.

El rostro del mozo se contrajo aún más terriblemente. Clavó una larga mirada amenazadora en Pepa que abatió la suya al suelo. Luego, encogiéndose de hombros, dijo sordamente:

– Está bien… Desde aquí voy á la Pola á despertar al señor juez para que envíe por ti… Ya dirás en la cárcel lo que sabes.

El rostro de la Pura se cubrió de intensa palidez y balbuceó:

– Haz lo que quieras… Yo nada sé…

– Pues adiós… ¡Hasta pronto!

Nolo dió unos cuantos pasos precipitados monte abajo…

– ¡Ven acá!– le gritó Pepa.

Tornó á subir y acercándose á ella con semblante airado le preguntó:

– ¿Quieres hablar?

La Pura guardó silencio unos instantes; luego dijo:

– Si te doy alguna noticia, ¿me juras que no dirás de quién la has sabido, que nunca saldrá de tu boca mi nombre?

– Lo juro.

– ¿Por qué lo juras?

– Por lo que tú quieras.

– Júralo por la salud de tus padres.

 

– Lo juro por la salud de mis padres.

– Que no te cases jamás con Demetria ni vuelvas siquiera á verla.

– Que todo eso suceda si llego á declarar tu nombre.

La Pura vaciló todavía. Le parecían pequeños aquellos juramentos. Al fin encontró otro más terrible.

– ¡Que se os muera de la peste todo el ganado que tenéis en la cuadra!

– ¡Que se nos muera!

– Pues bien… te diré que esta tarde, mientras recogía un poco de árgoma para encender el fuego, vi en el castañar del tío Goro á Demetria cortando hoja… Luego vi que se acercaba á ella Plutón… ese minero tan malo que ya conocerás…

– Sí, sí; ¡adelante!

– Pues hablaron algunas palabras y mientras yo me entretuve en atar la carga desaparecieron… No volví á ver ni á uno ni á otro. Pensé que habían tomado por el monte abajo y se habían ido á Carrio… Me admiró porque no creía que Demetria tuviese amistad con ese pícaro…

Guardó silencio. Nolo, inmóvil y pálido, esperó todavía algunos instantes á que prosiguiese.

– ¿Es eso todo?

– Todo.

– ¿No sabes más?

– Nada más.

– Bien… pues muchas gracias y hasta la vista.

La Pura le retuvo cuando se disponía á marchar y le dijo temblando:

– Acuérdate, Nolo, del juramento que me has hecho. Mira, hijo mío, que si ese malvado llega á saber lo que te he dicho, cualquier noche viene acá y me asesina.

– Pierde cuidado: vuelvo á jurarte que nada sabrá.

Bajó de nuevo á saltos por el monte y se internó por los castañares. Á despecho de la agilidad y soltura con que marchaba, llevaba el corazón oprimido, muy oprimido. Se representaba, aunque vagamente, cosas horrendas. Aquel bandido era muy capaz de abusar de ella y asesinarla.

Llegó á Canzana agitado, convulso. Sin pasar por casa del tío Goro á noticiar lo que sabía se dirigió á la del vecino que albergaba á Plutón. Estaba cerrada y todos durmiendo. No se arredró por eso. Llamó suavemente en el ventanillo que estaba contiguo á la cocina, donde supuso que dormiría el minero. No respondieron. Llamó de nuevo y oyó la voz del tío José, el dueño de la casa:

– ¿Quién anda ahí?

– Soy yo, tío José.

– ¿Quién eres tú?

– Nolo de la Braña. Vengo de parte del tío Goro á decirle á usted dos palabras. Es cosa muy urgente.

Se abrió el ventanillo, que además de la compuerta tenía una reja de hierro, y asomó las narices el tío José, un paisanuco viejo y narigudo.

– ¿Qué ocurre?– preguntó con sorpresa.

– Ya sabrá usted— respondió Nolo bajando cuanto pudo la voz— que Demetria ha desaparecido…

– Sí, eso me han dicho antes de acostarme.

– Pues bien, dicen que la han visto hablando con Plutón. Tenemos miedo que le haya sucedido algo malo… ¡Ya sabe usted quién es!

– Descuida, Nolo— respondió el tío José bajando todavía más la voz.– Eso que dices no puede ser. Plutón estuvo todo el día trabajando en la mina: por cierto que le cayó una piedra sobre la cabeza y le hizo bastante daño. Tuvo que ir á la Pola y se curó en la botica: llegó bastante tarde y se acostó en seguida. Arriba está durmiendo… No le despiertes porque tiene malas pulgas el hombre, como sabes… y pudiera ocurrir cualquier chascarrillo.

– No, no le despertaré— replicó Nolo con sonrisa irónica.– No sea cosa de que nos mate á los dos. Aguardaré á mañana para decirle dos palabras. Adiós, tío José; buenas noches.

Se alejó el mozo y cuando se vió solo acudieron á su mente mil dudas. ¡Era extraño aquel percance de Plutón! Mas por otra parte, si había estado en la mina trabajando todo el día, la noticia de la Pura resultaba falsa.

En estas cavilaciones enfrascado estuvo algún tiempo. Miró al cielo; vió que era tarde ya para ir á la Braña y volver á la mañana: tampoco quiso llamar en casa del tío Goro. Entonces, resuelto á pasar la noche en Canzana, escaló la primer tinada que halló al paso, se metió en ella y se acostó sobre la yerba.

Cuando la luz del día le dió en el rostro se alzó precipitadamente y saltó á la calle. Procuró que no le viesen y se puso á rondar la casa del tío José. En efecto, como esperaba, vió salir al cabo á Plutón con la frente vendada y la lámpara colgada del brazo en disposición de marchar á la mina. Se adelantó á él sin ser visto y en cuatro saltos bajó por los prados á un sendero por donde forzosamente tenía que pasar el minero. Se ocultó detrás de un árbol y esperó. Pocos momentos después pasaba Plutón. Nolo le salió al paso y poniéndole una mano sobre el hombro le dijo:

– Hola, amigo; buenos días.

Plutón dió un salto atrás y lanzándole una mirada de odio y de recelo contestó sordamente:

– Yo no soy tu amigo ni tengo gana de serlo.

– No importa. Aunque no quieras que seamos amigos, vamos á hablar un instante como si lo fuéramos. Vamos á hablar de Demetria.

Si el feroz minero no tuviese el rostro como siempre embadurnado se le hubiera visto palidecer. Se repuso pronto, sin embargo, y exclamó:

– Vaya, vaya, parece que tienes gana de reir. Ya sabrás que no soy aficionado á chanzas. Déjame en paz antes que otra cosa sea.

Nolo le dirigió una larga mirada de curiosidad. Era gracioso el tono amenazador que aquel renacuajo usaba frente á él.

– No es broma, amigo— dijo lentamente apoyando sobre cada una de sus palabras.– Es que Demetria ha desaparecido de casa y quiero que me digas si sabes algo de ella.

– ¡Quieres, quieres!… No sé nada de ella; pero aunque supiese, lo que menos me importaría á mí es que tú quisieras ó dejaras de querer…

Una ola de indignación subió al rostro del mozo y lo tiñó de carmín. Sus ojos chispearon y clavando en el monstruo una mirada irritada le dijo:

– ¿Sabes que me está apeteciendo agarrarte por las piernas y batirte la cabeza contra ese árbol?

– ¡Prueba á hacerlo!– replicó el minero llevando la mano al bolsillo.

– No lo hago porque siendo malo como eres tendría que pagarte por bueno… Sé que has hablado con Demetria ayer. Si algo malo le ha sucedido y eres tú quien se lo ha hecho no tengas miedo de ir á la cárcel… ¡Ya me encargaré yo de impedirlo! Adiós.

– ¡Al diablo, grandísimo zopenco!… ¡Si creerás, palurdo, que por ser tan espigado te tengo miedo! Los árboles más altos son los que caen con más facilidad cuando sopla el viento recio.

Nolo, que ya se había alejado unos pasos, se volvió y dijo:

– ¡Al caer este árbol te aplastará como lo que eres, como un escarabajo!… Cuenta conmigo si le ha pasado algo á Demetria.

– ¡Y tú conmigo!– le gritó Plutón.

Cuando el mozo de la Braña llegó á casa del tío Goro había ya en derredor un tropel de gente. Se comentaba con calor la desaparición de Demetria. Todas las comadres hablaban á un tiempo y nadie se entendía. Dentro se hallaba la tía Felicia hecha un mar de lágrimas. Á su lado estaba Flora hecha un mar mucho mayor aún. Y era cosa en verdad que impresionaba ver llorando á aquella criatura traviesa y vivaracha, nacida para la risa. Ni ella ni tía Felicia querían aceptar el supuesto de que Demetria se hubiera fugado. Entre las comadres de la aldea tampoco hallaba gran aceptación semejante idea. Pero los hombres en general se inclinaban á pensarlo. El mismo D. Félix, que estaba rodeado por el tío Goro y otros cuantos paisanos, aunque con las debidas reservas para no causar pena al padre adoptivo de la joven, también manifestaba sus sospechas de que se hallase ya en Oviedo. Era menester aguardar, sin embargo, á Manolete. Suponiendo que llegase á la capital antes de amanecer y diese la vuelta en seguida como se le había ordenado, al mediodía debía de estar en Entralgo.

En el grupo de los hombres encontrábase también el intrépido Celso. Éste no dudaba: se le conocía perfectamente en la sonrisa de mordaz ironía que vagaba por sus labios. Á él no se la daba nadie. Un hombre que había estado en Sevilla y había recorrido las provincias de Badajoz y de Cáceres y había entrado un poco también en la de Salamanca, no era fácil que creyese en la virtud y en la inocencia de las mujeres. Bueno que aquellos infelices que no habían visto más tierra que la que se divisaba desde el pico de la Vara se tragaran la castaña; ¡pero él! ¡Celso! ¡un militar! ¡un macareno que había corrido más juergas orilla del Guadalquivir que pelos tenía en la cabeza!… «¡Vamo, hombre!» Y escupía por el colmillo con pesimismo tan desolador que el mismo Budha se hubiera estremecido si le viese.

Cuando se hubo hartado de escupir, de sonreir y de lanzar resoplidos escépticos en torno de los grupos estacionados ante la casa del tío Goro, entró en la suya, tomó la macona y la guadaña y se marchó al prado de la Tejera á segar el verde para el ganado. Estaba el prado lejos y mientras caminaba hacia allá no cesaba de pensar en el lance murmurando con la penetración que le caractirizaba:

– ¡Rediós! Lo siento por Nolo, porque al fin y al cabo es un amigo y un mozo cabal. Pero ¿quién que tuviera los sesos en su sitio había de pensar que Demetria pudiera comer con gusto ya las farrapas y los nabos?… ¡Vamo, hombre!… Al que prueba las tajadas se le hincha la barriga con el verde… Y mayormente que no semos caballerías para jamar tanto forraje… Luego la chavalilla ¿pa qué más de la verdad? merecía otra cosa que un paisano. Quedándose en Oviedo no le faltaría algún señorón de levita que la tuviera en casa como una imagen comiendo caramelos y haciendo calceta. Y si á mano viene, acaso podría casar hasta con un teniente… ¡Rediós, un teniente!… ¡Hay que ver lo que es un teniente!… ¡Un gachó que manda sobre diez escuadras de hombres!… ¡Casi na!…

Y silbando fagina y después retreta llegó hasta el prado, dejó la macona en el suelo y se puso á segar el verde. Pronto se le olvidó el caso de Demetria y volvieron á su imaginación las dulces memorias del país donde florecen los naranjos. Una soleá muy gitana se le escapó de la garganta. Y como allí no podía oirle su abuela, cantó con todo el aliento de sus pulmones.

 
Á mi me gusta, me gusta
entrarme por las tabernas.
¡Vengan cañas de Sanlúcar!
 

Mas apenas había salido de sus labios la última palabra de la copla cuando oyó un grito extraño que llegaba del fondo de la tierra por un respiradero que la empresa de las minas había abierto en el prado. Por cierto que el tal boquete le había valido á su abuela más de trescientos reales. Habían pronunciado su nombre y la voz era de mujer. Quedó estupefacto. Se acercó al boquete y gritó á su vez repetidas veces: «¿Quién llama? ¿quién llama?» Nadie le respondió. Entonces sospechó que se trataba de una broma que algún minero quería darle imitando voz femenina. Se alejó del agujero y tomó de nuevo la guadaña. Pero en aquel instante una idea terrible cruzó por su mente. Creía reconocer la voz: se parecía á la de Demetria. Y el grito que había sonado más que de alegría era de angustia. Fué de nuevo al boquete y llamó con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Demetria, Demetria!» Tampoco obtuvo respuesta. Sin embargo, la creencia de que la voz que había sonado era la de la hija del tío Goro penetraba cada vez con más fuerza en su espíritu. Dejó la guadaña y la macona en el prado y emprendió una carrera veloz hacia Canzana.

Todavía se hallaba mucha gente delante de casa del tío Goro. Entre los hombres divisó á Nolo. Se acercó á él y le dijo algunas rápidas palabras al oído. El mozo se puso horriblemente pálido. Y sin responderle se fué recto al tío Goro y le habló también al oído. El desgraciado padre empalideció también igualmente.

– ¡Vamos! ¡vamos!– gritó con voz ronca.

Y seguido de los dos mozos se lanzó, á la carrera.

– ¿Qué hay?… ¿qué sucede?– gritaron varias voces.

Celso, sin dejar de correr, volvió la cabeza y dijo:

– Demetria se ha caído á la mina por un pozo.

Entonces de aquella muchedumbre salió un grito de dolor. Hombres, mujeres y niños, todos se lanzan detrás de los tres hombres, que les llevaban ya bastante delantera. Nolo y Celso saltaban como corzos por la montaña. Pero el tío Goro no se quedaba atrás: la fuerza que faltaba á las piernas sobraba al corazón.

Pronto llegaron al prado de la tía Basilisa. Llamaron de nuevo á la joven por el boquete. Ninguna voz fuerte ni débil les respondió. Algunos dudaron de las palabras de Celso; pero éste, cada vez más firme en su convicción, propuso descender á la mina. No quisieron que expusiese su vida, pues sólo los mineros muy expertos eran capaces de bajar por los pozos. Alguien propuso avisar al capataz. Todos aprobaron la idea. Se le fué á buscar: se hallaba en la herrería, no lejos de allí. Vino en seguida; le acompañaron algunos mineros. Uno de ellos descendió por el respiradero. Hubo algunos minutos de silencio. Al cabo se oyó la voz del minero llamando á su jefe.

 

– ¡Ruperto!

– ¡Manuel!

– La rapaza está aquí, pero muerta.

Nadie oyó estas palabras más que él y los mineros que se hallaban inclinados sobre la misma boca del pozo.

El capataz se alzó del suelo con el rostro contraído y sin responder á nadie, seguido de sus hombres, se lanzó por la pendiente abajo en busca de la boca de la galería que se hallaba próxima al pueblo de Carrio. Un estremecimiento de terror corrió por aquella muchedumbre. Todos adivinaron algo terrible y los siguieron. Sólo la tía Felicia, Flora y algunas mujeres permanecieron en el prado. La desgraciada madre, al comprender lo que pasaba, cayó atacada de un síncope. Largo tiempo les costó hacer que recobrara el sentido. Quisieron llevarla á casa. La infeliz se negó á apartarse de aquella boca maldita, como si esperase ver surgir por ella la adorada figura de su hija.

Pero he aquí que cuando ya la habían convencido y se disponían á alejarse de aquellos sitios llega un chico jadeante y le grita:

– ¡Demetria vive! ¡Acaban de sacarla de la mina!

En efecto, Demetria, que sólo estaba desmayada, en cuanto la sacaron al aire y le rociaron las sienes con agua volvió á la vida. Se observó con estupor que no estaba magullada siquiera. Se le hicieron numerosas preguntas, pero no quiso satisfacerlas. Ya diría más adelante lo que le había pasado. Lleváronla á casa y se acostó y estuvo dos días enferma. Manifestó á su madre que se había caído casualmente por el respiradero abierto en el castañar y cuya existencia ignoraban todos. No dijo una palabra de Plutón. Creía haberle matado y esta idea la llenaba de terror. Cuando supo casualmente que estaba vivo, su corazón se dilató á tal punto que rompió á llorar, se deshizo en un mar de lágrimas. Gran sorpresa causó esto en los presentes; pero D. Nicolás el médico, que también se hallaba allí y conocía al dedillo los resortes del organismo humano, manifestó profundamente que no había que alarmarse, que aquello no era más que «una crisis nerviosa».

Desde entonces comenzó Demetria á mejorar tan rápidamente que á los cuatro ó cinco días estaba ya como si no le hubiera pasado nada. Anudóse de nuevo la felicidad de aquellas horas que habían de terminar pronto en la de su boda. Sólo turbaba su dicha el recuerdo que alguna vez le asaltaba de la escena con el bandido Plutón. Cuando le veía, aunque fuese de lejos, el corazón le daba un vuelco. Temía su venganza. Sin embargo, á nadie daba cuenta de sus recelos.

Al cabo se descubrió el secreto. Comenzó á correr por la aldea el rumor de que Demetria no había caído por el pozo, sino que había estado dentro de la mina porque Plutón la había llevado. Sólo los mineros creyeron semejante patraña. En Canzana nadie la daba crédito. Pero Plutón se jactaba entre sus compañeros y amigotes de haberla tenido algunas horas en su poder y esta noticia llegó á oídos de Nolo. Quedó el mozo aturdido más que si le hubieran dado con un mazo en la frente. Por desgracia, aquello tenía visos de verosimilitud. La caída de Demetria no podía explicarse. Aunque ella decía que había quedado suspendida poco antes de llegar al suelo de uno de los postes y que esto amortiguó considerablemente la violencia, sin embargo costaba trabajo creerlo. Por otra parte, cuando la sacaron de la mina se negó á dar pormenores de su accidente. Además, aquellas lágrimas cuando se habló de Plutón… No se le ocurrió al mancebo que éste pudiera rivalizar con él en el amor de Demetria, porque sería monstruoso. Pero que engañada pudiera llevarla al fondo de la mina y allí abusara de su situación le parecía bien creíble.

Desde que tal idea penetró en su mente no volvió por Canzana. El primer día se le echó de menos porque todos venía; pero el segundo causó verdadera sorpresa su ausencia. La tía Felicia tuvo miedo que se hubiera puesto enfermo y propuso enviar un recado á la Braña. Demetria se opuso: tenía el presentimiento de lo que había ocurrido. No se tardó mucho en que quedase confirmado. Un paisano que venía de Villoria les dijo que había visto á Nolo. Trascurrieron algunos días. Lo mismo el tío Goro que la tía Felicia sintieron gran indignación cuando observaron que el mozo no parecía y se hicieron cargo de que renunciaba al matrimonio proyectado. El tío Goro quiso ir á la Braña á pedirle explicaciones, pero Demetria se mostró tan contraria á este paso y le rogó con tanto calor para que desistiese de él que su padre no se atrevió á ejecutarlo.

La misma sorpresa y casi tanta indignación que en casa del tío Goro produjo en todo Canzana la conducta de Nolo, por más que muchos sabían á qué atribuirla. En Entralgo lo mismo. Flora se hallaba tan enfurecida que no hablaba de otra cosa y calentaba las orejas al pobre Jacinto de un modo que éste casi maldecía ya de su parentesco con el ingrato mozo de la Braña. Sólo Demetria se mostraba en apariencia tranquila. Su silencio y su palidez denunciaban, sin embargo, lo que pasaba en su alma.

Así estaban las cosas cuando una tarde Flora pasó recado á Demetria para que bajase á Entralgo y le hiciese merced de acompañarla á la Pola, donde tenía que comprar algunos objetos. Era un pretexto que la traviesa zagala tomaba para distraer á su amiga. Obedeció ésta sin gusto, sólo por complacer á la que tantas pruebas le había dado siempre de cariño. Cuando regresaron á casa iba á comenzar el crepúsculo. Detuviéronse orilla del río en un paraje sombreado de avellanos, donde se tomaba la barca, y esperaron que ésta volviese de la otra orilla. De improviso se presentó en aquel sitio Nolo, que también quería atravesar el río. Al verlas se inmutó visiblemente, se puso colorado hasta las orejas y vaciló en dar la vuelta ó quedarse. Al fin se quedó y pronunció las buenas tardes. En aquel momento llegaba el barquero. Flora sintió que la cólera le subía á la garganta y dijo en voz baja á su amiga:

– Voy á hablar á este mequetrefe… Verás cómo le ajusto las cuentas.

Pero Demetria, que tenía el rostro demudado, la retuvo con fuerza de la mano.

– ¡Déjame á mí!

Flora cedió de buen grado. Saltaron los tres á la barca y aquélla fué á situarse en la proa para dejar solos á los novios. Nolo hubiera querido quedarse en tierra, hubiera querido ir también á la proa, hubiera querido que la barca se hundiese; todo menos quedarse mano á mano con Demetria. Pero no hubo remedio. El barquero en pie empujaba la barca por medio de la maroma tendida de una á otra orilla.

Demetria clavó sus ojos grandes, límpidos, inocentes en Nolo y le dijo:

– ¿Qué tienes conmigo, Nolo? ¿Te he hecho algo malo?

El mozo, turbado hasta lo indecible y sin osar mirarla á la cara, balbució:

– Nada me has hecho, Demetria… pero hay cosas… hay cosas…

– ¿Qué cosas? ¡dí!– articuló impetuosamente la zagala.

– Corren por el valle unos rumores…

– Dí cuáles son. ¡Dílo pronto!

Nolo vaciló; movió los labios repetidas veces sin articular ninguna palabra. Luego profirió rápidamente:

– Se dice que no has caído á la mina; que Plutón te ha llevado engañada y que allí hizo contigo cuanto quiso.

– ¿Y tú lo crees?

El mozo guardó silencio.

– Pues bien, yo te juro que eso no es cierto. Plutón no me ha llevado engañada: me caí yo y él me sostuvo, pero en vez de sacarme bajó conmigo por la chimenea. Dentro de la mina quiso aprovecharse, pero le salió caro, porque le di con la hoz en la cabeza y le tumbé en el suelo… Creí que le había matado; escapé por la mina y me perdí…

Nolo guardó silencio unos momentos; luego dijo:

– ¿Y por qué no has hablado así cuando saliste de la mina?

– Te he dicho que pensé haberlo muerto. Temía que me llevasen presa…

Nolo, cejijunto, sombrío, se obstinó en callar. Demetria le miró largamente.

– ¿De modo que no me crees?

– ¡No! ¡No te creo, Demetria!– manifestó impetuosamente el joven.

El rostro de la doncella se cubrió de intensa palidez. Permaneció algunos instantes inmóvil y muda. Luego dijo con voz enronquecida:

– Pues bien, Nolo, mi vida dará testimonio de la verdad que te he dicho. Adiós.

Y sin que el mancebo pudiera evitarlo porque estaba mirando á otro lado se dejó caer hacia atrás en medio del río. La corriente la arrastró velozmente. Nolo se precipitó en pos de ella. Flora gritaba y quería arrojarse igualmente, pero el barquero la retuvo.