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La aldea perdita

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XIV .
Trabajos y días.

Llegó el otoño. Las vegas comenzaron á ponerse amarillas; el ganado bajó del monte; los paisanos se aprestaron á cortar el maíz. Así que lo cortaron, después de tenerlo algunos días en la vega en pequeñas pirámides que llaman cucas, lo acarrearon á las casas. Reinaba en la aldea gran animación. Chillaban los carros por los caminos; derramábase la gente por las eras; cantaban los mozos en los castañares sacudiendo con sus varas largas el erizado fruto; ahumaban los hogares. Una brisa fresca perfumada de trébol y madreselva corría por el campo. Unos iban al río y con los calzones remangados entraban en él y pescaban con atarraya ó con caña las sabrosas truchas salmonadas, las anguilas y lampreas; otros sacudían los castaños y amontonaban los erizos en un cerco hecho de piedra para que allí se pudran y dejen suelto el fruto; otros aguijaban los bueyes delante del carro; otros fabricaban madreñas debajo de un hórreo. Las mujeres los ayudaban, y unas veces en las eras, otras en casa amasando y cociendo la borona, otras por fin en el río lavando su ropa manchada por el polvo y el sudor, riendo y cantando siempre, esparcían por el valle la alegría. Cuando la noche se llega, los rapaces que apacentan el ganado por las colinas bajan al pueblo tañendo silbatos hechos de caña de saúco y las montañas repiten dulcemente sus sones acordados. Las fuentes murmuran, los sapos cantan, la brisa se calla y un manto negro recamado de estrellas se extiende al cabo sobre la campiña feliz.

Por la noche solía haber esfoyaza, la faena de descubrir las mazorcas y atarlas en ristras. Cada día acudían los vecinos á casa de uno de ellos para ayudarle; generalmente eran los jóvenes. Reunidos en una estancia mozos y mozas á la luz de un candil pasaban la velada alegremente bromeando, cantando, requebrándose mientras poco á poco las doradas espigas salían de su envoltura y se enristraban para adornar después los corredores y los hórreos.

Pero Entralgo era celebrado en todo el país por sus bellas, frondosas pomaradas. La fabricación de la sidra era aquí un asunto de capital interés. Primero se recoge la manzana de los árboles, y en esta tarea no hay quien aventaje á las zagalas de mi pueblo natal. Nadie desprende con más cuidado el fruto y lo coloca con delicadeza en su delantal, ni distingue con más fina perspicacia la reineta del repínaldo, el balsaín de la balvona, ni sabe cantar mientras trabaja coplas más divertidas, ni retoza con tanta gracia, ni ríe de mejor gana, ni muestra al reir unos labios más rojos, unos dientes más blancos.

Regalado preside á esta faena en la gran pomarada de D. Félix por ausencia de éste. Sentado bajo el árbol más copudo, rodeado de hermosas jóvenes y tañendo la flauta con destreza, semeja al dios Pan entre sus ninfas. Mas á veces deja la flauta abandonada y entonces las ninfas se ponen en guardia, porque siempre es con algún fin siniestro. Quiere probar si la carne de alguna de aquellas manzanitas coloradas es tan dulce y sabrosa como parece, y suele encontrarse con un mojicón de cuello vuelto ó con algún empellón que le hace dar con sus huesos en el mullido césped. Porque es hora ya de manifestar, aunque con la debida reserva, que el mayordomo de D. Félix había perdido bastante de su prístina fortaleza en el comercio de las bellas, según se aseguraba. Tenía las piernas temblonas y estaba más averiado que un visir.

¡Ea! ya está formado el montón. Se aguarda unos días á que «siente el fruto», y mientras tanto, bárrese el lagar, se revisa y arregla la prensa, la viga, el huso, friéganse los toneles y barricas y se renuevan los arcos que han perdido. Un grato aroma de manzana madura se esparce por todo el lugar. Llegado el momento de pisarla, Regalado envía recado á Nolo de la Braña y Jacinto de Fresnedo, hijos de sus primos Pacho y Telesforo, avisa á algunos inteligentes labradores de Canzana, entre ellos al tío Pepón, padre de la hermosa Telva, que ya conocemos, y ayudado de Quino, Bartolo y otros mozos de Entralgo se comienza solemnemente la fabricación de la sidra. Los mozos, empuñando sendos mazos, machacan el fragante fruto en duernos de madera. Después de machacado se trasporta á la prensa, y cuando hay bastante se oprime.

Mientras dura esta faena no cesan los cánticos y las bromas. El grande, oscuro lagar dormido, despierta y retumba con risas y gritos. Quien menos ríe y menos grita es el belicoso Bartolo, porque es el que más trabaja. Si alguien pusiera en duda esta verdad, oígale á él.

– ¡Callad, haraganes, callad! No hacéis migaja de labor. Toda la fuerza se os marcha por la boca y no valéis la comida que os dan. Los gritos quedan para las lumbradas y los hígados para el trabajo. ¡Puño! si no fuese por mí, no concluíais de pisar el fruto en ocho días.

Los mozos, en vez de enojarse, reciben con estampidos de risa los discursos de Bartolo. Nadie quiere admirar á aquel zagal esforzado, que lo mismo en la paz que en la guerra ostenta su constancia y su fortaleza. Algunos se propasan á embromarle, se burlan de su cerviguillo luciente, de sus caderas un poco derrengadas, de su marcha tortuosa y vacilante. Bartolo calla, porque es tan prudente como intrépido. Pero hay uno que lleva su increíble osadía hasta á hacer una clara alusión al tonel en qué nuestro héroe estuvo guardado cuando fué perseguido por Firmo de Rivota, y entonces ¡puño! el hijo de la tía Jeroma salta como un leopardo de los bosques, levanta su mazo… y habría la de Roncesvalles si no intervienen Regalado, el tío Pepón y otros caracterizados personajes allí presentes.

Sin embargo, su primo Quino no se muestra aquel día tan ingenioso y locuaz como otras veces. Es que pesa sobre su espíritu atormentado una grave preocupación. Había llegado á los veintiséis años y esta edad era ya más que suficiente para tomar estado en un país donde los hombres suelen casarse á los veinte. Empezaba la gente á hacerle cargos y algunas zagalas le llamaban viejo. Comprendía que se hacía necesario abandonar aquella vida feliz de mariposa gentil, si no quería ser la burla y el desprecio de sus convecinos. Dos mujeres le amaban en aquel momento, Telva de Canzana y Eladia de Entralgo. Allá en las profundidades de su corazón resolvió casarse con una de ellas, pero ilustre siempre por su prudencia, pesaba con escrupuloso cuidado las ventajas de una y otra antes de elegir. Las cualidades personales estaban á la vista: no había, pues, que preocuparse por ellas. Lo que absorbía toda su atención é inquietaba su espíritu eran otras condiciones ocultas y sustanciosas que un mozo tan señalado por su ingenio no podía perder de vista. El tío Pepón era un labrador rico, y aunque tenía tres hijos, á los tres los dejaría bien acomodados; todo el valle lo sabía. Pero igualmente sabía todo el valle que el tío Pepón, mientras viviera, no soltaría ni un céntimo, ni una cabeza de ganado, ni un pañuelo de tierra. Como las patatas, sólo daría el fruto dentro de la tierra. En cambio, los tíos de Eladia eran de condición más espléndida. Martinán no cultivaba la tierra, pero había agenciado bastante dinero con su taberna, compró fincas que tenía arrendadas y ganado que había dado en parcería. Lo mismo él que su esposa tenían hecho testamento á favor de su sobrina, según se decía de público. Además Martinán, si no con palabras claras, de un modo indirecto había hecho saber á nuestro héroe que si casaba con su sobrina le daría cuatro mil reales en dinero, una pareja de novillas y un prado que poseía camino de Canzana que producía seis ó siete carros de hierba.

Quino deseaba saber si uniéndose con Telva podría obtener las mismas ó mayores ventajas. Decidióse, pues, á hablar con el tío Pepón. Para efectuarlo se colocó á su lado mientras pisaban la manzana. En un momento de descanso le dirigió estas palabras afectando ruda franqueza:

– ¿Entonces, tío Pepe, me da usted á Telva ó no me la da?

Rascóse Pepón el cogote sin contestar, sacó su petaca mugrienta de cuero, tomó una hoja del librillo de papel y la sujetó entre los labios por una esquina, luego se echó una polvarada de tabaco sobre la gran palma callosa de su mano y ofreció otra á Quino. Las molieron mejor que lo estaban entre las palmas, liaron los cigarros en silencio, encendió el tío Pepe la yesca después de dar veinte golpes al pedernal con el eslabón, y cuando comenzaron á fumar, sin otros preámbulos le metió el puño por el vientre al mozo de Entralgo y exclamó riendo:

– ¡Vé por ella cuando quieras, pillo!

Quino agradeció la caricia tanto como la gentil respuesta. Una sonrisa feliz y socarrona á la vez se dibujó en sus labios.

– Pero no será de vacío, ¿verdad?

– ¡Ah gran tuno, ahí te duele!– profirió Pepón sin dejar de reir y metiendo de nuevo el puño por el estómago á su futuro yerno, que se dobló como un arco. Luego añadió gravemente:– Eso no se pregunta siquiera, Quino. Yo no soy rico, pero mientras estéis en mi compañía no os faltará la borona y el potaje. Comeréis de lo que haya como nosotros. Y el día que os marchéis, porque la familia os cunda, Telva llevará un ajuar de ropa como la primera de la parroquia y tú podrás trabajar á medias conmigo alguna de las tierras y segar algún prado.

La perspectiva no le pareció muy risueña al industrioso Quino. Apagóse la sonrisa que contraía su rostro y quedó más serio que un regidor. Después de dar algunas profundas chupadas al cigarro, signo de intensa meditación, preguntó mirando á las vigas del techo:

– ¿Y de cuartos, nada?

– Ni un ochavo— respondió Pepón poniéndose más serio que él, si cabe— Telva tiene el dote en la cara.

Hubo una pausa. Quino da otros cuantos chupetones al cigarro.

– Pues Martinán me da cuatro mil reales si caso con Eladia.

– Pues yo no te doy nada— respondió Pepón con firmeza.

– Pues entonces hasta otra, tío Pepe.

– Hasta otra, Quino.

Ambos empuñaron de nuevo los mazos y se pusieron á trabajar sin volver á dirigirse la palabra.

 

Por la noche hubo esfoyaza en el palacio del capitán. Se efectuaba en una amplia estancia que había en la parte trasera y que llamaban «el granero». Regalado, en su cualidad de divinidad campestre, presidió también á esta faena agrícola, y más rumboso que los demás vecinos, en vez del acostumbrado candil colgó del techo un velón de cuatro mecheros. Reuniéronse casi todos los mozos y mozas de Entralgo. Vinieron también algunos de Canzana. Y en cuanto las doradas mazorcas comenzaron á descubrirse dieron comienzo igualmente los cánticos, las risas, las bromas y los gritos. Ellas tiraban de las hojas y arrancaban las que sobraban: ellos trenzaban las espigas en largas ristras que subían luego al desván.

Jacinto se sentó al lado de Flora, que desde hacía ya algunos días acompañaba á D.ª Robustiana y la ayudaba en las faenas del otoño. Quino hizo lo mismo al par de Eladia. Resuelto ya desde aquella tarde á favor de la sobrina de Martinán el pleito que hacía tiempo ardía en su cabeza, festejábala empleando en ello todos los recursos de su claro ingenio. Maestro consumado en el arte de galantear, tenía á la pobre zagala suspensa de sus discursos artificiosos, confusa y ruborizada.

Algunas otras parejas amarteladas había diseminadas por los rincones oscuros del recinto. Pero la gran mayoría departía bromeando unas veces y otras cantaba. Regalado, espíritu sarcástico, llevaba la voz en todas las bromas.

– Resuelto estoy de una vez— decía desde su silla con voz compungida— á arrepentirme del cariño que hasta ahora sentí por una rapaza de esta parroquia. Estoy casado; el cura me regaña; tuve más de un disgusto con la mujer. Creo que harto escándalo di ya y que es hora de echar algunas paletadas de tierra en la hoguera que me consume… Pero dígolo en verdad, por nada de este mundo quisiera que la rapaza cayera en poder de algún zorrocloco que no tuviera para mantenerla, que la matara de hambre ó le diese mala vida. Por eso he pensado en buscar para ella un mozo rico, guapo, valiente, formal y trabajador. ¿Y quién reune en Entralgo estas cualidades? Nadie más que el mozo que tengo á la vera, mi amigo Bartolo. ¡Á ver si hay alguno que le ponga el pie delante en el trabajo ni que se atreva á saludarle el hocico en la romería!… Además la tía Jeroma no le dejará marchar de casa sin su porqué; y como la moza es limpia y honrada, si se tercia también la meterá en casa y los mantendrá á cuerpo de rey…

– Vaya, vaya, Regalado, si quiere divertirse llame al gato— interrumpió la tía Jeroma con acritud.

Hay que saber que á ésta le parecía aquel noviazgo cosa ridícula como á todo el mundo, porque aparte la espantable fealdad de Maripepa, su hijo contaba quince años menos; pero tal idea tenía de su juicio y de su gusto que todo era de temer, y vivía sobresaltada desde que á Regalado se le había metido en el magín casarlo con la coja.

Maripepa se había puesto colorada, porque en el fondo no le parecía mal para marido aquel joven derrengado. Bartolo dejaba escapar gruñidos de disgusto. Cuanto venía de la boca de Regalado le parecía execrable. El coro reía.

– No sé por qué se enoja la tía Jeroma— repuso el mayordomo.– ¿Tiene algo que decir de la novia? ¿No es limpia? ¿no es honrada? ¿no tiene manos de oro para el trabajo?

– Tendrá todo eso y mucho más; yo nunca se lo he negado; pero ella se está bien en su casa y mi Bartolo en la suya. Nada se deben y por lo tanto nada tienen que pagarse.

– ¡Ya lo pienso yo que nada se deben!– exclamó desde un rincón la severa Pacha.– Mi hermana no debe nada á nadie; y si tratara de buscar mozo, mejor que ése encontraría.

– ¡Ni mejor ni peor, bobalicona! ¿No ves que Regalado quiere divertirse á vuestra costa y hacer reir á la gente?– exclamó con ímpetu la avinagrada Jeroma.

Respondió Pacha con otras palabras no menos resquemantes y comenzó una batalla de sarcasmos y denuestos que Regalado procuraba atizar para que no se extinguiese tan presto. La alegre tertulia gozaba en el altercado. Maripepa lloraba y Bartolo dejaba escapar cada vez resoplidos más incorrectos. Al fin, comprendiendo que estaban sirviendo de befa, callaron las irritadas comadres y se cambió de conversación.

Pero Pacha rebosaba de ira todavía. La tía Jeroma igual. Como de algún modo tenían que desahogarla, la primera llamó con violencia á su hermana so pretexto de que estaba muy cerca de Regalado.

– Maripepa, ven aquí ahora mismo y siéntate á mi lado.

La dócil y vetusta zagala obedeció y alzándose de su asiento pasó por delante del mayordomo y Bartolo. Entonces el primero al cruzar la pellizcó en una pierna. Maripepa lanzó un grito. Regalado, con increíble malicia, se volvió hacia Bartolo y le amonestó severamente.

– ¡Cuidado, Bartolo! No hagas esas cosas, que todavía no tienes derecho á ello.

Oir estas palabras la tía Jeroma y lanzarse sobre su hijo y propinarle un soberbio bofetón todo fué uno. El inocente mozo puso el grito en el cielo y protestó de tamaña injusticia con tan fieras voces que parecía llegado el día del juicio final. Mientras tanto Pacha administraba una buena dosis de pellizcos y repelones á su hermanita ¡por rebelde! ¡por mentecata! y ésta protestaba también, aunque no con gritos, sino de un modo virginal con sentidos sollozos y lágrimas. Todo lo cual se celebraba en la tertulia con algazara.

Cuando ésta se hubo calmado llegaron á renovarla unos cuantos mozos de la Pola que entraron en la esfoyaza con más ganas de retozar y divertirse que de enristrar espigas. Los de Entralgo les siguieron el humor y por espacio de media hora aquel recinto fué una Babel. Se chillaba, se reía, se arrojaban las mazorcas unos á otros, se tiraba de los pañuelos á las zagalas, se defendían ellas dando algunos vigorosos empujones que no pocas veces hacían caer de bruces á sus contrarios. Todo se hacía menos trabajar. De tal modo que Regalado, adivinando que de seguir así las cosas no se terminaría la faena ni á la media noche, se puso serio y les llamó al orden repetidas veces. Pero no logró nada. Hasta que se hartaron de retozar no se dieron cuenta de que las mazorcas estaban allí para otra cosa que para servir de proyectiles amorosos.

Justamente en aquel instante fué cuando apareció en la esfoyaza D. Lesmes, el apuesto capellán de Iguanzo. Pasaba de Villoria, oyó la algazara y se apeó para disfrutar de ella algunos momentos. Y en cuanto entró sin más preámbulos se sentó al par de Flora y comenzó en voz baja á requebrarla, sin darle un comino por Jacinto que se hallaba del otro lado. Desde la paliza nocturna que el capitán le propinó había crecido su afición á la zagala. Donde quiera que la tropezase nunca dejaba de mostrársela con palabras bien melosas ó con palmaditas en el rostro no menos insinuantes. Flora rechazaba las últimas con energía, pero escuchaba las primeras con benévola sonrisa. Era traviesa y un tanto coqueta la rapaza y era el capellán peritísimo en las lides de amor. Así es que en cuanto se hallaban juntos comenzaba un tiroteo gentil donde si él lucía su destreza y sus recursos galantes, ella mostraba su fácil palabra y su ingenio picaresco.

Al pobre Jacinto no se le ocultaban las intenciones del capellán porque las ponía bien de manifiesto, pero era harto inocente para saber contrariarlas: ni aun se atrevía á quejarse. En cuanto D. Lesmes entró en la esfoyaza se puso más triste que la noche: así que comenzó á departir con su novia quedó repentinamente mudo y sombrío. Al fin, no pudiendo vencer su desconsuelo, con pretexto de ir á beber agua se levantó y salió de la estancia. No hizo mucho alto en ello Flora, pero como se tardase demasiado hubo de inquietarse. Al cabo también ella se levantó con el mismo pretexto y se dirigió á la cocina de los mayordomos.

Se hallaba ésta solitaria y esclarecida débilmente por un candil que pendía de la campana de la chimenea. Jacinto reposaba sobre uno de los bancos al pie del lar y tenía la cabeza metida entre las manos.

– ¿Qué te pasa, Jacinto? ¿qué tienes, rapaz?– le preguntó acercándose á él sonriente.

Jacinto separó las manos y alzó los ojos también sonriente; pero sus mejillas estaban bañadas de lágrimas. Entonces la sonrisa de Flora se apagó.

– ¡Cómo! ¿Lloras, rapaz?… ¿Y por qué?

– No lo sé, Flora— respondió dulcemente el mozo de Fresnedo.

Flora quedó un instante pensativa y replicó colérica:

– ¡Pues yo si lo sé! Es porque tienes celos de ese capellanzaco que lleve el diablo… Mira, Jacinto, si te ofende que hable con él no lo haré más; pero aunque te ofenda me dejarás que te diga una cosa… y es que eres un papanatas.

Y acompañó esta reflexión de un pellizco tan elocuente que Jacinto no tuvo más remedio que darse por convencido.

En un instante quedaron hechas las paces. Pero trascurrió más de un instante primero que saliesen de la cocina y entrasen de nuevo en la esfoyaza. El capellán quiso proseguir su obra de seducción sentándose otra vez al lado de la graciosa morenita; pero ésta hizo pedazos sus redes con un desdén tan manifiesto que irritado y mohino no tardó en despedirse de la reunión, montar á caballo y emprender la vuelta de Iguanzo.

En vez de vadear el río prefirió dar un rodeo yendo por Puente de Arco. No era nuestro capellán hombre osado más que con las bellas. Antes de llegar al puente tropezó con un grupo de mozos. Bien comprendió en seguida que era una cuadrilla de mineros, pues los mozos de Laviana no blasfemaban del modo que aquéllos lo venían haciendo en altas voces. Un poco se sobrecogió porque aquellos cafres no se distinguían por un respeto exagerado al clero y la nobleza. Por eso al pasar dijo en alta voz y muy finamente:

– Buenas noches nos dé Dios.

Algunas risotadas indecentes fueron la única respuesta á tan cortés saludo. D. Lesmes quedó acortado, pero dijo para su capote: «Menos malo si paso con esto». Pero no pasó. Antes que se hubiera alejado muchos pasos una piedra hirió á su potro y lo hizo botar, otra le hirió á él en la espalda y á entrambos lados cayó una nube de ellas. El capellán, encomendándose de todo corazón al Santo Cristo de Tanes, hincó las espuelas al caballo y logró ponerse en poco tiempo fuera de tiro. Los mineros, riendo de su hazaña, siguieron hasta Entralgo. Al pasar por detrás de la casa del capitán oyeron el ruido de la esfoyaza, y á Plutón que los capitaneaba no se le ocurrió cosa más divertida que agarrar una piedra del camino y arrojarla contra la ventana del granero donde se celebraba.

No fué pequeño el susto que esto produjo en el elemento femenino de la reunión. Los mozos se pusieron serios y quisieron salir para castigar al insolente; pero Quino, ilustre siempre por su prudencia, les previno que tal vez fuese una piedra extraviada y no dirigida á aquel sitio y que sería mejor aguardar á que secundasen. Todos escuchan con respeto estas juiciosas palabras y las aprueban. Pero el belicoso Bartolo, sediento siempre de pelea, no pudo contenerse.

– ¡Puño!– exclamó arrebatado de furor.– No sois más que unas ruines mujeres. ¿Vais á dejar que ese cerdo se vaya riendo de la gracia? No será ¡mal rayo! mientras Bartolo de Entralgo tenga cinco dedos en cada mano.

Y alzándose con toda la presteza que le consentía la magnitud de su trasero, se dirigió á la puerta y la abrió con violencia. Mas apenas había sacado la cabeza fuera recibió, sin saber de dónde le viniera, el más soberano, el más concienzudo bofetón que pudo verse desde que el ser humano dejó de servirse de las uñas como los animales y supo dar bofetadas. La incógnita mano, al tropezar con el moflete de nuestro famoso guerrero, produjo un estallido pavoroso. Los mozos y mozas de la esfoyaza dieron un salto de sorpresa. Bartolo quedó unos instantes sin saber si estaba en este mundo ó en el otro, pero volviendo en su acuerdo supo con admirable serenidad mantener su dignidad y el prestigio de su glorioso nombre.

– ¡Anda, cochino!– exclamó apresurándose á cerrar la puerta.– ¡Corre, corre, que ya llevas bastante por hoy!

Y marchando á colocarse de nuevo á su sitio añadió resoplando como un buey:

– Era un mozaco de Rivota. ¡Puño, qué bofetón le di! ¡Pensé que me quedaba la mano allá!

Todos le miran con sorpresa y admiran su valor intrépido y la fuerza incontrastable de sus manos. Pero Quino, en quien por desgracia el escepticismo había hecho presa hacía ya largo tiempo, le clavó una mirada escrutadora y dijo con sorna:

– ¿Sabes, Bartolo, que esa bofetada que soltaste me parece que dió la vuelta antes de llegar á su sitio?

– ¿Por qué lo dices, puño?– preguntó encrespándose el hijo glorioso de la tía Jeroma.

– Porque tienes la cara como si antes de llegar hubiese rebotado.

– ¿No sabes, burro, que mi madre acaba de pegarme en ella?– exclamó cada vez más fosco su primo.

 

Quino no pudo menos de rendirse á la evidencia.

Mas he aquí que al odioso Regalado se le ocurre efectuar una nueva investigación en el rostro del héroe. Como resultado de ella manifiesta con sonrisa diabólica.

– Está bien eso, Bartolo, pero tu madre te pegó en el carrillo derecho y el que tienes hinchado es el izquierdo.

– ¡Verdad! ¡verdad!– exclamó la reunión en masa. Y se armó una de carcajadas tan estruendosas, que era imposible oir la voz estentórea del guerrero de Entralgo que protestaba rebosando indignación de aquel gratuito supuesto.

Pero en aquel momento en que la alegría brotaba de todos los pechos y fluía de todas las bocas en francas, interminables carcajadas, un estampido horrible la cortó repentinamente.

Plutón, por divertirse, había colocado un cartucho de pólvora de los que sirven en las minas para los barrenos sobre el alféizar de la ventana y le había dado fuego.

La ventana saltó hecha pedazos. Los cuatro mecheros del velón se apagaron. Un grito de espanto salió de aquel antes apacible recinto. Á las carcajadas sucedieron las voces de terror y los lamentos, que hacía más tristes aún la oscuridad en que quedaron sumidos.

Por fin Regalado encendió un fósforo. Nadie había salido herido. Los mozos, repuestos del susto, se arrojaron á la calle resueltos á castigar el atentado.